jueves, 11 de junio de 2015

Rompehuesos (1974)


Las películas de Robert Aldrich se encuentran plagadas de rebeldes que desafían descaradamente a la autoridad, sirva como ejemplo los patibularios de Doce del patíbulo (Dirty Dozen, 1967), pero también el protagonista de Rompehuesos (The Longest Yard, 1974) se desmarca de las normas para ir por libre. Sin embargo esta rebeldía provoca su encierro en prisión, donde muestra su rechazo hacia aquellos que ostentan el poder, y lo hace desde el cinismo que le caracteriza y que domina en esta irregular comedia, uno de los mayores éxitos de taquilla de su realizador. En El rompehuesos se mezcla el humor con el drama carcelario y el cine deportivo, no en vano la práctica totalidad de la película se desarrolla dentro del correccional donde, muy a su pesar, Paul Crewe (Burt Reynolds) se ve obligado a asumir la condición de líder de un equipo de convictos que, al igual que él, se muestran ajenos a lo establecido. Los malos tratos, la precaria alimentación o los trabajos forzados son algunos de los problemas a los que Paul se enfrenta desde su llegada a la cárcel, no obstante su peor escollo lo encuentra en el alcaide (Eddie Albert), un hombre obsesionado con el poder y con el football, y por lo tanto con Crewe, ya que este resulta ser una antigua estrella de ese deporte. Pero, a pesar de las trabas, el convicto se muestra firme en su alejamiento de cuanto le rodea, lo cual lo confirma al margen de la sociedad carcelaria que inicialmente ni acepta ni le acepta. No obstante, en este espacio acotado se produce su transformación personal, la misma que lo empuja a asumir como suya la lucha contra el abuso de poder del directivo en un partido que enfrenta a los carceleros contra los presos, pero en el que también se enfrentan dos posturas que nunca llegan a acercarse. Dividida en un prólogo, que explica el por qué del ingreso en prisión del protagonista, y en dos partes; siendo la primera la más interesante, al exponer la situación del ex-jugador dentro del penal, la segunda parte de Rompehuesos transcurre sobre el terreno de juego, donde los presos se sienten hombres libres al poder golpear con total impunidad a los guardias que durante tanto tiempo han abusado de ellos. Pero esta segunda mitad pierde interés y fuerza al volcar su atención en el partido, durante el cual los golpes se suceden sin pausa, dejando en un plano secundario a la compleja situación por la que atraviesa Paul, que se debate entre traicionar a los suyos, y así salvar su pellejo, o asumir su natural oposición a la irracional postura del funcionario de prisiones, obsesionado con el poder que simboliza en esa pantomima deportiva que no está dispuesto a perder.

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