jueves, 28 de septiembre de 2017

Ser y tener (2002)


Es innegable que durante los ochenta años que separan 
Nanuk, el esquimal (Nanook of the North; Robert J. Flaherty, 1922) de Ser y tener (Être et avoir; Nicolas Philibert, 2002) el cine experimentó cambios y transformaciones, pero tampoco se puede negar que existen aspectos que, invariables en su origen humano, unen ambos documentales, tan entrañables como distantes en el tiempo. Si Flaherty pasó un año de su vida al lado de su protagonista en las frías y solitarias tierras del norte de Canadá para rodar su película, ocho décadas después, Philibert hizo lo propio en la región francesa de Auvergne, donde fue testigo de la cotidianidad de la escuela rural que se convierte en el escenario principal de su propuesta cinematográfica, la cual, en contadas ocasiones, abandona el aula para acceder al patio del colegio, al entorno familiar de los escolares, a las excursiones primaverales o a la visita al centro de secundaria adonde algunos accederán en cursos venideros. Pero más allá de los espacios aislados, donde se desarrollan sus vidas, lo que une a Nanuk y a los protagonistas de Ser y tener es la humanidad que emanan en todo momento y en cualquier situación. La colleja que una madre propina a su hijo para que este se concentre en sus tareas escolares, la preocupación de otra por el distanciamiento que observa en su silenciosa hija, las lágrimas de Olivier cuando habla a su maestro de la irreversible enfermedad paterna o la intervención del profesor ante la cámara, para desvelar sus orígenes campesinos y su vocación docente, forman parte de esta humanidad que rompe la barrera del tiempo y enlaza a dos cineastas que intentaron (y consiguieron) plasmar momentos de vida en imágenes que, a pesar de la presencia del objetivo que los observa (y el posterior corta y pega en la mesa de montaje), nos ofrecen naturalidad y emotividad, nos devuelve a la inocencia de dos estados o etapas humanas no tan distantes: la “incivilizada” —Nanuk y familia son como niños a ojos de la civilización industrial y mercantil que llama a su puerta para imponerse— y la infancia.


Para ir dando forma a su documento, 
Philibert abre su experiencia mostrando el medio rural cercano a la escuela unitaria de Saint-Etienne sur Usson donde acuden los niños y niñas, de entre cuatro y once años, que viven en los alrededores. El espacio ganadero y agrícola forma parte de la cotidianidad de los pequeños que, en su mayoría, acuden a la escuela en la furgoneta que los recoge en sus casas y los traslada hasta la puerta del edificio en cuyo interior se descubren una única aula y un único docente. A un año y medio de su retiro, en Georges Lopez, el Nanuk de este espléndido documental, se combinan el ser maestro y el tener vocación para serlo, atendiendo las distintas necesidades individuales, educativas y humanas de niños como Jojo (el de las manos machadas del cartel), Olivier, Marie,... y el resto de quienes durante los veinte años que el docente lleva en el centro han pasado por esa habitación para dibujar paisajes, letras y números, también para convivir y socializarse o escribir los dictados que forman parte de jornadas que, más allá de lo laboral y lo educativo, son parte de sus experiencias humanas. Es evidente que los alumnos ven en Lopez a la autoridad, pero también encuentran en él al guía en quien buscar respuestas y al mediador en conflictos o discusiones que surgen a diario mientras sus relaciones les vinculan y actúan beneficiosas, sintiendo la protección, la cercanía y la comprensión de quien, a su vez, saborea la satisfacción que conlleva la labor a la que ha entregado treinta y cinco años de su vida.

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