martes, 6 de octubre de 2015

Operación Cicerón (1952)


Con Carta a tres esposas (A Letter to Three Wives, 1949) y Eva al desnudo (All about Eve, 1950) Joseph L. Mankiewicz se convirtió en el primer y, hasta la fecha, único cineasta premiado en dos ocasiones consecutivas con el Oscar a la mejor dirección y al mejor guión. Su siguiente película fue Murmullos en la ciudad (People Will Talk, 1951), a la que siguió Operación Cicerón (Five Fingers), otra de sus cumbres cinematográficas, la cual también optó a ambos premios, pero, de haber ganado, el galardón al mejor guión no habría ido a parar a sus manos sino a las de Michael Wilson, que aparece en los títulos de crédito como el único autor del libreto. No obstante, cuando el responsable de El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir, 1947) se hizo cargo de Operación Cicerón, revisó y reescribió parte de la adaptación que Wilson había realizado de la novela de Ludwig C. Mayzisch (jefe del servicio secreto alemán en Turquía durante los hechos que se narran en la película), introduciendo en la trama aspectos que se repiten a lo largo de su filmografía: su sentido del humor, las apariencias y las mentiras, las ambiciones que conducen a los protagonista al fracaso o sus excelentes diálogos, repletos de dobles sentidos y del cinismo que caracteriza a muchos de sus personajes, de tal manera que se combinan a la perfección con las diversas influencias asumidas del cine negro semidocumental y del cine de espías desarrollado por Alfred Hitchcock. La película se abre al espectador explicando los hechos que acontecen en Turquía, en 1944, país neutral donde se citan algunas de las potencias implicadas en la Segunda Guerra Mundial, lo cual depara un panorama multinacional similar a otros ambientes internacionales inmortalizados en películas como Casablanca (Michael Curtiz, 1942) o El tercer hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949).


Desde la elegancia y la ironía de Mankiewicz se detalla la situación de la época, pero sobre todo se perfilan las personalidades de
 Diello (James Mason), alias Cicerón, y de la condesa Anna Staviska (Danielle Darrieux), individuos a quienes ni les importa ni se plantean otros aspectos que no tengan que ver con su necesidad de conseguir dinero, como queda confirmado durante la presentación de la aristócrata al espectador (ofrece sus servicios al embajador alemán (John Wengraf) a pesar sentir repulsa hacia el gobierno que aquel representa). Lo mismo sucede con Diello, cuyo elegante cinismo lo eleva por encima del resto de implicados en la trama que manipula confiado en su éxito. Ayuda de cámara del embajador británico (Walter Hampden) en Ankara, este inusual espía roba documentos secretos en su embajada para vendérselos a los nazis, que, a pesar de negociar con él, nunca llegan a fiarse de sus intenciones. Aunque a él poco le importa lo que puedan decir y hacer los unos y los otros, solo son parte de su juego, en el que la traición no es más que el medio que debe proporcionarle el fin que se ha propuesto, y que implica la perfecta ejecución de su plan, durante el cual desorienta a los alemanes y lo mantiene libre de las sospechas de sus superiores; incluso cuando el servicio de contraespionaje inglés envía a Travers (Michael Rennie) para que investigue lo que, en un principio, el agente considera un desliz de algún funcionario. El pensamiento de Cicerón no contempla perjudicar a los británicos, tampoco presenta ningún interés personal en que los alemanes saquen provecho de los informes secretos que les entrega, y esto se debe a que en su mente solo hay cabida para su ambición, que no es política, únicamente monetaria. Por tal motivo vende a su país de adopción, para conseguir la cantidad necesaria que haga real la imagen que persigue desde su juventud, aquella en la que se contempla instalado en Río de Janeiro, rodeado del lujo que le posibilite vivir como un caballero. Pero, a pesar de su refinado comportamiento, es consciente de que él no lo es, como se pone de manifiesto durante su reencuentro con la condesa, a quien sirvió en el pasado y a quien convierte en su cómplice y en objeto de deseo, como si con ello rompiera con su condición social anterior, aunque la confianza que deposita en Anna, tan maquiavélica como el propio Diello, implica movimientos imprevistos en un juego de intrigas que debería transcurrir según lo planeado. 

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