lunes, 30 de octubre de 2017

Bette Davis. Un torbellino de talento



<<Todos me conocen. Yo en cambio no he conseguido conocerme>>.


(Margo Channing en Eva al desnudo)

La Margo interpretada por Bette Davis en el magistral filme de Joseph L. Mankiewicz habla de una doble realidad que quizá compartiese con la actriz que la encarnó. Todos la conocimos a través de sus interpretaciones, pero ¿quién o cómo era Ruth Elizabeth Davis? puede que ni ella misma lo supiera. Yo lo ignoro. Solo sé quienes fueron sus Mildred Rogers, Julie Marsden, Leslie Crosbie, Judith Traharne, Regina Hubbart, Margo Channing, Baby Jane Hudson, Charlotte Hollis y tantas otras mujeres ambiguas y temperamentales, en ocasiones mezquinas, a menudo manipuladoras y ambiciosas. Tampoco me parece prioritario conocer aspectos de su vida personal, que, en realidad, ni me importan ni me afectan. En cambio, sí me interesa su legado artístico, aquel que ha sobrevivido el paso del tiempo para descubrirnos a esos personajes ambiciosos, rebeldes y determinados a conseguir sus propósitos, personajes creíbles que se convierten en el centro de atención de las películas en las que participó. Nacida en el estado de Massachusetts en 1908, Davis tuvo una breve experiencia teatral en producciones de George Cukor o Rouben Mamoulian, directores que, como ella, se iniciarían en el cine a raíz de la irrupción y triunfo del sonido. Aquella joven actriz, aficionada a la lectura y sin apenas experiencia dramática, de cuerpo menudo, de ojos enormes y de infancia nómada, fue contratada por un cazatalentos de Universal Pictures en 1931, pero ninguna de sus primeras apariciones cinematográficas presagiaban a la gran actriz que poco después se convertiría en la reina de la Warner Brothers. Su debut en la pantalla se produjo en Bad Sister, filme que también contaba con la presencia de otro desconocido que acabaría formando parte de la leyenda del Hollywood dorado. Al igual que el destino profesional de Humphrey Bogart, el de Davis estaría ligado a la Warner. Desde 1932 hasta 1949, tiempo que duró su relación con el estudio, la actriz participó en más de cuarenta películas, algunas prescindibles, otras han pasado a formar parte de la historia del cine.


Sin ser del todo consciente de cómo funcionaba el sistema, firmó el contrato que la obligaba a trabajar sin opción a decidir sobre las películas en las que participaba, porque en Hollywood o eras una estrella, a quien en ocasiones permitían elegir, o eras poco más que un objeto al que sacar el mayor rendimiento posible antes de caer en desuso. Y este último camino era el señalado durante sus primeros tiempos en la Warner, donde al igual que en la Universal, pocos creían o tenían en cuenta su talento dramático. Su situación no la satisfacía, menos aún los papeles que le encargaban interpretar, pero entonces vio su oportunidad y convenció a Jack Warner para que la cediese a la RKO, donde protagonizó Cautivo del deseo. Debido a su alejamiento de la moral impuesta por el Código de Producción, la camarera Mildred Rogers era una apuesta arriesgada para cualquier actriz, pero Davis no dudó y su interpretación cambió la opinión de muchos. Al año siguiente le fue concedido su primer Oscar a la mejor actriz del año por Peligrosa, aunque ella consideraba que se trataba de una recompensa por la interpretación de Mildred en el filme que John Cromwell había dirigido la temporada anterior. Aquel premio fue insuficiente para cambiar su situación laboral dentro del estudio al que se enfrentó en un tribunal británico. Claro está, perdió el litigio, pero la publicidad que le generó el juicio acabó siendo positiva para su imagen de mujer fuerte y aguerrida, que deseaba asumir las riendas de su carrera y desarrollar la personalidad artística que se descubre en películas como JezabelAmarga Victoria o La carta. Aunque su situación contractual poco mejoró, pues el fallo del tribunal la obligaba a cumplir su compromiso con la Warner, se había convertido en la estrella del estudio y en una de las actrices más populares de la gran pantalla, tanto, que era la preferida del público para interpretar a Scarlett O'Hara en Lo que el viento se llevó. Sin embargo la presencia de George Cukor al frente del proyecto y la falta de entendimiento entre el productor David O. Selznick y la Warner impidieron que la actriz se alzase con aquel codiciado papel.


Por aquel entonces, le ofrecieron interpretar a Julie Marsden en una película que iba a ser dirigida por William Wyler. Este encuentro resultó vital para la evolución dramática de Davis, como ella misma reconoció en diversas ocasiones. Cineasta de carácter, 
Wyler se impuso a las dudas y a las protestas de la actriz, en definitiva, dominó la película en todos sus aspectos, hasta el extremo de que la estrella apoyó al director cuando los ejecutivos de Warner barajaban sustituirlo por el retraso del rodaje. El realizador concluyó su película y la protagonista logró su segundo Oscar a la mejor actriz del año, un premio que en esta ocasión sí creyó merecido. Aquel fue el primero de los tres personajes que interpretaría a las órdenes de Wyler, los otros dos serían Leslie Crosbie en La carta y Regina Hubbard en La loba. En la cima de su éxito, su posición dentro del estudio mejoró, aumentaron sus ingresos y, para contrariedad de algunos directores, creció su afán por controlar las producciones en las que participaba, pues <<su temperamento -huelga decirlo, quizás- era legendario>>, como también lo serían su <<incapacidad para controlar su genio>> y la <<tendencia a menoscabar gratuitamente la voluntad de los directores>>. A principios de la década de 1940 fue elegida presidenta de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas, siendo la primera mujer en acceder a dicho puesto, aunque su mandato solo duró dos meses. Sus años en Warner continuaron entre sus berrinches y sus actuaciones, pero todo principio también tiene su final, y este llegó en 1949, cuando la actriz puso fin a su relación profesional con el estudio que había sido su casa durante casi dos décadas. A primera vista, la decisión parecía acertada, Hollywood estaba cambiando y ante ella se abrían nuevas posibilidades, pero estas no fueron tantas, pues, a excepción de sus míticas (y quizá mejores creaciones) Margo Channing en Eva al desnudo y Baby Jane Hudson en ¿Qué fue de Baby Jane?, dirigidas por dos cineastas (Mankiewicz y Robert Aldrich) de carácter que supieron llevar hasta el límite de su talento a la temperamental y, en ocasiones, molesta actriz, el éxito en la taquilla le dio la espalda, los años disminuyeron las ofertas de personajes interesantes y su estela nunca volvió a brillar como lo había hecho durante su esplendor en la época dorada de los estudios.

