jueves, 31 de diciembre de 2015

Semilla de maldad (1955)


Hacia finales de la década de 1940, principios de los cincuenta, debutaron en la dirección varios cineastas a quienes, a pesar de presentar estilos e intereses diferentes, se agrupó con posterioridad en la denominada "generación de la violencia". Común a ellos, fue el empleo de una violencia más explícita que la mostrada con anterioridad a su irrupción en el panorama cinematográfico. Esta violencia, que predomina en muchas de sus películas, no fue un recurso narrativo gratuito, sino una forma de expresar las necesidades y carencias de los personajes ante las situaciones a las que se enfrentan, y que vendrían a ser reflejos de aspectos sociales de la época. Entre estos realizadores de narrativa contundente se encontraba 
Richard Brooks, quien, después de publicar varias novelas —entre ellas The Brick Foxhole (1943), que daría pie al guión de Encrucijada de odios (Crossfire, Edward Dmytryk, 1947)—, inició su carrera cinematográfica como guionista en 1942. De esta primera etapa destacan sus aportaciones a Forajidos (The Killers, Robert Siodmak, 1946), Fuerza bruta (Brute Force, Jules Dassin, 1947) o Cayo Largo, (Key Largo, John Huston, 1948), en las que esa violencia ya forma parte fundamental de las tramas, pero el reconocimiento por parte del público le llegó con Semilla de maldad (The Blackboard Jungle, 1955), su octavo largometraje como director, en el que abordó la problemática adolescente.


Al lado de 
¡Salvaje! (The Wild One; Laszlo Benedek, 1953) y Rebelde sin causa (Rebel without Cause; Nicholas Ray, 1955), Semilla de maldad puede considerarse pieza clave y fundacional del cine de delincuencia juvenil que inició su desarrollo hacia la mitad del siglo XX, aunque, a diferencia de los films de Benedek y Ray, el de Brooks profundiza en la juventud desde uno de los pilares de la sociedad: la escuela, un espacio genérico que se individualiza en el centro al que Richard Dadier (Glenn Ford) accede después de los títulos de crédito y del Rock around the Clock de Billy Holyday & His Comets. En su interior se descubre un espacio multirracial marcado por el comportamiento anárquico de los alumnos, cuyo único interés parece encontrarse en evidenciar su rechazo hacia el orden establecido, que para ellos se representa en las profesoras y profesores del centro. Sin embargo, la perspectiva empleada por Brooks se presenta desde dos aspectos contrarios que nacen de ese comportamiento. Por un lado se descubre la denuncia de una situación a la que el docente pretende poner fin mientras que por otro se resalta el atractivo de la rebeldía juvenil, quizá de modo inconsciente o quizá porque con ello se pretendía atraer al público adolescente a las salas comerciales, propósito que Semilla de maldad logró de pleno al convertirse en un fenómeno sociológico que aunaba por vez primera el cine y el Rock'nd Roll. Desde la perspectiva crítica la película se posiciona y asume que los alumnos no son salvajes por naturaleza, como creen algunos profesores y como parecen indicar algunas de las escenas más salvajes del film, sino por las experiencias que han vivido alejados de su entorno familiar, aquellas que derivaron de una guerra que alejó a sus padres del hogar, la misma contienda que obligó a sus madres a ausentarse para trabajar en la fábricas. La película asume que estas dos circunstancias son las que han generado la falta de afectividad emocional, educativa y comunicativa que se observa en el presente escolar, cuando se descubre a esos adolescentes rechazando e incluso atacando a Dadier, quien no se rinde en su intención de inculcarles un pensamiento propio que les posibilite una meta distinta a la de convertirse en seres destructivos y autodestructivos dominados por la desorientación y por su negativa a asumir una postura que implica aceptar carencias, sensibilidades, deseos y miedos, los cuales se ocultan bajo la máscara de rebeldía grupal que predomina en buena parte de un largometraje que en su momento resultó novedoso y un éxito tanto para su responsable como para sus protagonistas, entre quienes se descubre a un Sidney Poitier de veintiocho años interpretando a uno de los alumnos, papel que no pasó desapercibido y que le abrió las puertas hacia el estrellato que marcó un antes y un después para los actores y actrices afroestadounidenses.

jueves, 24 de diciembre de 2015

Mujeres en Venecia (1967)

