lunes, 31 de marzo de 2014

El hombre mosca (1923)


Gracias a sus colaboraciones con el productor Hal Roach en cortometrajes de enorme éxito, Harold Lloyd se convirtió en uno de los fenómenos más populares de la pantalla, lo que le permitió dar un siguiente paso y probar fortuna en películas de mayor duración como sería Hacia Broadway (Hal Roach, 1919), un corto de dos rollos, o Never Weaken (Fred Newmeyer, 1921), en la que el actor vive una situación en las alturas similar a la que dos años después desarrollaría en todo su esplendor en El hombre mosca (Safety Last!, 1923), uno de sus largometrajes más emblemáticos y una de las grandes comedias rodadas en el Hollywood silente. La película se inicia instantes antes de que el chico, personaje común a otros interpretados por Lloyd, se traslade a la gran ciudad donde espera ganar el dinero suficiente para poder casarse con la joven que le despide en la estación. Sin embargo, transcurridos seis meses desde aquel día, se descubre que tanto él como su amigo Bill (Bill Strother) malviven de empleos mal remunerados que apenas les permiten pagar el alquiler del apartamento que comparten. Aún así, para mantener la ilusión de su novia, le escribe cartas en las que comenta sus grandes progresos, incluso gasta el poco dinero que tiene en comprarle un colgante y una cadena para demostrar lo holgado de su situación económica. Pero la realidad es totalmente distinta a la que ella se imagina en el pueblo, ya que su novio trabaja como dependiente en los grandes almacenes donde, ya sea en su interior o en su exterior, se desarrolla la práctica totalidad de los excelentes gags que componen El hombre mosca. Durante el primer tercio del metraje se observa el día a día del muchacho, ofreciendo situaciones tan hilarantes como su intento por no llegar tarde al trabajo o su lucha por sobrevivir a la jornada de rebajas, ante una clientela que da rienda suelta a un consumismo de alto riesgo para la integridad física de los empleados. Aunque lo mejor del film se inicia poco después de que el personaje interpretado por Mildred Davis se presente sin previo aviso en los almacenes, donde el chico se las ingenia para mantenerla engañada con respecto a su situación laboral. De ese modo, ella se convence de que él es el gerente, y como tal le pide que le deje ver su despacho, donde posteriormente Harold escucha la conversación que le trae a la mente el recuerdo de Bill trepando con suma facilidad por la fachada de un edificio para despistar al policía (Noah Young) que le persigue. Esa imagen le convence para proponer a sus jefes la estrategia publicitaria de la que hablan, y que consiste en anunciar por toda la ciudad que un hombre misterioso ascenderá por la pared de los almacenes. Pero, cuando se dirige con su amigo a realizar semejante hazaña, aquel mismo policía no cesa en su empeño por atrapar a Bill, lo que conlleva un cambio de planes y que el chico asuma la escalada de los primeros pisos del edificio, a la espera de que su compañero despiste al agente de la ley, algo que resulta imposible y provoca que el dependiente deba continuar con la arriesgada empresa. La parte final de El hombre mosca resulta una estimulante mezcla de los intentos de Bill por dar esquinazo a su perseguidor y de escenas en las que Lloyd, a pesar de que le faltaba meda mano, dio una lección de comicidad, agilidad y equilibrio, pero al tiempo supo crear la tensión necesaria para la situación por la que atraviesa su personaje, obligado por las circunstancias a realizar todo tipo de proezas que podrían acabar con él o proporcionarle mil dólares y el fin de sus problemas.

viernes, 28 de marzo de 2014

Robin Hood (2010)

