jueves, 22 de junio de 2017

El verano de Kikujiro (1999)


La espléndida Hana-Bi (1997) significó el reconocimiento definitivo del Takeshi Kitano cineasta, un realizador que ha construido su universo cinematográfico sobre silencios y primeros planos que hablan por sí mismos, sobre la comicidad (que alcanzaría el grado de autoparodia en Takeshis'), sobre la violencia, la soledad o la presencia del océano como parte de la poética visual que, en mayor o menor medida, emplea en sus películas. Pero, hasta Hana-Bi, dicha poética no había alcanzado su perfección, provocando que pasase desapercibida para parte del público, que quizá había malinterpretado la creatividad de un director que en El verano de Kikujiro (Kikujirô no natsu, 1999) ofrecía un enfoque en apariencia distinto al mostrado con anterioridad, aunque solo en apariencia, pues, tras el entrañable, cómico y, en casos puntuales, amargo viaje de Kikujiro ("Beat" Takeshi) y Masao (Yusuke Sekiguchi) se encuentran rasgos del Kitano de Una escena frente al mar (Ano natsu, ichiban shizukana umi, 1991) o Sonatine (Sonachine, 1993), film que esboza algunos aspectos tratados en El verano de Kikujiro. Pero, a diferencia de aquel, en este recorrido vital y vitalista, el realizador sustituye la criminalidad de los yakuza que aguardan en la playa de Okinawa por las travesuras y los juegos infantiles de dos niños: uno adulto y el pequeño que en la primera secuencia corre sobre el asfalto de Tokio, con las alas de su mochila desplegadas al viento, liberado de su tristeza. En este momento inicial, todavía ignoramos que ambos han regresado de su experiencia compartida, aunque sí comprendemos, gracias a sucesivas secuencias, que el Masao que se observa en ellas interpreta el paréntesis estival de forma contraria a los chicos de su edad. Para él, el verano no resulta un tiempo de juego ni de felicidad, sino un periodo durante el cual la soledad se agudiza, sin padres con quienes disfrutarlo y sin compañeros con quienes compartir el campo de fútbol donde su solitaria figura se hace más patente y más dolorosa. Masao vive con su abuela (Kazuko Yoshiyuki), aunque ella apenas puede compaginar su trabajo con la atención que precisa su nieto, ni calmar su creciente anhelo de ver a su madre (Yauko Daike). Aunque más que de deseo, habría que hablar de la necesidad vital de llenar el vacío que se lee en su rostro, un vacío que acabará por desaparecer en compañía del adulto-payaso, incorregible, pendenciero y abusón, que poco a poco le devuelve la sonrisa. El dúo emprende su viaje por espacios donde se descubre el silencio en el más joven, la protesta (y la afición a las apuestas) en el mayor y un entorno donde la violencia surge de imprevisto: el desconocido que pretende abusar de Masao, el coche que atropella a Kikujiro y se da a la fuga o los yakuza que lo golpean en la feria. Si las escenas que presentan al niño lo definen a la perfección, no resultan menos acertadas las exponen el carácter del adulto, que en presencia de su mujer (Kayoko Kishimoto) se muestra cabizbajo y poco hablador, pero en compañía de Masao, se libera y se iguala en edad, aunque mostrándose cual matón de patio de colegio, egoísta, malhablado e incluso pendenciero (no para de amenazar ni de insultar, roba un taxi, tampoco duda a la hora de arrojar una piedra al parabrisas del camión cuyo dueño no ha querido llevarlos o asume como frase favorita "...serás cabrón"). Durante la primera parte del recorrido, Kikujiro da rienda suelta a su yo infantil y pendenciero, mientras, Masao se retrae hacia su interior y piensa en el reencuentro que idealiza, y que no llega a producirse, al menos tal como había imaginado. En el universo Kitano no son precisas las palabras para exteriorizar la tristeza ni el dolor, de eso se encargan planos que captan ambos, de ahí que no precise de diálogo para comprender la tristeza del niño cuando descubre a su madre, e interpreta que la nueva familia formada por esta, lo relega al olvido. La tristeza de muchacho afecta a Kikujiro, quien, comprendiendo la pérdida de la ilusión (él la habría experimentado en el pasado), abandona su egoísmo para animar con su peculiar personalidad a ese niño que, golpeado por la soledad, toma su mano a orillas del océano donde inician su viaje hacia el mundo infantil que compartirán con otros tres adultos, que aceptan regresar a la niñez para que Masao pueda disfrutar de la suya.

miércoles, 21 de junio de 2017

Paso al noroeste (1940)


No descubro nada nuevo si escribo que King Vidor fue uno de los grandes cineastas que ha dado el cine estadounidense, pero me gusta repetirlo, porque sin él, y sin otros como él, la evolución cinematográfica habría sido más lenta y menos atractiva. Como pionero dominó todos los aspectos del cine mudo -...Y el mundo marcha (The Crowd, 1927) es prueba de ello-, se enfrentó al sonoro y salió airoso -Aleluya (Hallelujah, 1929), así lo confirma-, también domó el color por primera vez en Paso al noroeste (Northwest Passage,1940), de igual modo que haría con cada nuevo reto, porque para alguien como él, convencido de que una película es un arte individual, un director <<debe ser hasta cierto punto, actor, guionista, diseñador, fotógrafo, músico, montador, técnico y pintor. Nunca deber ser completamente dependiente de las decisiones o del juicio de otros>>. Esta declaración de intenciones marcó su carrera, lo llevó a innovar, a improvisar o a estudiar formas para sus proyectos personales y también para los encargos de los estudios donde trabajó. Cuando la MGM le ofreció realizar Paso al noroeste, aceptó sin dudarlo, porque <<además del color y el espectáculo de la dura marcha conducida por su empecinado jefe, los problemas puramente físicos que planteaba la realización del filme me atraían mucho y representaban un desafío excitante>>. Este desafío físico, pero también técnico, al que alude Vidor en sus memorias dio como resultado una espléndida y cruda aventura colonial que, ambientada en 1759, se adentra por espacios naturales, inhóspitos y salvajes, para detallar la dura marcha emprendida por los Rangers de Rogers (Spacer Tracy).


