martes, 30 de septiembre de 2014

Quiero la cabeza de Alfredo García (1974)


La manipulación sufrida por Pat Garret & Billy the Kid (1973) significó una nueva desilusión artística para Sam Peckinpah, quien, desencantado ante la mutilación de la que consideraba su mejor trabajo, decidió trasladarse a México (país al que le unía una estrecha relación) donde pudo rodar la que posiblemente sea su película más violenta, y en ciertos aspectos la que mejor define sus inquietudes y su estilo narrativo-visual. Desde una puesta en escena que combina elementos de las road movies, del western y del thriller, Quiero la cabeza de Alfredo García (Bring Me the Head of Alfredo Garcia, 1974) descubre a un perdedor desarraigado a la espera de su oportunidad para dejar de serlo. Sin embargo Bennie (Warren Oates), estadounidense afincado en tierras mexicanas, nunca podrá ganar a pesar de su esforzado deambular por la árida y polvorienta carretera por donde avanza en compañía de Elita (Isela Vega), la mujer de quien se enamora y que resulta ser el único personaje de relevancia que presenta una serie de valores inexistentes en el resto de quienes transitan por ese espacio, sucio y decadente, al que se accede tras escuchar como un cacique (Emilio Fernández) ofrece un millón de dólares por la cabeza de aquel que ha dejado embarazada a su hija. A partir de ahí, se inicia la busca y captura de quien Bennie, a través de la información que le proporciona Elita, sabe muerto y enterrado en su pueblo natal. Este hecho, que el estadounidense oculta a los asesinos que acuerdan entregarle diez mil dólares por la cabeza de Alfredo García, podría significar un cambio en su suerte, por eso avanza en compañía de Elita (ella sabe donde está enterrado aquel que fue su amante) en busca del premio que les permitiría iniciar una vida en común, lejos de la sombra negativa que parece perseguirles antes y durante el recorrido de violencia y muerte. Estas dos constantes alcanzan a la mujer poco después de que Bennie profane la tumba de Alfredo, cuando los dos sicarios que les han estado siguiendo desde el inicio del viaje los entierran vivos; pero el desheredado sobrevive, aunque el Bennie que sale de la tierra no es el mismo que ha llegado hasta allí, porque en ese instante de pérdida, de dolor y de renacer comprende que nada le queda y que nada de lo hecho ha valido la pena. Su transformación, tanto de pensamiento como de intenciones, le convierte en un ser desquiciado que no duda en perseguir a los criminales que se han apoderado de la cabeza de García y que él recupera antes de embarcarse en su compañía en una cruzada en la que todo carece de importancia, salvo la venganza que le redima por la muerte de ese ser querido asesinado por su ambición y la de quienes, como él, desean el trofeo en descomposición que él convierte en el centro de sus celos y frustraciones, como si quisiera hacerle testigo de la desesperación y locura que provocan la espiral de muertes que cierra una de las películas más brillantes y líricas de Peckinpah, en la que la explosión de violencia no es un capricho artificioso, sino parte inherente del paisaje por donde ha trascurrido un viaje hacia ninguna parte, durante el cual la fatalidad se adueña del destino de ese hombre a quien ya no le importa morir, consciente de su muerte en vida.

viernes, 26 de septiembre de 2014

Al filo del mañana (2014)


Cualquiera de las versiones cinematográficas de la obra de H. G. Wells que dio origen a El tiempo en sus manos (George Pal, 1960), la imaginativa propuesta de Los héroes del tiempo (Terry Gilliam, 1981), las primeras entregas de Terminator (James Cameron, 1984), la trilogía de Regreso al futuro (Robert Zemeckis, 1985), Timecop (Peter Hyams, 1994), Doce monos (Terry Gilliam, 1995) y su original inspiradora La Jeéte (Chris Marker, 1962) o más recientemente Looper (Rian Johnson, 2012) y X-Men: días del futuro pasado (Bryan Singer, 2014) corroboran que los viajes temporales son una fuente inagotable para el cine de ciencia-ficción; sin embargo el Eterno Retorno (aunque individualizado y con posibilidad de variación de hechos) tiene menor presencia dentro del género, aún así, existen casos como aquella simpática comedia protagonizada por un meteorólogo televisivo que vive atrapado en un bucle indefinido de la misma jornada. Esta repetición sufrida por el protagonista de Atrapado en el tiempo (Groundhog DayHarold Ramis, 1993) resulta similar a la expuesta por Doug Liman en Al filo del mañana (Edge of Tomorrow, 2014), ya que al igual que aquel vanidoso presentador, el mayor William Cage (Tom Cruise) se ve obligado a vivir una y otra vez el mismo día, aunque, en su caso, la jornada se reinicia únicamente a partir de su muerte. Pero, géneros aparte, el 
tono humano de Atrapado en el tiempo marca una diferencia fundamental respecto al film de Liman, cuya carencia de humanidad se disfraza de ruido y efectos, bebe del vídeo-juego y del cine de James Cameron, por lo que, exista una evolución en el personaje de Cruise, no es el eje temático. El de Liman es lograr la victoria, por lo que su propuesta puede entretener pero no perdura en la memoria (otras victorias en el cine de acción la harán olvidar) como sí hace el film de Harold Ramis.


