lunes, 23 de enero de 2017

Hasta el último hombre (2016)


Ni el rechazo generado por su controvertida imagen ni su espaciada labor detrás de las cámaras, solo cinco películas en veintitrés años, restan a la hora de considerar a Mel Gibson uno de los grandes narradores cinematográficos contemporáneos, prueba de ello son Braveheart (1995) y Apocalypto (2006). En ambas equilibró con acierto el drama y la épica para ofrecer dos espacios donde sus protagonistas asumen la violencia como el único medio que permite al primero luchar por su ideal de libertad, que se generaliza en la independencia escocesa, y al segundo sobrevivir a la implacable caza de la que es víctima. Pero el empleo de la violencia como recurso no tiene cabida en el pensamiento del personaje central de la también espléndida Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge, 2016), aunque esto no quiere decir que no viva rodeado de ella o que en algún momento de su vida la haya utilizado. En el fugaz presente que abre la película se observa un infierno de destrucción y muerte. En ese instante, la imagen caótica de cuerpos calcinados por las llamas, de vísceras y sangre, choca con las palabras de Desmond Doss (Andrew Garfield). En este primer acercamiento al campo de batalla, donde Doss yace sobre una camilla, poco se sabe de él, salvo la fe que expresa su voz en off. Para dar a conocer al herido, Gibson retrocede su historia dieciséis años, y la sitúa en un momento puntual de la infancia del protagonista, durante el cual las imágenes lo muestran corriendo por el bosque y escalando un roquedal en compañía de su hermano, a quien en una secuencia posterior golpea el rostro con un ladrillo. Ante la inconsciencia de Hal, e
l joven Desmond reflexiona su acto, confirmándose su primer paso hacia la negativa a empuñar armas, la cual se iría afianzando a lo largo de un proceso más complejo, que abarcaría los quince años que se omiten en la pantalla, durante el que su madre (Rachel Griffiths) le inculcaría una educación religiosa y haría hincapié en que mayor pecado: matar. También la severidad doméstica, nacida de la herida existencial sufrida por su padre (Hugo Weaving) a raíz de su participación en la Gran Guerra (1914-1918), formaría parte de su infancia y marcaría el camino hacia la promesa que, tras el breve flashback que se inserta en la nocturnidad del campo de batalla, Desmond comparte con Ryker (Luke Bracey), uno de los miembros del pelotón que lo habían rechazado y torturado (ante la impasibilidad del mando) durante su estancia en Fort Jackson.


Sus ideas lo diferencian de cuantos aceptan su papel de combatientes, hombres como él, pero incapaces de comprender la lógica y la validez de la decisión de quien, en la farsa que significa su juicio militar, afirma que <<con un mundo tan decidido a destruirse a sí mismo, no me parece una cosa tan descabellada querer reconstruirlo un poco>>. Ninguno de los condenados a luchar y morir en la contienda comprenden ni comparten su pacifismo ni la necesidad de salvar vidas que lo empuja a presentarse voluntario, una necesidad a la que se aferra a pesar de las numerosas trabas que implica su coherencia consigo mismo y la incoherencia interpretada por quienes lo tildan de cobarde en el campo de entrenamiento y posteriormente, en un acantilado dominado por el sinsentido y el salvajismo, de héroe. Pero Doss no es un héroe, solo es un joven cuya esencia no sucumbe a ese espacio de destrucción y muerte, donde tampoco pierde su fe, ni su amor por Dorothy (Teresa Palmer) ni su sentimiento altruista, que se hace más fuerte en su despertar a la realidad, en su entrenamiento, en su presencia ante la corte marcial que juzga su postura (sin llegar a comprender qué juzga) y en el frente de Okinawa, donde, tras la contraofensiva japonesa, pide fuerzas para salvar una vida, otra más y así hasta setenta y cinco. Es en ese acantilado Hasta el último hombre abandona su hasta entonces tono melodramático para recrudecerse y transitar por la locura bélica que se atenúa en la presencia de Doss, en su respeto por la vida y en su creencia de mejorar el mundo, salvando y no matando, una contradicción respecto a la devastadora realidad que se desata a su alrededor sin alterar sus principios, que, unidos a su milagrosa gesta, lo conducen hacia un heroísmo fuera del alcance de quienes sí tomaron las armas. Su heroicidad reside en su humanidad y en su decisión de aportar algo positivo en un lugar donde salvar y no quitar vidas lo distancia del resto de soldados y también de su padre, cuya experiencia en el frente deshizo su existencia en mil pedazos, al no encontrar sentido a tanta destrucción y muerte. Por ello sufre y bebe cada día, se muestra distante y violento, pero sobre todo es incapaz de exteriorizar sus sentimientos más allá del cementerio donde reposan los restos de sus tres amigos caídos en combate. Su experiencia en la Gran Guerra lo transformó, lo sabe, y en consecuencia sufre, se oculta en estallidos de violencia, pierde la esperanza y teme por sus hijos, a quienes no quiere enterrar como ya hizo con sus amigos y, de manera simbólica, consigo mismo. Pero su vivencia no se repite en Desmond, ya que este sí encuentra sentido a su estancia en el infierno, lo haya en sus creencias, de las que nunca duda, y en la vida que se resiste a perecer dentro del horror en el que se adentra sin más arma que la convicción de ser fiel a sí mismo y al cometido por el cual se alistó.

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