viernes, 19 de febrero de 2016

Lord Jim (1965)



A estas alturas, no voy a descubrir a nadie que una novela y una película poseen lenguajes distintos, como tampoco pretendo asegurar que la primera habla al lector desde la intimidad de las palabras que llenan sus páginas, y que forman la imagen cerebral de cuanto se lee. Menos aún pretendo convencer de que la segunda combina todas las artes, al tiempo que no pertenece a ninguna, para ofrecer imágenes (y sonidos) que posibiliten el acceso a los hechos y a las reflexiones que los creadores, aquellos que son conscientes de serlo, idean más allá de una simple traslación de la obra escrita a la pantalla. Por estas y otras pequeñas o grandes diferencias el Jim descrito por 
Joseph Conrad va cobrando cuerpo desde las palabras del propio autor, antes de que este se desvanezca sin previo aviso, para dejar que sea el narrador que lo sustituye quien, desde recuerdos propios y extraños, comparta el grueso de la historia de este trágico marinero. Mientras, en la versión fílmica de Richard Brooks, este mismo personaje se descubre desde su presencia física, aquella que también lo define como un joven idealista que sucumbe ante un hecho que lo perseguirá hasta los confines de la tierra, porque su recuerdo y el sentimiento de culpa viajan con él hasta ese recóndito lugar donde se aferra al espejismo de la redención que anhela. Brooks, también novelista y guionista, tuvo claro que la esencia de Jim (Peter O'Toole) tenía que permanecer intacta dentro de lo permitido por el medio cinematográfico, como consecuencia prescindió de la mayor parte de la narración, más intimista y descriptiva, no solo por el diálogo que se entabla entre el escritor y el lector, y la desarrolló desde una perspectiva temporal presente que se distancia de la ficción literaria, narrada en tiempo pretérito.


Tras una breve introducción, durante la cual se muestran los hechos que marcan al personaje, Brooks desarrolla su 
Lord Jim durante el conflicto que en el libro apenas tiene presencia, pero que en la película aporta la épica que se exige a un film de aventuras, y en la parte final del mismo, cuando el nombre de Brown (James Mason) asoma por sus páginas. La interpretación de Lord Jim realizada por el responsable de Semilla de maldad (Blackboard Jungle; 1955) resulta un acierto coherente porque asume personalidad propia y conserva la que define al protagonista, la misma que lo aleja del típico héroe de aventuras, porque, tanto para Conrad como para Brooks, Jim no es más que un hombre atormentado que ha perdido aquella parte de sí mismo que desea reencontrar. Pero esa misma realidad que anhela, unido a la culpabilidad y al sentido del honor, le impiden olvidar su cobardía pasada y la condena presente, no la impuesta por sus semejantes sino aquella que nace de su romántico idealismo y de su honorable concepción de la vida. Por lo tanto, para un hombre como él, solo hay una redención posible, aquella a la que le dirige su código de honor, que solo existe en su interpretación de cuanto siente y padece, lo que remarca su diferencia y su distanciamiento respecto al resto de personajes que desfilan por la pantalla, ya sean sus rivales en el campo de batalla o los hombres y mujeres de Patusán, a quienes ayuda en una lucha que le permite acariciar el ideal al que había aspirado antes de perder el sentido existencial al inicio de esta destacada adaptación de Lord Jim.

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