lunes, 6 de marzo de 2017

Fedra (1956)


Como otras expresiones artísticas, el cine no es ajeno a la mitología ni a los personajes que por ella deambulan mostrando sentimientos encontrados mientras el destino, aciago por norma general para sus héroes y heroínas mortales, marca la tragedia de hombres como Edipo, Orestes u Orfeo y de mujeres como Altea, Antígona o Casandra, víctimas condenadas a sucumbir a sus ambiciones, deseos y emociones, y víctimas del hado caprichoso que, a menudo en forma de dioses tan humanos como ellos, se presenta en su camino para guiarles hacia su destrucción. Fedra es otro de los mitos destinados a sucumbir a la tragedia, en su caso, aquella que se produce a raíz de su matrimonio con Teseo y de su enamoramiento, no correspondido, de Hipólito. El rechazo del virginal hijo del héroe griego hacia su madrastra es asumido en Fedra (1956) por Fernando (Vicente Parra), un joven domador de caballos que en ningún momento se deja seducir por los encantos de Estrella (Emma Penella), más aún, muestra el desinterés que, avanzados los minutos, se transforma en el sufrimiento y en la imposibilidad generados por la irrefrenable pasión que por él siente la protagonista de la adaptación cinematográfica que del drama de Séneca realizó Manuel Mur Oti.


La acción de Fedra se ubica en un pueblo costero del levante español, donde se descubre la vitalidad de la hermosa joven, blanco de las críticas y de las murmuraciones de las vecinas de Aldor, quienes, en oposición a ella, lucen vestimentas oscuras y rostros huraños en su aceptación de lo cotidiano. La ropa o el orgulloso caminar de la trágica heroína de Mur Oti denotan su juventud, su frescura y la libertad que mana del mar en el que se reconoce. Estas características fomentan su rechazo dentro del entorno femenino donde no encaja, como tampoco lo hace en el masculino, a pesar de ser deseada por todos los vecinos del lugar. Como consecuencia se convierte en el centro del resentimiento de las mujeres del pueblo, quienes la envidian y critican por su indiferencia (hacia ellas y hacia ellos) y por la belleza que la convierte en el objeto de deseo inalcanzable de hombres como Vicente (Raúl Cancio), el más rico de la villa, o Juan (Enrique Diosdado), el armador del norte, cuya arribada a las costas levantinas para reparar sus embarcaciones precede la llegada de su hijo Fernando. Los primeros compases de la película confirman que, similar a la Karin de Stromboli, terra di dio (Roberto Rossellini, 1950), la protagonista es una marginada dentro de un orden social donde no encaja ni encajará, y solo contemplando ese mar Mediterráneo con el que se identifica en su condición de mujer libre -al menos en su intención de serlo- alcanza cierto grado de serenidad, pero más allá de esa playa donde se produce su primer encuentro con el domador de caballos, insignificante para él y pasional para ella, la estrechez de miras y las habladurías del vecindario -que cobrarán mayor fuerza avanzado el metraje- la empujan hacia la tragedia tejida por su amor no correspondido y por su despecho. El drama de la Fedra interpretada por Emma Penella se confirma al contraer nupcias con Juan, a quien no ama, pero quien le posibilita la cercanía de aquel que se muestra incapaz de corresponder sus insinuaciones mientras sufre su presencia y el arrebato de violencia que reafirma la imposibilidad anunciada durante el encuentro en la playa, cuando, en su indiferencia hacia la joven, Fernando expuso sus preferencias por la tierra y su rechazo al mar, símbolo de la naturaleza femenina de Estrella.



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