<<Hago películas por diferentes razones y pienso que dejo en ellas mi marca. En mujeres en Venecia, y lo lamento, tiré el guión bueno. Había dos guiones en uno: una parte imaginaria y una visión moderna de Volpone>> (Billy y Joe. Conversaciones con Billy Wilder y Joseph L.Mankiewicz). La primera parte a la que se refiere Mankiewicz en su entrevista con Michel Ciment desapareció en la sala de montaje, quedando de ella solo el final del largometraje, momento durante el cual se escuchan las voces de dos personajes que no salen en la pantalla. Sin embargo, la comedia de Ben Johnson a la que hizo alusión se deja notar desde la secuencia de apertura, cuando el telón se abre con una representación de Volpone que queda inconclusa porque su único espectador, Cecil Fox (Rex Harrison), abandona el recinto para sorpresa de los actores. Este hombre sonriente, consciente de lo que se trae entre manos, es el responsable de poner en marcha el juego que marca el desarrollo de Mujeres en Venecia (The Honey Pot), una más que estimable producción que fue el punto de partida de la excelente trilogía del cinismo o, si se prefiere, del escepticismo, en la que se incluyen El día de los tramposos y La huella. Después de la decepción que significó Cleopatra (1962), Mankiewicz inició su última etapa como realizador concediendo el protagonismo exclusivo a personajes que asumen una cínica visión de la realidad, de modo que, en los largometrajes que componen la trilogía, se acentúa la presencia de individuos que actúan impulsados por intereses y ambiciones, en el supuesto caso de Fox, evidenciar la codicia de tres mujeres que, en otra hora, fueron sus amantes, aunque, como sucede en la mayoría de las películas del responsable de Operación Cicerón, las intenciones de sus protagonistas no se materializan. <<Sabes lo qué sería agradable Estrella Solitaria, que, aunque sea por esta sola vez, la maldita comedia terminara como nosotros la escribimos>>, esta frase, que el cineasta puso en boca de Fox, explica el pensamiento de Mankiewicz sobre cómo se planea el día a día y cómo lo ideado acaba por ser distinto, consecuencia de los múltiples imprevistos que asoman en los distintos caminos que se abren a raíz de las decisiones tomadas. A este respecto, en las páginas de Billy y Joe..., el cineasta comentó que <<cada una de ellas ha fantaseado con lo que iba a ocurrir, pero la realidad es diferente>>. Y así lo descubren cuando llegan a Venecia después de recibir la noticia de la enfermedad terminal que aqueja al millonario, quien les ha pedido que acudan a despedirse antes de que la fatalidad le obligue a abandonar el mundo de los vivos. Cecil es consciente de que ninguna acepta su invitación por los sentimientos que les despierta, sino por los que su fortuna les genera, convencidas de que cada una puede ser la heredera. Por este motivo el excéntrico millonario predice cuáles van a ser sus reacciones y, a partir de su conocimiento, planifica hasta el mínimo detalle de su comedia, salvo la aparición de un personaje con el que no había contado. La presencia de Sarah (Maggie Smith), la enfermera de Estrella Solitaria Sheridan (Susan Hayward), crea cierto desconcierto en el autor de la charada, porque la joven es un ser ajeno, sin aparentes intereses, y por lo tanto difícil de catalogar y de manipular dentro de su teatro de marionetas. En el cine de Joseph L.Mankiewicz los diálogos ingeniosos prevalecen sobre los demás aspectos de la trama y, en Mujeres en Venecia, esto no es diferente, aunque sí lo es la exposición de las apariencias y las mentiras, las cuales, desde su inicio, salen a la luz para cobrar todo su esplendor en un espacio cerrado del que parece imposible salir, como también lo parece en las posteriores El día de los tramposos y La huella, ya que Fox dicta las reglas de una farsa que se le escapa de las manos, a pesar de erigirse en principio y fin del la misma, por lo que ni él ni McFly (Clift Robertson), el antagonista masculino a quien concede el puesto de director escénico, pueden evitar que la puesta en escena sufra cambios imprevistos que permiten la amarga reflexión sobre la ambición, las intenciones y sobre el paso del tiempo, simbolizado este en los relojes de las tres mujeres y en la escena a la que el cineasta hizo alusión durante sus conversaciones con Ciment. <<Me parece que la película carece de sabor, aunque contiene buenas escenas. Una de las mejores que había escrito desde hacia mucho tiempo era aquella entre Rex Harrison y Maggie Smith en la que él le habla del tiempo>>.

lunes, 21 de diciembre de 2015

Sansón y Dalila (1949)

 En la obra cinematográfica de Cecil B.DeMille la presencia de la mujer adquiere suma importancia en el devenir de los personajes masculinos, de ahí que algunas de las que asoman por El signo de la cruzCleopatraPiratas del mar Caribe o Policía Montada del Canadá resulten vitales en el desarrollo de los hechos que afectan a los protagonistas, cuestión esta que cobra mayor relevancia si cabe en Sansón y Dalila (Samson and Delilah), ya que la joven a la que alude el título provoca la caída de aquel a quien, más que amar, desea. Pero ¿y si Sansón no luciese la melena que le concede su fuerza sobrenatural? ¿Lo desearía de igual manera? Posiblemente no, ni tampoco saldría en las páginas del Libro de los Jueces y seguro que a Cecil B.DeMille no le habría servido como héroe de una película colorista y acartonada en la que, una vez más, empleó una perspectiva simplista y partidista, la suya, que se desentiende del rigor histórico y de la reflexión, porque en su concepción de cine como espectáculo, ni lo uno ni lo otro tienen cabida. Como consecuencia, el cineasta prescindió de cuanto no servía a sus fines, que si bien resultan conservadores en ciertos aspectos, muestran lo contrario en otros. De modo que DeMille se decantó por el erotismo y la sexualidad en detrimento de cualquier otra cuestión, por ello, si se profundiza más allá de esta intención, Sansón y Dalila naufraga en los aspectos históricos, narrativos y épicos, pero sobre todo naufraga en la falta de credibilidad del personaje interpretado por el inexpresivo Victor Mature, un actor que apenas podía ocultar sus carencias dramáticas. Esta circunstancia jugó en contra del héroe, pero, por suerte, la balanza se equilibró gracias a la presencia de la villana encarnada por Hedy Lamarr, aunque más que de una villana, habría que referirse a ella como una mujer caprichosa y despechada que busca vengarse del rechazo inicial que el danita muestra hacia sus encantos. Este rechazo encuentra su explicación en Semadar (Angela Lansbury), hermana de la femme fatale, a quien el coloso pretende convertir en su esposa, hecho que introduce el triángulo amoroso que se descubre en otras producciones del responsable de Los diez mandamientos. Sin embargo, en esta ocasión, no se trata de dos hombre y de una mujer, sino de dos mujeres y un hombre, aunque este posea la fuerza de cien, la misma que no le sirve para resistirse a la belleza y al erotismo de Dalila, capaz de manipular a cuantos incautos se crucen en su camino de castigar y someter a Sansón.

