viernes, 4 de julio de 2014

Dies irae (1943)


Trece años después de realizar Vampyr, su primer largometraje sonoro, Carl Theodor Dreyer logró la financiación necesaria para regresar a la dirección con un drama basado en la obra teatral de Hans Wiers-Jenssen, quien a su vez se había inspirado en hechos reales acontecidos en una aldea danesa durante el siglo XVI, y que Dreyer trasladaría a la segunda década del siguiente. Con Dies irae (Vredens Dag, 1943) el cineasta danés inició la última etapa en su obra fílmica, que presenta un estilo característico que también se descubre en posteriores producciones como OrdetGertrud, en las que tanto las mujeres protagonistas como las imágenes, dominadas por un enfrentamiento entre los claros y las sombras, se convierten en los catalizadores emotivos de lo que se cuenta. Dies Irae se abre con la lectura del canto al que hace referencia el título para crear la atmósfera opresiva que envuelve un entorno rural marcado por la desconfianza y la intolerancia de la comunidad luterana que señala y condena a quienes se apartan de la austeridad dominante. Como consecuencia de la religiosidad intransigente existen acusaciones de brujería, aunque estas no tienen más base que aquella que surge de sospechas irracionales que intentan demostrarse mediante la aplicación de las torturas físicas a las que son sometidos aquellos que, como Martha (Anna Svierkier), la aldeana a la que queman hacia la mitad de la película, son inculpados de mantener tratos con el diablo. El empleo de los métodos violentos no enturbian las conciencias de los seres sombríos que los aplican, pues asumen que estos están dictados por la fe, malinterpretada por la ignorancia y por el constante rechazo a los pequeños destellos de luminosidad como el que se descubre en Anne (Lisbeth Movin) cuando se enamora de Martin (Lerdorff Rye). Desde el primer momento, Anne se erige en el eje del film, desde ella se muestra la interioridad de alguien que se consume desde niña, instante en el que fue obligada a contraer matrimonio con Absalon Peterssen (Thorkild Roose), un eclesiástico que la triplica en edad y que resulta ser el padre del hombre a quien entrega su amor. Tras años de sufrimiento silencioso, la joven recupera la esperanza de encontrar la felicidad al aferrarse al sentimiento que brota de la presencia de Martin, a quien se observa consumido por el remordimiento de mantener una relación amorosa que le atormenta. Dentro de este panorama opresivo, Anne asume un pensamiento más allá del fanatismo religioso que se observa en el resto de personajes, lo que le permite ese destello de luz que rompe su gris monotonía, incluso cuando comprende la imposibilidad de que su amor triunfe dentro de un espacio donde quienes, como ella, pretenden cambiar sus existencias son condenados por la intolerancia y la represión de aquellos que visten trajes oscuros acordes con sus rostros apagados y su invariable tono de voz, pues en ellos no se encuentra más emoción que el fanatismo latente que anida en personajes como Absalon, su madre (Sigrid Neiiendam) e incluso en Martin, quien finalmente se aleja de Anne al considerar que lo ha seducido empleando artes oscuras.

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