martes, 26 de julio de 2016

Orgullo (1955)



Las grandes extensiones, el ganado y los vaqueros que las ocupan, le confieren su apariencia de western. El enfrentamiento entre dos familias, cuyos hijos se enamoran contraviniendo los deseos de los suyos, la aproxima a una tragedia shakespeariana. Pero Orgullo ni es lo uno ni lo otro, es la confirmación del estilo cinematográfico desarrollado por Manuel Mur Oti desde su debut en la dirección en 1949 hasta Fedra (1956). Salvo 
Cielo negro (1951), cuatro de sus cinco primeras producciones parten del melodrama rural para exponer un entorno donde las fuerzas de la naturaleza, internas y externas, lo simbólico y la figura femenina, fuerte y sufrida como la tierra a la que pertenece, cobran una importancia inusual dentro del cine español de su época, de cualquier época. Pero, a diferencia de Julia en Un hombre va por el camino (1949), Aurelia en Condenados (1953) y Estrella en Fedra, Laura (Marisa Prado), la protagonista de Orgullo, es ajena al terruño al que regresa después de diez años de ausencia. Esta circunstancia se confirma a su llegada, cuando su madre (Candida Losada) la exhorta a aprender las costumbres con las que no se identifica, como sí lo hacen las otras heroínas de Mur Oti, ya que la conexión entre aquellas y el medio que ocupan es inmediata e innata, aunque no por ello resulte de su agrado, como sería el caso de Teresa Mendoza. <<¿Qué has aprendido?>>, le pregunta a su hija. <<Música, ciencias, literatura,...>>. ¿Qué sabes del campo?>>, la interrumpe consciente de que la teoría y los modales aprendidos en París de nada sirven en Dos cumbres. La década parisina ha incapacitado a la joven para comprender la naturaleza de la disputa entre la casa Alzaga (el mundo masculino) y la casa Mendoza (símbolo de lo femenino). Como consecuencia rechaza cuanto observa y asume que su relación amorosa con Enrique Alzaga (Alberto Ruschel) puede triunfar allí donde el rencor y el orgullo delimita sus vidas como el río lo hace con sus haciendas. Este río se encuentra presente a lo largo de la película, en la orilla opuesta Laura descubre por primera vez a Enrique, también a lo largo de su curso observa las estacas que separan las dos propiedades y, de manera simbólica, los sentimientos de Luis de Alzaga (Enrique Diosdado) y Teresa. En un primer momento, esa misma corriente, que representa la imposibilidad, no afecta a los herederos de ambas casas, pues rechazan el destino impuesto por las fuerzas telúricas que influyen en los comportamientos de amos y siervos. Pero su ilusión de poner fin a años de lucha gracias a su amor solo es el espejismo que se refleja a ambos lados del cauce que los condena a ver incumplidos sus deseos. El agua y la sequía los separa de igual manera que lo hace el odio, que obliga a la joven a asumir su aprendizaje forzoso y a aceptar las costumbres y el rechazo que asume en las escaleras de su mansión, poco después de que su enlace matrimonial con Enrique se vea imposibilitado por el rencor que se desata incontrolable cual fuerza de la naturaleza. En ese instante anuncia su decisión de partir hacia Monte Oscuro en busca del agua que abastezca a su ganado, esa es su liberación, pero también su condena, con ella pretende poner fin al dominio de los Alzaga en épocas de sequía. El camino de ascensión a la montaña implica la transformación de una mujer que adquiere la fuerza necesaria para coronar con éxito la cima y así aceptar el relevo natural de la figura materna que desaparece para dar paso a la de Laura, renacida dentro de ese espacio donde su relación amorosa ha compartido el mismo sino que la de sus mayores, separados por el orgullo que se impuso a su amor. De nuevo el río ha provocado la infelicidad, pero también los hombres y las mujeres de esa tierra que los domina y que provoca que Laura priorice su independencia y la voluntad para imponerse dentro de un espacio violento donde lo femenino y lo masculino parecen condenados a permanecer separados como las dos orillas que nunca se acercan, aunque nunca se pierden de vista.

