viernes, 27 de marzo de 2015

Full Monty (1997)

La política llevada a cabo por el gobierno conservador de Margaret Thatcher allá por lo primeros años de la década de 1980 se basó en una propuesta económica en la que primó el recorte del gasto público, privatizando empresas estatales, y la desregulación de los mercados, lo cual acarreó el cierre de fábricas y el despido de miles de trabajadores que pasaron a engrosar las listas del paro. Sin dinero y sin vistas a una reubicación laboral, desempleados como los de la industria metalúrgica de Sheffield se encontraron ante una espera que se prolongaba sin que nada sucediese, salvo que sus escasos ahorros disminuían a pasos agigantados. Como consecuencia, y ante la falta de soluciones beneficiosas para el trabajador, algunos de estos buscaron reinventarse para recobrar la dignidad y las posibilidades económicas que les devolviera la comodidad perdida como consecuencia de la crisis. Así descrito podría pasar por la introducción de un film de denuncia social dirigido por Ken Loach, sin embargo, Full Monty (The Full Monty) no deja de ser una comedia amable que presenta como telón de fondo esta situación laboral y social, dentro de la cual se descubre a un grupo de parados reconvertidos a strippers para ganarse su propio respeto, y algo de liquidez que les permita sobrevivir un día más. La idea de convertirse en bailarines exóticos parte de la imperante necesidad de Gaz (Robert Carlyle) de conseguir setecientas libras con las que pagar deudas y así no perder la custodia compartida de su hijo Nathan (William Snape). Pero la historia no se centra en un individuo sino en los seis miembros del grupo, sobre todo en tres de ellos: Gaz y su relación paterno filial, Dave (Mark Addy) y el complejo de gordura que afecta a su relación marital con una mujer forofa del estriptis masculino, y Gerald (Tom Wilkimson) y su falta de valentía a la hora de sincerarse con su esposa, a quien teme confesar que lleva seis meses en el paro. Entre una cuestión y otra se inicia la selección de candidatos, los ensayos y los contratiempos que, como no podía ser de otra manera en una comedia (no así en un film de Loach), se resuelven con el triunfo de los strippers en un final que les permite alejarse de esa cotidianidad que les ha venido denigrando desde la pérdida del trabajo y su condena a vagar por las ventanillas de una oficina de empleo donde la única oferta parece ser la de vuelva otro día, quizá otro año.

Los diez mandamientos (1956)



Cuarenta y dos años después de su primera película, Cecil B. DeMille concluyó su carrera de director realizando Los diez mandamientos (The Ten Commandments), una revisión sonora y en technicolor del título que había rodado en 1923, pero, en la versión de 1956, DeMille suprimió la historia contemporánea que ocupa la segunda parte de Los diez mandamientos (1923) para conceder el protagonismo exclusivo a la figura de Moisés (Charlton Heston), aunque su estilo narrativo prevaleció sin apenas variaciones, quizá porque su manera de entender el cine y también la vida nunca llegaron a sufrir cambios considerables. En la nueva versión Charlton Heston asumió un papel que guarda similitudes con el Judá Ben-Hur que interpretaría tres años después para William Wyler en Ben-Hur, a su vez remake del Ben-Hur mudo dirigido por Fred Niblo en 1925. Si en el film de Wyler, Heston interpretó a un príncipe judío condenado a galeras, en la película de DeMille, el actor encarnó a Moisés, a quien rescatan de las aguas del Nilo para convertirse en príncipe de Egipto y, al igual que Hur, acabar siendo condenado, en su caso a vagar por el desierto, donde se adentra sin saber qué le deparará el destino. Y ese sino no es otro que alcanzar el Sinaí y ser elegido para dirigir el éxodo de los hebreos esclavizados en la tierra de los faraones. Como tantas otras producciones sonoras de DeMille, Los diez mandamientos es una superproducción de larga duración que el director narró desde un clasicismo propio de los pioneros del medio, aún así, y a pesar de su éxito, vista en la actualidad se podría decir que el film ha ido perdiendo fuerza con el paso del tiempo, ya que tanto sus diálogos como sus personajes acaban por resultar simples caricaturas. De ahí que Moisés semeje un hombre sin mayor interés que el de servir, primero al faraón y posteriormente a una divinidad a ratos vengativa que, ante la negativa de Ramsés (Yul Brynner) a liberar a su pueblo, envía plagas sobre la población egipcia. Como antagonista, Ramsés vive para satisfacer sus deseos de poder y envidiar a Moisés, ya que este es el favorito del faraón (Cedric Hardwicke) y el elegido por el amor de Nefertiri (Anne Baxter), una mujer acorde con otras protagonistas de DeMille, seductora, ambiciosa y despechada cuando comprende que no es correspondida por aquel que elige a su pueblo en detrimento suyo, lo que la familiariza con la Popea interpretada por Claudette Colbert en El signo de la cruz (1932) o con la Dalila a quien dio vida Hedy Lamarr en Sansón y Dalila (1949), otras dos producciones de Cecil B.DeMille que escogen un marco religioso similar al que se puso de moda durante la década de 1950 en producciones como Quo Vadis? (Mervyn LeRoy, 1951), La túnica sagrada (Henry Koster, 1953), Ben-Hur (William Wyler, 1959), Rey de Reyes (Nicholas Ray, 1961) o, las más tardías, La historia más grande jamás contada, (George Stevens, 1965) y La biblia (John Huston, 1966).

