jueves, 28 de mayo de 2015

Comando en el mar de China (1970)


Un recorrido por el género bélico permite descubrir películas que ensalzan la generosidad de uno o más soldados, a quienes se les confiere una imagen heroica que choca con la realidad que se vive en cualquier conflicto armado. Sin embargo, la realidad de las guerras implica la ausencia de héroes, ya que estas provocan que, ante la barbarie, el miedo y la muerte, se agudice el instinto de supervivencia de quienes se ven obligados a formar parte de un sinsentido que saca a relucir aspectos ocultos de la naturaleza humana. Esta circunstancia queda recogida en las producciones bélicas realizadas por Robert Aldrich, en las que tampoco hay cabida para héroes, como deja claro el título original de su última aportación al género. En Comando en el mar de China (Too Late the Hero, 1970) el protagonismo recae en un grupo de soldados cuya actitud desvela su rechazo a sacrificarse en un conflicto que les ha sido impuesto, y que puede implicar su muerte, algo que también se aprecia en anteriores incursiones de Aldrich en el bélico; aunque esta producción se encuentra más cercana al cinismo subversivo de Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, 1967) que a la crudeza intimista de Attack (1956). Al igual que los patibularios liderados por el mayor interpretado por Lee Marvin en Doce del patíbulo, los militares de Comando en el mar de China apenas presentan aspectos positivos a lo largo de la misión que se les impone, y durante la cual muestran personalidades opuestas a las que se observan en films protagonizados por soldados modélicos a quienes no les afecta el entorno destructivo por donde deambulan. Esta perspectiva que define a los miembros del comando expone el comportamiento de individuos imperfectos, aunque sinceros en sus acciones y reacciones, lo cual les confiere la humanidad que no se encuentra en aquellos personajes que se alejan de los seres de carne y hueso. Así pues, dentro de este grupo de soldados, se descubre el deseo de sobrevivir, la cobardía, el asesinato, el pragmatismo, la ineptitud o la resignación de formar parte de una misión en la que ninguno de ellos quiere participar, porque son conscientes de la posibilidad, casi certeza, de que perderán la vida porque alguien así lo ha querido. Pero en ese espacio en guerra no hay posibilidad de elección, de modo que los elegidos a la fuerza no tienen más opción que asumir su recorrido por una jungla bajo dominio japonés, y lo hacen desde la cínica mirada del soldado Hearne (Michael Caine), pasando de la ineptitud del capitán Hornsby (Denholm Elliot) a la vileza de Campbell (Robert Fraser), hasta la tardía transformación del teniente Lawson (Cliff Robertson), quien asume una postura contraria a la que se espera de alguien que, inicialmente, pretendía ver la guerra desde la retaguardia.

sábado, 16 de mayo de 2015

Ozu, cronista de una época

<<Lo más importante, lo primero que pienso cada vez que ruedo una película, es que con ella quiero reflexionar a fondo sobre algo y recuperar la humanidad que la gente tiene por naturaleza>>.