(Las palabras entre comillas pertenecen a Ed Sikov. Bette Davis. Amarga Victoria, T&B Editores, Madrid, 2008)




Filmografía

Bad Sister (Hobart Henley, 1931)

Semilla (Seed; John M. Stahl, 1931)

El puente de Waterloo (Waterloo Bridge; James Whale, 1931)

Way Back Home (William A. Seiter, 1932)

La estatua vengadora (The Menace; Roy W. Neill, 1932)

Casa correccional (Hell's House; Howard Higgin, 1932)

La oculta providencia (Man Who Played God; John G. Adolfini, 1932)

So Big (William A. Wellman, 1932)

The Rich Are Always with Us (Alfred L. Green, 1932)

The Dark Horse (Alfred L. Green, 1932)

Esclavos de la tierra (Cabin in the Cotton; Michael Curtiz, 1932)

Tres vidas de mujer (Three on a March; Mervyn LeRoy, 1932)

Veinte mil años en Sing Sing (20,000 Years in Sing Sing; Michael Curtiz, 1933)

Los gángsters del aire (Parachute Jumper; Alfred L. Green, 1933)

Se necesita un rival (The Working Man; John G. Adolfi, 1933)

Ex-Lady (Robert Florey, 1933)

Los desaparecidos (Bureau of Missing Persons; Roy del Ruth, 1933)

El altar de la moda (Fashion Follies of 1934; William Dieterle, 1934)

The Big Shakedown (John F. Dillon, 1934)

Jimmy the Gent (Michael Curtiz, 1934)

Fog over Frisco (William Dieterle, 1934)

Cautivo del deseo (Of Human Bondage; John Cromwell, 1934)

Una mujer de su casa (Housewife; Alfred L. Green, 1934)

Barreras infranqueables (Bordertown; Archie L. Mayo, 1935)

The Girl from Tenth Avenue (Alfred L. Green, 1935)

La que apostó su amor (From Page Woman; Michael Curtiz, 1935)

Agente especial (Special Agent; William Keighley, 1935)

Peligrosa (Dangerous; Alfred L. Green, 1935)

El bosque petrificado (The Petrified Forest; Archie L. Mayo, 1936)

The Golden Arrow (Alfred L. Green, 1936)

Satan Met a Lady (William Dieterle, 1936)

La mujer marcada (Marked Woman; Lloyd Bacon, 1937)

Kid Galahad (Michael Curtiz, 1937)

That Certain Woman (Edmund Goulding, 1937)

It's Love I'm After (Archie L. Mayo, 1937)

Jezabel (Jezebel, William Wyler, 1938)



Las hermanas (The Sisters; Anatole Litvak, 1938)

Amarga victoria (Dark Victory; Edmund Goulding, 1939)

Juárez (William Dieterle, 1939)

La solterona (The Old Maid; Edmund Goulding, 1939)

La vida privada de Elizabeth y Essex (The Private Lives of Elizabeth and Essex; Michael Curtiz, 1939)

El cielo y tú (All This and Haven Too; Anatole Litvak, 1940)

La carta (The Letter; William Wyler, 1940)



La gran mentira (The Great Lie; Edmund Goulding, 1941)

Shinnig Victory (Irving Rapper, 1941)

The Bride Came C.O.D. (William Keighley, 1941)

La loba (The Little Foxex; William Wyler, 1941)



El hombre que vino a cenar (The Man Who Come to Dinner; William Kneghley, 1941)

Como ella sola (In This Our Life; John Huston, 1942)

La extraña pasajera (Now, Voyager; Irving Rapper, 1942)
Alarma en el Rin (Watch on the Rhine; Herman Shulmin; 1943)

Thank Your Lucky Stars (David Butler, 1943)

Old Acquaintance (Vincent Sherman, 1943)

El señor Skeffington (Mr. Skeffington; Vincent Sherman, 1944)

Hollywood Canteen (Delmer Daves, 1944)

El trigo está verde (The Corn Is Green; Irving Rapper, 1945)

Una vida robada (A Stolen Life; Curtis Bernhardt; 1946)

Deception (Irving Rapper, 1946)

Winter Meeting (Bretaigne Windust, 1948)

June Bride (Bretaigne Windust, 1948)

Más allá del bosque (Beyond the Forest; King Vidor, 1949)

Eva al desnudo (All About Eve; Joseph L. Mankiewicz, 1950)



La egoísta (Payment on Demand; Curtis Bernhardt, 1951)

Another Man's Poison (Irving Rapper, 1952)

Llama un desconocido (Phone Call from a Stranger; Jean Negulesco, 1952)

La estrella (The Star; Stuart Heisler, 1953)

El favorito de la reina (The Virgin Queen; Henry Koster, 1954)