El mundo de este oficial cobarde, manipulador y aprensivo, se encuentra ante una guerra global contra los miméticos, una especie alienígena que ha extendido sus tentáculos por la práctica totalidad del continente europeo, como si tratasen de emular lo acontecido en las dos guerras mundiales que marcaron el devenir del siglo XX, conflictos de los que el film toma prestado la batalla de Verdún (omitida) y el asentamiento de las tropas aliadas en Inglaterra, donde aguardan el momento de partir hacia la costa francesa. Las horas previas y las primeras de la invasión aliada forman el intervalo temporal en el que Cage queda atrapado poco después de ser degradado y conducido al matadero como miembro de la escuadra J, un pelotón que en ciertos aspectos recuerda al de marines que acompaña a Ripley en
Aliens: el regreso (James Cameron, 1986). Este primer contacto de Cage con el terreno resulta crucial para el desarrollo de su historia, pues en ese instante se le presenta sudoroso, nervioso, asustado y ajeno al ámbito bélico donde desentona y donde poco después perece tras detonar un artefacto explosivo con el que también mata a un Alfa enemigo, lo que provoca que la acción retorne al punto de partida, cuando este mismo soldado, fallecido en combate y portador de la sangre del Alfa, se despierta en el campamento ante el mismo sargento y ante la misma sucesión de hechos y comentarios. Una y otra, como si se tratase de un videojuego, Cage se despierta (reinicia la partida y su eterno retorno) en el mismo lugar y de la misma manera, pero con cada resurrección, aunque todo sea igual, aprende algo nuevo: perfecciona el manejo de las armas, conoce las identidades de sus compañeros de pelotón o accede a la sargento Rita Vrataski (Emily Blunt). A partir de este instante el aprendizaje y el adiestramiento de Cage, bajo la supervisión de Vrataski, adquieren un sentido y una finalidad de las que antes carecía, además, su contacto con la guerrera le permite comprender que ella padeció síntomas similares durante la batalla de Verdún. Pero, como la luchadora ha recuperado su estado primigenio (si muere, muere y ahí se acaba todo), el soldado se ve obligado a ayudarla a destruir al Omega invasor, la única posibilidad de derrotar al enemigo. Al filo del mañana se desarrolla desde un ritmo sin pausa que no da lugar a posibles reflexiones acerca de vivir una y otra vez la misma experiencia, que, en el caso de Cage, le afecta desde la desorientación y la sorpresa, pasando por el desencanto o la imposibilidad, hasta que finalmente logra la convicción que le guía en su metamorfosis de publicista manipulador, engreído y miedoso, a soldado que, obligado por las circunstancias, asume la superación de limitaciones, obstáculos y temores para enfrentarse a un destino que empieza a avanzar sin opción de reinicio cuando le realizan una transfusión sanguínea; pero a esas altura de la película poco importa, porque aquel patético oficial ha dejado de existir y su lugar lo ocupa una maquina de matar alienígenas entregada a la causa (destruir al Omega para poner fin al conflicto) y a la persona de quien literalmente se enamora con el roce diario.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Código del hampa (1964)


El relato de Ernest Hemingway The Killers dio pie a dos excelentes adaptaciones cinematográficas: la realizada por Robert Siodmak en 1946, estrenada en España con el título Forajidos, y esta llevada a la pantalla por Donald Siegel en 1964 —Siegel había participado en el primer tratamiento del guión de la versión de Siodmak— y que inicialmente iba a formar parte de un programa de la cadena NBC; sin embargo, la supuesta violencia de sus imágenes no se adecuaba (ni se aceptaba) al medio televisivo de entonces, por lo que se decidió su exhibición en las salas comerciales. Entre ambas producciones existen diferencias evidentes: Forajidos se presenta más sombría en su fatalismo que Código del hampa (The Killers, 1964), de mayor pesimismo que la anterior; el hilo conductor empleado por Siegel son dos asesinos que anteceden en treinta años a la pareja de matones de Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994) mientras que Siodmak introdujo la historia a partir de un agente de seguros o, por citar otra diferencia, en la versión de 1946 hay alrededor de una decena de flashbacks mientras que en la de 1964 solo hay tres. Pero, tanto la una como la otra, resultan dos magníficas películas que, además, corroboran que a partir de una misma fuente pueden desarrollarse dos (o más) perspectivas, y que estas resulten acertadas gracias a esas diferencias que a cada una les confiere personalidad propia. El motor de Código del hampa (The Killers, 1964) se descubre inmediatamente después del asesinato de Johnny North (John Cassavetes) con el que se abre el film, cuando uno de sus asesinos siente la curiosidad (necesidad) de encontrar las respuestas a la falta de reacción por parte de su víctima. Le intriga el por qué aquel no intentó huir o comprar su vida con parte del botín que supuestamente robó a sus socios después del asalto al furgón de correos. Esta falta de reacción por parte de Johnny, ante el ajuste de cuentas, provoca que Charlie (Lee Marvin) llegue a la conclusión de que el muerto no poseía el millón de dólares; de otro modo habría intentado sobornarles. Pero, además de satisfacer su curiosidad, Charlie contempla la posibilidad de hacerse con el dinero, razón que emplea para convencer a Lee (Glu Gulager) (su compañero) para que le ayude en las pesquisas que se propone realizar. A partir de sus entrevistas con tres personajes relacionados con la víctima recaban información subjetiva sobre la identidad de aquel: un piloto de carreras, apartado de su profesión como consecuencia de un accidente en una competición y apartado de sí mismo al enamorarse y ser traicionado por Sheila (Angie Dickinson), la mujer que le puso en contacto con la banda que asaltó el vehículo. Mediante la amenaza y la coacción, la recopilación de datos y hechos acerca a la pareja de asesinos a la respuesta del enigma y también a quien les contrató, de quien desconocen su identidad y su paradero, pero de quien sospechan que posee ese millón que Johnny no tenía. Más que una cinta de cine negro, podría decirse que Código del hampa es un primer antecedente del thriller (policíaco) desarrollado hacia finales de la década (género al que Siegel aportaría títulos tan notables como Brigada homicida, La jungla humana, Harry el sucio o La gran estafa), y que el cineasta ya anunció en su empleo de la violencia, la mentira, la traición y su visión cínica, pesimista y crepuscular del personaje interpretado por Lee Marvin, un tipo duro, escéptico y hastiado, que contrasta con la juventud y ambición que caracteriza la personalidad de su compañero, ajeno (por su falta de madurez y experiencia) a la decepción que Charlie ha ido acumulando trabajo tras trabajo, decepción que remite directamente a la que domina al delincuente que el propio Marvin encarnó tres años después en A quemarropa (John Boorman, 1967).

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Tucker: un hombre y su sueño (1988)


La biografía cinematográfica de Preston Tucker (Jeff Bridges) realizada por Francis Ford Coppola se inicia, al igual que Orson Welles inició Ciudadano Kane (1941), con un documental sobre un hombre hecho a sí mismo, individualista, inteligente, seguro de sí y representante del sueño americano; pero tras estas imágenes se accede a una realidad amarga, presentada desde una perspectiva optimista y vitalista, en la que se observa la dificultad que supone materializar un sueño que nace de la ilusión y del ideal de quien lo sueña. El sueño perseguido por Tucker consiste en crear un automóvil innovador capaz de revolucionar el mercado, lo que supone una amenaza para el orden establecido, ya que, de verse cumplida la visión del inventor, los intereses comerciales y económicos de las grandes industrias del motor se verían comprometidos y afectados. Si Preston Tucker es un ejemplo del idealista automovilístico, Coppola lo es del visionario cinematográfico, pues, al igual que el inventor, el cineasta saboreó el éxito (también el fracaso), lo que le permitió plantearse nuevos retos como el de crear un estudio cinematográfico donde realizar un tipo de cine novedoso en constante evolución y desarrollo, que en el seno de las majors le sería complicado llevar a cabo. Esta ilusión, distanciamiento o acto de rebeldía (tras el que se escondían sus inquietudes artísticas y personales) ante lo establecido concluyó con la quiebra de la Zoetrope tras el sonado batacazo comercial que supuso Corazonada (One from the Heart, 1982), un musical innovador y de gran riqueza visual. Desde aquel momento el responsable de Apocalypse Now tuvo que decantarse por producciones de menor presupuesto, en algunos casos ajenas a sus intereses artísticos, pero, en 1988, pudo materializar una idea que llevaba largo tiempo barajando y que por diversos motivos no fue realizada hasta que George Lucas, a quien Coppola había producido THX 1138 (1971) y American Graffitti (1973),  le devolvió el favor al producir bajo su sello Lucasfilm Tucker: un hombre y su sueño, (Tucker. The Man and His Dream, 1988).


