lunes, 2 de mayo de 2016

Doble vida (1947)


Se podrían escribir mil y una etiquetas que forman parte de la cultura popular y cinematográfica, tópicos que se repiten y que quizá guarden algo de verdad, pero que no profundizan en las complejidades artísticas de cineastas como George Cukor, a quien, desde su llegada a Hollywood, se le atribuyó el rol de director de actrices. Esta circunstancia condicionó su carrera y las decisiones de los ejecutivos para quienes trabajó, que pensaban en él como un realizador capacitado para sacar lo mejor de las actrices con quienes trabajaba. Como consecuencia, los directivos de la MGM, y de los estudios a los que fue prestado, le encargaban películas cuyos personajes más atractivos y mejor desarrollados eran mujeres, pero, gracias a la primera de sus siete colaboraciones con Garson Kanin y Ruth Gordon, pudo demostrar que era algo más que un director de mujeres. Si bien en sus películas predominan los personajes femeninos sobre los masculinos, en su primera adaptación de un guión escrito por el matrimonio Kanin, el director de Vivir para gozar (Holiday, 1937) realizó un drama subjetivo cuyo protagonismo absoluto recayó en el personaje interpretado por Ronald Colman —en un primer momento, los guionistas y Cukor habían pensado en Laurence Olivier para el protagonista, pero el actor estaba trabajando en otro proyecto y el papel fue para Colman. Su actuación en Doble vida (A Double Life, 1947) le reportó el Oscar al mejor actor del año, una actuación que, en buena medida, fue posible gracias a la capacidad de Cukor para extraerle la personalidad enfermiza del personaje, la cual adquiere forma sobre el escenario donde se produce la transformación de Anthony John. Pero, aparte de lo ha dicho, Doble vida significó un punto de inflexión en la carrera del cineasta.


A partir de esta oscura producción sobre el arte y la vida —el conflicto que ambas generan en el actor—, y la locura, las películas de Cukor adquirieron mayor naturalidad, aunque en determinados momentos del film se fuerce
 la subjetividad de aquel que vive sus interpretaciones con tal intensidad que se mete en sus personajes hasta el extremo de perder la noción de sí mismo, sin saber quién es en la realidad ajena a las tablas. Con cada actuación la personalidad de aquel a quien interpreta va imponiéndose a la suya, como se confirma durante su encuentro con la camarera a la que dio vida Shelley Winters, en una escena que muestra la dualidad de un hombre desorientado. Su vacío de identidad lo llena con la de Otelo, con quien convive día tras día durante las dos temporadas en las que se produce su confusión, el desplazamiento de su yo real y el asentamiento del irreal en su mente. La voz de Otelo, que salvo él nadie escucha, genera sus celos enfermizos, como si el veneciano quisiera vivir a través de él o el actor deseara sentir las pasiones y emociones de aquel. De tal manera, adapta el drama a su cotidianidad y revive las emociones que dominan al personaje hasta el punto de no distinguir entre la tragedia de Shakespeare y la suya propia, porque en su mente Anthony John es Otelo y Otelo es Anthony John, lo que provoca que los límites entre ambos se desvanezcan para dar paso a la transformación inconsciente que pone en peligro a su ex-mujer (Signe Hasso), y también su compañera de reparto, dominado por los celos que se materializan sobre un escenario expresionista y opresivo para extenderse fuera de él y convertir a la estrella en la imagen real de aquel con quien, noche tras noche, convive en un teatro donde su realidad se confunde con la ficción interpretada sobre las tablas y vivida en su mente.

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