Cuando se anunció que Ridley Scott iba a rodar una nueva versión de Robin Hood se especuló con la posibilidad de alejar al personaje del héroe clásico que hasta entonces se había visto en pantalla, aunque existen excepciones tan afortunadas como el antihéroe encarnado por Sean Connery en el Robin y Marían de Richard Lester. Pero el guión inicial "Notthingham", que supuestamente planteaba la posibilidad de que el arquero de Sherwood dejase su puesto de héroe de la función al sheriff del condado, no convenció al director de Blade Runner, por lo que el libreto hubo de ser reescrito por completo, decantándose por un acercamiento más tradicional a la figura de Robin (Russell Crowe), a quien se presenta como un cruzado anónimo de clase baja que regresa a Inglaterra después de la muerte del rey Ricardo (Danny Huston). Pero con todo lo que se dijo, y con lo que después se vio, se podría decir que Robin Hood no aportó nada nuevo al género de aventuras y poco al personaje, ni siquiera en su condición social. La mayor diferencia respecto a otros films con Robin Hood como protagonista estriba en el tratamiento que Scott concedió a Lady Mariam (Cate Blanchett), que, como otros personajes femeninos de su fillmografía, muestra un carácter combativo y decidido que no se encuentra en la mayoría de sus predecesoras, de modo que su personalidad resulta más cercana a la del desconocido que se convertirá en la leyenda que ha servido como fuente de inspiración a escritores y cineastas. Los primeros compases de Robin Hood muestran a un hombre que pretende tomar las riendas de su existencia, además se perciben destellos de aquel en quien se convertirá hacia el final del film; aunque en ese primer instante solo piensa en sí mismo, y no es hasta su encuentro con el moribundo Robert Locksley cuando se plantea cuestiones ajenas a sus intenciones, sobre todo a raíz del descubrimiento de un grabado en la espada que acepta entregar al padre del noble fallecido. Decidido a cumplir la promesa realizada al finado, Robin emprende el camino a Nottingham, pero antes de alcanzar su destino se produce su primer encuentro con Juan (Oscar Isaac), recién coronado e igual de antipático, incompetente y ambicioso que los anteriores príncipes cinematográficos que llevaron su nombre. Sin embargo, a lo largo de la película, a este reyezuelo se le concede la oportunidad de enmendarse y de ganarse el favor de un pueblo necesitado de la justicia y la libertad ausentes en esa tierra donde finalmente Robin se convierte en el guía para alcanzarlas. A pesar de que el film de Ridley Scott se ubica en un marco histórico concreto, dominado por la pobreza, la hambruna y la rivalidad entre Francia e Inglaterra, la historia podría haberse desarrollado en cualquier otro contexto de injusticia y miseria, pues la figura del héroe se descubre similar a la de tantos otros que habitan en el cine épico, entre ellos el general romano al que Russell Crowe dio vida en Gladiator. Incluso, por momentos, en Robin Hood se dejan notar influencias de otras producciones ajenas a Scott, como sería Braveheart (Mel Gibson, 1995), película que en los años noventa devolvió a la épica cinematográfica a lo más alto, o Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998); al menos esa es la impresión que produce la escena del desembarco de las fuerzas francesas en una playa inglesa hacia el final de la película.

47 ronin (1962)

Como parte de la celebración de su treinta aniversario, la productora Toho, durante años uno de los tres grandes estudios cinematográficos de Japón, decidió tirar la casa por la ventana y producir una nueva versión de la épica historia de los leales cuarenta y siete ronin, y para ello contó con la mayoría de las estrellas que tenía en nómina. El nombre de Toshiro Mifune, el rostro más cotizado y emblemático de la casa, encabezó la extensa lista de actores y actrices que se dejaron ver a lo largo de las tres horas y media que dura el largometraje, aunque su presencia en la pantalla resulta mínima y prescindible para el desarrollo argumental de la enésima adaptación de una de las historias más populares en el país del sol naciente, y uno de los mejores acercamientos al legendario suceso, expuesto desde una perspectiva contraria a la empleada por Kenji Mizoguchi en otra destacada versión realizada entre 1941 y 1942. Hiroshi Inagaki, responsable de la exitosa trilogía Samurái protagonizada por Mifune, fue el encargado de sacar adelante una superproducción que apostó por el movimiento a la hora de recrear la gesta de los ronin del clan Asano, ofreciendo mayor atención al épico desenlace y a los hechos anteriores a la agresión que Asano (Yûzô Kayama), fuera de sí, comete sobre Kira (Chùsha Ichikawa) durante su estancia en la Gran Mansión, donde se encarga de los preparativos de la celebración que allí va a celebrarse. En el palacio se observan sus diferencias con el chambelán que supervisa su cometido y que constantemente le reprocha por la ineptitud que muestra en su trabajo, ridiculizándolo en determinadas ocasiones porque no ha olvidado el trato recibido en el pasado por Asano (cuestión que se conoce al inicio, en la reunión que Kira mantiene con el shogun). Mediante el dinamismo empleado por Inagaki se combina la intimidad de los afectados con la épica de la resolución del conflicto, de un modo en el que ambos aspectos funcionan como un armonioso conjunto en el que se enfrentan dos maneras de entender un entorno condicionado por la tradición, donde el pensamiento de Kira muestra una postura menos rígida que aquella que se descubre en las conductas de los vengadores, supeditados a las normas de un código que el chambelán no comparte, pues él prefiere vivir que morir por palabras a las que no encuentra sentido. 47 ronin (Chùshingura), que nada tiene que ver con la decepcionante versión fantástica realizada por el debutante Carl Rinsch en 2013, se divide en dos partes: "Flores" y "Nieve"; aunque se presenta desde tres grandes bloques argumentales. El primero narra el hecho anteriormente citado, que deriva en la sentencia de muerte del líder del clan que da paso al segundo punto de interés, que nace como consecuencia del suicidio ritual al que es condenado el daimyo, de la abolición del clan y de la impunidad de Kira. A partir de ahí la película muestra los comportamientos y las maquinaciones secretas de los repudiados, más de sesenta samuráis sin señor que firman un documento en el que se comprometen a esperar el momento adecuado para rehabilitar a la familia y alcanzar la venganza exigida por su código de honor. De ese modo la acción alcanza el tramo final, durante el cual cuarenta y siete de los ronin firmantes asumen su compromiso, a pesar de que signifique su propia muerte, e irrumpen espada en mano en la mansión de Kira para lograr su objetivo.