Storm Center (Daniel Taradash, 1956)

Banquete de bodas (The Catered Affair; Richard Brooks, 1956)

El capitán Jones (John Paul Jones; John Farrow, 1959)

Donde el círculo termina (The Scapegoat; Robert Hamer, 1959)

Un gángster para un milagro (Pocketful of Miracles; Frank Capra, 1961)

¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?; Robert Aldrich, 1962)

Su propia víctima (Dead Ringer; Paul Henreid, 1964)

La noia (Damiano Damiani, 1964)

Adónde fue el amor (Where Love Has Gone; Edward Dmytryk, 1964)

A merced del odio (The Nanny; Seth Holt, 1965)

Canción de cuna para un cadáver (Hush... Hush, Sweet Charlotte; Robert Aldrich, 1965)

The Anniversary (Roy Ward Baker, 1967)

Connecting Rooms (Franklin Gollings, 1969)

Bunny O'Hara (Gerd Oswald, 1971)

Sembrando ilusiones (Lo scopone scientifico; Luigi Comencini, 1972)

El extraño mundo de madame Sin (Madame Sin; David Greene, 1972)

The Judge and Jake Wyler (David Lowell Rich, 1972)

Scream Pretty Peggy (Gordon Hessler, 1973)

Pesadilla diabólica (Burn Offerings; Dan Curtis, 1976)

Return from Witch Mountain; John Hough, 1978)

Muerte en el Nilo (Death on the Nile; John Guillermin, 1978)

The Watcher in the Woods (John Hough, 1979)

Las ballenas de agosto (The Whales of August; Lindsay Anderson, 1987)


domingo, 29 de octubre de 2017

El pan nuestro de cada día (1930)


Por diferentes motivos el flujo de cineastas entre Europa y Hollywood ha sido constante desde la década de 1920. El berlinés Ernst Lubitsch a Paramount, tras su breve estancia en Warner Brothers, el húngaro Michael Curtiz a Warner, el alemán Paul Leni a Universal o los suecos Victor Sjöström y Mauritz Stiller a MGM fueron algunos de los cineastas que cruzaron el Atlántico hacia la California de los años veinte. Seducidos por una sustanciosa mejora salarial y por los medios que los estudios iban a poner a su disposición, estos directores firmaron sus contratos con magnates que vieron en ellos la oportunidad de ganar mayor prestigio artístico. Genialidad no faltaba entre aquellos emigrantes ilustres y bien remunerados entre quienes también se contaba Friedrich W. Murnau. Su película El último (Der Letzle mann, 1924) había sido un éxito en Europa y en Estados Unidos, de modo que William Fox encontró en el realizador alemán al artista que, concluidas las filmaciones de Fausto (Faust, 1926) y Tartufo (Herr Tartüff, 1926), viajó a Hollywood para rodar Amanecer (Sunrise, 1927), una obra maestra que si bien no fue un éxito popular, sí que proporcionó a Fox el prestigio que buscaba y que sin duda ya tenía en casa. Hacia el final del silente, Fox Films tenía en nómina a Allan Dwan, Frank BorzageHoward Hawks, John FordRaoul Walsh y Robert J. Flaherty, otra suma de talento y genialidad considerable. A algunos les obligó a presenciar parte del rodaje de Amanecer para que se familiarizaran con las técnicas del director germano. Como cualquier artista tomarían nota, pero ellos ya tenían su propio estilo y la meta común de obtener la libertad con la que Murnau encaró aquella mítica filmación. Claro está, dentro del sistema de los estudios, tener carta blanca era complicado y a menudo las producciones se veían alteradas por intervenciones e imposiciones que iban en contra de lo pretendido por los cineastas. De tal manera que, en cuanto pudieron, buscaron en otro lugar la libertad creativa necesaria para trabajar acordes con sus intereses. El primero en abandonar la Fox fue Murnau, contrariado y enojado porque el mandamás del estudio se empeñó en añadir escenas sonoras a El pan nuestro de cada día (City Girl, 1930) y cambiar el final de Los cuatro diablos (Four Devils, 1928). Ante esto, un cineasta de la personalidad de Murnau no dudo en abandonar Hollywood y, en compañía de Flaherty, convertirse en independiente, dando pie a su viaje a Polinesia y a la filmación de Tabú (1931), a la postre su última película. La estancia de Murnau en Fox Films se saldó con AmanecerLos cuatro diablos, de la que solo se conserva parte, y este magistral drama rural. Al igual que había hecho en su primera producción estadounidense, el realizador enfrentó en El pan nuestro de cada día ciudad y campo, aunque en esta ocasión el campo se convierte en una condena para la protagonista femenina, igual o peor que la experimentada en la gran ciudad, Chicago, que abandona tras casarse con Lem Tustine (Charles Farrell), un joven agricultor que tiene el encargo paterno de vender la cosecha de trigo. La llegada de la pareja a la granja refleja su felicidad, sin embargo el frío recibimiento del padre (David Torrance) de Lem, solo pregunta <<¿cuánto te dieron por el trigo?>>, y la falta de actitud por parte del hijo anuncian el distanciamiento en el que vivirá el joven matrimonio desde entonces. Sin conocerla y sin darle oportunidad, Tustine, padre, dice de Kate (Mary Duncan) que las mujeres como ella solo aman a cambio de obtener algo. Solo así se explica que una camarera se haya casado sin apenas conocer a su marido. Su intolerancia y sus prejuicios lo convierten en un ser ruin que daña a cuantos le rodean, porque no quiere que nada ni nadie trastoque la tradición, la suya, aquella que somete a su mujer y a su hijo, pues ambos se deben a él. En El pan nuestro de cada día el campo no simboliza la virtud, como sí hace en Amanecer, aquí la virtud se encuentra en la entrega de Kate, en su valor para adaptarse y en su intención de convertir a Lem en un hombre que pueda enfrentarse a la autoridad-tradición intolerante con la que el padre los asfixia y pone en peligro su relación, que también se ve amenazada por la pasividad del marido y por la presencia de Mac (Richard Alexander) y el resto de jornaleros que la desnudan con la mirada.