jueves, 17 de diciembre de 2015

La sal de la tierra (1952)


Sobre el papel donde se firman sus cartas magnas o sus constituciones, las democracias (y las teorías libertarias e igualitarias) alcanzan una perfección que desaparece llevadas a la práctica, sobre todo cuando el poder, concedido por el electorado, asume una postura basada en la intolerancia o en la tiranía que abusa, somete o persigue a parte de la ciudadanía. Por extraño que suene, y en más ocasiones de las deseadas, esto mismo podría aplicarse al uso de los abstractos igualdad y libertad que dan sentido a cualquier sistema plural, los cuales resultan tan complejos y variables en su significado como lo son los intereses, las ideologías y los posicionamientos de quienes las pronuncian conscientes o no de que las ideas defendidas por unos, pueden afectar a las libertades individuales, de pensamiento, de elección, de credo o de expresión, que por derecho tienen otros, lo cual depara incongruencias tan censurables como la persecución de la que
 fueron víctimas los responsables de La sal de la tierra (Salt on the Earth, 1952), la cual, sin duda, resultó una película diferente, arriesgada y conflictiva, que no pretendía volver su mirada hacia las experiencias sufridas por sus autores durante la caza de brujas de la que estaban siendo víctimas, sino recrear una huelga obrera acontecida en Nuevo México en 1951.


A través de este movimiento de protesta, los responsables de la película abogan y hablan de la igualdad de derechos entre clases, sexos y etnias, lo cual vendría a definir la postura ideológica de Herbert J. Birberman, uno de "los diez de Hollywood" y realizador del largometraje, de
 Michael Wilson, su guionista, y del productor Paul Jarrico. Los tres fueron incluidos en las lista negra que circuló por la industria cinematográfica estadounidense durante la década de 1950 y parte de la anterior. No obstante, ninguno era peligroso para su país; más daño hicieron los miembros del Comité con su implacable persecución. Sencillamente, Biberman, Wilson, Jarrico y demás víctimas de la caza de brujas eran individuos con ideales intolerables para las mentes de sus inquisidores. En parte, ese pensamiento quedó reflejado en esta película a contracorriente, comprometida e igualitaria, cuya gestación pasó por mil trabas y provocó tal revuelo que podría decirse que fue y es la producción más polémica de la historia del cine estadounidense. De hecho, fue la única película incluida en la lista negra, aunque, en la actualidad, se encuentra preservada en el Registro Nacional de Películas de la Librería del Congreso de los Estados Unidos por su valor histórico y cultural.


Aparte de la polémica que suscitó su rodaje y de los diversos intentos para impedir que la producción viera la luz —48 años después, el largometraje Punto de mira (One of the Hollywood Ten; Karl Francis, 2000) expuso las dificultadas del rodaje y la persecución a sus autores—, las imágenes de La sal de la tierra evidencian influencias del neorrealismo, del cine social soviético y del género documental, por lo que su puesta en escena es directa a la hora de mostrar a los mineros de origen mexicano en su intento de poner fin a la injusticia de la que son víctimas, para, de ese modo, igualarse en condiciones con el obrero de origen anglosajón. Este tema, abordado desde la perspectiva de los autores, se presenta en la lucha de los desheredados y desheredadas contra la explotación que sufren a manos de sus patrones, aunque, sobre todo, llama la atención por su crítica hacia el comportamiento de los propios obreros con respecto a sus mujeres, quienes, en un determinado momento del film, alcanzan el derecho a votar en una reunión sindical, un avance impensable antes de estallar el conflicto laboral. En este aspecto, Esperanza Quintero (Rosaura Revueltas) asume la posición de Ramón (Juan Chacón), su marido, la misma que él cree corresponderle porque tiene el convencimiento de que la protesta es cosa de hombres. En su visión conservadora de la unidad familiar, Ramón considera que el lugar de Esperanza se encuentra en el hogar, con su familia, cuidando de los hijos mientras él lidera el movimiento sindical que ha llevado a los trabajadores a la huelga indefinida, la cual conlleva el hambre y los atropellos por parte de quienes se verían perjudicados por los cambios exigidos. Pero nada de lo que estos hagan puede frenar el proceso iniciado, que se reafirma cuando se igualan ambos sexos en el montaje en paralelo de dos escenas en las que se suceden la tortura de Ramón y el sufrimiento de Esperanza al dar a luz, dos imágenes que se relevan en la pantalla para simbolizar el nacimiento de una realidad más justa que no puede ser destruida por la fuerza, y que será el legado que los hijos reciban de sus mayores para vivir en un mundo que quizá en algún momento pueda ser más solidario, tolerante y verdaderamente libre.

sábado, 12 de diciembre de 2015

Murmullos en la ciudad (1951)



