martes, 21 de marzo de 2017

El hombre cañón (1926)

El ascenso al estrellato de Harry Langdon fue tan meteórico como lo fue su caída, quizá porque en la cima del éxito perdió el rumbo que había encontrado en los estudios cinematográficos de Mack Sennett. El indiscutible rey del slapstick intuyó en aquel artista de variedades de cuarenta años de edad la vis cómica que Arthur RipleyFrank Capra y el realizador Harry Edwards supieron modelar creando un personaje acorde con el aspecto infantil, pausado y bonachón del actor, un personaje que, aunque resulte exagerado, no tardó en ser comparado con el vagabundo de Charles Chaplin, con el sufrido e inalterable chico interpretado por Buster Keaton y con aquel ágil muchacho encarnado por Harold Lloyd. Langdon ni era un creador como sí lo eran Chaplin y Keaton ni poseía la frescura de Lloyd, sin embargo, gracias a sus cortometrajes producidos por Sennett, se convirtió en uno de los rostros más populares de la comedia muda. Ante tal éxito, la First National llamó a su puerta con un contrato de un millón de dólares por tres películas, con opción a tres más, y con la posibilidad de aventurarse en la creación de su propia compañía cinematográfica. Por aquel entonces la fiebre del éxito -de emular el total control artístico-creativo que Chaplin ejercía sobre sus películas- aún no afectaba sus decisiones profesionales, por lo que el actor no dudó en contar con Edwards, Ripley y Capra para realizar su primera producción independiente. Tras Un sportman de ocasión (Tramp, Tramp, Tramp, 1926), Harry Edwards abandonó su silla de director posibilitando que fuese el futuro responsable de Arsénico por compasión (Arsenic and Old Lace, 1944) quien asumiera para Langdon el mando de El hombre cañón (The Strong Man, 1926). El primer largometraje de Frank Capra como realizador en solitario (había codirigido sin acreditar el anterior film) fue aclamado por la crítica -la Asociación de Críticos Cinematográficos la incluyó entre las diez mejores películas del año-, lo que deparó un paso adelante tanto para el cineasta como para la estrella que dio vida a Paul Bergot, un soldado belga que prefiere atacar al enemigo con su tirachinas que con la ametralladora que en sus manos se convierte en un objeto inútil -nunca da en el blanco-, mientras sueña con la joven estadounidense con quien mantiene correspondencia. Concluida la Gran Guerra Paul emigra a Estados Unidos en compañía de Zandow (Arthur Thalasso) el grande, su enemigo en el frente, que busca hacerse un hueco dentro del espectáculo de variedades. Mientras el forzudo intenta encontrar su sueño americano, el protagonista sueña con hallar a Mary Brown (Priscilla Bonner), su amor correspondido por correspondencia, pero a quien solo conoce por la foto en la que apenas puede distinguir su silueta. Durante su búsqueda se suceden los gags: su encuentro con Lily Broadway (Gertrude Astor), que se hace pasar por la pequeña Mary para recuperar el fajo de billetes que ocultó en la chaqueta del inocente; la confusión del alcanfor y el queso de untar en el transporte que lo conduce hasta la localidad de Cloverdale o, ya hacia la parte final del film, su inesperada actuación ante un público con el que acaba enfrentado en una batalla campal que no pretende, pero de la que sale triunfante. Las situaciones que se presentan ante el cómico reflejan, desde el humor pausado característico de sus películas, a un hombre despistado y sin malicia que supera las dificultades sin apenas dejar de ser un sujeto pasivo en manos del destino y de la suerte que cuidan de él, y que finalmente lo conducen hasta la verdadera Mary.

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