domingo, 26 de febrero de 2017

La ciudad de las estrellas (La La Land) (2016)

No sin cierta reticencia empecé a visionar La La Land. Mis dudas iniciales, nacidas de la impresión enfrentada que me causó Whiplash (2014), el anterior film de Damien Chazelle, y de la popularidad mediática de este musical, se fueron despejando para dar paso a otras como ¿estoy viendo un homenaje al musical del Hollywood dorado? ¿Su renacer? ¿O un espejismo de aquellos clásicos que, consciente de que ya no regresarán, Chazelle emplea como inspiración para hablar de la situación del cine y de la música actual? A medida que avanzaba el metraje, las respuestas que me daba se decantaban por la tercera opción, al ver en sus protagonistas a dos ilusos que sueñan despiertos, bajo las estrellas, sobre ellas, envueltos en la colorista fotografía de Linus Sandgren -e individualizados entre las sombras- y al compás de la música que ellos mismos asumen para expresarse, aunque inevitablemente condenados a que se produzca su despertar a la realidad que les rodea, una realidad en la que los sueños sobreviven en individuos a contracorriente y, por lo tanto, incomprendidos y solitarios como lo son Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling). La ilusión de Mia por ser actriz nace de su pasión por los clásicos hollywoodienses -Casablanca (Michael Curtiz, 1942) o La fiera de mi niña (Bringing Up Baby; Howard Hawks, 1939)- que de pequeña visionaba e imitaba al lado de su tía, mientras que la de Sebastian existe mientras perdure su intención de revivir el jazz que ha desaparecido del espacio (que él puntualiza en la cafetería de samba y tapas) por donde deambula empeñado en tocar notas que a nadie parecen interesar, ni al dueño (J.K. Simmons) del local de donde lo despiden por improvisar ni a Keith (John Legend), el compañero de colegio que le ofrece la oportunidad de formar parte del grupo musical que le acerca al éxito comercial, aunque no al personal, pues le confirma la desaparición del sonido que solo sobrevive en sus dedos y en su mente. Tras el inicio jubiloso y colorista del film, los sueños de la pareja se van apagando en esa tierra imposible de La La, donde el romanticismo deja su lugar a las decisiones que, más allá del amor que surge entre ellos, afecta a las ilusiones a las que se han aferrado y que les acarrea la soledad en la que Chazelle los muestra en los instantes previos a su unión. Es su sino, y por ello son dos rarezas que se reconocen sin conocerse e inician el romance que en un primer momento fomenta sus intenciones, pues Mia cree en Sebastian y este la empuja en su empeño de ser actriz, quizá una como Ingrid Bergman, sin embargo aquel Hollywood de Casablanca hace tiempo que dejó de existir. De aquel mundo añorado y mitificado apenas se conservan los decorados de algunos de sus clásicos, aunque solo como parte de los restos arqueológicos de un cine que ya no tiene cabida en el actual, quizá por ello el realizador y guionista se decante por introducir a sus personajes en decorados fantasiosos y coloristas para dar rienda suelta a su visión pesimista de la fábrica de sueños que ha perdido la capacidad de generarlos. Lo mismo puede decirse del sonido nacido en Nueva Orleans, que solo sobrevive en Sebastian porque se niega a aceptar las palabras de quienes le dicen <<deja que se muera, ya ha tenido su época>>. Su reivindicación del jazz, también es la reivindicación de un arte musical encumbrado por genios como Louis Armstrong, Miles Davis o Charlie Parker o, en el caso de Mia, de uno cinematográfico que vivió su mayor gloria en la época de los Fred Astaire, Ginger RogersGene Kelly, Vincente Minelli o Stanley Donen. Sin embargo La La Land no solo pretende recordar aquellos grandes clásicos del musical -y de otros géneros- mientras desarrolla el romance, que empieza a imposibilitar las ambiciones de los protagonistas, y las coreografías que no ocultan los deseos de la pareja ni la frustración que significa el comprender que nada es como habían imaginado en esa ciudad de las estrellas donde los sueños se convierten en fracasos, salvo, quizá, sacrificando parte de sí mismos en un empeño que deja la agridulce sensación de que solo así ha podido ser.  

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