viernes, 22 de septiembre de 2017

El pícaro (1974)


<<¿Qué es la picaresca? ¿Qué es un pícaro?>>, pregunta
Fernando Fernán Gómez en la introducción de su serie producida por Televisión Española, la única cadena que, ninguneando a la segunda con su (a mis sentidos) sempiterna carta de ajuste, existía en la España del año de mi nacimiento, el mismo año que mis padres se debatían entre dejarme a la puerta de la capilla vecina, en la entrada del lupanar de enfrente o bajo las aguas de aquel pequeño riachuelo cuyo curso transcurría tranquilo, y sin alterarse por tan feliz acontecimiento. Aquel año también fue testigo de otros natalicios, entre ellos el de la formación musical The Ramones, de la dimisión de Richard Nixon, de la publicación de la última novela de Ernesto Sábato, del postrero adiós de Vittorio de Sica y de la puesta en órbita del primer satélite artificial español, el cual, a buen seguro, no preocuparía tanto a la población como la esperada puesta en órbita de la democracia que no llegaba. A fin de cuentas, para que engañaros, fue un año como otro cualquier, por eso no deben preocuparse vuesas mercedes, pues no los importunaré ni con más sucesos de 1974 ni con mis cuitas, pesares y desventuras, tampoco con la picaresca que tuve a bien emplear para sobrevivir y llegar hasta nuestros días en un estado si no lamentable, sí menos favorecido que aquel augurado por mis progenitores cuando, cegados por su amor, quisieron ver en mis llantos y en mis quejas grandes aptitudes. No, como la mayoría de los nacidos de mujer, su hijo no era superdotado, pero hablar de mí queda para mejor ocasión, palabra de quien silencia pensamientos e intenciones mientras expresa aquello que vuecencias desean escuchar o, en este caso, leer. Lo que aquí importa, y es menester, son las aventuras y desventuras de Lucas Trapaza (Fernando Fernán Gómez), alguien que, como vos o como yo, necesita acallar sus tripas y, para conseguirlo no siempre con éxito, asume el engaño aun a riesgo de salir trasquilado, apaleado e incluso con el rostro rajado por el mancebo Alonso de Baeza (Juan Ribó), aprendiz de barbero, cuyo arte con las tijeras y la navaja no le proporcionará más sustento ni dinero que aquel que obtenga en compañía de Lucas.


Nacida de la pluma de
Fernán Gómez, Pedro Beltrán y Emmanuela Beltrán, El pícaro (1974) se dio a conocer al público de Televisión Española a edad adulta, en trece capítulos que, teniendo como fin divertir, también pretendían conjeturar y servir de ejemplo de la fortuna e infortunio que hermanan a su protagonista con aquellos ilustres y poco lustrosos personajes que la Literatura Española del Siglo de Oro tuvo la bendita osadía de parir, para oprobio de algunos y disfrute de quienes desde entonces hemos tenido a bien acompañar a buscavidas como Lázaro de Tormes, aquel buscón llamado don Pablos, Pedro Rincón y Diego Cortado, Marcos Obregón, la ingeniosa Elena, Estebanillo o Guzmán. Pero por mucho siglo de Oro que viviese la literatura, gracias a escritores de apellidos del estilo Cervantes, Espinel, Quevedo, Góngora o Alemán, en la España del XVII, la ajena al papel y a la tinta, el material dorado brillaba por su ausencia en los bolsillos de las gentes de a pie, pues, por algún motivo que se me escapa, las monedas también se escapaban y preferían ir allí donde sufragar guerras lejanas o perderse por el camino y caer en las sacas, en ocasiones arcas, de quienes a caballo o en lujosos carruajes no contemplaban banalidades tales como la proliferación exponencial de desheredados que, imitando a Lázaro, Pablo, Guzmán y al resto de los arriba nombrados, asumían el engaño, el hurto y demás menesteres al uso para acallar el hambre y en contadas ocasiones trepar dentro de un país de cuento y miseria. Adelantándose a su tiempo, un buen amigo, que no sirvió como fuente acreditada para El pícaro y a quien mantendré en el anonimato por expreso deseo suyo, susurrome durante horas de entretenimiento las dichas y desdichas de Lázaro, desde su nacimiento a orillas del Tormes hasta su triunfo, sí así podemos llamar al estado en el que se despide aquel niño que alcanzó la felicidad y el noble rango de maduro astado. Aunque mejor que relatar una existencia de miseria y desengaño en tono trágico, Anónimo, muy ácido y crítico él, vino a retratar en primera persona aquella sociedad española que, al igual que cualquier época y cualquier año, vio nacer a gentes que ya desde la niñez no tuvieron más escuela que los palos, la carestía y la necesidad que agudiza el ingenio y la artería. A partir de aquella historia publicada en el siglo XVI se sucedieron otras y, como quien no quiere la cosa, surgió la novela picaresca, pero, amén de formar parte de un género literario, la picaresca como recurso humano y universal existe desde nuestros lejanos antepasados. Por ello, no deben ser severos ni condenar a Lucas Trapaza, pues solo se limitó a tomar el testigo e imitar cuanto otros habían hecho antes que él y otros muchos harían después, aunque, en su caso, con la mala fortuna de que sus engaños y mentiras no conquistan coronas ni las mentes de sus oyentes, al menos no por mucho tiempo, y solo le sirven para malvivir por los pueblos y ciudades donde recibe palos, ofrece consejos y algunas reflexiones y, en contadas ocasiones, obtiene algún premio que acalla las severas protestas de su estómago.

No hay comentarios:

Publicar un comentario