En esta película, Coppola tomó como protagonista a un individuo que alcanzó el éxito tras inventar unas torretas que fueron empleadas en los aviones estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial; pero este hombre, que vive de inquietudes y sueños, no se conforma con una existencia en la que no pueda continuar desarrollando sus ideas y persiguiendo sus sueños (un ideal que ya no tiene cabida dentro de su entorno), por eso se empeña (moral y económicamente) en fabricar un automóvil excepcional que ofrezca al consumidor elevadas prestaciones de seguridad, comodidad y calidad, y todo ello a un precio asequible. Sin embargo esta visión adelantada a su tiempo, factible en todo caso, aunque todavía no consumada, no resulta del agrado de quienes controlan la industria del motor, lo que significa el inicio de una lucha desigual en la que se presupone que Preston no puede vencer; aún así, no desespera en su recorrido hacia la materialización de su idea (representada en la fabricación de los cincuenta Tucker acordados). Por el camino surgen problemas logísticos, materiales, económicos o humanos, así como el rechazo de los estamentos políticos representados en el senador Ferguson (Lloyd Bridges), quien se erige en defensor de los intereses de las grandes compañías automovilísticas, que ven en el vendedor de sueños a una amenaza para el dominio de sus productos, incapaces de competir con la propuesta de un inventor a quien se persigue desde el sabotaje, la difamación y la acusación de fraude de la que finalmente sale absuelto, aunque sin la posibilidad de continuar con su empeño. La reflexión que plantea Tucker. Un hombre y su sueño desvela entre otras cuestiones la incapacidad de un entorno para asumir ideas novedosas, puede que arriesgadas y llamativas debido a la misma novedad que proponen, pero en todo caso ideas factibles capaces de transformar y mejorar el orden establecido tanto en la industria automovilística (contra la que se enfrenta Tucker) como en la cinematográfica (de la que se desligó Coppola), o en cualquier otro medio en el que primen valores inamovibles que busquen el beneficio inmediato sin contemplar aspectos relacionados con el avance, la calidad, el consumidor o los sueños de quienes, en su intento por llevarlos a cabo, se ven torpedeados, a menudo hundidos, por esa constante negativa a evolucionar por temor a perder lo ya logrado.

martes, 23 de septiembre de 2014

Sin tregua (2012)



Para realizar un comentario más exacto y acertado sobre el policíaco en su vertiente realista habría que hablar de las causas que lo hicieron posible, de las producciones o de las realidades sociales que se descubren en sus diferentes etapas, y para ello se necesitaría un espacio que aquí no tiene cabida y un conocimiento con el que no cuento. Así que a grandes rasgos decir que hacia la mitad de la década de 1940 el policíaco estadounidense experimentó un incremento de realismo que derivó en un estilo semidocumental que acercaba al espectador la cotidianidad laboral de los policías, agentes del tesoro o del FBI que pueblan películas como La casa de la calle 92 (Henry Hathaway, 1945), La calle sin nombre (William Kneighley, 1948) o La brigada suicida (Anthony Mann, 1947), a quienes se descubren enfrentándose a la criminalidad siguiendo las directrices establecidas por sus departamentos. Dejando a un lado la década de los cincuenta y producciones tan sobresalientes como Brigada 21 (William Wyler, 1951), Los sobornados (Fritz Lang, 1953) o Agente especial (Joseph H.Lewis, 1955); en los años sesenta y setenta el policíaco sufrió un aumento de violencia y pesimismo, aunque sin dejar de lado la realidad vivida por los agentes, pero sin la intención didáctica que existía en aquellas producciones de los cuarenta. Lo que prevalece en este tipo de film sería mostrar a un policía dentro de un sistema que no funciona y que le obliga a actuar desde el individualismo que profesan los protagonistas de Bullit (Peter Yates, 1968), Harry el sucio (Donald Siegel, 1971), The French Connection (Willliam Friedkin, 1971) o Serpico (Sidney Lumet, 1972), quienes a menudo transgreden normas en su intento de erradicar la delincuencia y la corrupción inherente a una sociedad enferma en su despertar del sueño americano. En los ochenta fue el medio televisivo el que aportó una visión intimista (y en cierta medida realista) con Canción triste de Hill Street (1981-1987), pero el cine de policías (que no policíaco) de la década parecía decantarse por la acción explosiva, los tiroteos y la comicidad en producciones del estilo de Límite 48 horas (Walter Hill, 1982), Superdetective en Hollywood (Martin Brest, 1984), Arma letal (Richard Donner, 1987) o Jungla de cristal (John McTiernan, 1987), con excepciones como El príncipe de la ciudad (Sidney Lumet, 1981) o Manhattan Sur (Michael Cimino, 1985). Años después, ya en el siguiente decenio, la ficción cinematográfica seguiría la línea trazada en el anterior, buscando nuevos héroes o retomando los ya existentes, aunque también se descubre otro tipo de ficción más oscura y más cercana al policíaco en thrillers tan destacados como Distrito 34: corrupción total (Sidney Lumet, 1990), Sospechosos habituales (Bryan Singer, 1995),
 Seven (David Fincher, 1995), Heat (Michael Mann, 1995) o L.A.Confidencial (Curtis Hanson, 1997). Pero, por entonces, el realismo llegaba al espectador a través de Cops (1989-), un acercamiento a las labores policiales mediante grabaciones en vivo que ofrecen, a quien tenga ganas, la posibilidad de observar la supuesta cotidianidad de agentes en acción. Volviendo al policíaco, en el año 2002 la HBO estrenó The Wire, una excelente serie emitida en cinco temporadas durante las cuales se accede al día a día de un grupo de policías en su enfrentamiento con la delincuencia, la corrupción, la incompetencia e intereses de su departamento, los problemas económicos de una ciudad en quiebra o las drogas que inundan sus calles. En ella se observa un pesimismo crítico que retrae a aquel que dominaba el policíaco de los años setenta, y obliga a los personajes a asumir posturas que a menudo conllevan infringir las leyes establecidas para poder realizar su trabajo.