Yasujiro Ozu

A estas alturas nadie pone en duda que Yasujirô Ozu fue y es uno de los directores más representativos e importantes de la cinematografía mundial. Sin embargo, la obra de este autodidacta, que dijo no tener maestros, no se dio a conocer más allá de las fronteras de su país natal hasta después de su muerte, a pesar de que en 1961 el Festival de Cine de Berlín ofreciera una retrospectiva de sus películas. En vida, solo dos de sus producciones se estrenaron fuera de Japón, aunque su debut tras las cámaras se produjo en 1927, cuando realizó La espada penitente, el único de sus films ambientado en una época ajena a la suya. <<En determinado momento apareció una película americana llamada Civilización (1916), de Thomas Harper Ince. Había dispuesto de un abultado presupuesto para su época, y era una película realmente estupenda. Me impresionó profundamente. Y fue justo en aquel momento cuando supe que quería ser director>>.* Si viendo el film de Ince tomó la decisión de <<ser director>>, su primer contacto con el cine profesional se produjo tiempo después, en 1923, cuando entró a formar parte del estudio Sochiku. Allí se inició como ayudante de cámara, la trasladaba de un lugar a otro según las órdenes de sus superiores, posteriormente fue ascendido a ayudante de dirección -<<estudiaba cómo rodaban los directores más veteranos sin perderme un solo detalle>>- y finalmente, en 1927, dirigió su primer film, del que nunca estuvo satisfecho. La filmografía de Ozu la componen cincuenta y cuatro títulos, de los cuales se conservan treinta y siete. Treinta y cuatro del total son mudos, aunque algunos fueron rodados cuando el sonido ya se había impuesto como parte del lenguaje cinematográfico, lo que confirma el gusto del cineasta por el silencio como medio para expresar las emociones y las cotidianidades en las que se descubren a sus personajes, seres reconocibles y universales a quienes se observa en situaciones ordinarias que permiten comprender parte de la cultura urbana japonesa, y los cambios que se estaban produciendo en el archipiélago. Para Ozu los silencios formaban parte vital de aquello que deseaba expresar, como también lo fueron la sinceridad y sus imágenes pausadas, a menudo estáticas, que muestran un estilo inconfundible, humanista, lírico y único, en el cual la sencillez domina sobre lo superfluo (sin cabida dentro de la poética del cineasta). Otra de las características del cine de Ozu se encuentra en la belleza de imágenes en las que se descubren las relaciones humanas y la fugacidad que las caracteriza, tanto a estas como a los hombres y a las mujeres que las experimentan. Esta circunstancia de observar a gente corriente en situaciones corrientes confiere a su autor el honor de ser el cronista de una época en la que cohabitan modernidad y tradición, pero sin llegar a crearse una simbiosis que permita el entendimiento y el equilibrio entre ambos extremos. A pesar de que en vida no fue reconocido a nivel internacional, en su tierra natal Ozu era uno de los directores más reputados, galardonado por la revista especializada Kimena Junpo con seis premios a la mejor película del año (Nací, pero... (1932), Fantasía pasajera (1933), Historia de las nubes flotantes (1934), Hermanos y hermanas de la familia Toda (1941), Primavera tardía (1949) y Principios de verano (1952)), y uno de los realizadores de mayor prestigio de la productora Sochiku, donde realizó la práctica totalidad de su obra sin apenas interferencias por parte de los responsables financieros de la compañía, ya que las recaudaciones obtenidas por sus films compensaban el control que asumía durante los rodajes (aparte de la planificación detallada de sus proyectos, participó en la escritura de todos los guiones que dirigió y con frecuencia se encargaba del diseño de los decorados). A lo largo de la compleja filmografía de este director, que realizó largometrajes mudos hasta 1935, destacan películas como las anteriormente citadas u otras muchas entre las que se encuentran Memorias de un inquilino (1947), Cuentos de Tokyo (1953), Crepúsculo en Tokio (1957), El otoño de la familia Kohayagawa (1961) o El sabor del sake (1962), títulos que definen la perfección alcanzada por este maestro inimitable, capaz de transmitir mediante imágenes las emociones y las contradicciones de personajes que viven existencias reales en espacios también reales.

*El entrecomillado extraído de Yasujiro Ozu. La poética de lo cotidiano. Escritos sobre cine.

viernes, 15 de mayo de 2015

Corazonada (1982)


Tras el complicado rodaje de Apocalypse Now (1979), Francis Ford Coppola se embarcó en una aventura utópica que concluyó en 1982, año que marcó un antes y un después en su carrera cinematográfica. Su intención de recuperar parte del espíritu de los estudios del Hollywood clásico se saldó con el brusco despertar de su sueño, similar en ilusión y en trabas al vivido por el protagonista de Tucker, un hombre y su sueño, aunque, en lugar de producir automóviles modernos a bajo coste, el fin perseguido por Coppola pasaba por realizar una película al mes en cada uno de los nueve platós que compondrían su estudio, el cual contaría con las últimas tecnologías y con una plantilla estable de técnicos y actores. Pero, como consecuencia de los fracasos de los proyectos producidos por Zoetrope Studios, el cineasta se vio en la obligación de vender la compañía para poder saldar parte de las deudas acumuladas durante la breve existencia de la productora, de modo que no le quedó más opción que dejar a un lado su visión y aceptar encargos que siempre intentó adaptar a sus intereses artísticos y personales. El fracaso de Coppola y su Corazonada (One from the Heart, 1981) era un hecho cantado, quizá porque su novedosa idea desafiaba a lo establecido por el Hollywood de la época, donde la reinvención pretendida por el cineasta ni fue aceptada ni comprendida. Así pues, la ambición artística de Coppola encontró su peor escollo en su deseo de ir a contracorriente, en un intento de renovar el lenguaje cinematográfico dentro de un sistema que no estaba dispuesto a aceptar una empresa ajena a sus intereses, como demostró la incomprensión que generó la modernidad visual que habita en las imágenes de un homenaje al clasicismo que vive de su estética onírica y artificial. Por momentos Corazonada recuerda al cine de Federico Fellini, pero también a los musicales de la época dorada del cine estadounidense, aquellos interpretados por Gene Kelly o Fred Astaire. En ella todo es ilusión y fantasía, incluso la relación amorosa de sus dos protagonistas, Hank (Frederic Forrest) y Frannie (Teri Garr), quienes, tras cinco años de convivencia, se separan y empiezan a vivir existencias en las que ninguno encuentra la plenitud deseada en compañía de otros amantes. La trama es simple, y lo es porque el interés de Coppola se centró en la experimentación audiovisual y no en el contenido de la historia, de modo que el colorido, la iluminación, la música o la estética adquieren mayor relevancia que los propios personajes y las emociones que les guían. Sin embargo, y a pesar de todo el esfuerzo realizado por el cineasta, y por su equipo técnico y artístico, su apuesta se saldó con el colosal fracaso que le llevó a la bancarrota, de la que saldría en la década de los noventa, cuando, ante la insistencia de la Paramount, aceptó dirigir El padrino parte III y posteriormente, para Columbia PicturesDrácula de Bram Stoker, una película realizada por entero en decorados y cuyo derroche visual remite al ofrecido en Corazonada.