El acierto de King Vidor no reside en su acertada utilización del technicolor, cuyo uso alcanzaría su máxima expresión en Duelo al sol (Duel in the Sun, 1946) y Guerra y paz (War and Peace, 1956), sino en mostrar con todo lujo de detalles el esfuerzo, el sacrificio, la violencia e incluso el sadismo que marcan el recorrido del oficial y de sus doscientos hombres. Este número se ve reducido a su cuarta parte a lo largo de un camino donde la ausencia de alimento es constante, como también son constantes los peligros, el acumular kilómetros y más kilómetros por aguas pantanosas, dormir sobre las ramas de los árboles o arrastrar sus barcazas a través de las montañas, todo ello para ocultar sus huellas del enemigo francés e indio. Estos son algunos de los "lujos" que Rogers regala a sus rudos soldados, cuya suciedad acumulada en uniformes y en las barbas de varias jornadas se contraponen con la pulcritud de los casacas rojas que acuden a su encuentro al final del film. A pesar de los múltiples obstáculos que merman el número y la moral de la tropa, que bajo su mando no está compuesta por nacionalidades (ni son ingleses, ni irlandeses, ni escoceses, ellos son Rangers, y no se cansa de repetirlo), el mayor arenga a sus muchachos para que avancen por los bosques, montañas, lagos o el río que solo pueden cruzar formando una cadena humana. Entre paternal, aventurero y siempre exigente durante la misión, a Rogers lo guían sueños (explorar lo inexplorado y abrir nuevos pasos hacia el interior) que guarda para sí, como también guarda en su interior la tristeza que implica abandonar a los heridos a la soledad y a la muerte. Para él, como para el resto, son momentos difíciles que debe asumir sin mostrar sus sentimientos, consciente de ser un soldado al mando de otros soldados, lo cual implica la toma de decisiones (sean o no de su agrado), su aislamiento del conjunto (salvo en la relación maestro-alumno que mantiene con Langdon) y la admiración de quienes le siguen, entre ellos Langdon (Robert Young), el joven universitario que, en el prologo rodado por Jack Conway, escapa de la injusticia social que domina en las colonias y se une al grupo en compañía de su amigo Hunk (Walter Brennan). Sin embargo Vidor se desentiende de cualquier circunstancia relacionada con ese primer momento del film, tampoco presta atención al romance entre Langdon y Elizabeth (Ruth Hussey), pues su interés siempre se centra en la compleja traviesa humana (su parte positiva y también la negativa), en el sacrificio, el esfuerzo, las bajas o la superación, que van dando forma a su avance, tanto en canoas o a pie, hacia la posición india que atacan sin piedad, incendiando chozas mientras sus ocupantes duermen, y descargando la ira acumulada durante años de continuas luchas. Este momento de violencia extrema vendría a confirmar que, lejos de otros realizadores que abordaron aventuras similares, 
Vidor no buscaba mostrar en la pantalla héroes unidimensionales, él se decantó por ofrecer el protagonismo de Paso al noroeste a hombres que asumen distintos comportamientos, condicionados por sus vivencias, interpretaciones y circunstancias a las que se enfrentan, por ello, también las dudas, la flaqueza, el salvajismo o la locura forman parte de los Rangers de Rogers.

martes, 20 de junio de 2017

Don Quijote (1957)


Han sido muchos los cineastas que han llevado (o intentado adaptar) a la pantalla las desventuras del universal hidalgo manchego, pero la complejidad de trasladar a imágenes las líneas escritas por Miguel de Cervantes en su Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha provoca que la labor resulte (casi) imposible. Por ello, muchos cineastas que se enfrentaron al texto tomaron la decisión, lógica y más o menos acertada, de realizar su propia visión de la novela. Entre los muchos que lo intentaron se encuentran Orson Welles —no pudo concluir su proyecto, aunque existe un montaje de Jesús Franco del material filmado—, Terry GilliamG. W. Pabst, Rafael Gil —de las que he visto, su adaptación es la más literal, pero también la más impersonal— o la pareja formada para la ocasión por el guionista asturiano Carlos Blanco y director mexicano Roberto Gavaldón. Estos nombres y sus diferentes nacionalidades confirman la universalidad del personaje cervantino y las múltiples interpretaciones de las páginas que también inspiraron a Grigori Kozintsev, uno de los ilustres directores que habían iniciado su carrera cinematográfica durante el esplendor del cine mudo soviético, allá por la década de 1920. Por aquel entonces, se liberó la cinematografía soviética, con la intención de desarrollarla, lo que supuso el periodo de libertad creativa que posibilitó la experimentación y la poética revolucionaria que dieron forma a las películas silentes de VertovEisensteinPudovkinDovzhenko o las de Kozintsev y su “socio” Leonid Trauberg. Pero entrada la década de 1930, la figura de Stalin acabó imponiéndose y con ella el realismo socialista, que relegaba las ambiciones y expresiones artísticas individuales al olvido, o a ser meras comparsas al servicio de la propaganda cinematográfica estatal. Esto no quiere decir que no se rodasen buenas películas, hubo algunas como Chapaiev (Sergei y Georgui Vassiliev, 1934), pero la riqueza de antaño se perdió. Bien es cierto que, incluso con mayor libertad de temas y de desarrollo, sería difícil mantener un nivel tan elevado como el alcanzado en el cine soviético de los años veinte.