Podría decirse que
Sin tregua (End of Watch) y, sobre todo parte de la obra de su director y guionista, parecen querer aportar su grano de arena a esta perspectiva realista del ámbito policial que empezó a gestarse en el pasado. Así pues, David Ayer, responsable de los guiones de Día de entrenamiento (Anthony Fuqua, 2001) o Dark Blue (Ron Shelton, 2002) y de la dirección de Dueños de la calle y Sin tregua, planteó esta última como si se tratase de un episodio de Cops que sigue la experiencia personal y profesional del agente Brian Taylor (Jake Gylleenhall) a través de las grabaciones que este realiza con su cámara, imágenes que permiten acceder a su cotidianidad y a la de Mike Zavala (Michael Peña), su compañero de patrulla; y, mediado el metraje, a la que comparte con su novia (Anna Kendrick). De hecho, este agente coloca la videocámara en cualquier parte, ya sea dentro del coche patrulla, en su uniforme o simplemente en una de sus manos, y de esas imágenes filmadas en vivo se observa a la pareja de policía inmersa en su labor, con aciertos y fracasos, se escuchan sus conversaciones, en algunos casos triviales y en otros de mayor profundidad, se accede a sus vidas, a la amistad que les une, a las relaciones familiares de Zavala o a la evolución de Taylor en su maduración personal y profesional; pero también se descubren calles marginales plagadas de drogas, de pandilleros armados y sin nada que perder u otros muchos problemas a los que ambos policías deben enfrentarse en esa cruda realidad que comparten.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Terror en una ciudad de Texas (1958)


Antes de finalizar sus días de realizador dirigiendo episodios de series ambientadas en el oeste, Joseph H. Lewis se despidió del cine con un western en el que de nuevo incidía en personajes marcados por una situación límite que les impulsa a tomar decisiones drásticas como la que se observa al inicio de Terror en una ciudad de Texas (Terror in a Texas Town, 1958), un comienzo atípico, pues se trata de la parte final del film, durante el cual se contempla un duelo desigual entre un pistolero vestido de negro y un hombre armado con un arpón. Pero este enfrentamiento tendrá que aguardar, ya que las imágenes dan paso a los títulos de crédito mientras la acción se traslada al principio de la historia, a un momento que muestra un pueblo dominado por McNeil (Sebastian Cabot), empeñado en conseguir que los vecinos vendan sus tierras porque estas esconden el petróleo con el que piensa enriquecerse. Para materializar sus intenciones contrata los servicios de Johnny Crale (Nedrick Young), un asesino a sueldo con quien había mantenido relación en el pasado, aunque en el presente el especulador le muestra su rechazo y le asegura que individuos como él no tienen cabida en una época moderna en la que la coacción encaja mejor que el asesinato; aunque como le responde aquel: <<mientras haya hombres como tú, existirán hombres como yo>>. De tal manera, la presencia en el pueblo del pistolero significa violencia, terror y el homicidio a sangre fría de Sven Hansen (Ted Stranhope), una muerte con la que se pretende dar una lección a quienes se niegan a la venta de sus propiedades.


A partir de aquí, la historia escrita por 
Dalton Trumbo, obligado a firmar el guión empleando de tapadera el nombre Ben Perry, se centra en el miedo como medio para someter a una población que, por temor, silencia injusticias como las que descubre George Hansen (Sterling Hayden) a su llegada a la ciudad. Allí, un sheriff corrupto (Tyler McVye) le notifica que su padre ha sido asesinado y que le convendría largarse, lo cual le obliga a asumir en soledad la lucha contra la criminalidad que se ha asentado en el pueblo, donde todos, incluido José Miranta (Victor Millan), testigo de la muerte de Hansen padre, guardan silencio. El primer contacto de George con el medio le permite descubrir parte de la realidad que asusta a los vecinos, la misma que le impide encontrar respuestas a los múltiples interrogantes que plantea un entorno condicionado por la amenazante presencia de Crale. Aún así, el recién llegado, arponero de profesión, decide mantenerse firme y asentarse en los terrenos heredados, lo que implica su oposición a la ambición de McNeil y su inevitable enfrentamiento a la violenta coacción representada por Johnny Crale. La situación denunciada por Lewis y Trumbo en el film parte de la experiencia del segundo con el comité de actividades antiamericanas que, empeñado en su cruzada anticomunista, perseguía a sospechosos de simpatizar con una postura ideológica distinta a la suya, circunstancia que en Terror en una ciudad de Texas se denuncia a través de la figura de Hansen hijo, quien, ante la coacción que convierte en víctimas a los habitantes del lugar, asume que solo de superar los miedos puede producirse el cambio que empieza a gestarse a partir del nuevo posicionamiento de Miranda, cuando, antes de morir, acepta que ya no tiene miedo, cuestión que afecta a su asesino hasta el punto de convertirse en su obsesión, porque en ese instante el pistolero comprende que si existen hombres que no temen a la muerte (en su decisión por denunciar injusticias) el fin de su reinado de terror y de su razón de ser son inminentes.

O Brother! (2000)