miércoles, 26 de marzo de 2014

El kimono rojo (1959)


Alfred Hitchcock
empleaba la expresión "Macguffin" cuando se refería a las distracciones narrativas que utilizaba en sus películas para abordar cuestiones de mayor relevancia argumental. Este artificio no fue exclusividad del cineasta británico, también fue usado por otros grandes directores, aunque estos no tuvieran un nombre para referirse a la distracción tras la que escondían aspectos más profundos de la trama. Un ejemplo lo encontramos en Samuel Fuller y El kimono rojo (The Crimson Kimono), cuya trama criminal apenas tiene mayor interés que el otorgado por el director de Uno Rojo, división de choque para que le condujese hasta el verdadero eje del relato, aquel que se descubre durante la crisis existencial que padece el detective Joe Kojaku (James Shigeta) después de enamorarse de la mujer de quien también se enamora su amigo, el sargento Charlie Bancroft (Glenn Corbett). El tema del racismo se desvela como uno de los aspectos a tratar dentro de la filmografía fulleriana, ya sea en este film o en películas como Yuma, Perro Blanco o El hombre del clan (de la que solo escribió el guión). Dicha constante demuestra el interés de Fuller por abordar de forma directa la visión de una sociedad multirracial donde las minorías étnicas no llegan a equilibrarse o fusionarse con respecto a la mayoría dominante, lo que provoca ese rechazo silencioso que Joe cree descubrir en la reacción de Charlie cuando este sufre su desengaño amoroso. En ese instante, hacia la mitad de la película, Joe atribuye el odio que descubre en la mirada de su compañero a cuestiones raciales (y no a los celos), condicionado por el mestizaje cultural que habita en él y que estalla tras asumir su relación amorosa con una mujer blanca en un tiempo en el que la misma provocaría el rechazo de terceros. De hecho, durante la exhibición de El kimono rojo, parte del público mostró su disconformidad al contemplar en la pantalla a la protagonista femenina decantándose por el policía de raíces orientales en detrimento de Bancroft. Pero el total control del film (dirección, producción y guión) permitió que Samuel Fuller expusiera de forma directa la relación interracial entre Chris (Victoria Shaw) y Joe, así como la complicada coexistencia de los dos mundos representados por el policía de origen japonés y el caucásico, capaces de convivir en aparente armonía hasta que la subjetividad nacida de sus diferencias raciales les enfrenta. Al inicio, El kimono rojo muestra la calle principal de Los Ángeles donde se comete el asesinato de la bailarina de striptease que sirve como excusa para poner en marcha las intenciones del cineasta, o lo que sería lo mismo, para introducir en escena a Charlie y Joe, pues ellos son quienes se hacen cargo de la investigación del homicidio. Durante los siguientes minutos se van conociendo detalles de sus personalidades, así como los cimientos de la relación que les une desde la guerra de Corea, durante la cual el detective salvó la vida del sargento (un litro de sangre de Kojaku corre por las venas de Bancroft). Poco después se les descubre compartiendo apartamento, lo que desvela una complicidad que creen inquebrantable. En estos primeros compases, Fuller también empleó las pesquisas para conducir a la pareja de policías hasta Chris, la pintora que podría identificar a un supuesto sospechoso, pero sobre todo el personaje que el realizador utilizó como detonante involuntario de la ruptura de la armonía que hasta su aparición dominaba entre los compañeros. En un primer encuentro con la pintora, se observa como Charlie no le quita el ojo de encima, más por interés personal que profesional, pues es evidente que ella ejerce una fuerte atracción sobre él, lo que provoca que el sargento asuma que se trata de la chica de su vida; pero Chris no le corresponde y sí a Joe, en quien descubre una sensibilidad que la conquista. A partir de este instante el film deja de lado la investigación, y se centra en exponer abiertamente una posible relación entre la mujer y el nisei (estadounidense de origen japonés) en quien surgen las dudas existenciales al comprender el alcance de las emociones que ella le genera. De ese modo se apodera de él la incertidumbre de no saber quién o qué es, provocando que todo cuanto daba por sentado (su amistad, su trabajo o su convicción de sentirse estadounidense por los cuatro costados) empiece a tambalearse como consecuencia de su pasado cultural y del racismo latente hacia los niseis u otras minorías raciales, lo cual altera su percepción del entorno y su amistad con Charlie.