La imposición del realismo socialista en el cine (y en el resto de la artes) homogeneizó una cinematografía que perdía parte de la riqueza formal que había llamado la atención mundial durante la década de 1920, y no sería hasta la desestalinización, emprendida por Nikita Jruschov en la segunda mitad de la década de 1950, cuando el cine soviético recobró parte de la salud perdida. En esa coyuntura, un veterano como Kozintsev pudo realizar su tragicomedia sobre el caballero de la triste figura sin perder de vista el original literario, aunque, como no podía ser de otra manera, sintetizando lo expuesto por Cervantes y decantándose por realizar un film de enfrentamiento entre la inocencia de la pareja protagonista y el mundo que ha perdido la suya. Salvo excepciones, da igual la clase social a la que pertenezcan, aquellos a quienes Quijote (Nikolay Cherkasov) y Sancho (Yuriy Tolubeev) encuentran por los caminos manchegos se definen por su intolerancia, su insolidaridad y su rechazo hacia ese hidalgo de esencia contraria, un hidalgo que siempre sale malparado, vapuleado o burlado en su intención de hacer el bien que nunca alcanza. Su aislamiento como individuo, único y marginal, conlleva la soledad que comparte con Sancho, pero esta soledad, mitigada por la presencia del fiel escudero, nunca influye en su viva necesidad de combatir el mal mientras sueña, siempre sueña, con la perfección (de cuerpo y alma) que simboliza en su amada e inexistente la sin par Dulcinea del Toboso. Ella es la imagen de un ideal imposible, al menos en los espacios donde siervo y señor se igualan a la hora de ser el blanco de las piedras de los galeotes o de las mofas de los huéspedes de la venta y de la aristocracia que se reúne en la corte de los duques, quienes ven en la pareja de andantes la oportunidad de abandonar su monotonía, humillando a quienes encuentran cómicos, diferentes y desequilibrados, aunque el desequilibrio que observan en el antaño don Alonso Quijano forma parte del propio. La locura del Don Quijote (Don Kikhot, 1957) de Kozintsev nace de la sinceridad y de la inocencia del personaje encarnado por Cherkasov, un personaje que interpreta desde su fantasía un entorno donde prevalecen la hipocresía y los constantes abusos que no diezman el ímpetu caballeresco del antihéroe cervantino. A Quijote poco le importa que los galeotes lo apedreen o los nobles lo evidencien durante su estancia en el palacio ducal, en su realidad, el buen hidalgo achaca sus males a la villanía de hechiceros imaginarios, y por ello nunca desiste a la hora de cumplir sus votos y las buenas intenciones que, incomprendidas por propios y extraños, suelen empeorar la situación de aquellos a quienes intenta ayudar, como sería el caso de Andrés (S.Tsomayev), el niño a quien sin saberlo (aunque el público sí lo intuya) condena a los latigazos de su amo.

lunes, 19 de junio de 2017

La nueva Babilonia (1929)


Ambientada en 1871, durante la guerra franco-prusiana, La nueva Babilonia (Novvy Vavilon, 1929) se define a sí misma como un drama en ocho partes. Lo que no dice, aunque sí muestra, a lo largo de cada uno de los momentos en los que se divide, es el enfrentamiento entre la clase trabajadora y la burguesía, cuyo poder político y económico oprime a los primeros. Este enfrentamiento revolucionario se había convertido en una de las piedras angulares del cine soviético silente, una constante temática que se repite en títulos como los primeros Eisenstein —La huelga (Stachka, 1924), El acorazado Potemkin (Bronenosets Potiomkin, 1925), Octubre (Oktiabr, 1927)—, la trilogía revolucionaria de Vsévolod Pudovkin —La madre (Mat, 1926), El fin de San Petersburgo (Konets Sankt-Peterburgo, 1927) y Tempestad sobre Asia (Potomok Chinguis-KhanVsévolod Pudovkin, 1928)— o los más simbólicos de Alexander Dovzhenko —La montaña del tesoro (Zvenigora, 1928) y Arsenal (1929)—. Pero el verdadero logro de EisensteinPudovkin, Dovzhenko o del dúo Kozintsev-Trauberg (en este film) residió en el aspecto formal de sus películas y en los simbolismos empleados para abordar la revolución proletaria, sea esta la de 1917, la fallida de Odessa de 1905 o la también estéril de París de 1871. Pero esas formas (nacidas del montaje, metáforas y otros símbolos cinematográficos) que hicieron grande al cine posrevolucionario soviético no tardarían en ser desterradas (prácticamente, prohibidas) y sustituidas por el realismo socialista oficial, que puso fin al periodo de mayor esplendor y revolución cinematográfica del cine soviético, y, aunque tuvo sus grandes obras, la época que le siguió resulta un tiempo cinematográfico (y literario) más irregular.


Desde su encuentro en 1921, pasando por su debut cinematográfico en la comedia vanguardista Las aventuras de Oktyabrina (Pokhozh Oktyabriny, 1924), 
Grigori Kozintsev y Leonid Trauberg formaron pareja artística durante años, pero, entre sus films mudos, el más reputado es este drama con partitura de Dmitri Shostakovsky (su primera composición para el cine), en el que sus autores se alejan de la realidad histórica y se adentra en la yuxtaposición de planos (gracias a un montaje cercano al desarrollado por Eisenstein) para dar forma a un fresco revolucionario, pictórico y trágico que individualiza la lucha de clases en el levantamiento comunero producido en las calles parisinas, donde el proletario se enfrenta a los patrones que (valiéndose del tópico, la cámara muestra rodeados de lujo y disfrutando de placeres inalcanzables para su trabajadores) no dudan en enviar su brazo armado para restablecer el orden que defiende sus intereses. Dicha yuxtaposición encadena planos de opulencia y decadencia burguesa con el sufrimiento obrero (lavanderas, zapateros o costureras extenuadas se dejan ver a lo largo de una sucesión de planos que enfrenta ambos estratos sociales). También, al inicio de la revuelta, se contrapone la alegría de las trabajadoras, porque en ese momento trabajan para ellas, con el jefe (David Gutman) de los almacenes Nueva Babilonia (templo del consumismo de las clases pudientes), e incluso, en la lluviosa y macabra parte final, se enfrenta visualmente a Jean (Pyotr Sobolevsky), el soldado cabizbajo y harto de luchar, con Louis (Yelena Kuzmina), la vendedora luchadora, dos rostros que aun amándose no pueden hacerlo porque se encuentra en lados opuestos de la realidad social, siendo el uno parte del aparato represor que juzga sin piedad a los miembros de la Comuna y la otra víctima del sistema que acaba imponiéndose por la fuerza en un final que, a pesar de la derrota comunera, anuncia que la revuelta obrera no ha terminado.

domingo, 18 de junio de 2017

Sanjuro (1962)