Cierto que no se encuentra entre los títulos más conocidos y reputados de Joseph L. Mankiewicz, pero Murmullos en la ciudad (People Will Talk, 1951) es una de las películas más originales y personales del responsable de La huella (Sleuth, 1972), quizá porque en ella reflejó su sentir hacia la postura inquisitiva adoptada por el Comité de Actividades Antiamericanas durante la caza de brujas y, de manera especial, hacia la no menos desafortunada iniciativa del ala más conservadora de los cineastas de Hollywood, sin ir más lejos, la encabezada por Cecil B. DeMille, quien, aprovechando la ausencia de Mankiewicz (por aquel entonces presidente del sindicato de directores), presionó al resto de realizadores para que prestasen un juramento de lealtad que llevaba implícito el de no simpatizar ni haber simpatizado con el partido comunista, y quien se negase iría a engrosar a las listas negras. Además de mostrar su inclinación liberal (que nada tenía que ver con cuestiones políticas y sí, individuales), la adaptación a la pantalla del drama teatral de Karl Goetz, le permitió escribir sobre medicina, un tema que siempre le interesó, hasta el punto de iniciar estudios de psiquiatría que nunca llegó a completar, pero que sí pudo abordar con detenimiento en De repente, el último verano (Suddenly, Last Summer, 1959). Por estas dos razones, puede decirse que Murmullos en la ciudad es una película hecha con el corazón de un cineasta cerebral, culto, liberal y muy personal, por eso la sentencia pronunciada por el personaje interpretado por Finlay Currie al final del film <<Profesor Elwell, usted es muy pequeño, no solo de estatura, es pequeño de mente y de corazón. Esta noche ha intentado acabar con un hombre cuyo zapato no sería capaz de abrochar aunque se subiese a la montaña más alta del mundo, y eso no es todo porque ahora es más pequeño de lo que lo era antes>>, vendría a ser la voz del propio Mankiewicz, que se deja oír a través de aquel, para definir su sentir hacia los responsables de las listas negras y demás sinsentidos relacionados con el mccarthismo.


Aparte de su posicionamiento a favor de las libertades, el cineasta también pudo expresar su inclinación hacia una medicina humanista, que tiene como principio y fin el paciente, tanto desde una perspectiva física como psíquica. Esta visión médica del responsable de Operación Cicerón (Five Fingers, 1952) se personaliza en la figura del doctor Praetorius (Cary Grant), quien asume como base fundamental de su trabajo el respeto y la preocupación por sus pacientes, a quienes trata como lo que son, seres humanos con nombre y rostro, con miedos y esperanzas, por eso asume un tono familiar y se dirige a ellos por su nombre de pila, mientras les insufla dosis de optimismo como parte de su terapia, la misma terapia que el doctor Elwell (Hume Cronyn) califica de poco profesional y de la que se vale para acusar a su homólogo de ser un curandero que desprestigia la profesión médica. Este personaje, intolerante y conservador en extremo, hurga en el pasado de su colega buscando cualquier indicio que le desprestigie ante el comité de la universidad donde ambos ejercen como docentes, y lo hace porque ni comprende ni comparte la postura humanista y moderna de un médico cuyo pensamiento choca de pleno con un entorno anclado en viejas costumbres, las cuales impiden ver al paciente más allá de alguien a quien medicar, sin entrar en consideraciones que Noah sí observa, como sería el estado anímico de las personas que tiene a su cuidado. El ejemplo más claro a este respecto se encuentra en su relación con Deborah Higgins (Jeanne Crain), la joven embarazada que intenta quitarse la vida como consecuencia de la noticia de su estado. Pero, a pesar de su intento de suicidio, el doctor descubre en ella a alguien más que a una mujer desesperada, en ella ve una vida llena de promesas y esperanzas, por ese motivo decide mentirle sobre su embarazo, para que la joven se aferre a ese renacer al que accede tras la no consumación de su muerte. Como cualquier película hecha en el Hollywood del momento, la presencia de una historia de amor era casi obligatoria por cuestiones comerciales, como consecuencia esta relación médico-paciente se convierte en un romance, aunque los sentimientos de los enamorados no son más que la escusa para acceder a otro entorno igual de intolerante que el médico-universitario, el habitado por personas como John Higgins (Will Wright), el tío de Deborah y un hombre que, tras su severa visión moral, esconde la ignorancia y la intolerancia que le permiten creerse en posesión de una verdad absoluta, que ni existe ni tiene cabida dentro del humanismo representado por los personajes positivos de un film muy especial en la filmografía de Mankiewicz y reflejo del Hollywood de la época.



viernes, 11 de diciembre de 2015

Rififí en la ciudad (1963)



El título Rififí en la ciudad (1963) puede llevar a engaño y provocar la falsa creencia de que se trata de una secuela de la magnífica película que Jules Dassin rodó en 1955, sin embargo, nada más lejos de la realidad, porque el largometraje de Jesús Franco solo tiene en común con 
Rififí (Du rififi chez les hommes, 1955) la presencia de Jean Servais y Robert Manuel. La explicación para este título, que nada tiene que ver con el de la novela de Charles Exbrayat (¿Se acuerda usted de Paco?) en el que se basó su guión, bien pudo deberse a una estrategia comercial que pretendía aprovechar el éxito y el prestigio del largometraje de Dassin, sobre todo en su posible distribución en el mercado francés, ya que inicialmente iba a tratarse de una coproducción hispanofrancesa, y la presencia de los dos actores justificaría el rififi que relaciona el film de Franco con el Rififí original. Pero fuese esta u otra la explicación, en Memorias del tío Jess, el cineasta se refirió a su película como un homenaje a Orson Welles, aunque esta definición no la valora en su justa medida, ya que, aparte de la innegable influencia del responsable de Sed de mal (Touch of Evil, 1958), Rififí en la ciudad posee personalidad propia y originalidad dentro del cine policíaco español de la época, al abordar temáticas incómodas como la corrupción política, el engaño marital o el pesimismo que poco a poco arraiga en Miguel Morán (Fernando Fernán Gómez), el policía protagonista. Este personaje inicia su investigación convencido de vengar la muerte de Juan, su amigo y confidente, pero sin renegar de sus principios ético-profesionales, lo cual le depara enfrentarse en solitario al hampa y al sistema legal que entorpece su investigación. La buena reputación de Leprince (Jean Servais), su inminente elección para el senado y su dinero, lo han convertido en intocable, lo que supone una traba insalvable para el inspector, en quien se representan valores que no tienen cabida dentro del espacio por donde se mueve, lo cual lo convierte en un inocente que va comprendiendo la realidad a base de golpes, tanto físicos (brutal la paliza que recibe) como morales (su desengaño respecto a cuanto creía verdadero). En este aspecto destacan momentos tan logrados como la agresión que sufre a manos de los esbirros de Leprince, la lectura de la carta que le hace comprender que su vida no es más que un engaño o cuando, en la parte final, totalmente desencantado, toma la decisión que lleva implícita su sacrificio o quizá, desde su nueva perspectiva existencial, sea la única salida que le queda.


