viernes, 27 de octubre de 2017

La loba (1941)


El habitual intercambio entre los diferentes estudios cinematográficos posibilitó que William Wyler dirigiese para la Warner Brothers Jezabel (Jezebel, 1938) y La carta (The Letter, 1940) cuando trabajaba para Samuel Goldwyn, o que la estrella de ambos filmes (y del estudio de los hermanos Warner) protagonizase La loba (The Little Foxes, 1941), una producción Goldwyn, a cambio de que el productor independiente (y uno de los primeros magnates de Hollywood) cediese a su astro Gary Cooper para el rodaje de El sargento York (Seargent YorkHoward Hawks, 1941). Ese contante intercambio posibilitó que a las órdenes de 
WylerBette Davis pasase de ser una estrella de moda (probablemente pasajera como tantas otras) a la espléndida actriz que inmortalizó en la gran pantalla a las maquiavélicas, egoístas y para nada inocentes protagonistas de los tres films que protagonizó para el realizador de Los mejores años de nuestras vidas (The Best Years in Our Lifes, 1946). Menos disimulada y más fría que Julia Marsden en Jezabel y Judith Crosbie en La carta, en ningún momento de La loba, Regina Hubbard enmascara su intención dominadora ni su deseo de satisfacción monetaria, para ella lo único importante. Y no lo hace porque Regina no pretende disfrazar su obsesión por controlar todo aquello que se encuentre en su radio de acción, ni le importan los medios que le posibiliten el fin que se ha marcado ni sembrar el camino de cadáveres, físicos (su marido) o emocionales (la inocencia de su hija), para conseguirlo.


La trama de La loba se inicia con los planos de una pequeña ciudad sureña, con sus casas y las ventanas por donde asoman algunos de los protagonistas, a quienes el cineasta muestra en la cotidianidad de una mañana cualquiera, aunque para los hermanos Ben (
Charles Dingle), Oscar (Carl Benton Reid) y Regina Hubbard no sea un día como los demás, pues esa noche cenan con Marshall (Russell Hicks), el yanqui con quien pretenden poner en marcha el negocio que los enriquezca. Los primeros minutos también nos descubren a Alexandra (Teresa Wright), que aún no ha despertado a la realidad familiar y social que Wyler sitúa <<en el profundo sur en el año 1900>>, en una población donde la igualdad racial brilla por su ausencia. En la aparente tranquila villa, la comunidad afroestadounidense continúa viviendo bajo un sistema esclavista que pretende ser aprovechado por los hermanos Hubbard, quienes se igualan en ambición, a pesar de sus diferentes apariencias. Los tres son capaces de cualquier cosa para lograr poner en marcha la fábrica que, con mano de obra barata, les llenará los bolsillos, incluso Oscar no duda en manipular al inepto de su hijo (Dan Duryea) para que sustraiga del banco donde trabaja los bonos que le permitirían poner en marcha el negocio. Opuestos a este panorama humano devorador descubrimos a Horace (Herbert Marshall), el marido desencantado y enfermo, y a David (Richard Carlson), un personaje que Liliam Hellman añadió respecto a los que campan por su obra teatral, un personaje cuya comicidad y rebeldía descarga tensiones al tiempo que se convierte en testigo de los hechos que se desarrollan a lo largo de un filme que apuesta por la profundidad de campo y por el seguimiento de los personajes en espacios interiores: el salón y las escaleras de la casa de Regina o el cuarto de aseo de Oscar dan pie a escenas memorables. La más recordada nos muestra en primer plano el rostro impasible de Bette Davis. Mientras, al fondo, se observa a su debilitado marido intentando subir las escaleras que le llevarían hasta la medicina que le salvaría la vida. En ese instante, Regina no vuelve su mirada, como si de esa manera, le negara la existencia. Pasan los segundos, consciente de lo que sucede a su espalda y, solo cuando comprende que ha logrado su objetivo, se levanta y acude hacia la escalera pidiendo auxilio. Esta secuencia define el carácter, el egoísmo y la malicia de Regina, una mujer sin escrúpulos consciente en todo momento de cuanto hace y dice, como también es consciente de que su victoria implica la soledad absoluta.

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