No entraba dentro de los planes de Akira Kurosawa realizar una secuela de su exitosa Yojimbo (1961), pero, ante la insistencia de los directivos de Toho, no le quedó otra que complacer la petición. Pronto se comprende que Sanjuro (Tsubaki Sanjûrô, 1962) asume un tono distinto, caricaturesco, sobre todo en la relación que se produce entre 
los nueve jóvenes a quienes toma bajo su protección y el desaliñado ronin (Toshiro Mifune) que, ante la pregunta de cuál es su nombre, mira a su alrededor y se bautiza Tsubaki, por las camelias que acaba de observar, Sanjuro (de treinta años, que sería su edad). Esta relación genera el choque, a menudo cómico, entre la veteranía del maestro y la bisoñería e impaciencia de los alumnos, que una y otra vez interfieren en los planes que aquel pretende llevar a cabo. Aunque en su conjunto no alcanza el nivel exhibido en Yojimbo, quizá porque el humanista de Vivir (Ikiru, 1952) no tenía especial interés en dirigir la secuela, la puesta en escena de Sanjuro y su desarrollo visual son dignos Kurosawa. La fluidez de sus imágenes, la presencia de Mifune, la oposición de su desaliñado personaje a la pulcritud predominante, su tono paródico y la música de Masaru Sato compensan con creces una trama poco elaborada y predecible, que apenas profundiza más allá de lo superficial ni pretende dar respuesta a cuestiones como el por qué del comportamiento de esa errante y letal <<espada desnuda>> que surge de la noche y se introduce en el recinto donde, de manera desinteresada, ofrece su ayuda a quienes ha escuchado hablar sobre corrupción, el secuestro del chambelán (Yunosuke Ito) del clan y las intenciones del superintendente Kikui (Masao Shimizu). Cual Ulises reencarnado en mercenario japonés, Sanjuro no tarda en definirse por sus tretas y ardides, también como el mítico aqueo prefiere la mentira antes que la espada, consciente de que la lucha física, en la que es experto y de la que echa mano (cada vez que sus ineptos protegidos se precipitan), provoca muertes innecesarias. Pero, a diferencia de Yojimbo, que transcurría en un pueblo dominado por dos clanes yakuza enfrentados, el astuto ronin sin nombre se adentra en un espacio dominado por la élite samurái, por la corrupción y la incompetencia de dicha clase: tanto los nueve aprendices como los hombres del superintendente muestran un comportamiento que raya la estupidez. Esta circunstancia aumenta su tono satírico (quizá crítico) hacia el sistema feudal, porque, a parte del protagonista, solo los personajes femeninos -la hija (Reiko Dan) y la mujer (Takako Irie) del chambelán- presentan señales de inteligencia. Tampoco se encuentra demasiada lucidez en el antagonista, Muroto (Tatsuya Nakadai), aun siendo una imagen cercana a la del antihéroe interpretado por Mifune, de hecho, este se identifica con aquel, lo considera una <<espada desnuda>> como él, y por ello no desea batirse en el espléndido duelo final, un momento estático (durante el cual la inmovilidad se apodera de los testigos y de los dos contendientes, que ven en su oponente el reflejo de sí mismos) que se prolonga en el tiempo hasta que se precipita su fugaz y sangriento desenlace.

sábado, 17 de junio de 2017

Kubo y las dos cuerdas mágicas (2016)

Los estrenos de películas animadas llenan las salas comerciales de niñas, niños y de los adultos que los acompañan, también de quienes, abandonada la infancia tiempo atrás, acuden porque saben que el cine de animación no tiene límite de edad, pero sobre todo las llenan las producciones de gigantes como Disney o su filial Pixar. Esta tendencia se repite cada año, aunque no significa que no existan productoras pequeñas y menos conocidas (sean estadounidenses o de otras cinematografías) que realicen un cine de animación a la altura (a veces superior) de los mejores títulos de la empresa del ratón Mickey, de la de Nemo y de otras como Sony o Dreamworks Animation. Sin embargo, el ser menos mediáticas conlleva que sus estrenos tengan menor repercusión y menor poder de convocatoria, lo cual implica el riesgo de que pasen desapercibidas por una cartelera que solo atiende a razones económicas. En este caso nos encontramos con Laika Entertainment, cuya buena labor se dejó notar en Los mundos de Coraline (Coraline; Henry Selick, 2008) y Los Boxtrolls (The Boxtrolls; Graham Annable, Anthony Stacchi, 2014), pero con Kubo y las dos cuerdas mágicas (Kubo and the Two Stringsconsiguió un espléndido espectáculo de fantasía, aventura, ritmo, humor y buenos sentimientos que supera a las citadas. Estos son algunos de los ingredientes que Travis Knight reunió para su debut en la dirección, un debut que se abre a la nocturnidad marítima en la que se descubre la embarcación que sufre la ira de una tormenta, que arroja a sus ocupantes (una madre y su bebé) a la arena de una playa solitaria. Su espléndido inició visual (toda la película destaca en este aspecto) es acompañado por la voz del protagonista, que, como cuentacuentos, nos introduce en su historia. Kubo, el pequeño narrador de fantasías (y heroicidades paternas), vivirá su aventura vital mientras busca las tres piezas de la armadura mágica que lo salvaría de la fría y perfecta familia materna. Pero la magia de Kubo no reside en la armadura, ni en la herencia genética, que permite a sus origamis cobrar vida, ni en las cuerdas mágicas del título, sino en el ojo desde el cual interpreta su mundo, y aquel que lo rodea, descubriendo la hermosura, aunque esta se esconda entre la tristeza y la desesperación que implican las pérdidas que se suceden a lo largo de su recorrido en compañía de "mona" y de ese simpático escarabajo, encantado y desmemoriado, con quienes sin apenas percatarse forma la familia que se le ha negado hasta entonces. Soledad y familia son dos temas presentes en los Boxtrolls, en la que Knight participó como encargado del departamento de animación, pero en Kubo y las dos cuerdas mágicas estas se presentan desde una perspectiva más rítmica y atractiva, como también lo es su fantasía y la aventura que se convierten en parte de la personalidad del niño cuyo don reside en ver más allá de lo aparente, pues solo así encuentra el lado positivo de la vida que le ha ido arrebatando un padre, un ojo o la madre que consume sus últimas energías para ofrecerle la oportunidad de sobrevivir en compañía de la mona de madera que cobra conciencia para recriminar la actitud infantil y, sobre todo, para asumir el rol materno y protector que genera la complicidad y la comicidad de un excelente film animado.

viernes, 16 de junio de 2017

Eisenstein. Ser o no ser.



Alguien podría cuestionar o preguntarse el por qué de la disyuntiva shakespeariana con la que introduzco la entrada sobre Serguéi Mijáilovich Eisenstein. Y sería una pregunta pertinente que encuentra su respuesta en el ser que pretendía revolucionar el cine y el no ser que se vio obligado a aceptar un papel indeseado para sobrevivir en una época marcada por el totalitarismo, las purgas y el culto a Stalin, tres características que definen una política que no dudó en deshacerse de quienes, como el gran novelista Isaac Bábel o el prestigioso director escénico Vsévolod Meyerhold, caían en desgracia.