Ambientada durante la Gran Depresión, O Brother (2000) resulta una original y personal interpretación de La Odisea y, en menor medida y a modo de homenaje, de Los viajes de Sullivan (Preston Sturges, 1941), como confirma el título original O Brother, Where Art Thou? (nombre de la película que Sullivan pretende llevar a cabo en dicho film) Y como aquella magnífica propuesta de Sturges, O Brother presenta características de cine carcelario, de película de itinerario y de comedia, eso sí, con ciertos toques musicales, y todo ello para relatar desde el peculiar humor de los hermanos Coen el deambular de tres prófugos durante su accidentado recorrido por el estado de Mississippi de los años treinta. La supuesta finalidad de su ir y venir sería recuperar el botín que Ulysses Everett McGill (George Clonney), uno de ellos, asegura haber enterrado antes de entrar en presidio; pero ¿qué dos idiotas podrían creer las palabras de este marrullero que, a pesar de su verborrea, no iguala en sabiduría e ingenio a aquel aqueo a quien se le negó durante años el regreso a su añorada isla? Estos dos simplones no son otros que Pete (Tim Blake Nelson) y Delmar (John Turturro), sus compañeros de cadenas y de fatigas, que se dejan embaucar por quien, además del nombre, comparte con el héroe homérico la capacidad de adulterar la realidad para su beneficio, aunque también la nostalgia de su esposa. Esta separación obliga al pícaro, obsesionado con una marca de fijador capilar, a urdir el engaño que convence a sus compañeros y provoca que sus destinos dejan de estar en sus manos, si es que alguna vez lo habían estado, pues la escapada se convierte en una odisea plagada de contratiempos y de personajes tan extraños como ellos mismos. Así pues, durante su itinerario asoman tres hermosas sirenas, un gigante de un solo ojo, dos políticos corruptos en plena campaña electoral, un joven bluesman convencido de que ha vendido su alma al diablo o ese gángster a quien no le sienta nada bien que le llamen "Baby Face", porque dicho apodo le acarrea el conflicto emocional que merma su confianza para alcanzar el título honorífico de "enemigo público número uno" tan codiciado por aquellos años. Pero, volviendo al Ulises de los Coen, este se descubre contrario al Ulises griego, sobre todo en una cuestión de suma importancia: sus tretas nunca llegan a buen fin, de ahí que el encuentro con las tres sirenas de extremidades humanas se salde con la desaparición de Delmar (de nuevo en el correccional) o la conversación con el cíclope (John Goodman) concluya con una paliza en toda regla y con la sustracción del dinero obtenido por la grabación de un disco (que se convierte en superventas) y por su presencia durante el atraco al banco perpetrado por George "cara de niño" Nelson (Michael Badalucco) en uno de sus momentos de euforia. Finalmente este trío sin par en simpleza se reencuentra, y juntos se enfrentan al Klan, a un perseguidor que no cesa en su empeño por darles caza y a otros inconvenientes que no impiden que se presenten en el pueblo donde Penny (Holly Hunter), cansada de las promesas incumplidas de un embaucador sin tino, pretende contraer matrimonio con un pretendiente a quien considera un valor más seguro y estable. Similar a su ex con respecto a su homólogo griego, la sureña se opone a la imagen de aquella mujer homérica, paciente y acosada por pretendientes gorrones, que tejía de día y descosía de noche, a la espera de que su esposo regresase al hogar del que había partido dos décadas atrás por cuestiones de faldas según los más románticos o por intereses comerciales y estratégicos (que nada tenían que ver con deidades, helenas, paris o menelaos) según los más escépticos. Fuera como fuese la realidad de aquellos lejanos años de la Antigüedad, en la odisea de estos prófugos de la justicia no hay espacio ni para heroicidades ni para otra mitología que no sea la que forma parte de la depresión que domina el paisaje, las raíces y costumbres sureñas, el humor inteligente de los Coen o la amplia galería de pintorescos personajes que, a lo largo y ancho del polvoriento camino, entorpecen el paso del trío protagonista.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Hoy empieza todo (1999)



Dramas sociales como
Hoy empieza todo (Ça commence aujourd hui, 1999) acercan realidades incómodas que, por su propia razón de ser, no suelen captar la atención mayoritaria, más receptiva a blockbusters insustanciales y repetitivos, comedias carentes de gracia, que apenas presentan variantes las unas de las otras, o dramas faltos de honestidad que buscan a toda costa condicionar emociones y otras reacciones en el espectador. A este respecto, lo ideal sería equilibrar calidad, reflexión y evasión, aunque esto es una cuestión que atañe a los responsables directos de las películas y a los intereses e inquietudes personales del destinatario que las elige, y ahí cada quien es soberano de decidir si desea pagar por un film que no implique mayor esfuerzo que el de permanecer sentado comiendo palomitas o por una historia más compleja, y no por ello menos entretenida, que a menudo obliga a profundizar en las imágenes como las expuestas por Bertrand Tavernier en su acercamiento al centro de educación infantil dirigido por Daniel Lefebvre (Phillippe Torreton). Desde este personaje, la cámara de Tavernier accede a un entorno en crisis, dominado por problemas que afectan tanto a padres como a profesores, pero sobre todo al alumnado.


Las dificultades cotidianas a las que se enfrenta el director de la escuela no tienen que ver con la educación en sí, pues estas superan el ámbito escolar y, por lo tanto, sus efectos a corto y a largo plazo escapan al medio educativo y a los profesionales que en él trabajan. ¿Por qué y a qué se debe la falta de interés de los distintos ámbitos políticos y sociales ante un problema al que parecen dar la espalda? Acaso ¿no les afecta de manera directa e inmediata? Y si no es así, entonces ¿en manos de quién o de quiénes se encuentra el evitar que las niñas y niños del jardín de infancia de
Hoy empieza todo se conviertan en las víctimas del hoy, despojándoles de la opción de ser la esperanza del mañana? Cuestiones de este tipo no escapan a la comprensión de Daniel; por ello pone todo su empeño en paliar una situación que le desborda y que descubre hogares donde se subsiste sin apenas alimentos, condicionados por la falta de higiene o de luz eléctrica, cuyo elevado coste no puede ser asumido por padres y madres que se encuentran en el paro (con una tasa de desempleo que supera el treinta por ciento). De igual modo se comprueba que los servicios sociales ni cuentan con el equipo humano necesario ni con los medios materiales suficientes para atender a la población afectada, lo que implica que la mayoría de niños y niñas que acuden a la escuela se encuentren desprotegidos ante la desnutrición, las enfermedades, la dejadez o los maltratos que algunos sufren dentro de senos familiares rotos. Este ámbito dominado por la carestía, consecuencia de una de tantas crisis económicas nacidas de las reformas de los distintos sectores industriales y laborales, corrobora la continua presencia de problemas económicos y sociales en cualquier país de los considerados desarrollados, solo que estos contratiempos suelen pasar desapercibidos o son enterrados y olvidados por quienes no los sufren de forma directa, hasta que, creyéndose inmunes, acaban por padecerlos. Este aparente desinterés se traduce en que solo una minoría busque soluciones, a menudo insuficientes por falta de medios y apoyos, como sucede en el caso de Daniel, en constante lucha contra las adversidades que se descubren en su cotidianidad y que le exigen más de lo que puede dar. En mayor o menor medida, la realidad que se vive dentro y fuera de la escuela afecta a todos, hasta el extremo de que en algunos casos supera el límite emocional de personas como la madre que, desesperada ante la falta de ayuda y de esperanza, determina acabar de forma drástica con su vida y con la de sus hijos. Esta trágica decisión nace del incumplimiento de la promesa de bienestar que, en realidad, ni es factible ni contempla a todos los miembros que en teoría conforman una sociedad que vuelve su perezosa mirada hacia el comportamiento de esa mujer superada por las circunstancias contra las que Daniel y gente como él continúan luchando a diario, buscando soluciones que, dentro de sus posibles, contemplen las mejores opciones para evitar que los rostros inocentes que cierran Hoy empieza todo se conviertan en víctimas del presente y más adelante, en su etapa adulta, en portadores y transmisores de un problema heredado que se perpetúa en el tiempo, quizá porque quienes poseían los medios no supieron o no vieron prioritario erradicarlo.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Beau Geste (1939)