jueves, 26 de marzo de 2015

El pan nuestro de cada día (1934)


Los felices años veinte dejaron de serlo cuando el crack bursátil de 1929 trajo consigo una depresión económica sin parangón —sobre todo en los Estados Unidos, pero también en otros países que se vieron afectados por el colapso— que provocó la pérdida de empleos, negocios y hogares, lo que obligó a parte de la población a lanzarse a las carreteras en busca de las oportunidades inexistentes en las ciudades. Esta realidad socio-económica convenció al gobierno de Franklin Delano Roosevelt para intervenir con su New Deal, pero, antes de que este plan surtiera efecto y la crisis remitiera, miles de hombres y de mujeres se vieron obligados a buscar un lugar donde volver a sentirse dignos, alimentados y protegidos. Este éxodo no pasó desapercibido para King Vidor, que, recopilando noticias que salían en la prensa, fue desarrollando la idea que dio pie a El pan nuestro de cada día (Our Daily Bread, 1934), una película cuyo carácter social y ausencia de glamour provocaron que ningún estudio quisiera hacerse cargo de su producción. <<Daba la impresión de que el hecho de que los personajes fueran parados y estuvieran arruinados asustaba a los estudios. La historia parecía interesarles, y se mostraban entusiasmados con el proyecto, pero todas las grandes compañías temían hacer una película carente de sofisticación, aún admitiendo que el tema era sin duda alguna el de una hazaña heroica>>. Pero Vidor no desistió en su empeño y decidió <<reunir el dinero hipotecando cuanto había acumulado hasta la fecha>> para filmar su película, ajustando el presupuesto y los medios, sin renegar de su intención de hablar de aquella realidad a través de las vivencias de un matrimonio que podría ser cualquier pareja de entonces.