martes, 25 de marzo de 2014

Una familia de tantas (1948)



A la espera de que algún día se conozcan los clásicos de otras cinematografías, en la profundidad e igualdad de condiciones que conocemos los de la estadounidense, habrá que “inconformarse” con recorrer muy por encima el cine realizado en otras latitudes, perdiéndose de este modo la oportunidad de disfrutar de obras fílmicas tan interesantes como la de Alejandro Galindo, un cineasta prácticamente desconocido por estos lares, y sin embargo con una carrera que se prolongó cerca de cincuenta años, durante los cuales rodó más de setenta títulos entre los que cabe destacar: Campeón sin corona (1945), drama ambientado en el mundo del boxeo, ¡Esquina bajan...! (1948), comedia en la que se enfrentan los intereses de dos compañías de transporte urbano, Doña Perfecta (1951), adaptación de la novela homónima de Pérez Galdós, o Espaldas mojadas (1955), trágica historia centrada en la vida de un inmigrante ilegal al norte de la frontera mexicana; todas ellas clásicos de una época en la que posiblemente México poseía la producción cinematográfica más importante de habla hispana. Pero quizá su película más lograda sea Una familia de tantas (1949), que ocupa un puesto de privilegio dentro de la historia del cine mexicano, aunque no por ser reconocida en su día con nueve nominaciones y siete premios Ariel, tres de los cuales (película, dirección y guión) fueron a parar a manos de Galindo, sino por el acierto con el que el cineasta mezcló comedia y drama a la hora de exponer la rigidez reinante en el hogar de los Castaño, una familia de clase media dominada por la inflexible autoridad paterna, la cual impide la realización individual de aquellos que no sean el propio don Rodrigo (Fernado Soler). Sin embargo esta opresiva monotonía empieza a tambalearse tras la fortuita aparición de Roberto del Hierro (David Silva), representante de una empresa de aspiradoras que, como él, simbolizan la modernidad que hasta entonces no ha tenido cabida en el seno familiar.


