viernes, 3 de febrero de 2017

El hombre que ríe (1928)

La Gran Guerra provocó la paulatina disminución de la producción fílmica de los países europeos implicados, circunstancia que fue aprovechada por la industria cinematográfica estadounidense para dominar los mercados internacionales. Esta hecho deparó su supremacía, la misma que continúa ostentando en la actualidad. Aún así, finalizada la Primera Guerra Mundial, las cinematografías de las naciones afectadas volvieron a funcionar y sus películas, sus actores, sus actrices o sus realizadores llamaron la atención de Hollywood. Era la época de las vanguardias francesas, del realismo social soviético, del cine-ojo de Vertoz o del expresionismo alemán, movimientos cinematográficos en los que surgieron cineastas que los magnates de la industria hollywoodiense quisieron contratar. Muchos de aquellos directores europeos, tentados por el aumento salarial y por la oportunidad de trabajar con mejores medios técnicos, abandonaron sus países para probar suerte en Hollywood. Entre ellos estaban los suecos Victor Sjöstrom y Mauritz Stiller, el húngaro Michael Curtis, el francés Maurice Tourneur o los alemanes Ernest Lubitsch, Friedrich W.MurnauPaul Leni. Algunos como Stiller no llegaron a triunfar, y otros como Leni lo hicieron, pero sin tiempo para disfrutar de su éxito. Leni falleció en 1929 como consecuencia de un cáncer, poco después de haber rodado su cuarta película para la Universal. La mejor de sus aportaciones al cine hollywoodiense fue El hombre que ríe (The Man Who Laught, 1928), en ella adaptó la novela homónima de Victor Hugo, pero llevándola a su terreno, más cercano a las películas de Tod Browning interpretadas por Lon Chaney, a quien se consideraba idóneo para el papel protagonista, al Sjöström de El que recibe el bofetón (He Who Gest Slapped, 1924) y al cine de fantaterror de la Universal que a la narrativa del famoso escritor francés. Aparte de ciertas similitudes con lo expuesto por aquellos, la personalidad de Leni como creador de atmósferas enrarecidas y expresionistas se impone a lo largo del metraje, como también se impuso su criterio antes del inicio del rodaje, cuando asumió que Conrad Veidt, a quien había dirigido en El hombre de las figuras de cera (Das Wachsfigurenkabinett, 1924), y no Chaney, tenía que ser Gwynplaine. La elección del cineasta resultó acertada, ya que Veidt dotó a su personaje del patetismo, el sufrimiento, la humanidad y la sensibilidad que, salvo Dea (Mary Philbin), nadie parece descubrir en él, pues solo ven la superficialidad de la sonrisa perpetúa que el doctor Hardquannone (George Siegmann) le marcó de niño. El hombre que ríe muestra durante sus primeros minutos a Lord Clancharlie condenado a muerte por el rey Jacobo II y a su hijo entregado a los "comprachicos" que le deforman el rostro. Pero el pequeño logra escapar de sus captores y camina solitario por la nieve invernal donde encuentra el cuerpo de una mujer congelada y su bebé vivo entre los brazos, al que recoge antes de continuar deambulando por la fría soledad hasta que encuentra cobijo en la casa de Ursus (Cesare Gravina) el filósofo. El hombre los acoge y la narración avanza en el tiempo para mostrar a los tres personajes en una compañía circense donde la atracción es Gwynplaine, el famoso "hombre que ríe". Allí se escuchan las carcajadas que produce la eterna mueca facial de aquel a quien el público no ve. La ceguera simbólica de las masas impide el acceso a la humanidad del clown y se contrapone con la lucidez de Dea, quien invidente de nacimiento, sí puede ver más allá de sus tinieblas. Ella accede a la naturaleza y a los sentimientos de quien la salvó de niña y de quien siempre ha estado enamorada, pero su amor se encuentra amenazado por la intención de la reina Ana (Josephine Crowell) cuando decide humillar a la desenfadada duquesa Josina (Olga Baclanova), restituyendo a Gwynplaine el título de Lord Clancharlie que le corresponde por derecho de nacimiento y ordenando su matrimonio con la lujuriosa aristócrata, hecho que depara la separación de los jóvenes y el posterior enfrentamiento y ruptura del hombre que ríe con lo establecido, tanto por la reina como por el ambiente donde ha sido tratado como una atracción de feria.

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