miércoles, 25 de octubre de 2017

Condenados (1953)



En femenino, el título Condenados (1953) define a las protagonistas que asoman por los primeros (y mejores) títulos de la obra fílmica de Manuel Mur Oti. Salvo Emilia, en Cielo negro (1951), que sufre en la ciudad, el resto son mujeres encadenadas a la tierra, aunque no son las fuerzas telúricas quienes las aprisionan, sino la moral de una tradición opresiva y las frustraciones-negaciones (generadas por ellas mismas o por el entorno) del presente durante el cual se desarrollan sus (melo)dramas, cuando no tragedias. La imagen que abre el filme muestra a una de ellas, Aurelia (Aurora Bautista), prisionera del campo donde trabaja sin descanso hasta que, extenuada, concluye la jornada y se adentra en la soledad de su habitación. Allí se derrumba sobre el lecho donde llora su imposibilidad y la ausencia del hombre que ha dejado el vacío y la desesperanza. Aurelia recuerda la figura masculina, pero, más si cabe, llora porque necesita que la arropen (y la acompañen en esa cama semivacía) y la ayuden a sacar adelante la extensión maldita a la que permanece unida como si formase parte de ella. El inicio, uno de los más expresivos del cine de Mur Oti, muestra cuanto anhela su protagonista y cuanto la supera, por ello, no sorprende que la llegada de Juan (José Suárez), el extraño que le pide trabajar el terruño, provoque que la vida y el rostro de Aurelia recobren luminosidad.


El jornalero posibilita que los campos produzcan, pues, donde antes se observaba esterilidad, ahora luce el trigo, la vid y los animales, y que ella recupere parte de la existencia que le ha sido negada desde el encierro en prisión de José (Carlos Lemos), cuyos celos y paranoia lo indujeron a asesinar al hombre que, en la distancia, admiraba a su mujer. Desde el encierro de su marido hasta la aparición de Juan, ella ha labrado la tierra sin apenas éxito, soportado su ostracismo y las murmuraciones de los vecinos que llaman a sus tierras "las del condenado". Aunque el apodo se refiera a José, ella vive su condena y su sufrimiento,  que se mitigan en presencia de su empleado, cuando siente su apoyo, su mano acariciando la suya, su entrega y su cercanía, pero se trata de un acercamiento que nunca llegará a ser pleno, como confirman las dos escenas en las escaleras del molino, ambas similares, pero distanciadas por los cinco años que las separan. En las dos secuencias ella se encuentra en lo alto, a un nivel inalcanzable para quien la observa desde los escalones inferiores que confirman la lejanía que no se ha acortado, a pesar del evidente deseo y esfuerzo masculino y el menos evidente, aunque existente y reprimido, de la protagonista femenina, incapaz de desprenderse de los recuerdos, de la posición que ha aceptado en la vida y de la rigidez moral de su virtud, la misma virtud que no impidió a su marido asesinar a un hombre, a sabiendas de que tanto Aurelia como la victima eran inocentes. Han transcurrido más cinco años desde la llegada de Juan y seis desde el encierro de José, cuando este aparece en el horizonte y la heroína de 
Mur Oti corre hacia él mientras grita su nombre. Ese instante implica un fin, el de la esperanza, y un principio, el de la culpabilidad-sacrificio que convierte a la protagonista en uno de los condenados de este excelente e intenso melodrama rural, de imposibilidad, de seres atrapados en el blanco o negro de su interpretación de la realidad humana, condicionada por los celos, el deseo, la impotencia, el querer y el no poder.

No hay comentarios:

Publicar un comentario