Se comprende que se trata de personajes antagónicos, siendo Roberto un individuo de pensamiento flexible y tolerante, mientras que don Rodrigo se muestra incapaz de aceptar que existan más opciones correctas que las suyas. La irrupción del vendedor se produce cuando en la casa solo se encuentra Maru (Martha Roth), la hija que está a punto de cumplir los quince años que, según la tradición, marcan su paso de niña a mujer, y como tal se enamora del comercial. Mas los quince años de Maru no conllevan un cambio en su percepción de la realidad en la que vive, como comprende durante la celebración de su cumpleaños al observar a su padre con el mismo temor que días atrás. Como consecuencia del miedo a la imagen dictatorial representada por el cabeza de familia, la joven no siente la plenitud que presuponía al convertirse en adulta, quizá porque es consciente de que se le niega la opción de asumir sus propias decisiones, pues continúa sometida a las normas y mandatos paternos. A partir de ese instante se producen ciertas circunstancias (el embarazo no deseado de la novia del hijo mayor o la imposición de un novio a Maru) que aumentan la sensación de que el hogar de los Castaño es un espacio asfixiante dominado por el férreo control impuesto por don Rodrigo, quien para mantenerlo es capaz de llegar a emplear la violencia física, con ella castiga a su hija Estela (Isabel del Puerto) después de descubrirla besándose con su prometido; pero dicha brutalidad no logra sus propósitos, ya que provoca la fuga de la agredida e implica el principio del fin de la inexistente unión familiar, que se rompe definitivamente cuando Maru asume sus propias decisiones y desobedece a esa figura autoritaria que nunca ha contemplado la posibilidad de que tanto sus hijos como su esposa (Eugenia Galindo) posean sentimientos propios y necesidades lícitas ajenas a las impuestas.

domingo, 23 de marzo de 2014

El pecado de Harold Diddlebock (1947)


Tras su paso por la Paramount Pictures, donde fue el primer guionista que accedió a la dirección, Preston Sturges decidió proseguir su camino en solitario, y para ello cometió el error de asociarse con Howard Hughes para crear la California Pictures, una productora de la que el cineasta poseería el cuarenta y nueve por ciento de las acciones y el magnate el cincuenta y uno. Aunque Sturges se reservó el derecho a elegir sus proyectos, y la libertad creativa y presupuestaria para llevarlos a cabo, su primera y última producción para "su" empresa cinematográfica sufrió cortes y dos montajes ajenos a él, y de ese modo lo que iba a ser su independencia absoluta se convirtió en el principio del fin de la carrera de quien posiblemente fue el mejor director de comedias del primer lustro de la década de 1940. Tras barajar varias posibilidades, el realizador de Los viajes de Sullivan (Sullivan's Travels, 1941) se decantó por homenajear al slapstick silente, en particular al actor Harold Lloyd, uno de los grades mitos de la comedia muda, a quien convenció para que regresara a la pantalla después de un periodo de retiro que ya duraba nueve años. Como prueba de sus intenciones, Sturges inició El pecado de Harold Diddlebock (The Sin of Harold Diddlebock, 1947) con una secuencia de El estudiante novato (The Freshman, Fred Newmeyer y Sam Taylor, 1925) (comedia protagonizada por el propio Lloyd), que sirvió para introducir a un joven que triunfa en los terrenos de juego donde todo son felicitaciones y una oferta de empleo que acepta tras concluir sus estudios universitarios. Como se observa en el almanaque en el que se suceden las fotografías y los nombres de los presidentes de la nación, los años pasan hasta detenerse dos décadas después y volver la atención de la cámara sobre aquel antiguo ganador a quien se descubre en la misma mesa de trabajo donde se acomodó el primer día de su vida laboral. Esta situación confirma que las promesas de triunfo se esfumaron tiempo atrás, dejando paso a la monotonía presente de un individuo derrotado que no tarda en ser reclamado por quien le había ofrecido el puesto, y que le informa de su despido alegando como causa su estancamiento profesional.