<<Pero cuando pienso en su personalidad, he de decir que siempre se pareció a una mátriushka rusa, la famosa muñeca de madera tallada que oculta otra en su interior, que a su vez oculta otra, y así ad infinitum. Por fuera era ruso soviético; por dentro, según algunos, un cristiano. Para estos era un judío; para aquellos, un homosexual; para unos pocos, un crítico cínico... ¿y qué más? Resultaba difícil saber qué era, en lo fundamental. Jamas lo expresaba verbalmente. Pero existía un medio por el cual manifestaba sus sentimientos más íntimos: sus dibujos y caricaturas>>. Pero esos sentimientos a los que alude su amigo Herbert Marshall en el prefacio de las memorias de Eisenstein también quedaron plasmados en la obra cinematográfica del cineasta: en sus proyectos materializados, en los inconclusos —¡Qué viva México!El prado de Bazhin— y en los ideados que no pudieron ser —entre ellos la adaptación de Una tragedia norteamericana o la tercera parte de Iván el Terrible.


Años antes de que "papá" Stalin alcanzase el poder absoluto y estableciera un régimen de culto a su figura, Eisenstein y otros cineastas como Alexandr DzohenkoDziga VértovGrigori Kozíntsev, Leonid Trauberg o Vsévolod Pudovkin aprovecharon el paréntesis de libertad creativa de los caóticos años posrrevolucionarios para desarrollar su talento y materializar sus teorías cinematográficas. Inicialmente más cercano a Pudovkin y siempre en las antípodas de Vértov y su cine-ojo, este apasionado de los libros, dibujante, docente, políglota, teórico e innovador resultó fundamental en la evolución cinematográfica. Su corta y accidental filmografía, debido a las diferentes circunstancias que marcaron su vida personal y profesional, está compuesta por títulos emblemáticos, algunos transgresores, también panfletarios, como La huelga, su primer largometraje, El acorazado Potemkin, su film más famoso, Octubre, su glorificación de la revolución de 1917, La línea general, la primera intervención de Stalin en uno de sus proyectos, o Ivan El terrible, cuya segunda parte no sería estrenada hasta después de la muerte del líder soviético. Pero antes de alcanzar la gloria, de su posterior caída en la desesperación que significó la cancelación de sus proyectos hollywoodienses y soviéticos o de sus largos paréntesis de inactividad fílmica, Eisenstein vivió su infancia en Riga condicionado por el rechazo que le generaba la figura paterna (y la clase burguesa que este representaba), por un sentimiento más cercano hacia su madre y por la pasión que los libros despertaron en él: <<los he amado tanto, que al final comenzaron a amarme a su vez>>.

<<No fumo.
Papá nunca fumó.
Siempre seguí el modelo de papá.
Desde la cuna crecí para llegar a ser ingeniero y arquitecto.
Hasta cierta edad seguí a papá en todo.
Papá montaba a caballo.
Era muy pesado, y sólo un caballo de las Caballerizas de Riga podía soportarlo, el gigantesco Pik, que tenía un ojo con un glaucoma, azul.
A mí también me enseñaron a montar.
Nunca llegue a ser ingeniero ni arquitecto.
Jamás fui un jinete.
No toco el piano, sólo el gramófono y la radio.
¡Sí! No fumo sencillamente porque a cierta edad no me dejé cautivar por el cigarrillo.
Primero, porque mi ideal era papá, y segundo, porque era tan demencialmente humilde y obediente.>>

(Eisentein. Memorias inmorales)


Su futuro, decidido de antemano por su padre, parecía encontrarse lejos de las artes. Al igual que el progenitor, el hijo sería ingeniero y arquitecto, pero la revolución de 1917 cambió el curso de la historia de Rusia y de la existencia de EisensteinDurante el conflicto civil fue destinado al cuerpo de ingenieros del ejército rojo y, al tiempo que vivía la revolución externa, experimentó la propia que lo convenció para dedicarse al teatro. Tras la guerra civil se instaló en Moscú, donde se unió al Teatro de los Obreros del Proletkult para poco después destacar como escenógrafo y director en El mexicano. Por aquel entonces entró en la Escuela Estatal de Dirección Teatral y, durante dos años, fue alumno de Meyerhold, a quien admiraba y consideraba su mentor. Sin embargo, el futuro profesional de Eisentein lo aguardaba en un medio artístico más joven, uno que le permitiría poner en práctica las ideas revolucionarias que en el medio escénico no eran factibles. Pero lo aprendido al lado de su maestro, no caería en saco roto, como tampoco desaprovechó su iniciación en el montaje con Esther Shub (durante la edición soviética del Doctor Mabuse de Fritz Lang) ni la oportunidad de realizar una película que iba a formar parte de una serie de largometrajes sobre la gestación y triunfo de la revolución. De las siete películas que se iban a realizar, solo rodó La huelga, su primer largometraje y su primera experimentación con el montaje que, yuxtaponiendo planos, alcanzaría mayor perfección en su siguiente film.


  El acorazado Potemkin surgió como parte del homenaje a la fallida revolución de 1905. Inicialmente, el episodio del amotinamiento del acorazado y de la revuelta de Odessa eran una pequeña parte de un conjunto que iba a titularse 1905, pero las dificultades económicas y logísticas de un proyecto de tal envergadura provocó que finalmente Eisenstein se centrara en ese instante puntual que, mezclando ficción y hechos históricos, inmortalizó en el film que lo consagraría. La experimentación llevada a cabo en Potemkin mostraba a un cineasta que abogaba por el conflicto (generado por la veloz sucesión de tomas) como medio de acelerar la acción y enfrentar ideas (el colectivo y su represor). Su experimentación con las imágenes daría un paso más en 1927, cuando, rodando La línea general, asumió el encargó de realizar otro homenaje, en esta ocasión a la revolución de 1917 en su décimo aniversario. El resultado fue Octubre, compuesta por el doble de tomas (más de tres mil) que su anterior film (alrededor de mil seiscientas) y el nacimiento de su teoría "cine intelectual". Concluida su visión del levantamiento bolchevique, retomó La línea general con el inconveniente de toparse con Stalin, cuya intervención "propuso" varios cambios, entre ellos sustituir el título original por Lo viejo y lo nuevo. Este primer encuentro implicó un punto de inflexión en su carrera, ya que nunca volvería a rodar con la libertad de hasta entonces. Posiblemente, en aquel momento, el realizador no fuera consciente de su pérdida, como tampoco lo sería de que su deseo de rodar en Hollywood se quedaría en un sueño infructuoso.