martes, 12 de mayo de 2015

Candidata a millonaria (1935)


El buen gusto y la planificación detallada de 
Mitchell Leisen quedaron patentes tanto en las comedias que dirigió como en sus aportaciones a otros géneros, estas dos características no fueron ajenas a su primera comedia romántica, aunque su narrativa cinematográfica resulta menos sofisticada y fluida que la empleada por el cineasta en clásicos del género como Una chica afortunada (Easy Live, 1937), Medianoche (Midnight, 1939), Adelante, mi amor (Arise my love, 1940) y Recuerdo de una noche (Remember the Night, 1940). Pero, al igual que estas, Candidata a millonaria (Hands Across the Table) posee una puesta en escena elegante, muy del gusto del director, que parece desarrollarse en un espacio irreal que confiere credibilidad a la relación amorosa que mantienen Theodore Drew III y Regi Allen, dos personajes encarnados por asiduos del género: Fred MacMurray, en su primera de las nueve colaboraciones con Leisen, y Carole Lombard, una de las reinas indiscutibles de la comedia de la época gracias a películas como Al servicio de las damas (Gregory LaCava, 1936), La reina de Nueva York (William A.Wellman, 1937) o Ser o no ser (Ernst Lubitsch, 1942).


En sus primeros minutos, 
Candidata a millonaria se presenta cercana a una screwball comedy, y esto se debe a la confusión inicial de Regi con respecto a la identidad de Theodore, a quien primero ignora porque le cree un don nadie para poco después mostrarse solícita, cuando piensa que se trata de un millonario. Sin embargo, a medida que avanza el metraje, Candidata a millonaria se desmarca de la comedia alocada y se decanta por el romanticismo que nace de una relación que ambos desean, pero que les cuesta aceptar porque va en contra de sus intereses, ya que ella está empeñada en conseguir un marido rico, que la aleje de las penurias económicas que marcaron su infancia, y él pretende recuperar su posición social y económica, perdida tras del crack del 29, mediante su enlace de conveniencia con Vivien Snowden (Astrid Allwyn). De tal manera, los dos personajes principales presentan en común su deseo de alcanzar la comodidad que les aportaría casarse por dinero, algo que para Regi parece factible cuando, en su trabajo como manicura en un hotel de lujo, atiende a Allen Macklyn (Ralph Bellamy), un millonario que se enamora de ella. No obstante, en ningún momento la joven muestra el menor interés por contraer matrimonio con alguien en quien solo ve a un amigo, lo que delata que sus ambiciones no son las que ella afirma una y otra vez, como tampoco lo son las de Theodore, como se comprende a partir de la noche que ambos comparten y que se prolonga durante varias jornadas que les permiten descubrir y disfrutar de una complicidad que no se puede comprar y de un sentimiento que no pueden ignorar.

domingo, 10 de mayo de 2015

El signo de la cruz (1932)