viernes, 27 de octubre de 2017

La loba (1941)


El habitual intercambio entre los diferentes estudios cinematográficos posibilitó que William Wyler dirigiese para la Warner Brothers Jezabel (Jezebel, 1938) y La carta (The Letter, 1940) cuando trabajaba para Samuel Goldwyn, o que la estrella de ambos filmes (y del estudio de los hermanos Warner) protagonizase La loba (The Little Foxes, 1941), una producción Goldwyn, a cambio de que el productor independiente (y uno de los primeros magnates de Hollywood) cediese a su astro Gary Cooper para el rodaje de El sargento York (Seargent YorkHoward Hawks, 1941). Ese contante intercambio posibilitó que a las órdenes de 
WylerBette Davis pasase de ser una estrella de moda (probablemente pasajera como tantas otras) a la espléndida actriz que inmortalizó en la gran pantalla a las maquiavélicas, egoístas y para nada inocentes protagonistas de los tres films que protagonizó para el realizador de Los mejores años de nuestras vidas (The Best Years in Our Lifes, 1946). Menos disimulada y más fría que Julia Marsden en Jezabel y Judith Crosbie en La carta, en ningún momento de La loba, Regina Hubbard enmascara su intención dominadora ni su deseo de satisfacción monetaria, para ella lo único importante. Y no lo hace porque Regina no pretende disfrazar su obsesión por controlar todo aquello que se encuentre en su radio de acción, ni le importan los medios que le posibiliten el fin que se ha marcado ni sembrar el camino de cadáveres, físicos (su marido) o emocionales (la inocencia de su hija), para conseguirlo.


La trama de La loba se inicia con los planos de una pequeña ciudad sureña, con sus casas y las ventanas por donde asoman algunos de los protagonistas, a quienes el cineasta muestra en la cotidianidad de una mañana cualquiera, aunque para los hermanos Ben (
Charles Dingle), Oscar (Carl Benton Reid) y Regina Hubbard no sea un día como los demás, pues esa noche cenan con Marshall (Russell Hicks), el yanqui con quien pretenden poner en marcha el negocio que los enriquezca. Los primeros minutos también nos descubren a Alexandra (Teresa Wright), que aún no ha despertado a la realidad familiar y social que Wyler sitúa <<en el profundo sur en el año 1900>>, en una población donde la igualdad racial brilla por su ausencia. En la aparente tranquila villa, la comunidad afroestadounidense continúa viviendo bajo un sistema esclavista que pretende ser aprovechado por los hermanos Hubbard, quienes se igualan en ambición, a pesar de sus diferentes apariencias. Los tres son capaces de cualquier cosa para lograr poner en marcha la fábrica que, con mano de obra barata, les llenará los bolsillos, incluso Oscar no duda en manipular al inepto de su hijo (Dan Duryea) para que sustraiga del banco donde trabaja los bonos que le permitirían poner en marcha el negocio. Opuestos a este panorama humano devorador descubrimos a Horace (Herbert Marshall), el marido desencantado y enfermo, y a David (Richard Carlson), un personaje que Liliam Hellman añadió respecto a los que campan por su obra teatral, un personaje cuya comicidad y rebeldía descarga tensiones al tiempo que se convierte en testigo de los hechos que se desarrollan a lo largo de un filme que apuesta por la profundidad de campo y por el seguimiento de los personajes en espacios interiores: el salón y las escaleras de la casa de Regina o el cuarto de aseo de Oscar dan pie a escenas memorables. La más recordada nos muestra en primer plano el rostro impasible de Bette Davis. Mientras, al fondo, se observa a su debilitado marido intentando subir las escaleras que le llevarían hasta la medicina que le salvaría la vida. En ese instante, Regina no vuelve su mirada, como si de esa manera, le negara la existencia. Pasan los segundos, consciente de lo que sucede a su espalda y, solo cuando comprende que ha logrado su objetivo, se levanta y acude hacia la escalera pidiendo auxilio. Esta secuencia define el carácter, el egoísmo y la malicia de Regina, una mujer sin escrúpulos consciente en todo momento de cuanto hace y dice, como también es consciente de que su victoria implica la soledad absoluta.

jueves, 26 de octubre de 2017

Your Name (2016)