martes, 19 de julio de 2016

...Y el mundo marcha (1928)




La predilección de King Vidor por conceder el protagonismo de sus películas más personales a hombres y mujeres corrientes se confirma en el soldado interpretado por John Gilbert en El gran desfile (The Big Parade, 1925), uno más entre los miles de jóvenes que desfilan ilusionados antes de entrar en contacto con la realidad bélica, en la aspirante a actriz de Espejismos (Show People, 1928), que llega a Hollywood para dejarse seducir por la falsa imagen de glamour, en los personajes de Aleluya (Hallelujah!, 1929), condicionados por sus raíces culturales y por sus pasiones, en los vecinos de La calle (Street Scene, 1931), sus relaciones y su precaria situación, o en el matrimonio de El pan nuestro de cada día (Our Daily Bread, 1932) en su lucha diaria por sobrevivir a la depresión económica que asola al país. Pero, de todos ellos, la pareja de ...Y el mundo marcha (The Crowd) resulta la más cercana, mediana, vigente y real en su cotidianidad. Su monotonía apenas difiere de la vivida por millones de seres de carne y hueso, pasados y presentes, que Vidor representó en un personaje que <<nace, va a la escuela, llega a la mayoría de edad, encuentra un trabajo, conoce a una chica, se enamora, se casa, tiene un niño, necesita más dinero, tiene otro niño, los gastos aumentan, quizá tiene mala suerte y una vida trágica, quizá goza de buena suerte y una vida feliz, y finalmente muere>>. Así de simple y así de compleja es la existencia de ese <<uno entre la multitud>> que pasa desapercibido entre otros rostros anónimos que ignoran su presencia. Como consecuencia de ese anonimato, el realizador fue consciente de la necesidad de contar con un actor desconocido que aportase veracidad al personaje principal, un riesgo más para un film arriesgado y experimental que en sí mismo es la honesta radiografía del americano medio.


Entre los extras de la MGM, Vidor encontró a su protagonista. <<Cuando le enseñé la prueba a Irving Thalberg, ambos estuvimos de acuerdo en que James Murray, extra de Hollywood, era uno de los mayores talentos interpretativos naturales con los que habíamos tenido la suerte de encontrarnos>>. Y así fue, la interpretación de Murray recibió las alabanzas de la crítica, pero más allá de su recreación, la película destaca por la perspectiva realista asumida por un realizador clave en la evolución del cine estadounidense y mundial, que, en busca de esa veracidad que años después caracterizaría al neorrealismo, ocultó su cámara en el interior de un carro para captar la naturalidad de los transeúntes en las escenas callejeras. ...Y el mundo marcha se inicia el cuatro de julio de 1900, en plena celebración del aniversario del nacimiento de los Estados Unidos, pero el interés de Vidor se centró en otro alumbramiento, el de John Sims. En ese instante su padre idealiza el futuro de su hijo dentro de una sociedad que se sustenta sobre la materialización del sueño de grandeza que también impide. La historia avanza doce años para descubrir al joven John y a sus amigos hablando de qué serán de mayores. Él comenta que será alguien importante, asumiendo como suyo el sueño paterno, aunque, en ese instante, se produce la muerte de su progenitor y por lo tanto su primer contacto con la realidad. Tras este fallecimiento ...Y el mundo marcha muestra a John Sims de adulto, a su llegada a Nueva York, donde todavía fantasea con su futuro triunfador. En la siguiente escena, una de las más sobresalientes de un film sobresaliente, la cámara asciende en contrapicado por la fachada de un rascacielos repleto de ventanas similares, por una de las cuales se accede al interior de una sala donde centenares de mesas iguales comparten espacio con cientos de empleados que en nada se diferencian, salvo en el número que los identifica. En ese espacio frío e impersonal, similar al que años después 
Billy Wilder mostraría en El apartamento (The Apartment1960), se observa al protagonista trabajando como contable a la espera de su oportunidad para cumplir su deseo de grandeza, un imposible que se confirma en la escena final del film, cuando acude con Mary (Eleanor Boardman) y con su hijo a un espectáculo donde la cámara parte de un plano de la familia para alejarse y mostrar a la multitud que los engulle y a la cual pertenecen.