A pesar de todas sus libertades históricas, de personajes caricaturescos y de algunos diálogos y situaciones que rozan lo ridículo, El signo de la cruz (The Sign of the Cross) posee atractivos tan destacados como la presencia de Claudette Colbert, cuya sensualidad quedó recogida en varios momentos del film, y una narrativa ágil destinada a entretener a los espectadores de la época. Pero vista en la actualidad, la trama resulta simplista en su intención de enfrentar dos conceptos tan ambiguos y complejos como lo son el bien y el mal, ya que ambos forman parte de la dualidad humana, como demuestra la perspectiva histórica de Nerón, cuya ambición desmedida provocó que asesinara a varios miembros de su familia así como a Séneca, su mentor, pero también propició el plan urbanístico que modernizó Roma hasta el punto de convertirla en modelo para construcciones urbanas posteriores. Sin embargo este personaje de personalidad desequilibrada asoma en la primera secuencia de El signo de la cruz tocando su lira mientras contempla como arde la ciudad imperial. Dicha imagen, con rostro de Charles Laughton, resulta irrisoria, plana y exagerada, pues semeja más cercana a la de un pusilánime que a la de un ambicioso dominado por su afán de grandeza y poder. El Nerón al que dio vida Laughton muestra un carácter débil e infantil que Popea (Claudette Colbert), su mujer, manipula para saciar su deseo carnal hacia el prefecto Marco Superbus (Fredrich March), mano derecha del emperador y un libertino que dedica su tiempo libre a organizar fiestas subidas de tono en compañía de otros patricios. En El signo de la cruz, el primer éxito sonoro de DeMille, se descubre parte de las tendencias e intenciones que el cineasta desarrolló en algunos de sus largometrajes, como sería la de simplificar los hechos y presentarlos desde el enfrentamiento entre personajes opuestos, por una lado aquellos que solo presentan aspectos negativos (en este caso concreto los romanos) y aquellos positivos que vendrían a representar los valores morales defendidos por DeMille en películas como Los diez mandamientos (1923) o Por el valle de las sombras (1944). De este modo solo a Marcus se le confiere un enfoque que le permite evolucionar, algo que no sucede con los demás personajes, a excepción del encarnado por Claudette Colbert, lo cual provoca la pérdida de interés en el resto y, como consecuencia, en un film manipulador desde un punto de vista sustancial, que no formal. Así pues entre el grupo de creyentes, que se ocultan para celebrar sus ritos, destaca por su protagonismo la presencia de la virginal Mercia (Elissa Landi), por quien Marco siente una fuerte atracción, lo que le lleva a desobedecer a su César y a rechazar las insinuaciones carnales de Popea. Sin embargo, el prefecto no actúa por amor, al menos no hasta que el metraje alcanza su tramo final, ya que inicialmente se descubre como alguien egoísta que desprecia las prácticas de Mercia, las mismas que le pide que abandone, primero para satisfacer su ego y posteriormente cuando, ya enamorado, intenta convencerla para que reniegue de sus creencias y así evitar que pierda la vida en la arena. 

miércoles, 6 de mayo de 2015

Guerra y Paz (1967)