La actuación de 
Fernando Fernán Gómez destaca sobre el resto de personajes, aunque entre el público español no gustó, pues se esperaba un personaje más divertido de un actor que consideraban cómico porque les había hecho reír en numerosas ocasiones. Sin embargo, en la película su rostro y sus palabras no dan lugar para ni una sola nota de humor, que no tienen cabida en un devenir que significa su paulatino despertar a una realidad sombría, que nada tiene que ver con aquello en lo que él creía, por ello renuncia a su placa, pero no a su necesidad de ver destruido al criminal, ya no por vengar a su amigo, de quien descubre aspectos que le afectan de manera directa, sino por sí mismo, por luchar contra lo que Leprince representa. A raíz de todo cuanto se ha dicho, se comprende que el pesimismo domine Rififí en la ciudad, de igual modo que la corrupción y la mentira predominan en la ficticia ciudad centroamericana donde ni la inocencia ni el idealismo de Miguel encuentran hueco, lo cual implica que las bases que sustentaban su pensamiento (amistad, profesión, fe en el sistema o matrimonio) se vayan derrumbando a lo largo del metraje de una de las mejores películas de Jesús Franco.

jueves, 10 de diciembre de 2015

Por quién doblan las campanas (1942)


Si no lo expresase la leyenda, y aún así, haría falta mucha imaginación para ubicar Por quién doblan las campanas
 (For Whom The Bells Tolls, 1943en la guerra civil española. La ubicamos porque así nos lo dice el film y porque la famosa novela de que Ernest Hemingway, publicada en 1940, sitúa a su héroe en España y lo convierte en brigadista que lucha contra el ejército “nacional”. Pero se trata de una novela que se aleja de la realidad. Bien es cierto que todas las novelas se alejan para crear un espacio propio, novelístico, pero el caso es que Hemingway creó uno al estilo Hollywood. Finalizada la española, otra guerra, una a escala mundial, tomaba el relevo para continuar enfrentando a ideologías que venían peleando desde años atrás. Por aquel entonces, nadie sabía cuál iba a ser el resultado de un conflicto internacional que, desde los estudios de Hollywood, se mostró en producciones de cine bélico y de propaganda que pretendían animar, advertir y posicionar a la población en contra de los regímenes autoritarios, algo que también pretendía Por quién doblan las campanas. En un principio la película iba a ser dirigida por Cecil B. DeMille, aunque finalmente fue Sam Wood quien se hizo cargo del proyecto, pero aspectos ajenos al film provocaron que este perdiera parte de su contenido crítico-ideológico, posiblemente para evitar algún malentendido político con el régimen franquista, que se había declarado neutral en la guerra que se estaba desarrollando. Como consecuencia, parte de su carga crítica quedó relegada a un plano secundario y la producción se centró en el romance que surge entre la pareja protagonista y en el melodrama del que forman parte, lo cual restó interés y profundidad a uno de los grandes éxitos cinematográficos de 1943 (y que, por razones obvias, en España no se estrenó hasta finales de la década de 1970), una producción que, vista en su conjunto, podría ambientarse en cualquier ubicación ajena a la Guerra Civil. Aún así, y a pesar de no ser la primera película de ficción made in Hollywood que mostró el conflicto español en las pantallas, antes lo habían hecho William Dieterle en Bloqueo (Blockade; 1938) o, en menor medida, Mitchell Leisen en Adelante, mi amor (Arise, My Love; 1940), Por quién doblan las campanas es la más famosa y, quizá, esa fama se deba a la presencia delante de las cámaras de Gary Cooper e Ingrid Bergman, aunque la actriz no fue la primera elección al tener contrato con otro estudio.


Tampoco hay que olvidar los excelentes colaboradores con los que contó Wood, entre ellos el guionista Dudley Nichols, el diseñador artístico William Cameron Menzies o el director de fotografía Ray Rannehan. Pero todo este talento fue insuficiente para hacer atractivo un film que se resiente por su insistencia en el romance y su alejamiento de cómo el conflicto bélico afecta al entorno humano donde se desarrolla la acción, un entorno que se ubica en la sierra castellana a donde Robert Jordan (Gary Cooper) acude para volar un puente y así frenar el avance de las tropas nacionales. Pero la narrativa directa de Ernest Hemingway apenas se percibe en el film, a pesar de que el novelista insistió a Nichols para que realizase cambios en un guión que combina de modo irregular amor y guerra, una combinación que encontró mejor desarrollo en la versión de Adiós a las armas (A Farewell to Arms; 1932) realizada por Frank Borzage, y que también contó con el protagonismo de Cooper, desde entonces amigo de Hemingway y supuesta inspiración para el personaje de Robert Jordan, el voluntario idealista que abandonó la docencia para luchar en la contienda española a favor de esa democracia que corre el peligro de desaparecer, y que remite directamente al conflicto global que se estaba desarrollando en el momento del rodaje.