Las ilusiones forman parte del cine de
Vidor, la mayoría de sus personajes inician su recorrido existencial desde ellas, aunque poco a poco esas ilusiones se ven arrinconadas hasta crear la sensación de impotencia que embarga a John cuando comprende que su sueño infantil, aquel que se descubre durante el breve inserto de su infancia, no se cumple en su presente ni lo hará en su futuro. Los primeros momentos desde su llegada a Nueva York lo muestran alegre, conoce a Mary, ambos se ríen de un payaso ambulante que anuncia algún producto, sin ser conscientes de que ese clown también es uno más entre la multitud, alguien que, al igual que les ocurrirá a ellos avanzado el metraje, no ha tenido otra opción que la desempañar una labor que posiblemente no cumpla sus expectativas. En su madurez John es uno más dentro de un conjunto homogéneo que potencia su insatisfacción personal y matrimonial. Tiene momentos de alegría, como los nacimientos de sus dos hijos o el premio de quinientos dólares por un eslogan publicitario, sin embargo a las grandes noticias siguen tragedias como el atropello de su hija. Mientras la pequeña agoniza, el protagonista, sumido en la desesperación, suplica silencio a los transeúntes, aunque nadie le presta atención, salvo el agente de policía que le reprocha que el mundo no se va a detener porque su hija esté enferma. La muerte de la niña confirma su derrota existencial, su vida carece de sentido, al menos así lo siente cuando abandona un trabajo insatisfactorio y piensa en el suicidio como la única salida para su fracaso existencial, un fracaso del que se aleja cuando su hijo le dice que de mayor quiere parecerse a él. En ese instante la admiración y el cariño le confirman como alguien único entre millones de seres únicos que, al igual que él, tienen problemas, alegrías y tristezas, pero una vida que les pertenece y que se va construyendo a partir de sus decisiones y de sus interpretaciones. Consciente de ello, desea recuperar el afecto de Mary, defraudada por una vida común que se desmorona, pero que aún está a tiempo de recomponerse mientras ríen la multitud que cierra esta incontestable obra maestra del cine mudo que generó el rechazo de Louis B. Mayer, quien nunca dejó de aborrecerla por ser una película “artística”, y la indiferencia entre el público.


Las frases entre comillas han sido extraídas de Un árbol es un árbol (A Tree is a Tree; King Vidor, 1953, 1981)

martes, 12 de julio de 2016

Él (1953)


Como el de otros realizadores ejemplares, el legado cinematográfico de Luis Buñuel es para dar palmas de reconocimiento, a él y a su obra fílmica. Imprescindible, sorprendente e impresionante en sus títulos más personales, el aragonés elevó la categoría del cine a un nivel diferente de arte y de entretenimiento, lo llevó a habitar un espacio cinematográfico de su exclusividad, que remite a sí mismo y ahí queda para goce de quienes lo disfrutamos. Hay quien lo llama buñuelesco; como quien dice del universo de Fellini, fellinesco, o de Chaplin, chaplinesco. Son legados únicos y el de Buñuel lo componen películas magistrales —La edad de oro, Los olvidados, ÉlEl ángel exterminador, Viridiana, Simón del desierto, Tristana o La vía láctea, por disfrutar recordando algunas— y otras que lo son menos —Gran Casino, El gran calavera, Ensayo de un crimen, Robinson CrusoeLa ilusión viaja en tranvía, citadas sin merma del disfrute previo. Estas últimas fueron asumidas por el cineasta cuando hubo de sobrevivir dentro de una industria que quiso ser arte o de un arte que nació para ser industrializado y, por tanto, incapacitado para equilibrar la creatividad de sus creadores más personales con los intereses comerciales que han dominado el medio prácticamente desde sus orígenes.