Ahora, Harold se encuentra en la calle, con poco más de los dos mil dólares que suman sus ahorros, pero antes de abandonar la oficina se atreve a confesar sus sentimientos a la señorita Otis (Frances Ramsden), así como el amor que también sintió por cada una de sus seis hermanas (quienes sucesivamente antes que ella habían trabajado en la empresa), lo que vendría a recalcar la nula predisposición del despedido a la hora de asumir cambios o riesgos. Sin rumbo y sin tener claro su presente, Harold acaba en un bar en compañía de un desconocido y de un barman que, sorprendido por descubrir que delante tiene a un cliente que nunca ha probado el alcohol, le prepara un explosivo combinado que Diddlebock apura hasta transformarse en un individuo que pierde los papeles, de modo que gasta todos sus ahorros en fiestas y apuestas, para despertarse dos días más tarde sin recordar nada de lo sucedido. La resaca trae consigo la noticia de que es dueño de un coche de caballos y de un circo del pretende desprenderse, y para lograrlo surge el yo que ha estado aletargado durante años. A partir de ese instante se desata el ritmo desenfrenado que domina esta comedia con altibajos, aunque mucho mejor de lo que en su momento se dijo, pues si bien no alcanza el nivel de las mejores producciones de
 Sturges, el director, productor y guionista sí supo sacar provecho de las capacidades cómicas de Lloyd en escenas como la que se desarrolla en la cornisa de un edificio donde Diddlebock intenta no caerse mientras recupera a uno de sus leones, una secuencia que recuerda y homenajea a las protagonizadas por el actor en las excelentes El hombre mosca (Safety Last!, Fred Newmeyer y Sam Taylor, 1923) y ¡Ay, que me caigo! (Feet First, Clyde Bruckman, 1930). Pero en la mayor parte de los momentos hablados del film, la actuación de Lloyd no convence, aunque la carencia dramática de la estrella se atenúa gracias a la presencia del elenco habitual de Preston Sturges en sus comedias en la Paramount, entre quienes se echa en falta a William Demarest, que no aceptó el papel propuesto por el cineasta porque no lo consideró acorde a su nuevo estatus de cotizado actor de reparto, lo que derivó en el fin de la buena relación que hasta entonces mantenía con el realizador de El gran McGinty (The Great McGinty, 1940).

sábado, 22 de marzo de 2014

La frontera (1991)


A estas alturas a nadie se le escapa que el derecho a expresarse con libertad carece de espacio dentro de cualquier dictadura, más aún si dichas expresiones se exponen públicamente en forma de protestas pacíficas que denuncian las injusticias cometidas por el régimen que ostenta el poder, y lo emplea para someter a la población en lugar de servirla. De tal manera no cuesta imaginar que individuos como el profesor Ramiro Orellana (Patricio Contreras) sean castigados por un sistema opresivo y represivo, porque para el régimen Ramiro es un subversivo a quien hay que apartar de la masa silenciosa, relegándolo a permanecer confinado en un lugar apartado por el simple hecho de haber firmado un documento con el que se pretendía que los responsables gubernamentales diesen a conocer el paradero de un colega desaparecido. A parte de la crítica expuesta por el cineasta chileno Ricardo LarraínLa frontera muestra un espacio físico donde Orellana descubre a un grupo de individuos diferentes de aquellos con quienes conviviría en su medio urbano habitual. Sus nuevos vecinos semejan ser tan relegados como él, pues allí cada uno mantiene su propio universo personal aislado del resto; así se descubre a Maite (Gloria Laso), la mujer con quien mantiene relaciones, al padre de esta (Patricio Bunster), republicano que a menudo viaja a una España imaginaria, pues de la real tuvo que huir como consecuencia de otro régimen militar, o Diver (Aldo Bernales), el buzo que constantemente busca la línea de separación de los dos mares que componen la teoría que anhela demostrar. En ese entorno el profesor se siente inicialmente extraño, alejado de la lucha pacífica que desearía continuar realizando, no obstante, a medida que se adapta a su condena, surgen nexos de unión con estos individuos ajenos a la realidad en la que vive el país, cuestión de la que casi se contagia porque por un instante al docente le gustaría olvidar la causa de su destierro y disfrutar de la armonía que roza hacia el final de su confinamiento. Quizá por ello La frontera resulta un film de emociones encontradas, en el que su protagonista desearía vivir en un equilibrio similar al que alcanza en el pueblo donde es relegado, sin embargo su deseo no puede materializarse porque más allá de ese espacio delimitado todavía continúan desapareciendo personas que intentan expresar sus diferencias respecto a un sistema que no tolera que lo contradigan, y por ello la libertad, si así se la puede llamar, resulta más restringida que la descubierta por Ramiro en el pueblo-prisión al que debe ajustarse y adaptarse sin posibilidad de protesta. Allí le informan de sus escasos derechos y de las normas a las que debe ceñirse, como sería la de presentarse a firmar dos veces al día, en horas puntuales, como medio de control para evitar una posible fuga, pues en un primer instante las autoridades locales no ponen en duda de que el pacífico intelectual sea un criminal, aunque en realidad su único "delito" consistió en firmar un comunicado con el que se pretendía llamar la atención de la opinión pública sobre una de las constantes de un régimen al que no le interesaría ofrecer respuestas que podrían alterar su posición de fuerza frente a la pasividad de una población temerosa y silenciada por el orden establecido.