Tengo clara mi opinión sobre Guerra y Paz, pero no puedo decir lo mismo respecto a las cuatro partes en las que se divide la adaptación cinematográfica que Sergei Bondarchuk realizó entre 1963 y 1967. Me cuesta recuperar sus imágenes o evocar algunas de sus escenas. La recuerdo como un largo esfuerzo de más de cuatrocientos minutos de duración, en los que observé imágenes que buscaban ser poesía y, si lo logró, no llegué a conectar con sus versos pictóricos. Los sentí sin emociones, por mi parte, como la interioridad hueca de los personajes, sin la esencia veraz que puebla la novela de Tolstói. Esta sensación que me produjo Guerra y Paz (Voyna i mir, 1963-1967) no es muy distinta a las que sentí al ver otras adaptaciones de obras maestras literarias que, faltas de libertad creativa, ambicionan plasmar el texto punto por punto al medio audiovisual. Pero ¿qué sentido tiene esto último, si ya existe el original? Soy de los que opinan que las adaptaciones de libros tan complejos como Guerra y Paz, Ana KareninaAlmas muertas
El idiota o Crimen y castigo, por citar clásicos de la literatura rusa del XIX, conllevan una serie de dificultades que acaban por mermar la riqueza de la narración escrita, de ahí que películas como Ana Karenina (Clarence Brown, 1935), Guerra y Paz (King Vidor, 1956), Los hermanos Karamazov (Richard Brooks, 1958) o El idiota (Akira Kurosawa,1951) no consigan en su totalidad transmitir las sensaciones de las novelas en las que se basan. Aunque también existen adaptaciones e inspiraciones cinematográficas de grandes escritos que han sabido conjuntar parte de la esencia de la novela con la visión personal que de esta tienen sus responsables, sean guionistas o directores. Pero en el caso de Guerra y Paz, ni la versión de King Vidor ni la de Bondarchuk llegan a ser películas redondas, una por sintetizar el contenido del texto cediendo el protagonismo al romance, y la segunda por pretender ser el reflejo en imágenes de la obra de Tolstói, algo por otra parte imposible, ya que, aparte de existir la novela, un escritor crea a partir de su universo personal, donde surgen las emociones y las ideas que plasma en sus escritos. Así pues, podría decir que todos los grandes libros poseen personalidad propia, lo mismo que sucede con las grandes películas, aunque esto parece no cumplirse en Guerra y paz, ya que las numerosas situaciones y la multitud de personajes que se dan cita en el original literario no funcionan al ser trasladados al lenguaje audiovisual, pero ¿cómo conseguir captar y trasladar a la pantalla la subjetividad que habita en un autor y en su obra y combinarla con la de los responsables de la adaptación? Si la respuesta fuera sencilla, todas las producciones cinematográficas basadas en novelas capitales serían obras maestras, sin embargo la realidad a menudo nos advierte de lo contrario, quizá porque los cineastas admiran tanto la obra que no encuentran el equilibrio deseado entre esta y su enfoque a la hora de llevarla a la pantalla. Con esto no pretendo decir que Guerra y paz sea un mal film, que no lo es, solo reflexiono sobre la enorme dificultad que conlleva rodar los clásicos literarios respetando por un lado la esencia del escritor y por otro las intenciones creativas de los directores y guionistas, quienes desde un punto de vista autoral intentan exponer en sus películas sus ideas, sean gustos o inquietudes, algo que no siempre logran equilibrar con los del autor de la novela, como sucede en este largometraje, que se convierte en la monótona sucesión de hechos que no llegan a fluir con naturalidad que surgen en las páginas escritas por Tolstói.

sábado, 2 de mayo de 2015

Por el valle de las sombras (1944)

Entregado al cuidado de los heridos de dos buques de la armada estadounidenses, el doctor Wassell (Gary Cooper) decide permanecer en Java a pesar de que su decisión implica desobedecer las órdenes recibidas y arriesgarse a caer en manos de los japoneses, que amenazan con apoderarse de la isla. Pero este médico militar hace lo que hace porque la orden de repatriar a sus pacientes no contempla la de embarcar a quienes no pueden subir al barco por su propio pie, lo cual les condena a perecer o, como mal menor, a convertirse en prisioneros de guerra. Desde su altruismo, el bueno de Wassell no desentona con otros héroes sin tacha a los que dio vida Gary Cooper en la pantalla, ya que el galeno asume su postura como la única posible para alguien a quien se le ha confiado el cuidado de los heridos en combate. Pero, desde una perspectiva narrativa, Por el valle de las sombras (The Story of Dr.Wassell) carece del ritmo y del interés de El sargento York (Howard Hawks, 1941), El orgullo de los Yankis (Sam Wood, 1942) o Los inconquistables, una de las mejores producciones realizadas por Cecil B.DeMille en la década de 1940 y superior a Por el valle de las sombras, aunque esta última presenta una novedad con respecto al resto de películas sonoras filmadas por el cineasta. En este drama bélico el director de Los diez mandamientos se valió de varios flashbacks, que nacen de los recuerdos de Ping (Philip Ahn) y del propio Wassell, para esbozar el romance entre el médico y su ayudante, la enfermera Madeleine (Laraine Day), y completar la personalidad del protagonista, quien de ese modo se da a conocer tanto al espectador como a los soldados a su cuidado, que muestran dudas sobre la valía de quien les asiste, pues las habladurías lo señalan como un hombre que, por cobardía, abandonó su destino en China. El pasado de Wassell lo define como un tipo sencillo de Arkansas, que un buen día decide viajar al continente asiático para investigar la raíz de una enfermedad, aunque el verdadero motivo de su decisión se encuentra en la fotografía que aparece en el folleto informativo del empleo, porque en ella descubre el rostro de Madeleine. Ya en Asía, el médico y la enfermera inician su colaboración profesional y su relación sentimental, que no llega a concretarse como consecuencia de la guerra, pero también debido a la torpeza emocional de Wassell, a quien en ocasiones se descubre como un personaje plano que representa el conservadurismo y el patriotismo admirados por DeMille, lo que provoca que, en muchos momentos de su metraje, Por el valle de las sombras resulte aburrida y forzada.