A la pareja se le ofrece la promesa de un nuevo comienzo en un terreno donde marido y mujer se muestran ilusionados, porque en esa tierra simbolizan el sueño americano en el que, a pesar de su precaria situación, todavía creen. De tal manera 
El pan nuestro de cada día muestra la situación social del ciudadano medio desde la perspectiva de Mary (Karen Morley) y John (Tom Keen) Sims, los mismos personajes de ...Y el mundo marcha (The Crowd, 1928), aunque con distintos rostros que en aquella, ya que, tanto la pareja del film silente como la de esta producción sonora, vendrían a representar al estadounidense de a pie, que, como tantos otros, no podían hacer frente a los gastos alimenticios ni al alquiler de su vivienda. Aunque, por suerte para John y Mary, el tío de esta les cede un terreno hipotecado que, avanzado el film, recuperarán por 1,85 dólares, gracias a la intervención de sus amigos durante su subasta pública. El argumento expuesto por Vidor resulta sencillo, pero su exposición atractiva y certera, sobre todo como documento y como lección del uso tempo narrativo. La llegada de la pareja al medio rural expone su inexperiencia, así como su falta de conocimientos agrícolas y, como consecuencia, le piden al granjero, a quien se le estropea el vehículo en las inmediaciones de la finca, que se quede y les ayude con la cosecha. Chris (John Qualen) es el primero de los muchos desempleados que, vagando con sus familias en busca de una mejora, descubren en esa tierra la oportunidad de formar parte de un algo que no tarda en convertirse en una cooperativa. Así pues, la granja se transforma en un espacio utópico donde hay cabida para canteros, fontaneros, carpinteros, músicos,... e incluso para Louie (Addison Richards), un delincuente que se sacrifica por el bien común cuando empiezan a surgir las trabas que deben superar hasta alcanzar el estado de bienestar, siempre amenazado por la hipoteca bancaria, por la falta de alimento, por la presencia de Sally (Barbara Pepper), que nubla el juicio del protagonista, o por la sequía. El pan nuestro de cada día es una de las grandes aportaciones al cine social de la época (apenas existente), alejada en planteamiento y en intenciones a la comicidad y al romanticismo empleado por Frank Capra en Sucedió una noche (It Happened One Night; 1934), porque en la película de Vidor la Gran Depresión es parte fundamental del entorno y no el telón de fondo utilizado por Capra para dar forma a su exitoso film. De tal manera, en esta propuesta prevalece una narrativa casi documental que, al tiempo que ofrece una perspectiva crítica y realista del momento, ofrece el atisbo de esperanza que sus protagonistas agrandan al aceptar su individualidad como base del colectivo, de ahí que los hombres y mujeres de la granja unan sus fuerzas cuando comprenden y aceptan que cada uno es parte vital para el buen funcionamiento del grupo, y de ahí también que la figura del individuo cobre suma importancia en el personaje de John Sims, en quien recae el papel de líder y, solo cuando asume dicha responsabilidad, se accede a la parte final de <<una película que no traicionaba nuestras intenciones y que reflejaba fielmente nuestra época>>.


(Las frases entre comillas han sido extraídas del libro Un árbol es un árbol, King Vidor, 1953, 1981)

miércoles, 25 de marzo de 2015

Los puentes de Madison (1996)


En su tercer largometraje como director Clint Eastwood sorprendió a propios y a extraños al alejarse de los thrillers, westerns y, en menor medida, películas bélicas que le dieron fama como actor, ya que el protagonista de Harry el sucio (Dirty Harry, 1971) se decantó por filmar en Primavera en otoño (Breezy, 1973) el romance entre un hombre maduro y la joven que le permite sentir que aún puede ser feliz. Veintitrés años después el responsable de Bird (1988) volvió a asumir el reto de realizar un melodrama de carácter romántico, aunque en esta ocasión sí apareció en pantalla, y, al contrario a lo sucedido con Primavera en otoño, consiguió un notable éxito entre el público. Aunque Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County) no se encuentra entre los mejores trabajos de Eastwood, presenta una novedad con respecto a los títulos rodados hasta entonces por el cineasta, ya que la perspectiva de la historia fluye desde las emociones de una mujer (en el cine del realizador de Un mundo perfecto (A Perfect World, 1993) predomina la visión de sus protagonistas masculinos).


