viernes, 21 de abril de 2017

Cabaret (1972)



Bésame Kate
(Kiss Me Kate, George Sidney, 1953), Navidades Blancas (White Christmas; Michael Curtiz, 1954) o Mi hermana Eileen (My Sister Eileen; Richard Quine, 1955) fueron algunos de los títulos en los que Bob Fosse había participado como coreógrafo antes de debutar en la realización de largometrajes con
 Noches en la ciudad (Sweet Charity, 1967), un musical que adaptaba Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957) de su admirado Federico Fellini, pero cuya irregularidad y excesos ponían en duda su capacidad como cineasta. El estrepitoso fracaso de su primer largometraje no menguó su reputación teatral, aunque a punto estuvo de dar al traste con su carrera cinematográfica. Pero Fosse quería triunfar en el cine como ya lo había hecho en Broadway y no se dio por vencido. Por ello, cuando tuvo conocimiento de que su amigo Cy Feuer iba a producir Cabaret (1972), no se lo pensó dos veces y le solicitó las riendas de un proyecto que acabaría renovando el musical distanciándose del género. Basada en el libro de Christopher Isherwood Adiós a Berlín (Goodbye to Berlin, 1939), en la obra teatral de John van Drutten Soy una cámara (I Am a Camera, 1951) y en el musical homónimo de Joe MasteroffJohn Kander y Fred EbbCabaret confirmaba el afán renovador del actor, bailarín, coreógrafo, director escénico y realizador cinematográfico. Su intención de alejar su musical de los realizados hasta entonces —se refirió a su película como <<el primer musical adulto>> (Bob Fosse. Vida y muerte)— quedó patente en la supresión de los números y de las canciones que no tuvieran su razón de ser sobre el escenario del Kit Kat Klub donde se desarrolla parte del film, aunque relacionando los temas y los bailes allí expuestos con las circunstancias reales que suceden fuera del local.


Ambientada durante 1931, previo al ascenso de Hitler a la cancillería alemana, Cabaret se abre con el maestro de ceremonias (Joel Grey) cantando la bienvenida al público del night-club, a los espectadores del otro lado de la pantalla y a Brian Roberts (Michael York), el joven inglés a quien se observa en el montaje paralelo llegando a ese Berlín que exhala sus últimos estertores de libertad mientras el andrógino guía del espectáculo entona Willkommen. La República de Weimar se muere ante la indiferencia e impasibilidad que se simbolizan en los rostros y cuerpos de los espectadores que abarrotan el interior de ese local de variedades cutre y decadente, donde la sexualidad, la ensoñación, lo grotesco y los números musicales cobran el protagonismo absoluto de la mano del personaje interpretado por Joel Grey, el único actor conservado del musical que inspiró el film, cuya razón de ser tiene su principio y su fin dentro de las paredes de ese espacio de baile, travestismo, exageración y canciones, donde la realidad externa se distorsiona a través de la subjetividad creativa que Fosse potenciaría hasta el límite en su autobiográfica All That Jazz (1979). Dichos excesos provocan que el Kit Kat Klub sea un espejo deformador de la situación que se vive en las calles por donde los camisas pardas reparten folletos y también la violencia que se observa en un montaje paralelo —que combina un número musical con la agresión a varios judíos— o la sufrida por Brian fuera de pantalla, en un momento durante el cual ya se comprende que no puede pertenecer al sórdido ambiente del night-club donde Sally Bowles (Liza Minnelli) interpreta sus números al tiempo que huye de su realidad. En contraposición al británico, la bailarina y cantante inventa, sueña ser una gran estrella y ensalza el dinero que alaba sobre el escenario o acaricia con la aparición de Max (Helmut Griem), el vértice del triángulo amoroso en quien se individualiza a la aristocracia alemana que permite (y apoya) el auge del nacionalsocialismo porque este sirve a sus fines. Max y los de su clase ven en ese grupo extremista la herramienta para frenar al temido comunismo, aunque lo hacen sin pensar en la posibilidad de haber liberado a un monstruo que no podrán detener ni controlar. Esta parte de la historia, la más dramática, escapa a la comprensión de Sally, aferrada a su fantasía de convertirse en una gran diva de celuloide, pues ella, al igual que le maestro de ceremonias, es parte de ese lado del espejo al que Brian accede por un instante (la práctica totalidad del metraje), contagiado por la irrealidad asumida por la alocada actriz encarnada por Liza Minnelli (junto a Fosse, la máxima triunfadora de este musical diferente, osado y creativo, que obtuvo un éxito rotundo entre público y crítica), pero al que nunca llega a pertenecer.

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