<<Ayer se te fue la olla>>, le dice su hermana pequeña a Mitshuka, y quizá hoy se me vaya a mí y lo que escriba a continuación suene al desvarío de un prepotente, aunque no sea esa mi intención. Por ello me disculpo, pero no por tener claro que me trae sin cuidado que me hablen de una película que no he visto, me analicen un cuadro o me comenten un libro, porque, si de verdad merecen la pena, en el momento de la lectura o del visionado me olvido de cuanto me han contado. En ese instante, las líneas, las imágenes y mi interpretación de aquello que veo o leo, nadie más, son las únicas que tienen cabida en el diálogo que se desarrolla en mi mente, salvo que algo o alguien se cuele en ella y me llene de emociones similares a las que sienten los personajes de Makoto Shinkai, entonces, al igual que ellos, también sueño, siento soledad o compañía, olvido o recuerdo. Lo que busco en una película no son giros inesperados, la mayoría de las veces previsibles y tramposos, ni finales sorprendentes que ni deberían sorprender al más despistado, tampoco me importa conocer de antemano el principio o el fin de una historia, menos aún la de Your Name (Kimi no na wa, 2016), pues, de solo conocer esos dos instantes (que además pueden resultar obvios), nunca podría hacerme una idea de la reflexión y la sensibilidad que encierran sus imágenes. Los anhelos, las circunstancias, la humanidad y los pensamientos-reflexiones de los protagonistas dan vida a las películas de Shinkai, al menos, a aquellas que he visto hasta la fecha: El lugar que nos prometimos (Kumo no mukô, yakusoku no basho, 2004), Cinco centímetros por segundo (Byôsoku 5 senchimêtoru, 2007), El viaje a Agartha (Hoshi o ou Kodomo, 2011), el mediometraje El jardín de las palabras (Koto no ha no niwa, 2013) y este éxito comercial sin precedentes en el anime japonés. Todas me han llevado a pensar que el cineasta reflexiona una y otra vez sobre el amor, la separación, la soledad, la pérdida, la búsqueda, los sueños y las distancias, temporales y espaciales que separan a personajes tan complejos como humanos y desorientados. Pero, si en las cuatro primeras no asoma ni una nota de humor, en Your Name la comicidad se combina con la fantasía, el drama y el romance (no del tipo chica encuentra chico o viceversa, uno de ellos mete la pata, se separan y... no voy a ser yo quien desvele su típico final) para enganchar al público desde su inicio, cuando todavía se desconoce por qué Mitshuka nos dice <<a veces, cuando me despierto por la mañana, me doy cuenta de que estoy llorando>> y Taki <<nunca consigo recordar el sueño que he tenido, pero...>>, pero la sensación de que han perdido algo los acompaña durante un buen rato. Tampoco comprendemos por qué la adolescente no recuerda su extraño comportamiento del día anterior, un comportamiento al que aluden todos aquellos que van asomando en la pantalla y de cual no hemos sido testigo. Pronto sabremos las respuestas a los por qués planteados por Shinkai, también autor del guión (basado en su novela gráfica), pues no tarda en mostrarnos dos vidas que se intercambian a través de sueños que superan el tiempo, los principios y los finales, también el espacio físico que los separa. Dicho intercambio posibilita que cada uno se familiarice con la existencia del otro, con sus costumbres y sus realidades (la tradición del pueblo de Mitshuka o la modernidad del Tokio donde habita Taki), acercándoles mediante experiencias que, al tiempo que anotan para mantener informado al otro, crean el vínculo que cobra aspecto físico en el lazo que a ella le sujeta el cabello y él lleva anudado en su muñeca. Como sucede en las más contemplativas Cinco centímetros por segundo o El jardín de las palabrasYour Name nos descubre a un cineasta sensible que desnuda la interioridad de sus personajes para mostrar sentimientos, miedos y anhelos, mientras nos muestra el crecimiento de ese amor al que Mitshuka y Taki se aferran, más allá de lo temporal y de lo racional, un sentimiento que los desborda y que los convierte en seres en constante búsqueda (cuando están el uno sin él otro), dominados por la sensación de haber perdido algo sin el que sus vidas están condenadas a la soledad y al vacío existencial que Taki siente cuando, repentinamente, Mitshuka desparece y su lugar lo ocupa el <<es como si siempre estuviera buscando algo o a alguien>>.

miércoles, 25 de octubre de 2017

Condenados (1953)



En femenino, el título Condenados (1953) define a las protagonistas que asoman por los primeros (y mejores) títulos de la obra fílmica de Manuel Mur Oti. Salvo Emilia, en Cielo negro (1951), que sufre en la ciudad, el resto son mujeres encadenadas a la tierra, aunque no son las fuerzas telúricas quienes las aprisionan, sino la moral de una tradición opresiva y las frustraciones-negaciones (generadas por ellas mismas o por el entorno) del presente durante el cual se desarrollan sus (melo)dramas, cuando no tragedias. La imagen que abre el filme muestra a una de ellas, Aurelia (Aurora Bautista), prisionera del campo donde trabaja sin descanso hasta que, extenuada, concluye la jornada y se adentra en la soledad de su habitación. Allí se derrumba sobre el lecho donde llora su imposibilidad y la ausencia del hombre que ha dejado el vacío y la desesperanza. Aurelia recuerda la figura masculina, pero, más si cabe, llora porque necesita que la arropen (y la acompañen en esa cama semivacía) y la ayuden a sacar adelante la extensión maldita a la que permanece unida como si formase parte de ella. El inicio, uno de los más expresivos del cine de Mur Oti, muestra cuanto anhela su protagonista y cuanto la supera, por ello, no sorprende que la llegada de Juan (José Suárez), el extraño que le pide trabajar el terruño, provoque que la vida y el rostro de Aurelia recobren luminosidad.