Francesca Johnson (Meryl Streep), ama de casa de mediana edad, ve como su existencia cobra brillo durante cuatro días inolvidables, en los que el amor surge con fuerza para situarla ante la disyuntiva de continuar con una vida de insatisfacción, al lado de su marido (a quien define como limpio, entre otros adjetivos que confirman una relación apagada desde su inicio) y de sus dos hijos, o asumir el sentimiento que le genera Robert Kincaid (Clint Eastwood), un fotógrafo que se presenta como alguien de ideas opuestas a las que dominan en el entorno conservador y lleno de prejuicios donde ella ha intentado adaptarse sin éxito. El flechazo se anuncia en el instante en el que ambos intercambian palabras, como si estuvieran destinados a conocerse y enamorarse, algo que el espectador descubre al tiempo que lo hacen los hijos de Francesca, cuando estos, poco después del fallecimiento materno, encuentran unos cuadernos escritos por su madre. Como consecuencia del hallazgo de Caroline (Annie Corley) y Michael (Victor Slezak), que leen las páginas entre atónitos y desencantados, el film combina presente y pasado para acercarles (a ellos y al público) la relación que Francesca mantuvo con el desconocido a quien se alude en las líneas que confirman una infidelidad que inicialmente les sorprende y les lástima, hasta que se adentran de lleno en la lectura que les permite comprender los sentimientos y emociones de la desaparecida a quien creían conocer
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lunes, 23 de marzo de 2015

Páginas del libro de Satán (1919)


La influencia ha sido una constante en la evolución cinematográfica, de modo que podría decirse que una película como Cabiria (1913) inspiró a David Wark Griffith a la hora de desarrollar parte de la concepción visual de Intolerancia (Intolerance, 1916), film que a su vez no dejó indiferente a Carl Theodor Dreyer, quien quedó impresionado al visionar la incomprendida obra de Griffith hasta el punto de realizar Páginas del libro de Satán (Blade af Satans bog, 1919) desde una perspectiva que guarda similitudes con la expuesta por el director de América (America, 1924), aunque Dreyer empleó una narrativa lineal (que no entremezcla los episodios que la componen) que a su vez influiría en la expuesta por Fritz Lang en Las tres luces (Der müde tod, 1921). Tanto Intolerancia como Páginas del libro de Satán y Las tres luces se dividen en cuatro espacios geográficos y temporales diferentes, además, estas últimas también coinciden en la presencia de un personaje similar en cuanto a su eterno vagar por las épocas y los lugares donde realiza una función que no desea. En el caso de la muerte del film de Lang su condena consiste en segar la vida humana, algo que la entristece, mientras que el Satanás (Helge Nissen) de Dreyer se ve obligado a hacer el mal entre los hombres y las mujeres como parte de su castigo por haber desafiado el poder divino. Los cuatro episodios que componen Páginas del libro de Satán se suceden por orden cronológico, iniciándose la acción en Jerusalén, en la época de Jesús, para dar el salto a Sevilla, durante el siglo XVI, de donde la historia se traslada a la Francia de la Revolución Francesa para terminar su recorrido en Finlandia, en 1918, con el enfrentamiento entre los ejércitos rojo y blanco como telón de fondo. Común a estas ubicaciones espacio-temporales se descubre la presencia de ese ángel caído con rasgos y emociones humanas, un personaje que incita a individuos como Judas (Jacob Texiere), don Fernández (Johannes Meyer), Joseph (Elith Pio) o Rautaniemi (Carl Hillebrandt) para que comentan actos censurables, ya que observa en ellos a seres que puede corromper hasta extremos que le escandalizan y provocan el pesar que siempre lleva consigo, porque a él se le ha negado el libre albedrío que sí poseen aquellos a quienes corrompe mientras busca a alguien que no caiga en sus provocaciones, lo que le depararía mil años menos de condena, una reducción que sabe insignificante porque su castigo abarca toda la eternidad.

lunes, 16 de marzo de 2015

Casado y con dos suegras (1951)