miércoles, 19 de marzo de 2014

¿Qué sucedió entonces? (1967)

Desde los cortometrajes del pionero Robert William Paul el cine de ciencia-ficción británico ha aportado al género producciones tan destacadas como La vida futuraEl día en el que la tierra se incendió o El pueblo de los malditos, convertidas con el paso de los años en clásicos como también ha sucedido con la trilogía Quatermass producida por la Hammer, más conocida por sus excelentes contribuciones al terror cinematográfico que por El experimento del doctor Quatermass, Quatermass II y ¿Qué sucedió entonces? Ninguna de estas tres películas guardan relación argumental entre sí más allá de la presencia del personaje principal, aunque las dos primeras tienen en común la dirección de Val Guest y la interpretación del actor Brian Donlevy, mientras que la segunda y la tercera encuentran su nexo en Nigel Kneale, creador del personaje y único encargado de la escritura de sus guiones. Al igual que ocurrió con sus predecesoras ¿Qué sucedió entonces? (Quatermass and the Pit) no fue una idea original, ya que Kneale se basó en uno de los episodios que había escrito para la mini-serie que la BBC dedicó a su personaje en 1958; aunque en ningún caso se descubre deudora ni de aquel ni de los anteriores films protagonizados por Quatermass. Esta entrega posee personalidad propia y un enfoque más terrorífico que el expuesto en los clásicos de Guest; además se descubre otra importante diferencia en la personalidad del científico, menos antipático y más humano que el interpretado por Donlevy, quizá por ello semeja vulnerable y predispuesto a aceptar la inestimable colaboración del doctor Roney (James Donald) y de Barbara Judd (Barbara Shelley), que en un determinado momento de la película se presta para esclarecer parte del enigma que el coronel Breen (Julian Glover) se niega a aceptar, como si renegar de las evidencias posibilitara que nada de lo que sucede se materialice. Esta tercera aventura fantástica del científico corrió a cargo de Roy Ward Baker (buena parte de su carrera la desarrolló dentro de la Hammer) y su contribución a la saga no desmereció a la de Guest, realizando otra acertada e inquietante combinación de terror y ciencia-ficción que gira en torno al descubrimiento de un extraño artefacto durante las obras de ampliación del metro de Londres. Baker también aprovechó el hallazgo para enfrentar al profesor Quatermass (Andrew Keir) y al doctor Roney con los intereses que entorpecen la investigación que llevan a cabo, pues ambos se topan con la incredulidad de militares y políticos que prefieren una versión menos alarmista del objeto desenterrado, de modo que asumen que se trata de un cohete lanzado por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo los científicos comprenden que la versión oficial tergiversa la verdad sobre el extraño artilugio de origen marciano, que lleva millones de años enterrado a la espera de apoderase del planeta, y que finalmente se desvela como un espectro demoníaco que domina las mentes humanas con el fin de perpetuar su pensamiento.

martes, 18 de marzo de 2014

La huella de un recuerdo (1946)