El jornalero posibilita que los campos produzcan, pues, donde antes se observaba esterilidad, ahora luce el trigo, la vid y los animales, y que ella recupere parte de la existencia que le ha sido negada desde el encierro en prisión de José (Carlos Lemos), cuyos celos y paranoia lo indujeron a asesinar al hombre que, en la distancia, admiraba a su mujer. Desde el encierro de su marido hasta la aparición de Juan, ella ha labrado la tierra sin apenas éxito, soportado su ostracismo y las murmuraciones de los vecinos que llaman a sus tierras "las del condenado". Aunque el apodo se refiera a José, ella vive su condena y su sufrimiento,  que se mitigan en presencia de su empleado, cuando siente su apoyo, su mano acariciando la suya, su entrega y su cercanía, pero se trata de un acercamiento que nunca llegará a ser pleno, como confirman las dos escenas en las escaleras del molino, ambas similares, pero distanciadas por los cinco años que las separan. En las dos secuencias ella se encuentra en lo alto, a un nivel inalcanzable para quien la observa desde los escalones inferiores que confirman la lejanía que no se ha acortado, a pesar del evidente deseo y esfuerzo masculino y el menos evidente, aunque existente y reprimido, de la protagonista femenina, incapaz de desprenderse de los recuerdos, de la posición que ha aceptado en la vida y de la rigidez moral de su virtud, la misma virtud que no impidió a su marido asesinar a un hombre, a sabiendas de que tanto Aurelia como la victima eran inocentes. Han transcurrido más cinco años desde la llegada de Juan y seis desde el encierro de José, cuando este aparece en el horizonte y la heroína de 
Mur Oti corre hacia él mientras grita su nombre. Ese instante implica un fin, el de la esperanza, y un principio, el de la culpabilidad-sacrificio que convierte a la protagonista en uno de los condenados de este excelente e intenso melodrama rural, de imposibilidad, de seres atrapados en el blanco o negro de su interpretación de la realidad humana, condicionada por los celos, el deseo, la impotencia, el querer y el no poder.

lunes, 23 de octubre de 2017

La carta (1940)


La relación profesional entre Bette Davis y William Wyler no empezó con buen pie (tampoco acabó demasiado bien). Las exigencias del cineasta, a la hora de rodar tomas y más tomas de un mismo plano en Jezabel (Jezebel, 1937), llevaron a la actriz a preguntarse por qué le mandaba repetir una y otra vez una escena que en apariencia no tenía mayor importancia. Cuando el director le mostró aquel plano que consideraba válido, ella no pudo más que darle la razón. Fue entonces cuando comprendió que la película estaba en manos de un cineasta distinto, creativo, que sabía lo quería y que no permitiría, ni a ella ni a nadie, que le indicasen cuál debía ser su forma de trabajar. Wyler demostró con creces que sí sabía lo que se traía entre manos y Jezabel resultó una magnífica película, además de un éxito para las arcas de la Warner Bros. y el reconocimiento unánime, de crítica y público, del talento dramático de Bette Davis. Gracias a aquella primera colaboración, la actriz aprendió a dosificar su intensidad dramática, corrigió algunos amaneramientos y encauzó su talento natural, convirtiéndose en la gran intérprete que ilumina la pantalla con la misma intensidad que mana de la mentirosa y solitaria luna llena que brilla con luz prestada en la nocturnidad de los primeros compases de La carta (The Letter, 1940).


Esta nueva colaboración entre la actriz y el director igualó, incluso superó, el listón de la anterior propuesta común, pues la historia de Judith Crosbie es, sin duda alguna, una de las mejores películas de
Wyler, que ya es mucho decir, y también de las mejores interpretaciones de Bette Davis. La segunda versión cinematográfica de la obra homónima de W.Somerset Magahum se abre con el plano de la luna llena, al que sigue el de un letrero que nos informa de la situación geográfica (Singapur) y un siguiente que se centra en un árbol de caucho del que gotea su zumo. Un disparo nos lleva hasta la escalera donde una mujer descarga el cargador del revólver que empuña sobre el cuerpo de un hombre. Ella es Judith, quien no tarda en explicar a su marido (Herbert Marshall), al policía y al abogado del primero el por qué de su sangrienta presentación. Sola, invadida su intimidad por quien retrata de acosador, se dejó dominar por el miedo que le empujó a disparar sobre su presunto agresor. Robert Crosbie no duda de las palabras que escucha, tampoco el joven agente, pero sí Howard Joyce (James Stephenson) y también el público que contempla a la supuesta víctima, y evidente verdugo, narrar los hechos con la tranquilidad que contradice los nervios que la llevaron a acribillar a su supuesto agresor. Está claro que su versión se sostendría ante un tribunal, y eso es lo que Howard, abogado y amigo de Robert, asume hasta que descubre la existencia de la carta que Judith envió al fallecido el mismo día de su asesinato. La carta sirve de escusa para profundizar en los tres personajes principales, posibilitando el conflicto del abogado, que se ve obligado a dejar de lado su integridad para proteger a su amigo (comprende que para aquel sería un duro golpe conocer el contenido que señala a Judith como la amante del asesinado). Por su parte, se confirma que Robert vive cegado por su amor y, por lo tanto, ajeno a la realidad de Judith, una mujer que, en su soledad e insatisfacción, ha ido tejiendo su represión y su paciencia, así como sus actos, a veces fríos y en ocasiones tan viscerales como los de aquella noche de luna llena que, como ella (aferrada a un amor imposible que la aparte de la insatisfacción de una existencia apagada), solo resplandece por fuera.

domingo, 22 de octubre de 2017

Segundo López, aventurero urbano (1953)