martes, 8 de diciembre de 2015

Historias de Nueva York (1989)

Algunas ciudades son escenarios propicios y recurrentes para desarrollar historias cinematográficas, sus calles, edificios, monumentos, puentes y parques resultan familiares para quienes nunca los han pisado, porque gracias al cine se han convertido en marcos geográficos populares donde sueños y pesadillas, comedias o dramas encuentran su espacio. Una de estas metrópolis, quizá la más reconocida y con mayor número de historias de película, es Nueva York, a veces una real, a veces una de decorado, pero siempre New York, New York con símbolos tan emblemáticos como aquel al que trepó King Kong. Aunque este romántico incomprendido no lo hizo por las vistas que se contemplan desde lo alto del Empire State, unas panorámicas que tienen su encanto, no lo discuto, pero es un encanto distinto al que uno siente cuando llega a casa después de Un día en Nueva York recorriendo Las calles de la ciudad en compañía de Travis, un Taxi Driver cuyo insomnio le impide pensar en ser amigo y mentor de Uno de los nuestros. Ya acomodado en El apartamentoMientras Nueva York duerme, alguien llama a la puerta y se descubre que La tentación vive arriba, de modo que pierde interés el continuar mirando a La ventana de enfrente, donde El orgullo de los Yankis observa a través del cristal la escuálida figura de una joven transeúnte que se detiene en Tiffany's al amanecer, y sueña con un Desayuno con diamantes que no se puede permitir. Aunque siempre hay alguien que puede, quizá El Padrino tras su ascenso en Little Italy o quizá cualquier tiburón de las finanzas de Wall Street de camino a La calle 42, donde alguien exclama que Empieza el espectáculo. Se podría hablar durante horas de alegrías, fantasías, frustraciones, miedos, penas o sueños cinematográficos que se vivieron y se viven en Manhattan o en el resto de La ciudad desnuda, un escenario tan real como ficticio, donde se viven amores, atracos, violencia, amistad, risas o lágrimas. Aparte de servir de escenario, esta ciudad se convierte en un personaje más para cineastas como Martin Scorsese o Woody Allen y, en menor medida, para Francis Ford Coppola, tres grandes realizadores que se asociaron para contar unas Historias de Nueva York (New York Stories) que, como aclara su título, se desarrollan en suelo neoyorquino, aunque alguien podría añadir que también en su firmamento, donde el rostro de la madre de Sheldon se deja ver para avergonzar a su hijo en el episodio Edipo reprimido (Oedipus Wrecks). Pero esta película, que reunió a estos tres grandes directores, no llegó a ser lo que prometía, quedándose en un intento fallido, sobre todo el episodio filmado por Coppola.
La película, compuesta por tres mediometrajes que nada tienen que ver entre sí, tiene su nexo de unión en la presencia de la ciudad, aunque en el episodio de Coppola, Vida sin Zoe (Life without Zoe), la historia podría desarrollarse en cualquier otro espacio urbano que no fuese la Gran Manzana, de hecho, su parte final se traslada a Atenas. Sin embargo, tanto el de Scorsese como el de Allen, sí necesitan de la presencia de la metrópoli, ya que el primero se desarrolla en un estudio que remite directamente a Greenwich Village o en locales que solo pueden encontrarse en la ciudad de los rascacielos. Mientras, el filmado por Allen encuentra su momento estelar por las calles de una Nueva York donde la gente descubre las intimidades del protagonista. Apuntes al natural (Life Lessons), dirigido por Scorsese, quizá sea el mejor del conjunto y se centra en el comportamiento de un famoso pintor (Nick Nolte) antes de la exposición de sus cuadros, aunque su interés no parece ser la pintura sino recuperar a Paulette (Rosanna Arquette), pero en realidad su obsesión no es más que parte su inestabilidad emocional y del deseo que en él despierta la belleza. El segundo, aquel que rodó Coppola, y el más flojo de los tres, concede el protagonismo a Zoe (Heather McComb), una niña bien que se pasa gran parte del tiempo sin ver a sus padres, ocupados con profesiones artísticas como la de concertista de flauta. Este fragmento, a pesar de ser de lo menos interesante del responsable de La conversación, tiene el mérito de ser el primer guión de Sofia Coppola, que de este modo se vio respaldada por un padre que creyó en las posibilidades de su hija. El último episodio encaja a la perfección dentro del universo creativo del director de Annie Hall, al decantarse por una comedia de corte fantástico en la que da rienda suelta a las características de su cine. Aunque la idea de reunir a tres de los cineastas más reputados de la época se saldó con un resultado irregular, muy lejos de su verdadero talento cinematográfico, Historias de Nueva York (New York Stories) merece una mención precisamente por eso, por juntar en una misma producción a Francis Ford Coppola, Martin Scorsese y Woody Allen, tres realizadores tan distintos como igual de indispensables.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Buster Keaton, el rostro serio de la risa