Los actores y actrices principales suelen ser el reclamo para que el público acuda a las salas comerciales, pero en muchas ocasiones son los actores y las actrices de reparto quienes soportan el peso del relato. Este fue el caso de Thelma Ritter, una secundaria de lujo en numerosas producciones hollywoodienses, a quien no resultaba extraño ver en pantalla eclipsando a las estrellas que encabezaban el reparto. Uno de estos casos se observa en Casado y con dos suegras (The Mating Season, 1951), comedia en la que su nombre aparece después del título del film y de los nombres de Gene Tierney, John Lund y Miriam Hopkins. Pero, desde el inicio, su personaje, Ellen McNutty, asume un rol vital en el desarrollo de esta película dirigida por Mitchell Leisen, cuando en su vieja hamburguesería, ante la presión ejercida por el representante del banco, decide dejar su negocio y acudir al lado de su hijo (John Lund). Este instante define a Ellen como una mujer de clase trabajadora, decidida y de recursos, capaz de lidiar con cualquier situación que se le presente, de modo que, sin dinero, se las ingenia para viajar haciendo autostop y más adelante, cuando ya ha puesto en marcha el engaño sobre el que gira parte del film, se desenvuelve con desparpajo y naturalidad a la hora de ayudar a Val, su hijo, y a Maggie (Gene Tierney), su nuera. Tras este pequeño recordatorio a Ritter, y por extensión a los actores y a las actrices de reparto, también apuntar que Casado y con dos suegras fue la quinta y última colaboración entre el guionista y productor Charles BrackettMitchell Leisen, el mismo director que precipito a Billy Wilder y a Preston Sturges a dirigir sus propios guiones. No obstante, el descontento de estos dos cineastas, claves en el desarrollo de la comedia hollywoodiense, no empaña la valía de Leisen, que fue un excelente director, elegante y sutil en su puesta en escena y capaz de realizar comedias tan destacadas como Una chica afortunada o Medianoche, dramas como Si no amaneciera o La vida íntima de Julia Norris; e incluso una película de género negro como Mentira Latente.


En
Casado y con dos suegras, basada en una pieza teatral titulada Maggie, ofreció una perspectiva satírica de un matrimonio de recién casados, Val y Maggie, que ven como sus respectivas madres se instalan bajo su mismo techo, aunque en el caso de Ellen no lo hace como un miembro más de la familia, sino como la cocinera, y lo hace para no avergonzar a su engreído retoño. De este modo se confirma que el joven ambicioso supedita sus necesidades profesionales a las afectivas, ya que en el reencuentro con su madre, cuando le dice que va a casarse, también le dice que debe arreglarse y comportarse con finura, porque en el círculo social de su mujer la gente posee clase y estilo. Este comentario, poco acertado, convence a la buena mujer para deslomarse a trabajar y así conseguir el dinero que le permita comprarse un "bonito" sombrero con el que presentarse ante su nuera, sin avergonzar a su vástago; sin embargo el sombrero no logra esconder la humildad y la humanidad de Ellen, así que Maggie la confunde con la nueva cocinera, equivocación que la primera asume porque le permite estar cerca de su hijo, de su nuera y de su consuegra (Miriam Hopkins), que trae de cabeza a la feliz pareja.

martes, 10 de marzo de 2015

La gran estafa (1973)


Desde un aspecto puramente cinematográfico, la década de 1960 no fue la más prolífica para Don Siegel, asiduo durante este periodo al medio televisivo, tanto en series como en teleflms, entre los que sobresale Código del hampa, uno de sus mejores trabajos y estrenado en salas comerciales debido a la supuesta violencia que contenían sus imágenes. Este film podría considerarse un antecedente del cine policíaco de la década siguiente, como también lo sería Brigada suicida, thriller que abre su último periodo cinematográfico, caracterizado por sus colaboraciones con Clint Eastwood, pero también por producciones tan destacadas como El último pistolero y La gran estafa
 (Charley Varrick, 1973). Esta última, otro buen ejemplo del policíaco de los setenta, resulta mucho más desconocida que Harry el sucio, pero se trata de un film más personal, ya que el realizador de La invasión de los ladrones de cuerpos pudo asumir el control del rodaje, algo poco frecuente a lo largo de la carrera de un realizador que solía trabajar dentro del sistema de estudios. Aparte de ser una de las películas que filmó con mayor libertad, La gran estafa muestra su precisión y contundencia narrativa, sobre todo en su inicio, cuando se detalla el asalto a una pequeña sucursal bancaria situada en una localidad rural de Nuevo México, donde la mafia blanquea su dinero. Durante el atraco se observa en Charley Varrick (Walter Matthau) a alguien que no deja cabos sueltos: tiene gente dentro del local y se ha caracterizado para que nadie pueda reconocerlo, sin embargo ha pasado por alto que está robando a quien no debe, como tampoco cuenta con que la situación que parece tener controlada se descontrole y uno de sus socios muera en el acto, mientras que, en el exterior, un policía hiere a su mujer (Jacqueline Scott), que fallece poco después. Pero Charley no tiene tiempo para lamentaciones, solo para alejarse en compañía del otro superviviente de su equipo y esconderse a la espera de contar un botín que supera sus expectativas. Tres cuartos de millón de dólares es demasiado dinero para una sucursal rural, así que la única explicación posible conlleva la certeza de que los dueños del dinero son individuos peligrosos que no pararan hasta darles caza. Como otros personajes de Siegel, Charlie Varrick es un antihéroe solitario que se enfrenta a un entorno donde la amenaza le obliga a tomar decisiones drásticas (utiliza a quien precisa para llevar la delantera a su perseguidor) y a dejar a un lado sus emociones, porque solo así podrá sobrevivir a una situación en la que siempre se muestra más listo, frío y calculador que el asesino profesional contratado por la organización a la que ha robado.