Ignoro, o no podría decir con absoluta certeza, cuál fue el primer largometraje de la historia dirigido, escrito, interpretado y producido por una mujer, pero sí sé que Ana Mariscal hizo todo eso en Segundo López, aventurero urbano (1953) y que, años antes, en 1932, Leni Riefenstalh había hecho lo propio en La luz azul (Dax Blaue Licht, 1932). Y, si nos remontamos a los albores del cine, Alice Guy Blaché, pionera en filmar ficción, en 1896 dirigió, escribió, fotografió e interpretó el cortometraje La fée aux choux. Puntualizo esto porque considero que estas y otras cineastas —Esther Shub (revolucionaria en el uso del montaje en películas documentales), Lotte Reiniger (realizadora del primer largometraje animado), Dorothy Arzner (la primera mujer en formar parte del sindicato de directores de Estados Unidos), Vera Chytilová, Ida Lupino, Kinuyo TanakaLarisa ShepitkoAgnès Varda, Sara GómezMarguerite Duras,...— y guionistas como Thea von Harbou (en su colaboración con Fritz Lang), Alma Reville (en el cine de Hitchcock), Frances MarionLillian HellmanSuso Cecchi D'Amico, Frances Goodrich o Leigh Brackett, merecen reconocimiento (y sus obras mayor estudio y difusión) tanto por sus contribuciones cinematográficas como por destacar en oficios con mayoritaria presencia masculina. De Riefenstalh o Chytilová escribí en ocasiones anteriores, de otras apenas he hablado, aguardando ocasiones mejores para concederles el protagonismo que se merecen. Hoy llega el turno de Ana Mariscal, quien, antes de dar el salto a la dirección, había protagonizado entre otras la propagandística Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1941) y Un hombre va por el camino (Manuel Mur Oti, 1949). Pero hoy su presencia no es tan fugaz como cuando comenté ambas películas, ni tampoco aparece en este comentario por su faceta de actriz, sino por su trabajo detrás de las cámaras en Segundo López, aventurero urbano, una película que, además de significar su debut en la dirección, también produjo y escribió en colaboración de Leocadio Mejías (autor de la novela en la que se basa el filme). Comedia dramática de influencias neorrealistas, quijotescas y de la literatura picaresca, la película expone con brillantez una época y un entorno urbano por donde Segundo López (Severino Población), hijo de la difunta Escolástica López y de padre desconocido, transita después de abandonar su Cáceres natal.


Es su primer viaje en cuarenta y siete años de existencia, apunta el narrador de su historia, como también apunta que Segundo es un <<hombre bueno, analfabeto y sentimental>>. Es todo eso y más, pues, como Totó el bueno o Alonso Quijano, es un soñador y, como él mismo se define, <<un libre pensador>>. Con sus treinta mil duros en la cartera y sin más equipaje que lo puesto, este héroe anónimo e iluso se apea en la estación madrileña para iniciar su deambular y sus encuentros con personajes tan entrañables como el huérfano Chirri (Martín Ramírez), quien se convierte en su inseparable secretario, o Marta (Ana Mariscal), la enferma a quien cuida e intenta devolver el deseo de vivir. Sin embargo, durante su recorrido, entre cómico y trágico, más bien desventura, no hay lugar para idealistas, porque la miseria domina el paisaje urbano y también el humano. Bares, pensiones, calles, un calabozo o el agujero donde se cobija en compañía de Chirri, cuando se quedan sin dinero, son espacios que no llegan a quebrar el espíritu de un protagonista que malgasta cuanto tiene porque <<lo que vale es el amor, el honor y el trabajo>>, aunque de esto último siempre ha escapado. En su interpretación de cuanto vive, Segundo López se enfrenta sin egoísmos, desinteresado, a un medio triste que no oculta la precariedad física ni la decepción humana en personajes como Marta, a quien el extremeño intenta devolver la alegría, aunque sin éxito completo, pues, por falta de dinero, se ve obligado a abandonar la pensión donde aquella yace postrada, aunque con la promesa de regresar convertido en millonario. Es un instante de impotencia para el protagonista y la primera señal de que en el mundo real el dinero sí tiene importancia. Segundo comprende que sin blanca no podrá cuidar de Marta, tampoco podrá alimentar al pícaro con quien mantiene una relación paterno-filial y quijotesca. Esta nueva certeza le impulsa a recoger colillas como Pepone y su tío en Mi tío Jacinto (Ladislao Vajda, 1956), a transportar muebles, a participar de extra en una película dirigida por Mur Oti (en la que cree que se producen muertes reales) o a agudizar el ingenio y la picardía, cuando una mujer desequilibrada lo contrata para dar una paliza al vecino de arriba. Todo cuanto hace es por otros, pero haga lo que haga durante su <<historia vulgar>> de nada sirve, y su ilusión se transforma en la certeza, <<somos seres de ida y vuelta>> que comparte con su inseparable y desvalido escudero.

sábado, 21 de octubre de 2017

El séptimo cielo (1927)


No era poeta ni pretendía serlo, al menos, no un poeta que emplease la palabra como recurso que le permitiera expresar sentimientos, sensibilidad, belleza o ternura. Pero sí podría decirse que su mirada era la de un iluso idealista, que manifestaba su poesía en cada plano y en cada suspiro de sus películas más personales. Su nombre, Frank Borzage, su profesión, cineasta, su talento, crear poesía en movimiento, su lírica, popular, y sus temas, siempre vigentes: injusticia, amor o desheredados como Chico (Charles Farrell) y Diane (Janet Gaynor), los protagonistas del magistral sueño romántico El séptimo cielo (Seventh Heaven, 1927). Ambos están condenados a no encontrar la felicidad ni sobre la superficie ni bajo ella, solo en las alturas de su séptimo piso les será factible, porque, como ambos repiten, no hay que mirar hacia abajo, sino hacia arriba. Abajo se encuentra el alcantarillado parisino donde descubrimos a Chico trabajando mientras expresa su deseo de ser barrendero. Como el de muchos, su deseo no es grande, únicamente aspira a ver la luz que los túneles que lo aíslan del mundo le niegan. Pero, al contrario que Diane, él es libre para soñar y decir a quien quiera escucharle que es <<un tipo muy especial>>. Abajo, Borzage, también nos presenta a la dulce heroína interpretada por Janet Gaynor, sobre el suelo donde encoge su cuerpo para protegerse de los latigazos infligidos por su hermana Nana (Gladys Brockwell), alcoholizada y ruin, que la maltrata y la utiliza a su antojo. Diane teme. Diane ha perdido la esperanza. Diane sufre a diario al comprender que para ella no hay un lugar, ni quien la quiera y proteja. Para ella solo existe dolor y miedo, como descubre Chico cuando la salva de las garras de Nana y de la muerte, aunque para la sufrida heroína esto solo signifique alargar su sufrimiento. Lo tiene decidido, va a poner fin a su existencia, pero entonces algo cambia. Una mano no la golpea, la salva, como también evita su detención, tras ser señalada por la harpía de su hermana. El muchacho afirma al policía que la joven es su mujer y el agente le responde que está bien, pero que llevaran a cabo una investigación para comprobarlo. La única solución para que Chico no pierda el empleo de barrendero que el padre Chevillon (Emile Chautard) acaba de ofrecerle es cobijar a Diane en su casa hasta que todo se calme. Suben uno, diez, cien,... escalones hasta alcanzar la altura donde conviven y se enamoran, su séptimo cielo, aquel que nada ni nadie puede quebrantar: ni el reclutamiento del muchacho cuando estalla la Gran Guerra, ni la inesperada aparición de la pérfida Nana, ni los años durante los cuales se prolonga la contienda que únicamente distancia sus cuerpos. Ensoñación romántica donde las haya, El séptimo cielo obtuvo un enorme éxito popular, además de tres premios importantes en la primera edición de los Oscar (mejor dirección, mejor actriz y mejor guión adaptado), pero su mayor acierto, el que ha mantenido la película protegida de las modas y de los años transcurridos desde su rodaje, es la ilusión que Borzage logró plasmar en esa pareja que se encuentra en un plano superior a la realidad que aflora en la superficie que no afecta a su amor, porque arriba, en su buhardilla, donde acarician las estrellas, solo existen <<Chico, Diane y el cielo>>.