Dentro de la fábrica de sueños y de pesadillas llamada cine predomina la producción en cadena, quizá porque los productos repetitivos, de consumo rápido y poco exigente, resultan más rentables y menos arriesgados que las piezas exclusivas, las cuales corren el riesgo de sufrir la incomprensión y el rechazo por la particularidad de ser únicas. Lo dicho no es propiedad del medio cinematográfico, se extiende a lo largo y ancho de un mar de mediocridad artística salpicado por islas de talento donde las notas musicales, las imágenes, las formas o las letras surgen de la necesidad individual de exteriorizar ideas, sentimientos, fobias, gustos o inquietudes que dan origen al Arte. 
Buñuel fue una de esas islas creativas, consciente de la posibilidad que le ofrecía el cine para transmitir más allá de lo que en apariencia exponen sus películas. En las alimenticias siempre introdujo algo suyo, pero fue en las producciones en las que gozó de mayor libertad de acción en las que su mirada transgresora, lúcida, provocadora e insatisfecha se convirtió en imágenes que encierran parte de su pensamiento, de su humor y de sus obsesiones. A través de sus personajes y de sus historias, el de Calanda habló de sí mismo, de la vida y de la muerte, de la religión, de los instintos reprimidos, de los sueños, de la memoria o de la hipocresía social que reaparecería a lo largo de su obra, condicionada por sus orígenes (costumbres, familia, educación), por su paso por la residencia de estudiantes donde conoció a García Lorca y Dalí, por su posterior contacto con el surrealismo durante su estancia parisina, por el desarraigo sufrido tras la Guerra Civil, por la literatura, por su ateísmo o por su insatisfacción respecto a cuanto observaba y otras cuestiones que asoman en su magistral, complejo y alucinado universo creativo. Todo ello asoma de un modo u otro a lo largo de sus films, en los que retrató a una sociedad hipócrita, dominada por la falsa perfección moral que representó en personajes como Francisco (Arturo de Córdova), el protagonista de Él, cuya represiva personalidad origina la atmósfera claustrofóbica y opresiva que surge de su desequilibrio interno, el cual se exterioriza en sus celos, en su intolerante sentido moral o en el maltrato psicológico al que somete a su compañera, víctima de una violencia que la asfixia y que agita la conciencia de quien contempla el alucinado universo creado por el realizador.


<<Él es una de mis películas favoritas. A decir verdad no tiene nada de mexicana. La acción podría desarrollarse en cualquier lugar, pues se trata del retrato de un paranoico>>, y ese paranoico, al que Buñuel hizo alusión en sus memorias, Mi último suspiro (1982), se presenta al inicio del film en
 la iglesia donde vierte el agua que el párroco emplea en la ceremonia del lavado de pies que tiene lugar durante la celebración del Jueves Santo. Allí la cámara se desvía hacia las piernas de Gloria (Delia Garcés), las mismas piernas que observa ese personaje que se obsesiona con ella hasta el extremo de acudir al mismo santuario cada día, a la espera de reencontrarse con su oscuro objeto del deseo. Francisco, que ha reprimido sus instintos hasta ese instante, piensa en esa figura femenina como la oportunidad para cumplir sus deseos ocultos, por ello la acosa hasta convencerla para que rompa con Raúl (Luis Beristáin) y se convierta en su mujer.