viernes, 6 de marzo de 2015

The Camp on Blood Island (1958)


Rodada un año después de la exitosa El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957), The Camp on Blood Island (1958) es una producción menos conocida que también expone la situación de los prisioneros británicos en un campo de concentración japonés ubicado en el sudeste asiático. Allí se descubre un trato abusivo, inhumano, que en su primera imagen incluye la ejecución de un reo que ha intentado fugarse y a quien han obligado a cavar su propia tumba. Pero esta película realizada por Val Guest para la mítica Hammer Films presenta una narrativa más cruda y física que la expuesta por 
David Lean, ya que se centra por entero en la barbarie sufrida por civiles y militares y no en la alterada y alucinada idea del deber y del honor que domina al coronel interpretado por Alec Guinness en el film de Lean. Una segunda diferencia entre ambas producciones se observa en que parte del protagonismo de The Camp on Blood Island recae en un grupo de mujeres inglesas retenidas en un campo de prisioneras similar al masculino, donde también se descubren vejaciones y padecimientos, así como el contacto que estas mantienen con los prisioneros británicos a través del padre Paul (Michael Goodliffe). Otra diferencia a destacar se encuentra avanzado el metraje, cuando los presos, gracias a la radio construida por el holandés Van Elst (Carl Mohner), escuchan que la guerra ha concluido. Pero esta noticia, que debería depararles una inmensa alegría, provoca la alarma entre los prisioneros y les obliga a sabotear las comunicaciones japonesas, para así evitar las represalias del coronel Yamamitsu (Ronald Radd), quien ha prometido masacrarlos si Japón pierde la guerra. A pesar de estas y otras diferencias, también existen similitudes entre el film de David Lean y el de Guest; una de ellas sería la presencia de un soldado estadounidense entre los británicos, y que llega al campo concluida la contienda, lo que provoca la inquietud de los ingleses ante la posibilidad de que el recién llegado confiese a los japoneses que la guerra ha terminado. Pero, a diferencia del personaje interpretado por William Holden en el film de Lean, Bellamy (Phil Brown) no se descubre como un individualista que se fuga para salvar su pellejo, porque su intención al escapar del recinto es la de alcanzar un transmisor que le permita informar de la situación que se vive en la isla. A pesar de que The Camp on Blood Island guarda aspectos comunes con El puente sobre el río Kwai, el film de Guest tiene personalidad, pero eso no le bastó para que fuese bien recibida por la crítica. Tampoco hay que darle mayor importancia a ese detalle, no es significativo; más bien resulta una consecuencia de la dureza del film y de la proximidad temporal de la película de Lean, más accesible y de mayor atractivo cinematográfico y comercial. La de Guest presenta un planteamiento propio del que no reniega. No hace concesiones amables o permite un momento de alivio, pues la sensación que prevalece es la del horror sufrido por los prisioneros, lo cual dota al entorno de una mayor sensación de angustia y desesperación y, por ello, quizá de mayor incomodidad para quien la observa.