domingo, 23 de marzo de 2014

El pecado de Harold Diddlebock (1947)


Tras su paso por la Paramount Pictures, donde fue el primer guionista que accedió a la dirección, Preston Sturges decidió proseguir su camino en solitario, y para ello cometió el error de asociarse con Howard Hughes para crear la California Pictures, una productora de la que el cineasta poseería el cuarenta y nueve por ciento de las acciones y el magnate el cincuenta y uno. Aunque Sturges se reservó el derecho a elegir sus proyectos, y la libertad creativa y presupuestaria para llevarlos a cabo, su primera y última producción para "su" empresa cinematográfica sufrió cortes y dos montajes ajenos a él, y de ese modo lo que iba a ser su independencia absoluta se convirtió en el principio del fin de la carrera de quien posiblemente fue el mejor director de comedias del primer lustro de la década de 1940. Tras barajar varias posibilidades, el realizador de Los viajes de Sullivan (Sullivan's Travels, 1941) se decantó por homenajear al slapstick silente, en particular al actor Harold Lloyd, uno de los grades mitos de la comedia muda, a quien convenció para que regresara a la pantalla después de un periodo de retiro que ya duraba nueve años. Como prueba de sus intenciones, Sturges inició El pecado de Harold Diddlebock (The Sin of Harold Diddlebock, 1947) con una secuencia de El estudiante novato (The Freshman, Fred Newmeyer y Sam Taylor, 1925) (comedia protagonizada por el propio Lloyd), que sirvió para introducir a un joven que triunfa en los terrenos de juego donde todo son felicitaciones y una oferta de empleo que acepta tras concluir sus estudios universitarios. Como se observa en el almanaque en el que se suceden las fotografías y los nombres de los presidentes de la nación, los años pasan hasta detenerse dos décadas después y volver la atención de la cámara sobre aquel antiguo ganador a quien se descubre en la misma mesa de trabajo donde se acomodó el primer día de su vida laboral. Esta situación confirma que las promesas de triunfo se esfumaron tiempo atrás, dejando paso a la monotonía presente de un individuo derrotado que no tarda en ser reclamado por quien le había ofrecido el puesto, y que le informa de su despido alegando como causa su estancamiento profesional.


Ahora, Harold se encuentra en la calle, con poco más de los dos mil dólares que suman sus ahorros, pero antes de abandonar la oficina se atreve a confesar sus sentimientos a la señorita Otis (Frances Ramsden), así como el amor que también sintió por cada una de sus seis hermanas (quienes sucesivamente antes que ella habían trabajado en la empresa), lo que vendría a recalcar la nula predisposición del despedido a la hora de asumir cambios o riesgos. Sin rumbo y sin tener claro su presente, Harold acaba en un bar en compañía de un desconocido y de un barman que, sorprendido por descubrir que delante tiene a un cliente que nunca ha probado el alcohol, le prepara un explosivo combinado que Diddlebock apura hasta transformarse en un individuo que pierde los papeles, de modo que gasta todos sus ahorros en fiestas y apuestas, para despertarse dos días más tarde sin recordar nada de lo sucedido. La resaca trae consigo la noticia de que es dueño de un coche de caballos y de un circo del pretende desprenderse, y para lograrlo surge el yo que ha estado aletargado durante años. A partir de ese instante se desata el ritmo desenfrenado que domina esta comedia con altibajos, aunque mucho mejor de lo que en su momento se dijo, pues si bien no alcanza el nivel de las mejores producciones de
 Sturges, el director, productor y guionista sí supo sacar provecho de las capacidades cómicas de Lloyd en escenas como la que se desarrolla en la cornisa de un edificio donde Diddlebock intenta no caerse mientras recupera a uno de sus leones, una secuencia que recuerda y homenajea a las protagonizadas por el actor en las excelentes El hombre mosca (Safety Last!, Fred Newmeyer y Sam Taylor, 1923) y ¡Ay, que me caigo! (Feet First, Clyde Bruckman, 1930). Pero en la mayor parte de los momentos hablados del film, la actuación de Lloyd no convence, aunque la carencia dramática de la estrella se atenúa gracias a la presencia del elenco habitual de Preston Sturges en sus comedias en la Paramount, entre quienes se echa en falta a William Demarest, que no aceptó el papel propuesto por el cineasta porque no lo consideró acorde a su nuevo estatus de cotizado actor de reparto, lo que derivó en el fin de la buena relación que hasta entonces mantenía con el realizador de El gran McGinty (The Great McGinty, 1940).

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