En 1926 el cineasta había conocido a Douglas FairbanksMary Pickford, que se encontraban de visita en Moscú. Fue entonces cuando la estrella hollywoodiense le habló de trabajar para la United Artists. Esta idea agradó a Eisenstein, quien, a la espera de que se materializara, pidió permiso a las autoridades para viajar a occidente en compañía de Edouard Tissé y Grigori Alexandrov. Alemania, Reino Unido, Holanda o Francia fueron algunos de los países que visitaron antes de que la Paramount le ofreciese el contrato que lo llevó a California, donde por diferentes motivos (entre ellos su independencia artística y su nacionalidad soviética) no llegó a rodar ninguno de los argumentos que barajó. Pero la estancia del cineasta en Hollywood le permitió conocer a King Vidor, David Wark Griffith (a quien consideraba el padre de todos ellos), Walt DisneyCharles Chaplin o Robert Flaherty, el famoso documentalista que le propuso que rodase en México. Como años después sucedería con Luis Buñuel, el cineasta encontró en tierras mexicanas la oportunidad que se le había negado en la meca del cine, aunque, contraria a la del genio y figura calandino, la aventura (profesional) mexicana de Eisenstein no llegó a buen puerto. ¡Qué viva México! fue un proyecto que inició con la ilusión de realizar una película compuesta por una introducción y seis episodios, sin embargo, a medida que transcurría el tiempo (catorce meses de rodaje), los problemas de financiación provocaron que la película quedase inconclusa. Más duro sería comprobar que todo el material rodado quedaba en manos del escritor Upton Sinclair, quien, para recuperar su inversión, acabaría vendiéndolo. Esto supuso un duro golpe para el  director soviético, sobre todo porque no pudo hacerse cargo de la edición de las imágenes filmadas.


Tres años después de su salida, regresó a la Unión Soviética, pero el reencuentro con su país estuvo marcado por la amargura de saber que su proyecto mexicano se perdía para siempre. Posteriormente se realizaron varios documentales y parte de su material sirvió para otras películas. A esta decepción habría que sumarle los cambios sufridos por su país durante su ausencia, la imposición stalinista del realismo socialista en las artes y el ser sospechoso de intento de deserción. Sin apenas opciones de proseguir con su carrera cinematográfica, encontró refugio en la enseñanza, en el GIK (Instituto Estatal de Cinematografía), mientras, los ataques de quienes lo acusaban de formalista y de estar pasado de moda iban en aumento. El silencio cinematográfico de Eisenstein se prolongó hasta 1935, cuando inició el rodaje de El prado de Bezhin. La que iba a ser su quinta película fue filmada dos veces por cuestiones políticas, pero los cambios realizados en la segunda versión tampoco gustaron a las autoridades y el film fue censurado, confiscado y destruido. Años después se encontraron fragmentos que sirvieron para un montaje que pretendía ser fiel al que habría realizado el cineasta. El prado de Bezhin fue otro de los grandes reveses artísticos (también personales) de su vida y, tras este nuevo varapalo, se le prohibió seguir ejerciendo de docente, de modo que, apartado del cine y con su situación personal en peligro respecto al régimen, no dudó en aceptar la propuesta de realizar Alexander Nevski bajo la supervisión del partido. Quizá por ello resulte su película más simple en cuanto a experimentación formal y la menos poética, aunque la epopeya del héroe ruso del siglo XII tiene el aliciente de contar con la música compuesta por Prokofiev y con la famosa batalla sobre el hielo. El film, quizá el menos logrado de su obra, complació a Stalin (queda todo dicho) y cambió la situación personal y profesional del realizador, aunque no por mucho tiempo, pues, tras la buena aceptación de la primera parte de Iván el terrible, la segunda no agradó a las altas esferas políticas y Eisenstein recayó en el ostracismo en el que se mantendría activo escribiendo sus teorías cinematográficas y sus memorias.


Filmografía como director

El diario de Glúmov (1923) (cortometraje para su montaje teatral Hasta el más sabio se equivoca)

La huelga (Stachka, 1924)


El acorazado Potemkin (Bronenosets Potiomkin, 1925)


Octubre (Oktiabr, 1927)

La línea general (Lo viejo y lo nuevo) (Staroie i novoie, 1929)

¡Qué viva México! (1932)

El prado de Bezhin (Bezhin lug, 1937)

Alexander Nevsky (Alexandr Nevski, 1938)


Iván el Terrible (Iván Grozni, 1944)

Iván el Terrible. Segunda parte. (La conjura de los bollardos) (1945) (estrenada en 1958)


Bibliografía

Bergan, Ronald. Serguéi Eisenstein. Una vida en conflicto. Alba Editorial, S.L. Barcelona, 2001. (traducción: Isabel Ferrer Marrades)

Eisenstein, Serguéi. Memorias Inmorales. Torres de Papel. Madrid, 2014. (traducción al inglés de Herbert Marshall. Traducción castellana de Jorge Bertevoro)

González Requena, Jesús. S.M.Eisenstein. Ediciones Cátedra, S.A., Madrid, 1992.


jueves, 15 de junio de 2017

Dama por un día (1933)