En 1924 Percival Chirstopher Wren publicó Beau Geste, la primera novela de una trilogía que completó con Beau Sabreur (1926) y Beau Ideal (1928). Dos años después, Herbert Brenon la llevó a la pantalla en un largometraje protagonizado por Ronald Colman; pero aquella producción silente no fue la única adaptación de un relato que volvería a las pantallas en posteriores ocasiones, siendo la más reconocida la realizada en 1939 por William A. Wellman. Mezclando
 aventura, desencanto, drama, intriga y camaradería, Wellman desarrolló las vivencias de los hermanos Geste durante su estancia en el África colonial, en un momento en el que se produce la pérdida de la inocencia que les había caracterizado hasta su contacto con las arenas del desierto, que nada tienen que ver con el mundo que se han visto obligados a dejar atrás, un mundo que giraba en torno a ideales, sueños y fantasías que no tienen cabida en un presente militar que les golpea y despierta a la realidad que sustituye la ilusión y el honor por la ambición, la traición y la violencia representadas en el sargento Markoff (Brian Donlevy), el suboficial al mando del destacamento de la legión extranjera al que llegan poco después de la misteriosa desaparición del zafiro "Agua azul", sustraído de uno de los salones de la mansión de Brandon Abbas (el hogar de los Geste desde la muerte de sus progenitores).


Beau (Gary Cooper) es el primero de los tres en tomar una decisión que le obliga a abandonar el hogar, dejando tras de sí una nota de despedida en la que acepta la culpabilidad del robo para evitar que las sospechas recaigan sobre sus hermanos, de tal manera que estos continúen con sus vidas. Pero Digby (Robert Preston) no puede tolerar que se rompa el nexo que les une y no tarda en seguir los pasos del mayor de los Geste, lo mismo hace John (Ray Milland), después de despedirse de Isobel (Susan Hayward), a quien ama y de quien se separa porque la lealtad fraterna le impulsa a ello. Pero lo dicho hasta ahora carecería de sentido sin el excelente prólogo realizado por el director de Cielo amarillo (Yellow Sky, 1948), ya que Beau Geste arranca en un tiempo fantasmagórico que se ubica en la aridez del desierto que rodea a un puesto militar silencioso, casi espectral, en cuyo exterior se descubre a un grupo de legionarios entre quienes destaca la presencia de un corneta que solicita escalar el muro para investigar qué ha ocurrido en el interior del recinto. Este soldado no es otro que Digby, quien, segundos después de acceder a la fortaleza, desaparece sin dejar rastro, y solo en la parte final del film se encuentra la explicación para los hechos que en ese momento se omiten. La acción retrocede quince años y presenta a los tres hermanos jugando a ser héroes en mil y una batalla, una imagen que se perpetúa hasta su entrada en la legión extranjera, idealizada durante sus aventuras infantiles. Aunque allí, bajo el yugo del brutal sargento (arquetipo del villano lineal, en oposición a un héroe también unidimensional), su idealismo toca a su fin, pues la imagen romántica que se habían hecho de la legión (y de la vida) se rompe ante una realidad mundana, sádica y brutal, habitada por individuos como Markoff y por otros legionarios ajenos a la lealtad, al honor y a los sueños de gloria que concluyen definitivamente en un final que cierra de manera brillante este oscuro clásico de aventuras.

sábado, 13 de septiembre de 2014

El vals del emperador (1948)

Suena contundente, pero de todos los trabajos escritos por la dupla Wilder-Brackett, fuesen aquellos dirigidos por otros o por el primero, El vals del emperador (The Emperor Waltz) es sin paliativos el más irregular y el menos wilderiano. La contundencia no es mía, es del propio Billy Wilder, que prefería no hablar de este film o, en su defecto, referirse a él como un error del que no tenía nada más que decir. Si se observa la filmografía de Wilder, se descubre en ella a un cineasta moderno y mundano que miraba la realidad con descaro y la interpretaba dese su ironía, nada amable y ajena a los lujos y a la fantasía que dominan en una película como esta, de ahí que sus largometrajes, la mayoría, aborden temas poco o nada glamurosos que, en menor o mayor medida, esconden la crítica a la hipocresía social a la que se accede a través de las vivencias de hombres y mujeres que uno mismo podría encontrarse a la vuelta de la esquina o, simplemente, en el reflejo del espejo. Por contra, los ambientes lujosos por donde transitan los personajes acartonados de El vals del emperador se antojan más adecuados para directores como Mitchell Leisen y, sobre todo, para alguien como Ernst Lubitsch, acostumbrado a rodar comedias elegantes ambientadas en un París de ensueño, en reinos imaginarios o países centroeuropeos que, en muchos casos, presentaban características de las operetas en las que Wilder, a pesar de haber nacido en Galicia (en la actual Polonia) y vivido en Viena o Berlín, no estaba interesado. La ausencia de una idea acorde a intereses propios, provocó que Wilder no supiese dotar a esta comedia romántica, con pinceladas de musical, de su  acidez reflexiva habitual, lo que provoca que, a medida que avanzan los minutos, el film pierda fuerza e interés, incluso para el más acérrimo admirador del genio de El apartamento. Aún así, el inicio de El vals de el emperador posee cierto atractivo y el acierto de presentar a cuatro personajes que el realizador empleó única y exclusivamente para introducir los flashback en los que se desarrolla la práctica totalidad de una historia ambientada en Austria en el siglo XIX, en la época de Francisco José I (Richard Haydn). La acción se inicia en uno de los palacios del emperador, en cuyo salón de baile suena la pieza de Johann Strauss (hijo) que da título a la película, allí se contempla a un grupo de nobles bailando, a la espera de la aparición del monarca. Sin embargo quien hace acto de presencia es un individuo cuyo atuendo choca con el lujo y la irrealidad que se respira en el ambiente, lo que provoca que el cuarteto de la alta sociedad centre su atención en él y observe desde la distancia la conversación que el desconocido mantiene con una aristócrata austriaca. Gracias a las palabras de los chismosos y a la vestimenta del recién llegado se comprende que Virgil Smith (Bing Crosby) no pertenece a ese mundo de ostentación en el que se introduce de forma clandestina, y que simplemente se trata de un vendedor oriundo de Estados Unidos que, tiempo atrás, llegó a ese espacio irreal para vender un gramófono al emperador. Pero, por casualidades y amoríos perrunos (parte de las escenas cómicas giran en torno a dos perros en los que se representan rasgos humanos), Smith se enamoró de la condensa Johana Augusta Franziska (Joan Fontaine), la misma mujer con quien discute en el presente y con quien en el pasado contactó desde el rechazo para posteriormente sustituirlo por una aceptación que no entiende de razas (en el caso de sus perros) ni de estamentos sociales (en el suyo). Sin embargo, los supuestos seres racionales plantean mayores problemas que los animales, pues aquello que resulta sencillo para la inteligencia canina se complica en la racionalidad humana, limitada o condicionada por miedos, prejuicios, dudas, suposiciones o cuestiones materiales como el nivel de vida al que el uno y la otra están acostumbrados. Pero El vals del emperador no logra ironizar ni profundizar en el enfrentamiento de clases del que Billy Wilder ofreció breves pinceladas humorísticas, como tampoco logra captar y mantener la atención del espectador, quizá porque nunca llega a interesar a la de su responsable, pues parece evidente que Wilder no sintió suya una película que de algún modo (quizá inconsciente) le sirvió para homenajear a Lubitsch, fallecido un año antes del estreno de esta comedia de la que será mejor no hablar.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Brother (2000)


