domingo, 12 de marzo de 2017

La tregua (1973)


Desde su perspectiva mediática, La tregua (1973) significó para el cine argentino la primera nominación al Oscar a la mejor película de habla no inglesa, aunque tenía complicado alzarse con el galardón, en una ceremonia en la que competía con Amarcord (Federico Fellini, 1973), y no sería hasta La historia oficial (Luis Puenzo, 1985) cuando la cinematografía argentina consiguió su primera estatuilla al mejor film extranjero. Pero, dejando a un lado lo anecdótico y centrándonos en su vertiente humanista, el largometraje de Sergio Renán destaca por la reflexión que encierran sus imágenes, concediendo el protagonismo a un hombre de mediana edad a quien se presenta en la pantalla el día de su cuadragésimo noveno cumpleaños. Padre de tres hijos, viudo y contable de oficio, la vida de Martín Santomé (Hector Alterio) se encuentra en un momento en el cual la insatisfacción, la soledad y el desencanto hacen mella en su día a día. Quizá por ello denote el cansancio existencial que implica el ser consciente de que el tiempo ha pasado, y con él las oportunidades que se han ido escapado durante sus más de treinta años trabajando en la misma oficina, <<haciendo cálculos estúpidos que no le interesan ni a mí ni a nadie>>. Su despertar nace de su necesidad de un nuevo comienzo, como delata su intención de dejar su trabajo, sin embargo su momento de tregua no se materializa hasta que inicia su relación con Laura Avellaneda (Ana María Picchio), la joven que empieza a trabajar en la oficina el día del cumpleaños del protagonista.


Esta irrupción en la monotonía, unida a la llegada de Santini, delata que los tiempos han cambiado sin que apenas Martín haya reparado en ello, como tampoco ha reparado en las circunstancias que preocupan a sus tres hijos (y provocan el choque generacional): Esteban (Luis Brandoni), Blanca (Marilina Ross) y Jaime (Óscar Martínez), el menor de los tres, que abandona el hogar paterno porque no quiere que lo juzguen ni que lo traten como a un enfermo, asustado de la intolerancia e incomprensión que su homosexualidad genera en los sectores más conservadores de la sociedad, como confirma que su padre (en referencia a Santini) aluda a su nuevo compañero de trabajo como alguien anormal, etiqueta heredada de la costumbre de la que Martín se aleja para aferrarse a la vida y dar ese paso adelante que le posibilita transformar su gris monotonía en la luminosa experiencia que comparte con Laura. Este tiempo compartido muestra a un hombre feliz, que intenta hacer comprender a su hijo mayor que no tiene que sufrir la condena que él se autoimpuso, pues en su mano está el no resignarse a respirar y ser prisionero de momentos siempre iguales. En este aspecto, el de romper con la esclavitud existencial que implica su cotidianidad, el personaje de Martín guarda cierto parecido con el funcionario interpretado por Takashi Kimura en Vivir (Ikiru, 1952), el excepcional canto de Akira Kurosawa a la vida, a la toma de conciencia de la existencia y a la valentía de darle la forma que satisfaga la interioridad del individuo. Esta es la actitud escogida por el protagonista durante su momento de tregua, cuando asume <<¿qué me puede pasar peor que no pasar nada?>>, porque su despertar conlleva el volver a sentirse vivo, lo cual implica asumir riesgos como el de mantener una relación con una mujer mucho más joven que él, que le acerca a esa felicidad que, reflejada en su rostro, acaricia durante el breve suspiro durante el cual sustituye la amargura por la luminosidad de un nuevo amanecer, aunque este solo sea un paréntesis vital condenado a desaparecer, aunque no necesariamente, pues podría alargarse más allá del fin de su sueño, porque, como concluye Esteban ante el dolor de su padre tras su pérdida, <<no era ella solamente, vos tenías ganas de vivir otra vez>>.

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