Su primera versión del cuento de hadas de Annie Manzanas confirmaba a Frank Capra como uno de los cineastas favoritos entre el público estadounidense. Sus comedias transmitían buenas intenciones y la ilusión que muchos no encontraban en la vida real, marcada por la Gran Depresión. Pero el humor amable y bienintencionado de Capra no parecía satisfacer el gusto de los miembros de la Academia que, considerando el drama superior a la comedia, elegían a los premiados basándose en intereses que a menudo no tenían en cuenta la calidad de las películas. Para el cineasta, Dama por un día (Lady for a Day, 1933) resultó algo más que un nuevo éxito —que hacía olvidar la indiferencia comercial obtenida por su anterior película, La amargura del general Yen (The Bitter Tea of General Yen, 1932)—, ya que implicó el inicio de su idilio con los Oscar, al obtener su primera nominación al mejor director y a la mejor película de la temporada, aunque aún tendría que aguardar un año para alzarse con ambos premios por su comedia de carretera Sucedió una noche (It Happened One Night, 1934). Aparte de lo anecdótico, la transformación de Annie Manzanas (May Robson) ejemplifica la maestría de Capra a la hora de manejar situaciones donde se citan múltiples personajes, una característica que, en menor o mayor medida, se repite a lo largo de su filmografía. Esta coralidad se observa en la pérdida de protagonismo de la vendedora callejera, que asume un rol cercano al de cenicienta, o de Dave el dandi (Warren William), que se ve obligado a hacer las veces de hada madrina, en beneficio de Happy (Ned Sparks) y su constante negación, el "juez" Henry D. Blake (Guy Kibee), su oratoria y su destreza en el billar, Shakespeare (Nad Pendleton), cuyo apodo no hace sino enfatizar su falta de lucidez, el inspector MacCreary (Robert Emmett O'Connor) y la cadena de intereses de la que forma parte intermedia, el mayordomo (Halliwell Hobbes) y tantos otros personajes que, con su presencia, sus frases o sus comportamientos, generan la comicidad que envuelve la metamorfosis de la anciana vendedora callejera en dama de la alta sociedad.


Inicialmente, la transformación de Annie se debe más a la necesidad del dandi, la de retener la suerte que representa en las manzanas de la vendedora, que a su gran corazón. De hecho, en los compases iniciales quiere desentenderse, pero las circunstancias lo obligan a aparcar su egoísmo, el cual se diluye a medida que el enredo lo engulle para que continúe apadrinando a la desfavorecida que, gracias a la intervención de su inusual hada buena, retiene la esperanza de que su hija no descubra su vida errante y alcance la felicidad que a ella se le ha negado. Al inicio de Dama por un día Annie camina desaliñada y cabizbaja por las calles del Broadway neoyorquino como una más entre los indigentes y la indiferencia (reflejo de la problemática social del momento), pero con la salvedad de que ella necesita vender sus manzanas para mantener a su hija lejos de la miseria dominante. Para ello, no solo la ha enviado al otro lado de Atlántico, sino que le ha hecho creer que pertenece a una familia de clase alta, que tiene su residencia en el hotel de lujo donde consigue el papel que llena con mentiras piadosas que acompañan al dinero que envía a Europa para pagar la educación y la manutención de Louise (Jean Parker). Sin embargo, la noticia de que Louise visitará Nueva York, acompañada de su prometido (Barry Norton) y del padre de este, el conde Romero (Walter Connolly), resulta traumática para la anciana, ya que su condición de mendiga, ocultada a su retoño durante años, podría significar la infelicidad de su hija. La desesperación de Annie implica la ausencia de sus manzanas, ausencia que genera en Dave la sensación de que la fortuna ya no se encuentra en sus manos y, para recuperarla, decide intervenir con el resto de sus compinches, provocando el enredo que domina una ágil y entrañable fábula en la que Capra prefirió la solidaridad, las buenas intenciones y los finales felices a la realidad, aquella que Annie oculta a su hija para protegerla de un espacio donde ni sus ilusiones y ni su inocencia sobrevivirían.

miércoles, 14 de junio de 2017

La venganza de Frank James (1940)


Como cualquier frase hecha, la negación <<nunca segundas partes fueron buenas>> simplifica y generaliza, pero ni plantea ni explica el por qué de su contundencia. Tampoco tiene en cuenta que muchas segundas partes sí fueron buenas, incluso magistrales, y confirman que lo expresado entrecomillas ni es un universal ni sirve para referirse a secuelas con identidad propia como El testamento del doctor Mabuse (Das Testament des Dr.Mabuse; Fritz Lang, 1931-1932), La novia de Frankenstein (The Brige of Frankenstein; James Whale, 1935), La venganza de la mujer pantera (The Curse of the Cat People; Robert Wise), Iván el terrible. Parte II (Ivan Groznyy II. Boyarsky zagovor; Sergéi M. Eisenstein, 1945) —nacida como un todo con la primera y la inexistente tercera parte—, 
Aparajito (Satyajit Ray, 1957), Las novias de Drácula (The Briges of Dracula; Terence Fisher, 1960), Sanjuro (Tsubaki Sanjûrô; Akira Kurosawa, 1962), Dos semanas en otra ciudad (Two Weeks in Another Town; Vincente Minnelli, 1962), El padrino parte II (The Godfather part II; Francis Ford Coppola, 1974) y tantas otras que se aproximan, igualan e incluso en ocasiones superan sus orígenes. Pero, aparte de la identidad que las define, ¿qué tienen en común todos estos títulos para alcanzar su grandeza? Que todos fueron realizados por cineastas con ambiciones y capacidades creativas que o bien tenían algo que aportar a lo ya visto o bien se distanciaron de su original para adentrase por nuevos caminos. Dentro de este grupo de secuelas con personalidad propia también encontramos La venganza de Frank James (The Return of Frank James, 1940), el primero de los tres westerns dirigidos por Fritz Lang, quien, aceptando el encargo de Darryl F. Zanuck, presentó un enfoque menos épico, más oscuro e intimista, en ocasiones cómico (el juicio a Frank James), que el expuesto por Henry King en su destacada epopeya sobre Jesse James y su enfrentamiento al todopoderoso ferrocarril de McCoy.