La mayor parte del metraje de Brother (2000) se desarrolla en suelo californiano, un espacio inusual para las producciones realizadas por Takeshi Kitano, aunque esta ubicación espacial no afecta al discurso del cineasta, más bien lo potencia, porque en ella se reafirma su peculiar sentido del humor, su estilo narrativo-visual y su gusto por desarrollar personajes silenciosos, incapaces de exteriorizar sus sentimientos y con aparente dificultad para asumir y experimentar relaciones afectivas. Estos rasgos que definen la personalidad de los individuos interpretados por el actor-director no impiden que los sentimientos y emociones existan más allá de la ausencia de palabras, como tampoco impiden que los lazos afectivos que surgen entre Denny (Omar Epps), un delincuente de poca monta, y Yamamoto ("Beat" Takeshi), un yakuza de escasa conversación a quien se descubre recorriendo las calles de una ciudad que no tarda en resultarle similar al espacio que ha dejado atrás. Aniki Yamamoto ha escogido la localidad californiana como su lugar de destino porque allí reside su hermanastro Ken (Claude Maki), un camello que malvive en compañía de tres colegas entre quienes se descubre a Denny, el joven a quien Aniki golpea al inicio del film, cuando desconoce que se convertirá en el centro de sus sentimientos fraternales gracias a una relación basada en los juegos de azar y los silencios que comparten. En este joven reconoce características similares a las de los hermanos que dejó tras de sí como consecuencia de la derrota de los suyos ante el clan rival que provocó su precipitada salida de Japón. Para hacer comprender la personalidad de este individuo recién llegado a suelo americano, el Kitano director se valió de un flashback en el que se expone la realidad en la que habría vivido hasta que las circunstancias le obligaron a abandonar su medio natural, donde transitaba por un espacio de delincuencia y violencia con el que se identifica por completo. Durante este lapso temporal se comprende que Aniki no duda a la hora de emplear la violencia, ya que para él, o para gente como él, morir y matar forman parte de una cotidianidad condicionada por el código de conducta que les hermana y les obliga a sacrificarse por sus iguales y por sus superiores, de ahí el gesto de Kato (Susumu Terajima) en el presente americano, cuando se quita la vida a cambio de que Ishihara (Ryo Ishibashi), el jefe de la mafia japonesa de Little Tokyo, acepte asociarse con el exiliado. En Brother se simboliza la caída de este gángster en su mundo como su muerte en vida, por ello, al llegar a los Ángeles deambula sin aparente interés, sin comprender el idioma y sin intención de adaptarse a un entorno con el que nunca se identifica, pero en el que no desaprovecha la efímera ilusión de resucitar antes de su fin, cuando, consciente de que todo se acaba, asume su condición de hermano, pero no de Ken, pues en este no encuentra al igual que sí halla en Denny, con quien comparte una relación que similar a la experimentada con sus iguales yakuzas.

jueves, 11 de septiembre de 2014

La maldición de Frankenstein (1957)



El destino de Hammer Films y el de Terence Fisher se unieron en 1951, meses antes de que los responsables de la productora le ofreciesen la dirección de Chantaje criminal (The Last Page, 1952), aunque no sería hasta seis años y diez películas después cuando el cineasta realizó La maldición de Frankenstein (The Curse of Frankenstein, 1957). En esta película desarrolló el estilo visual que le haría famoso, pero sobre todo ofreció un nuevo enfoque del terror cinematográfico. Desde aquel instante de madurez artística y creativa, fueron muchos y muy buenos los títulos que Fisher rodó para el estudio fundado por Enrique Carreras y William Hinds. Pero este logro no habría sido posible de no haber existido una simbiosis entre ambas partes, una combinación en la que Fisher aportó su creatividad y su poética, mientras que el estudio le proporcionó la libertad necesaria para desarrollarlas en compañía de excelentes colaboradores, entre ellos el guionista Jimmy Sangster, el director de fotografía Jack Asher o los actores Peter Cushing y Christopher Lee, sin duda los rostros más populares de la mítica productora. Así pues, emulando lo realizado
 veintiséis años atrás en la Universal de Carl Laemmle, con títulos como Drácula (Tod Browning, 1931), El doctor Frankenstein (Dr. FrankensteinJames Whale, 1931) o La momia (The MummyKarl Freund, 1932), la asociación Fisher-Hammer marcó un nuevo rumbo genérico al dotar a aquellos personajes clásicos de colorido, de deseo carnal (liberador para unos y represor para otros) y de mayor abstracción psicológica, como delata el comportamiento del barón Victor Frankenstein (Peter Cushing), a quien Fisher presentó entre las sombras de una celda donde aguarda a ser ejecutado. Debido a la popularidad del personaje ideado por Mary W. Shelley, en ese instante inicial se podría sospechar cuál fue su delito; sin embargo, este comienzo, en el interior del presidio, provoca un nuevo enfoque de aquel a quien la escritora apodó "el moderno Prometeo".