Joseph Francis Keaton
nació en el seno de una familia de cómicos, circunstancia que le introdujo a muy temprana edad en el mundo del espectáculo. Pero Joseph, conocido posteriormente como Buster, debe su notoriedad a su impagable e inigualable aportación a la comedia cinematográfica, dentro de la cual destaca entre los más grandes de la historia. Su talento, detrás y delante de las cámaras, quedó recogido en Siete ocasiones, El moderno Sherlock HolmesEl maquinista de la General y tantas otras obras maestras del slapstick mudo, aunque sus primeros papeles en el cine fueron personajes secundarios en producciones dirigidas y protagonizadas por Roscoe "Fatty" Arbuckle. Su primera aparición en pantalla se produjo en el cortometraje Fatty asesino (The Butcher Boy, 1917), la primera de sus catorce colaboraciones con Arbuckle. Pero, con cada película, sus personajes fueron adquiriendo mayor relevancia hasta que, en 1920, consiguió dirigir y protagonizar su primer corto en solitario. Una semana (One Week, 1920) fue codirigida por Eddie Cline, con quien volvería a coincidir en varias ocasiones, la última de las cuales, Tres edades (Three Ages, 1923), se convirtió en el primer largometraje realizado por Keaton, y en una parodia del film de David Wark Griffith Intolerancia (Intolerance; 1916). A partir de Una semana se puede apreciar la intención del cómico por crear un personaje melancólico que se enfrenta a situaciones complejas desde una actitud en la que se descubre la impasibilidad de su rostro, así como el continúo movimiento del antihéroe al que dio vida, siempre en lucha por superar las múltiples trabas que se le presentan antes de alcanzar el éxito. La impenetrabilidad facial es una de las características que mejor definen a su personaje, y fue asumida por el cómico cuando comprendió que la ausencia de expresividad en sus facciones provocaba la carcajada del espectador, de modo que habría que remontar a sus primeros años en el cine para observar su sonrisa, ya que Keaton, apodado "Cara de Palo", no permitió que el rostro de su personaje delatara emociones o se dejara afectar por las circunstancias, ya se encuentre a la deriva en 
El navegante o deba resistir las inclemencias atmosféricas que amenazan a El héroe del río. Como consecuencia del éxito de este rasgo físico, la MGM introdujo una clausula contractual que le exigía no sonreír en público. Aunque para pocas sonrisas estaría Keaton cuando comprendió que su contrato con la major dirigida por Irving ThalbergLouis B. Mayer, firmado en 1928, implicaría el final de su libertad creativa y el inicio de las malas decisiones de los ejecutivos que desaprovechaban el inigualable talento de este astro del humor que, entrado el sonoro, vio como su brillo empezaba a apagarse.


<<En enero de 1928 el productor Joe Schenck, cuñado de Buster Keaton, vendió el contrato de Keaton a la MGM. El cómico recibiría 3000 dólares a la semana a cambio de rodar dos películas al año, por las que su productora recibiría el 25 por ciento de los beneficios netos y Keaton, el 25 por ciento del porcentaje de la productora.>> (1) A priori, aquella era una magnífica oferta que convertiría al gran cómico en uno de los actores mejor pagados de la MGM, pero aceptar le costó su genialidad y su independencia creativa. Para el cómico, sería mayor error de su vida profesional, pero, entonces, desoyendo los consejos de Chaplin, aceptó entrar a formar parte del reino de Louis B. Mayer e Irving Thalberg. Mala elección para alguien que había hecho de la comedia una cuestión personal, es decir, la gran estrella cómica perdía la libertad artística. Durante su paso por la Metro protagonizó El cameraman (The Cameraman; 1928) y El comparsa (Spite Marriage; 1929), sus últimas comedias silentes en las que solo aparece acreditado como director Edward Sedgwick, a pesar de que Keaton también participó en la realización de la primera. Pero, a partir de su incorporación al estudio del león, la pérdida del control sobre las películas en las que participaba, unido a las nuevas tendencias surgidas a raíz de la imposición de la comedia hablada y a problemas personales, produjeron un descenso en la calidad y originalidad de los films sonoros que protagonizó, lo cual deparó su paulatino ostracismo. Aunque, por fortuna, en ocasiones fue rescatado para participar en films tan conocidos como El crepúsculo de los diosesCandilejas, La vuelta al mundo en ochenta días o El mundo está loco, loco, loco, y en emisiones televisivas en las que recuperó parte de los gags interpretados por aquel personaje inolvidable que, junto al creado por Charles Chaplin, fue y es el más alabado de la comedia realizada en el Hollywood silente.



Filmografía como director

Una semana (One Week; Buster Keaton y Eddie Cline 1920)

 Convicto 13 (Convict 13; Buster Keaton y Eddie Cline, 1920)

El espantapájaros (The Scarecrow; Buster Keaton y Eddie Cline, 1920)

Vecinos (Neighbors; Buster Keaton y Eddie Cline, 1920)

La casa encantada (The Haunted House; Buster Keaton y Eddie Cline, 1921)

Pamplinas nació el día 13 (Hard Luck; Buster Keaton y Eddie Cline, 1921)

El guardaespaldas (The High Sign; Buster Keaton y Eddie Cline, 1921)

La cabra (The Goat; Buster Keaton y Malcolm St.Clair, 1921)

El gran espectáculo (The Playhouse; Buster Keaton y Eddie Cline, 1921)

La barca (The Boat; Buster Keaton y Eddie Cline, 1921)

El rostro pálido (The Paleface; Buster Keaton y Eddie Cline, 1921)

La mudanza (Cops; Buster Keaton y Eddie Cline, 1922)

Las relaciones con mi mujer (My Wife's Relations; 1922)

El herrero (The Blacksmith; Buster Keaton y Malcolm St.Clair, 1922)

El Polo Norte (The Frozen North; Buster Keaton y Eddie Cline, 1922)

Sueños imposibles (Daydreams; Buster Keaton y Eddie Cline, 1922)

