viernes, 10 de abril de 2015

El terror de las chicas (1961)


La capacidad creativa de 
Jerry Lewis quedó plasmada en la mayoría de las producciones que realizó durante su periodo de esplendor como director, guionista y productor en la década de 1960, durante la cual alcanzó cimas cómicas como la que se descubre en el interior de la mansión donde se desarrolla la práctica totalidad de El terror de las chicas (The Ladies Man, 1961), su segunda película como realizador y la primera en la que los gags responden a un fin narrativo concreto, que repetiría en posteriores comedias. Este espacio artificial y colorista se abre al espectador como una casa de muñecas donde el tímido y torpe protagonista acepta quedarse porque su necesidad de ayudar supera a su deseo de escapar de un decorado-prisión repleto de aspirantes a actrices que crean en él la sensación de encontrarse atrapado en un estado que deambula entre la pesadilla y el sueño. A pesar del miedo que le producen las chicas, Herbert H. Herbeert (Jerry Lewis) se convierte en indispensable tanto para ellas como para el buen (y mal) funcionamiento del escenario del que Lewis se valió para desarrollar la compleja y acomplejada personalidad de su personaje. Parte de la inestabilidad de Herbert nace de sus evidentes diferencias con un entorno que le rechaza (y que él también parece rechazar a pesar de sus repetidos intentos por adaptarse), pero sobre todo por su carácter infantil, que provoca su negativa a entrar en el mundo adulto al que debe acceder después de graduarse en la escuela superior de su nerviosa localidad natal. Pero este cambio de estado se ve entorpecido por el descubrimiento de que aquella a quien considera su novia prefiere a tipos más fornidos que él, lo que le genera su aversión hacia las mujeres y su decisión de no permitir que se le acerquen por temor a ser herido.


En 
El terror de las chicas el yo infantil lewisiano se observa en situaciones en las que se descubre a Herbert enfrentado a la imagen materna representada tanto en Katie (Katheleen Freeman), en cuyos brazos se lanza cual niño pequeño, porque en ella no observa la belleza de la que huye y eso le hace sentir protegido, como en la señora Wellenmellon (Helen Traubel), la dueña de la mansión y la figura materna dominante, a quien el muchacho acaba por imponerse desde su torpeza y su excesiva predisposición para contentar a las mujeres que habitan el rítmico espacio donde sus carencias se transforman en virtudes, lo que permite que su contradictoria personalidad se afiance y se convierta en el eje central de un entorno que acaba por hacer suyo.

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