Dentro de los muros, Victor, violento y desquiciado, exige a un sacerdote que escuche la verdad de los hechos que se desarrollan a lo largo de la analepsis que ocupa la mayor parte del film. Durante este retroceso temporal se comprueba la obsesiva evolución del aristócrata en su afán por dotar de vida a una criatura muerta, pero su postura resulta contradictoria a este respecto, ya que si bien busca el modo de ofrecer la vida, no duda en quitarla para alcanzar su fin (asesina al profesor que ha invitado para apoderarse de su cerebro), lo que desvela su desdeño por la existencia humana tal y como él la comprende, ya que le resulta repleta de ataduras morales de las que se desentiende (de ahí su aislamiento del mundo exterior a su mansión) durante sus largos años de investigación al lado de su tutor Paul Krempe (Robert Urquhart). ¿Loco, visionario, amoral o un ser instintivo que prescinde de los límites de la ética para satisfacer sus deseos más primarios? Este "mad doctor" de la Hammer se desentiende de lo establecido, trasgrede costumbres y normas en su afán por convertirse en un ser supremo, controlador de vida y muerte, aunque, durante su trayectoria hacia el conocimiento (para él absoluto), se convierte en un esclavo de su inalterable necesidad de materializar la idea que le consume y lo convierte en el verdadero monstruo de la película. Ante el comportamiento de su amigo, Paul (la imagen de la aceptación) reniega de Frankenstein, aunque permanece a su lado para no alejarse de Isabel (Hazel Court), obligada por los convenios sociales a casarse con Victor, y siempre ajena a la verdadera naturaleza que se esconde en la mente de un científico más feroz y peligroso que la criatura (Christopher Lee) a la que concede el don de la vida, si así se le puede llamar a la condena que significa para el recién nacido una existencia no deseada y limitada por su creador. De tal manera, se comprende que la criatura es una víctima más del aristócrata que en el presente carcelario semeja delirar en su exposición de lo ocurrido, consumido por la desesperación que le provoca la inminencia de su propia muerte y la certeza de que nadie, ni siquiera Paul, cree en los motivos que le han llevado hasta allí, y que nunca llegan a saberse si son ciertos, pues la confesión (y por lo tanto las imágenes que la recrean) nacen de palabras subjetivas que podrían ser fruto de la locura que se ha apoderado de él.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

La nave blanca (1941)


Aparte de entretenimiento, espectáculo o arte, el cine es un medio de expresión que conecta de inmediato con las masas, lo que provoca que sea idóneo para trasmitir y acercar ideas al espectador, aunque en ocasiones con la intención de condicionar o alterar su percepción y su pensamiento. Estas manipulaciones no son exclusividad de una postura ideológica concreta sino que se encuentra al servicio de aquellas que prevalecen en determinadas épocas y lugares. Uno de los periodos que mejor ejemplifican el fenómeno de propaganda política en el cine abarcó parte de la década de 1930 y la primera mitad de la siguiente; durante aquellos años, en diferentes latitudes del globo, se produjo el auge, el asentamiento y la caída de algunos sistemas políticos totalitarios, objeto de denuncia de las producciones de propaganda realizadas tanto en Hollywood como en Gran Bretaña, películas que, al tiempo que defendían su postura, criticaban y advertían de los peligros inherentes a los regímenes que regían el destino de países como Alemania, Italia, Japón o la España de aquel dictador que impuso el doblaje de las producciones extranjeras y la proyección de noticiarios subjetivos al gusto de su ideario. En estos y en otros países se realizaban producciones que se encontraban sometidas al control de los censores y al servicio de los intereses políticos del momento; pero, en la actualidad, aquellas mismas películas permiten evaluar y reflexionar acerca de las diversas interpretaciones e intenciones ideológicas, políticas y sociales de la época. De tal manera, en el presente, cualquier espectador dispuesto a ello puede realizar un visionado crítico, ajeno a las pretensiones de quienes deseaban condicionar a la opinión pública desde perspectivas que ensalzan una idea: la suya.


A grandes rasgos, las producciones realizadas bajo el control de aquellos regímenes solían ser comedias con las que se intentaba alejar al espectador de la realidad circundante, epopeyas históricas en las que se ensalzaban supuestos valores nacionales o films
 en los que prevalecía un afán didáctico al servicio del sistema dominante; en el caso de La nave blanca (La nave bianca, 1941), el que controlaba la Italia de 1942. Por aquel entonces, Francesco de Robertis (responsable del centro cinematográfico de la marina italiana) encargó a Roberto Rossellini la filmación de un documental sobre la marina transalpina. El proyecto acabó siendo el primer largometraje de ficción realizado por el responsable de Roma, ciudad abierta (Roma città apperta, 1945), aunque años más tarde, Rossellini recordaría que a él solo se debía la parte que detalla las labores desempeñadas por los marinos que viajan a bordo de un buque de guerra antes y durante la batalla que les enfrenta a la marina inglesa. No obstante, a lo largo del metrajela pretendida veracidad de las imágenes de La nave bianca se contradice con diálogos repletos de palabras ambiguas como deber, honor, sacrificio,... o con expresiones forzadas para los momentos de tensión bélica en los que se desarrolla la acción, lo que provoca la sospecha de que, más que mostrar, la intención principal de la película sería la de adoctrinar, cuestión que se reafirma cuando la cámara fija su atención sobre inscripciones que lucen en el interior del navío: <<El que duda, pierde>> u <<Hombres y máquinas, un solo latido>>, sentencias que parecen indicar la necesidad de crear mentes no pensantes que acaten sin dudar el ideario impuesto por quienes ostentan el control.


Aparte de la didáctica al servicio de la ideología fascista, el primer tramo del film resulta preciso a la hora de mostrar el funcionamiento de la nave y de su maquinaria de guerra, pero el afán realista mostrado por 
Rossellini De Robertis pierde presencia en su segunda mitad (realizada por este último), en la que se exaltan supuestos valores patrios, representados en las enfermeras y en los soldados que son atendidos en el buque hospital "Arno". Como consecuencia del nuevo entorno, y de dos personajes que adquieren mayor relevancia, el carácter documental acaba por desaparecer por completo y cede su lugar a un tono más emotivo, con el que se intentaría sensibilizar al espectador y guiar su pensamiento hacia la aceptación de la grandeza estipulada por un régimen que, en la realidad histórica, carecía de ella.