El punto de partida de 
Lang retoma la parte final de Tierra de audaces (Jesse James, 1939), mostrando la muerte de Jesse a manos de los hermanos Ford. Este momento resulta importante porque el film se centrará en la figura de otro hermano: Frank (Henry Fonda), a quien se descubre en el anonimato, trabajando sus tierras en compañía de Pinky (Ernest Whitman) y el joven Clem (Jackie Cooper), los únicos junto al mayor Rufus Cobb (Henry Hull) que conocen su pasado, que regresa cuando recibe la noticia del asesinato de su hermano. En un primer momento Frank se mantiene sereno y alejado de la violencia, confía en continuar con su integración social y que la ley se hará cargo de condenar a los Ford. Sin embargo, ambos son indultados y ante Frank se abre un presente de disyuntivas: permanecer en las sombras (trabajando su granja) o regresar de entre los muertos para vengar a su familiar, matar a Bob Ford (John Carradine) o salvar a Pinky de la horca, formar parte de la leyenda que se ha creado en torno a su figura o vivir la realidad en la que conoce a Eleanor (Gene Tierney), quien reúne en su persona la inocencia, el progreso y el ser parte de la conciencia del antihéroe languiano. Convertido en un hombre obligado a decidir, Frank asalta una oficina del ferrocarril con la mala fortuna de que el empleado muere por las balas que se disparan desde el exterior. Dicha muerte provoca que el mayor de los James sea un falso culpable cercano a otros personajes de Lang, de hecho, esta circunstancia se erige en el eje argumental que más interesó al realizador, que se decantó por mostrar la interioridad atormentada de un personaje que se debate entre la obligación que ha asumido (una venganza que a medida que avanza el metraje se antoja más difícil de alcanzar) y la necesidad de hacer lo correcto, aunque esto conlleve entregarse a las autoridades controladas por McCoy (Donald Meek). La falsa culpabilidad, el sistema judicial o el periodismo, en la figura de una joven que se revela contra su tiempo y contra la voluntad paterna (ella desea ser reportera), son temas que reaparecen en varios títulos estadounidenses del cineasta vienés, lo cual no hace sino confirmar que, aun siendo un encargo para aprovechar el éxito de su predecesora, La venganza de Frank James posee la identidad de su responsable y los rasgos propios que la distancian del excelente western que Henry King había rodado un año antes.

martes, 13 de junio de 2017

Air Force (1943)



El recuerdo de los soldados caídos durante la Primera Guerra Mundial y la sensación de lejanía del expansionismo alemán y japonés durante los compases iniciales de la Segunda, entre otras circunstancias y presiones, provocaron que una parte de los políticos y de la sociedad estadounidense se mostraran reacios a que sus jóvenes luchasen en una nueva guerra, que no veían suya. Pero esta postura cambió la fatídica mañana del siete de diciembre de 1941. Inicialmente el ataque sorpresa a Pearl Harbor implicó una ventaja táctica y material para el ejército japonés, pero también supuso unanimidad en la población del país norteamericano y su entrada en el conflicto. Fue entonces cuando toda la sociedad estadounidense aparcó sus diferencias y se puso en marcha. Como no podía ser de otra manera, también el ámbito cinematográfico dio un paso al frente y aportó su grano de arena -las estrellas levantaban la moral de la población y de los soldados, recaudaban dinero,... y los estudios priorizaban el cine de propaganda-. Previo a la declaración de guerra, Hollywood había producido algunos títulos (no muchos o insuficientes) que señalaban la amenaza de los totalitarismos, pero su maquinaria no había desplegado todo su arsenal fílmico para combatir a las fuerzas del eje desde la gran pantalla. Fue tras el doloroso ataque cuando los Frank CapraGeorge StevensJohn FordJohn Huston o William Wyler abandonaron sus sillas de directores para alistarse y otros cineastas como Howard Hawks se quedaron y contribuyeron al esfuerzo bélico con sus películas de ficción. Mientras Capra fue puesto al frente del departamento cinematográfico del ejército y Stevens viajaba a África (posteriormente filmaría el desembarco de los aliados en Normandía y los campos de exterminio) o Wyler se trasladaba con su cámara al teatro de operaciones europeo para volar en el Memphis Belle y Ford se presentaba en una isla del Pacífico para documentar la batalla de Midway, Hawks rodaba Air Force (1943), un film de encargo que, aunque no esconde su origen ideológico (fruto de la necesidad del momento histórico), resulta una obra cien por cien hawksiana. Esto queda claro desde el inicio de la odisea del Mary-Ann, el bombardero B-17 donde se unen la pasión de Hawks por la aviación (no en vano, antes de director fue piloto) y uno de los ejes temáticos que vertebran su filmografía: las relaciones que se producen en un espacio reducido y restringido, habitado por un grupo de profesionales que, desde la individualidad y la colaboración, vive y supera situaciones fuera de lo común. Ambas características, que ya se observan en títulos como La escuadrilla del amanecer (The Dawn Patrol; 1930) o la magistral Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, 1939), reaparecen por última vez en Air Force para mostrar los primeros compases de una guerra que toma por sorpresa a los tripulantes de la fortaleza flotante.


Durante los minutos iniciales, aquellos que preceden al ataque a Pearl Harbor, el interés del cineasta reside en humanizar a los protagonistas: el paternalismo del capitán Quincannon (John Ridgely), la despedida de su mujer; la veteranía del sargento White (Harry Carey), siempre orgulloso de los logros de su hijo piloto -a quien nunca se ve en pantalla y a quien no tendrá ocasión de llorar su muerte-; la juventud del auxiliar de radio Chester (Ray Montgomery), que acude a la pista de despegue acompañado de su madre; o la frustración del artillero Joe Winocki (John Garfield), cuyo rechazo al grupo y su deseo de abandonar las fuerzas aéreas nacen de la decepción que lo domina desde que fue expulsado de la academia de pilotos. Son rasgos y situaciones que definen a algunos de los miembros del conjunto heterogéneo que, cual familia, encuentra su hogar en el bombardero que, en un primer momento, viaja de San Francisco a las islas Hawaii. A escasas millas de concluir el vuelo, se produce el ataque sorpresa japonés. No son testigos presenciales del hecho, solo escuchan interferencias en su radio y voces que no comprenden, como tampoco comprenden que ese preciso instante marcará su destino y el de su nación. La guerra es inminente y, como tal, se convierte en su realidad. Atrás queda la misión de entrenamiento o el descanso en las bases que ya no son más que escombros, pues su periplo bélico los lleva por diferentes espacios, todos ellos atacados por tropas que los superan en número y en material bélico. Pero ninguno de los soldados estadounidenses que asoman por Air Force muestra derrotismo, quizá porque Hawks era consciente de que el film así lo exigía, ya que se trataba de levantar la moral y no de hundirla. Pero es en el interior del avión, en su reconstrucción y en la cohesión de su tripulación donde aflora la esencia hawksiana, ya que se trata de un grupo que aceptan lo que son: soldados. Como tales no tienen tiempo para lamentar la muerte de su capitán (y amigo) y como miembros del Mary-Ann no pueden aceptar su destrucción, cuando el mando asume que se trata de chatarra inservible, porque su bombardero es algo más que un aparato, es el símbolo de su unión, de su superación, de la presencia del compañero caído y de la oportunidad de continuar su trabajo: combatir al enemigo.