La casa eléctrica (The Electric House; Buster Keaton y Eddie Cline 1922)

El aeronauta (The Balloonatic; Buster Keaton y Eddie Cline, 1923)

Nido de amor (The Love Nest; Buster Keaton y Eddie Cline 1923)

Tres edades (Three Ages; Buster keaton y Eddie Cline, 1923)

La ley de la hospitalidad (Our Hospitality; Buster Keaton y John G.Blystone, 1923)

El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr.; 1924)

El navegante (The Navigator; Buster Keaton y Donald Crisp, 1924)

Siete ocasiones (Seven Chances; 1925)

El rey de los cowboys (Go West; 1925)

El boxeador (Battling Butler; 1926)

El maquinista de la General (The General; Buster keaton y Clyde Bruckman, 1926)

El colegial (College; James W.Horne, 1927) (sin aparecer en los créditos)

El héroe del río (Steamboat Bill Jr.; Charles F.Reisner, 1928) (sin aparecer en los créditos)

El cameraman (The Cameraman; Edward Sedgwick, 1928) (sin aparecer en los créditos)


(1) Scott Eyman: El león de Hollywood. La vida y la leyenda de Louis B. Mayer (traducción de Ricardo García). Debate, Barcelona, 2008.

jueves, 3 de diciembre de 2015

Ellos y ellas (1955)


Tanto para un actor dramático de las características de Marlon Brando como para un realizador de las inquietudes intelectuales de Joseph L. Mankiewicz, Ellos y ellas (Guys and Dolls, 1955) supuso un reto en sus carreras, ya que, por primera y última vez, ambos se enfrentaron a un género en el que nunca habían participado y dentro del cual no parecían encajar. Entonces ¿por qué aceptar trabajar en un proyecto aparentemente alejado de sus aptitudes e intereses? En el caso del cineasta la explicación podría encontrarse en su gusto por el teatro, muchas de sus películas están basadas en obras de este género literario, aunque en esta ocasión no se trataba de adaptar un drama sino de hacerlo con un musical de éxito, Guys and Dolls (ganadora del premio Tony en 1951), y llevarlo a su terreno. En cuanto al actor, bastó con la confianza que le transmitió el cineasta y con su presencia detrás de las cámaras, ya que ambos se habían entendido a la perfección trabajado en Julio César. Pero antes de que la producción acabase en manos de Mankiewicz, se barajó la posibilidad de que fuese Gene Kelly el encargado de dirigirla, pero este estaba inmerso en el rodaje de otra película. Quizá la elección de Kelly hubiera sido más acorde y menos arriesgada que la del responsable de Operación Cicerón, sin experiencia en el musical, no así el protagonista de Un americano en París, quien, desde sus inicios, venía demostrando su maestría en el género. Como consecuencia de la dirección del responsable de El día de los tramposos, en Ellos y ellas tanto las coreografías
 como las canciones pasaron a un plano secundario, y se priorizó el dotar a los personajes de mayor carga dramática (eso sí desde la comedia). Pero, a pesar de contener características del cine de su autor, el film resultó poco atractivo, si se compara con otras producciones de Mankiewicz, quizá porque en medio de las historias de sus cuatro personajes principales se desarrollan números musicales que poco interesarían al realizador. Por ello, de haber sido Kelly el encargado de trasladar a la pantalla el musical de Jo Swerling y Abe Burrows, estaríamos hablando de un planteamiento distinto, puede que opuesto, en el que prevalecerían los bailes y las canciones sobre las relaciones entre los distintos personajes, adecuándose más a los cánones de un género que había dejado atrás sus días de gloria y pedía a gritos ser renovado.


A pesar de su ritmo irregular, Ellos y ellas posee cierto encanto, como también lo posee e
l Broadway que se observa al inicio del film, rebosante de colorido y de maleantes que se ganan la vida de forma dudosa. Uno de ellos, Nathan Detroit (Frank Sinatra), asoma en la pantalla desesperado ante el acoso del teniente Branningan (Robert Keith), a quien siempre se descubre atosigando al afamado organizador de partidas de dados clandestinas. Esta persecución sin tregua obliga al buscavidas a encontrar un lugar que escape al control policial, donde los jugadores tengan la oportunidad de perder o ganar dinero tentando a la suerte, y sin que nadie les interrumpa. Entre tanto maleante y policía también hay espacio para el ejército de salvación, al que, como es normal en un ambiente tan colorista y desenfadado, nadie hace caso, realidad que provoca el desánimo en la inocente sargento Sarah Brown (Jean Simmons). En este breve lapso temporal Mankiewicz expuso las metas que persiguen dos de sus protagonistas, para poco después hacerlo con Adelaide (Vivian Blaine repitiendo el papel que interpretó en la obra original), quien desea llevar al altar a Detroit, siempre dándole largas y engañándola con dos amantes que llevan escritos en sus caras los números del uno al seis. El cuarto personaje, Sky Masterson (Brando) se presenta poco después, y lo hace como un experto jugador dispuesto a aceptar cualquier apuesta, sobre todo si puede ganar, lo cual le lleva a aceptar el reto de Nathan, que consiste en conquistar a una mujer de principios inalterables como la sargento Brown. Pero una vez vista la película y el romance entre Sarah y Sky se puede concluir que Mankiewicz no salió tan mal parado de su aventura musical como Marlon Brando, cuyo personaje semeja perdido en un ámbito que no es el suyo, además de quedar eclipsado por el interpretado por Frank Sinatra, actor con mayor soltura para las comedias musicales que el mítico protagonista de La ley del silencio.