jueves, 27 de julio de 2017

El rey de los cowboys (1925)


En un momento puntual de
El rey de los cowboys (Go West, 1925), mientras se juega una partida de cartas, uno de los vaqueros del rancho donde se encuentra el solitario interpretado por Buster Keaton, le dice si pretende acusarle de hacer trampas, lo haga sonriendo. El bueno de Keaton se lo piensa durante unos segundos, tras los cuales se lleva sus dedos a los labios e intenta una mueca, similar a la de Lillian Gish en Lirios rotos (Broken BlossonsDavid Wark Griffith, 1919), que vendría a significar que es incapaz de sonreír. Este plano muestra su imposibilidad de reír y reafirma desde la burla uno de los principales rasgos de la identidad artística de su inolvidable personaje. Años antes de ser uno de los grandes cómicos de celuloide, el cineasta asumió como rasgo característico la ausencia de sonrisas, pues había comprobado que su seriedad ante ciertas situaciones provocaba las carcajadas entre el público que observaba sus desventuras, y la superación de estas, sin que en su rostro asomara ningún rictus de alegría. Como consecuencia de su inexpresividad facial, recibió el apodo de "cara de palo", pero Keaton había logrado algo más grande: crear un personaje inolvidable y admirable que superaba cualquier obstáculo por su constancia y tenacidad, ya fuesen una venganza en La ley de la hospitalidad (Our Hospitality, 1923), la deriva en El navegante (The Navigator, 1924), la horda de novias que lo persigue en Siete ocasiones (Seven Chances, 1925) o la estampida que él mismo provoca en El rey de los cowboys, cuando conduce las mil cabezas de ganado de su jefe por las calles de una ciudad donde, al tiempo que la presencia de las reses siembra el pánico y el caos entre los transeúntes y los comerciantes, genera la carcajada del espectador que contempla su tranquilidad —las pasea como si formaran parte de una excursión—, su ingenio, cuando se disfraza de diablo rojo para guiarlas a la estación, y su velocidad de fuga cuando corren tras él.


En esta comedia,
Keaton muestra a su personaje sin más posesiones que una cama y los objetos que en ella traslada a la tienda de empeños donde los vende por un 1, 65 dólares. Con lo puesto y sin dinero, el recibido lo ha entregado al vendedor por una mínima parte de los objetos adquiridos, una barra de pan y embutido, el joven decide viajar de polizón en un tren que lo conduce a Nueva York. Pero las prisas y el gentío de la Gran Manzana no son para él, así que emprende un nuevo viaje que lo traslada al oeste, a un rancho donde debe aprender a ser puntual a la hora de las comidas y donde encuentra a su única amiga, una vaca con la que mantiene una amistad recíproca que los aleja de la soledad que ambos han vivido hasta su encuentro. Dicha amistad se convierte en principio y fin en la mente de Keaton, que, ante la venta de su "Brown Eyes", decide hacer cuanto esté en su mano para impedirlo. Aunque El rey de los cowboys no alcanza la perfección cómica ni narrativa de las obras mayores del genial cómico, no decae en su ritmo y presenta el atractivo añadido de parodiar el género por excelencia del Hollywood silente. De tal manera, las coordenadas geográficas del western, las estampidas, el asalto al tren, los revólveres que se quedan sin balas o las disputas en las partidas de naipes son empleadas por el cómico como parte de su discurso humorístico: los caricaturiza y los transforma en los obstáculos que no frenan a su estoico antihéroe, que, también parodiando el típico romance entre el héroe y la heroína, escoge a su inseparable vaca y no a la chica.

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