La película salta en el tiempo y muestra el encuentro casual de Gloria y su antiguo novio; en ese instante ella semeja nerviosa, asustada y necesitada de compartir sus pesares con alguien que la crea. Dicha necesidad introduce el flashback que detalla las humillaciones sufridas desde el día de su boda con ese hombre de mediana edad que no ha conocido más mujer que ella, lo que en parte explica su desequilibrio, fruto de los celos, pero también de su educación represiva y de su imposibilidad de consumar el acto sexual, el cual sustituye por el control y la posesión de aquella a quien siempre acusa de infidelidad. El retroceso temporal desvela la naturaleza de un individuo a quien su confesor, el padre Velasco (Carlos Martínez Baena), define como alguien <<perfectamente normal y sensato>>, sin tacha, culto y de buena posición económica, sin embargo, los minutos y las imágenes de los recuerdos de Gloria lo descubren como a alguien ajeno a cualquier interpretación de la realidad que no sea la suya. Esta postura crea la prisión que ambos comparten, pues, aparte de victimario, Francisco es víctima de su irrealidad, que lo domina hasta el extremo de someter a su mujer a vejaciones como dispararle con balas de fogueo o amenazarla con arrojarla desde el campanario de una iglesia. ¿Por qué continúa a su lado?, le pregunta Raúl hacia el final de su entrevista, a lo que ella responde 
por <<compasión, porque estoy convencida de que en el fondo me quiere. Además le tengo miedo, mucho miedo>>. Estas tres sensaciones la atan a ese <<perfecto caballero cristiano, que podría servir de ejemplo>>, de nuevo en boca del padre Velasco cuando, asustada ante la realidad que comparte con quien muestra dos caras, Gloria busca ayuda en el religioso que siempre defiende la perfección moral, cristiana y burguesa, de aquel que interpreta <<la realidad en el sentido de su obsesión, a la cual adapta todo>>, porque así justifica y oculta su impotencia, su imperfección y su evidente desequilibrio.

lunes, 4 de julio de 2016

Más allá de la duda (1956)


<<La influencia de los espléndidos filmes venidos de Alemania comenzó a notarse. Directores con ideas, como F. W. Murnau, E. A. Du Pont, Fritz Lang y Ernst Lubitsch, habían liberado la cámara de su inmovilidad y habían abierto nuevos caminos para los artesanos de Hollywood, que a menudo se encontraban sumidos en una rutina muy bien pagada. El iluminador influjo de los estudios europeos ha sido periódico, y cada vez que se ha producido ha servido para alumbrar el progreso de Hollywood. Y creo que los directores europeos serían los primeros en admitir que la influencia también se ha dado en sentido contrario>>. Esta corriente de doble dirección aludida por King Vidor en sus memorias, Un árbol es un árbol, ha venido produciéndose desde el inicio del cine hasta la actualidad. Pero quizá donde más se dejó notar fue en la llegada masiva a Hollywood de realizadores y técnicos procedentes de Europa en dos periodos concretos. La primera oleada se produjo durante la época silente, entre ellos Maurice Tourneur, Victor SjöströmErnst Lubitsch, Friedrich W. Murnau, Mauritz Stiller o Michael Curtiz llegaron conscientes de que cambiaban el cine europeo por el estadounidense, por lo que también eran conscientes de que se trataba de dos maneras diferentes de entender el medio. Como consecuencia, lo que allí se encontraron distaba de lo que habían dejado atrás. Algunos como Lubitsch o Curtiz se adaptaron sin aparente esfuerzo al sistema de estudios que imperaba en la industria cinematográfica estadounidense, sin embargo, otros ilustres emigrantes, como fue el caso de Stiller, nunca llegaron a hacerlo. Una segunda oleada de realizadores, también técnicos, compositores, actores y actrices, procedentes de Europa tuvo su origen en el auge del nacionalsocialismo en Alemania, por lo que la salida de los todavía inexpertos Billy Wilder o Fred Zinnemann y de veteranos como Fritz Lang era la vía de escape lógica para dejar atrás la persecución y la represión que amenazaban sus hogares. A su llegada a Hollywood, muchos de aquellos exiliados, sobre todo quienes ya contaban con una carrera a sus espaldas, no encajaron dentro de un ambiente donde su creatividad estaba supeditada a los intereses de las diferentes productoras. Si un cineasta no se ajustaba al tiempo y al presupuesto, no era práctica inusual que fuera sustituido por otro; de igual manera, la última palabra en los montajes las tenían los ejecutivos y no sus creadores, asimismo se les entregaba un material que en ocasiones no despertaba su interés o se imponían el reparto sin tener en cuenta si las estrellas de turno eran o no adecuadas para dar vida a los personajes. Con este panorama, que cambiaba la libertad creativa por las mejoras técnicas y sueldos más atractivos, directores del prestigio de Fritz LangJean Renoir o Max Ophüls vieron como muchas de sus películas sufrían intervenciones indeseadas, pero, al contrario que Renoir u OphülsLang permaneció durante más de dos décadas trabajando dentro de una industria a la que aportó títulos indispensables, algunos realizados por encargo y otros más personales, aunque todos ellos resueltos con su innegable maestría y con su constante búsqueda de independencia dentro del sistema de los estudios.


