lunes, 14 de abril de 2014

Las joyas de la familia (1965)


Cada uno de los seis hermanos Peyton podría ser el protagonista exclusivo de su propia comedia disparatada, pero Jerry Lewis los reunió a todos en una película en la que su capacidad para desdoblarse en varios personajes se vio aumentada hasta siete veces. Pero como en todo su cine, Las joyas de la familia (The Family Jewels, 1965) esconde más de lo que a priori se puede observar en la pantalla, de hecho quizá sea su film más complejo, además de marcar un punto de inflexión en su carrera artística, al finalizar la relación contractual que desde 1948 le unía a la Paramount, pero sobre todo por el cambio que se observa en su personaje, a quien ya no se descubre rechazado por cuantos lo rodean o sometido al control de una figura materna dominante, y sí más autocrítico que los anteriores. En esta excelente comedia, Lewis hizo evolucionar su papel de antihéroe honesto y torpe en un entorno deshonesto hasta dividirlo en siete caras de las que se valió para incidir en la importancia de las apariencias dentro de la sociedad, un tema fundamental desde sus inicios como realizador en El botones, en la que el actor interpretó al mozo del hotel y a sí mismo, lo que permitió un primer esbozo de esa doble cara que en El profesor chiflado alcanzó su madurez al enfrentar al introvertido y sumiso profesor Kelp con su dominante alter ego Buddy Love.


En un primer momento de Las joyas de la familia se observa a Willard (Jerry Lewis) y a la pequeña Donna Peyton (Donna Butterworth) jugando en un campo de baseball como si fuesen padre e hija, y sin embargo resulta que él trabaja para ella como chófer y guardaespaldas, aunque no se tarda en comprender que su relación sí es paterno-filial, además se descubren como los únicos personajes que se muestran sin necesidad de máscaras o mentiras que oculten sus defectos o sus deseos, y lo hacen porque son ajenos a las apariencias, al dinero o al éxito que si rigen el comportamiento de los demás. La prioridad absoluta de Williard es el bienestar de la niña a quien cuida y atiende como si fuese su propia hija, sin embargo, Donna no puede escogerle como nuevo padre porque el testamento del auténtico deja claro que ha de elegir entre sus seis tíos, aunque mejor sería decir cinco, porque a Bugs, el gángster fantasma, se le da por muerto. El periplo familiar de la niña se inicia en compañía de su amigo, a quien escogería sin dudar como padre desde mucho antes del fallecimiento del biológico, pero, obligada por la última voluntad paterna, debe separarse de Willard y convivir durante dos semanas con cada uno de sus estrafalarios parientes. De ese modo, Donna descubre a su tío James, un viejo lobo de mar que miente sobre sus experiencias marinas, a Everett, el payaso que solo piensa en el dinero mientras habla de lo mucho que detesta la risa de los niños, a Julius y su dudoso talento para fotografiar a las modelos que lo aceptan por ser el fotógrafo, al capitán Eddie, que ni disfrazando su trimotor logra disimular sus carencias, y a Sheylock, que asume la personalidad de Sherlock Holmes hasta que se sumerge en una partida de billar a la que concede prioridad sobre la seguridad de su sobrina, en ese instante secuestrada por Bugs. Para demostrar que todos los tíos poseen un doble rostro, Lewis desarrolló una serie de gags que se encuentran entre los más logrados de su filmografía, destacando el recuerdo marino de tío James, en el que sus palabras se ven desmentidas por las imágenes que evoca, las peripecias aeronáuticas del capitán Eddie o la habilidad sobre el tapete de ese detective a quien siempre acompaña su querido Matson (Sebastian Cabot), aunque en todo su conjunto se descubre el ingenio y la personalidad de su creador, que llevó al extremo un discurso pesimista sobre las apariencias, así como el significado que estas tienen dentro del entorno que obliga a inocentes como Willard y Donna a dejar de serlo y aceptar el engaño como único medio para alcanzar aquello que saben verdadero.

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