viernes, 20 de octubre de 2017

Cautivo del deseo (1934)


Según narra Ed Sikov en Bette Davis. Amarga Victoria (Dark Victory. The Life of Bette Davis, 2007), durante el rodaje de Veinte mil años en Sing Sing (20,000 Years in Sing Sing; Michael Curtiz, 1932) la novela de William Somerset Maugham Servidumbre humana (Of Human Bondage, 1915) cayó en manos de la actriz. Fue entonces cuando Bette Davis empezó a pensar en interpretar a Mildred Rogers. Dos años después, cuando John Cromwell estaba preparando su adaptación para la RKO, ella continuaba contratada por Warner Brothers y solo un préstamo de un estudio a otro le posibilitaría el papel. Por aquel entonces, la actriz sentía la decepción de interpretar personajes que no colmaban sus expectativas, más bien, la irritaban, pues ambicionaba demostrar su talento dramático y Mildred Rogers era su oportunidad. Para conseguir su objetivo, no dudó en abordar a Jack L. Warner. <<Me pasé seis meses suplicando hasta volverle loco, por lo menos lo bastante para que dijera que sí, con tal de librarse de mí>> (Bette Davis. La vida solitaria, 1962). Su táctica funcionó y, contra todo pronóstico, el magnate la cedió a la RKO, convencido de que un papel así sería el fin de la carrera de su díscola actriz, pero la actuación de Davis no destruyó su carrera, sacó a relucir lo mejor de ella. Su personaje, oportunista, barriobajero y manipulador, anuncia a la mujer fatal que se adueñaría del cine negro de la década de 1940, pero Mildred Rogers no posee ni la sofisticación ni la ambición desmedida de personajes como los de Barbara Stanwyck en Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944) o de Jane Greer en Retorno al pasado (Out of the Past; Jacques Toruneur, 1947). En realidad, su ordinaria camarera es una víctima de sus instintos y deseos carnales y esto la lleva a utilizar, humillar y minusvalorar a Philip Carey (Leslie Howard), el joven estudiante de medicina que se enamora de ella hasta sumirse en la espiral de autodestrucción que no nace de la muchacha, aunque en apariencia sea ella quien lo conduzca hacia el abismo de su desesperación. La frustración de Philip nace de su desorientación, de compadecerse a sí mismo por su cojera (física y espiritual), de su falta de talento como pintor y del rechazo que inicialmente Mildred le escupe a la cara sin el menor disimulo, como tampoco disimula que le atrae otro tipo de hombre. Aun así, Philip no puede apartar la imagen que se ha adueñado de su mente. Ya no sabe vivir sin la presencia de la chica, aun siendo consciente de que <<siempre hay uno que ama y otro que es amado>>. Su necesidad, también la de Mildred cuando busca que la socorran, genera el vínculo destructivo que se refuerza cada vez que aquella regresa a su lado, después de ser maltratada por hombres como Miller (Alan Hale) o Griffiths (Reginald Denny), individuos que la utilizan para satisfacer su carnalidad y luego la abandonan a su suerte, que no es otra que Philip. Como ser incompleto, sin saber a dónde ir, ella siempre acude a ese acomplejado y sumiso estudiante de medicina a quien no ama, pero a quien regresa para sentir la protección que para ella significa saber que alguien le pertenece. A día de hoy, una historia como esta no levantaría mayor revuelo, no obstante, <<Hollywood, en los años treinta, no filmaba ese tipo de historias sin modificarlas sustancialmente. Sin duda, cuando Berman le encargó el proyecto al agudo John Cromwell, quería magia salvaje>> (Ethan Moddern. Los estudios de Hollywood). Y eso fue lo que obtuvo el productor Pandro S. Berman con Cautivo del deseo, un filme osado cuyo contenido no encajaba con el puritanismo que el propio Hollywood se había impuesto con el Código de Producción. Menos aún encajaba el personaje de la camarera cockney interpretado por Bette Davis, un riesgo para cualquier actriz, menos para la futura Baby Jane, quizá porque en el riesgo encontrase un atractivo que añadir a su ambición y a su determinación de sacar a relucir la gran actriz que llevaba dentro.