En Alemania, Lang era el director estrella, controlaba cualquier aspecto de los rodajes y el público acudía a ver sus producciones porque su nombre era el reclamo. Ya por aquel entonces sus films mostraban
 aspectos sociales, El doctor Mabuse (Dr. Mabuse der spieler; 1922) o Metrópolis (1926), como también lo harían los que componen su obra americana, desde Furia (Fury; 1936) hasta Más allá de la duda (Beyond a Reasonable Doubt, 1956), su debut y su despedida hollywoodiense, pasando por Los sobornados (The Big Heat, 1953), Deseos humanos (Human Desire, 1954) o Mientras Nueva York duerme (While the City Sleeps, 1956). Todos ellos guardan estrecha relación en su análisis crítico y permiten comprobar la evolución del realizador, sobre todo si se comparan los personajes principales de su primera y de su última producción americana. En Furia, Spencer Tracy interpretó a un hombre inocente y soñador que es linchado por los habitantes de un pueblo, de quienes intentará vengarse aunque finalmente opta por mostrar que es mejor que ellos, pero en Más allá de la duda, el escritor al que dio vida Dana Andrews presenta mayor ambigüedad, ya que al tiempo se muestra como un falso culpable y un falso inocente. Su doble cara, la ausencia de valores y su comportamiento a lo largo del metraje provocan que no despierte ni compasión ni simpatía, y no lo hace porque no evidencia la menor emoción ante los hechos que él mismo genera y manipula. Esta manipulación no es de su exclusividad, sino que la comparte con el resto de personajes, que también la asumen para alcanzar fines egoístas que anteponen a cualquier otra circunstancia, lo cual desvela que el pesimismo social del cineasta centroeuropeo se agudizó respecto al mostrado veinte años atrás. La evolución de Lang está ahí, y se hace más evidente en sus últimos títulos en Hollywood, posiblemente reflejo se su sentir y de cómo interpreta el contexto histórico y social que le tocó vivir.


Sin artificios ni florituras innecesarias, solo con su capacidad narrativa para crear situaciones complejas y jugar con las
 apariencias, Lang sacó a relucir imperfecciones de la realidad que observaba a partir de la falibilidad del sistema penal que abrió y cerró con una ejecución, la primera en directo y la segunda omitida. Entre ambas muertes se expone la posibilidad de una duda razonable que no se tiene en cuenta durante el proceso que podría condenar a un inocente a la silla eléctrica. Dicha circunstancia convence a Spencer (Sidney Blackmer), el director del periódico donde trabaja Tom Garrett (Andrews), para colaborar con el novelista en el plan que se desarrolla durante la primera parte del film. A lo largo de los minutos se detalla su puesta en escena a partir de las pruebas que fabrican para que señalen al escritor como el autor de un asesinato sin resolver. Todo transcurre según lo previsto, toman fotos de cuanto hacen, apuntan fechas o recopilan los recibos que utilizarán para contradecir al jurado cuando este dictamine la culpabilidad de Garrett. Así demostrarán que se ha condenado a un inocente y, por lo tanto, quedará en entredicho la valía del sistema penal que se convierte en el eje de la segunda parte de la película, centrada en el juicio, en escenas resueltas con sobriedad y precisión. Durante este tiempo el acusado evidencia su despreocupación por cuanto sucede a su alrededor, y es así porque sabe que todo marcha según el guión de su farsa. Sin embargo, a raíz del accidente mortal de Spencer y de la pérdida de las pruebas que lo exculpaban, Más allá de la duda se recrudece al ofrecer la perspectiva de un juicio televisado en el que el supuesto inocente es condenado a la silla eléctrica, lo cual pone en tela de juicio la pena de muerte, aunque lo hace desde la ambigüedad y el pesimismo con los que Lang puso punto y final a su fructífera aventura americana.