jueves, 17 de marzo de 2016

Armas al hombro (1918)


Sin su sombrero hongo y sin su bastón, pero con casco de acero y fusil, ver a
Charles Chaplin en las trincheras es sinónimo de risa, sí, pero también una forma distinta de adentrarse en la dura cotidianidad del frente donde, como cualquier otro soldado de a pie, su personaje sufre las precarias condiciones que descubre después de recibir su instrucción en un campo de entrenamiento en el que, aparte de no dar una, se tumba a descansar. Desde ese espacio de adiestramiento y sueño el soldado chaplinesco accede a primera línea y a las zanjas que, durante la siguiente media hora de metraje, sirven de escenario para que el responsable de Armas al hombro (Shoulder Arms, 1918) convierta a su antihéroe solitario, ingenuo y soñador, en héroe victorioso, circunstancia excepcional e inusual dentro de su cine, pero necesaria para alcanzar el fin perseguido por el genio de Luces de ciudad (City Lights; 1931). En ese espacio de destrucción se suceden escenas cómicas inolvidables, como aquella en la que se las ingenia para dormir bajo el agua que inunda su topera o aquella otra que expone su incursión arbórea tras las líneas enemigas, dos muestras del sobrado talento de un humanista que filmó la monotonía del frente desde la comicidad pacifista que da forma a su película.


Rodada meses antes de la conclusión de la Primera Guerra Mundial, y estrenada siete después de que 
David Wark Griffith hiciese lo propio con su melodrama propagandístico Corazones del mundo (Hearts of the World, 1918), Chaplin ideó este magistral mediometraje como medio para ofrecer al espectador el discurso pacifista que caricaturiza la sinrazón y las precarias condiciones de vida en las trincheras. Allí se descubre a su álter ego cinematográfico recibiendo de su hogar un queso maloliente, que no tarda en arrojar sobre el rostro del enemigo, afinando su puntería, mientras soporta el sinsentido cotidiano que ya no le afecta, o simplemente descorchando una botella de licor (con ayuda de una bala alemana) a la espera de la orden de salir a esa tierra de nadie y de todos que le separa de sus oponentes, aunque también iguales. Entre tanto gag bélico, se desarrolla la historia de amor entre el pequeño soldado y la joven francesa interpretada por Edna Purviance, la única inquilina de la vivienda destrozada por los morteros donde Chaplin vuelve a conciliar el sueño, una vez más dentro de una película realizada por un soñador. Este romance se gesta mediante la mímica, que no entiende de idiomas, y se confirma con la certeza de que ambos son víctimas de las circunstancias de un presente devastador. Pero el idilio imposible no puede ir más allá de las primeras sonrisas, porque ambos son sorprendidos por una patrulla alemana que arresta a la joven. En esta tesitura, el ingenuo idealista se lanza al rescate y de una sola tacada salva a la chica, a su compañero y captura al Kaiser (Sydney Chaplin), a quien propina una patada en sus posaderas como quien dice "¡Guille, basta ya de tanta tontería y de tanta guerra!", un modo muy chaplinesco de poner punto y final a la contienda e insertar su deseo de <<paz en la tierra, buena voluntad a toda la humanidad>>, anhelo y sueño similar al que, veintidós años después, pronunciaría en El gran dictador (The Great Dictator; 1940).

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