Como ha sucedido con otros destacados cineastas de serie B, el cine de John Brahm ha sido relegado al olvido por el paso del tiempo y por la falta de conocimiento de su obra, en la que se pueden encontrar films tan acertados como Concierto macabro, Jack el destripador, Semilla de odio o este film noir en el que no tienen cabida ni gángsters ni detectives, pero sí otro tipo de personaje habitual y fundamental dentro del género, que estaría representado por una amplia gama de mujeres frías y ambiciosas, como lo serían las esposas de Perdición o Demasiado tarde para lágrimas, o por aquellas que padecen un desequilibrio emocional que las convierte en seres extremadamente peligrosos tanto para sí mismas como para los demás, y dentro de este tipo encajaría a la perfección la protagonista de La huella de un recuerdo (The Locked). Salvo su inicio y su final, el film transcurre en el flashback que compone la sombría narración que el doctor Blair (Brian Aherne) expone a John Willis (Gene Raymond) en la mansión de este, instantes antes de que el segundo contraiga matrimonio con Nancy (Laraine Day). Pero ¿quién es esta mujer que ha provocado que un desconocido irrumpa el día de la boda? Para John no existe la menor duda, su prometida es la mujer de su vida y el individuo que tiene delante no deja de ser un perturbado a quien no hay que dar crédito. En contraposición, para Blair, Nancy forma parte de su pasado, aquel que acabó con su presente, y que le ha impulsado a prevenir al prometido abriéndole las imágenes pretéritas que observa el espectador. El doctor rememora cuando se conocieron y enamoraron, así como el día en el que un extraño, igual que él lo es en ese instante, se presentó en su clínica asegurando que tenía algo que contarle acerca de su esposa. A partir de ahí el recuerdo del doctor evoca al de Norman Clyde (Robert Mitchum), el cual a su vez contiene la experiencia infantil que traumatizó a Nancy; de ese modo se descubre la verdad sobre ella, aunque se antoja subjetiva para alguien enamorado como John, que reniega de cuanto escucha como en su momento también hizo el doctor. En La huella de un recuerdo se plantea un drama psicológico en el que la verdad y la mentira se confunden en los recuerdos que hablan de una mujer capaz de robar e incluso de asesinar, porque en ella la realidad se distorsiona como consecuencia de aquel instante que la marcó, lo que implica que en la narración no exista el blanco y el negro, solo grises y sombras que llevan directamente a una segunda lectura que descubre a Nancy como la víctima desequilibrada de aquella experiencia infantil que la convirtió en principio y fin de las palabras de Blair y, a través de las de este, de las de Clyde, gracias al excelente manejo del tiempo pretérito por parte de Brahm, ya que buena parte de la narración del doctor reproducen los recuerdos de Norman a los que tuvo acceso cuando aquel se presentó en su clínica para contarle su inverosímil experiencia con Nancy.

lunes, 17 de marzo de 2014

1941 (1979)


Los más de cuarenta millones de dólares que recaudó durante su exhibición en cines no fueron suficientes para compensar el alto coste de esta producción que en un principio iba a ser dirigida por John Milius, y que finalmente se convirtió en el primer y más sonado fracaso comercial de Steven Spielberg, quien por aquel entonces se había asentado entre los directores más taquilleros gracias a Tiburón y Encuentros en la tercera fase. A pesar de que 
1941 dista de ser un film redondo posee momentos de gran hilaridad que ofrecen una perspectiva alocada de una circunstancia tan seria como la histeria colectiva que se desata entre la población civil; aunque a buen seguro en manos de Milius hubiese sido una película muy distinta, que poco o nada tendría que ver con la realizada por Spielberg a partir del guión de Robert Zemeckis y Bob Gale. 1941 se desarrolla en uno de los días que siguieron al ataque que la armada imperial japonesa realizó sobre Pearl Harbor, la madrugada del domingo siete de diciembre del año al que hace referencia el título. Dicho bombardeo metió de lleno a los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, pero también provocó el miedo y la paranoia entre la población civil estadounidense, así como su rencor hacia los japoneses, a quien los protagonistas de la película empiezan a ver por todas partes. La acción se ubica en la costa californiana donde se observa a civiles y a militares condicionados ante una hipotética invasión, un improbable que marca el comportamiento de los numerosos personajes que a lo largo de las casi dos horas de metraje dan rienda suelta a su incompetencia y a su alterada percepción de la realidad, aquella que ellos mismos se inventan como consecuencia de la histeria colectiva. Desde la primera escena, en la que Spielberg se autoparodia haciendo un guiño a Tiburón, se comprende que 1941 pretende ser un homenaje al cine hecho en Hollywood, localidad que los ocupantes del submarino japonés comandado por dos actores míticos de la talla de Toshiro Mifune y Christopher Lee pretenden destruir. A pesar de esta intención, y de la creencia popular, el sumergible enemigo no forma parte de un ataque masivo, ni siquiera plantea mayor peligro que la destrucción de una noria o la captura de Hollis Wood (Slim Pickens), que resulta ser menos glamuroso que el buscado por los marinos del imperio del sol naciente. En un principio la presencia de la nave pasa desapercibida para todos, salvo para la bañista que es perseguida y observada a través del periscopio por un soldado japonés que empieza a adorar Hollywood. Mientras esto ocurre mar adentro, en tierra firme se sospecha que el ataque enemigo se producirá a gran escala, empleando medios similares a los utilizados en las islas Hawaii, además de contar con el apoyo de quintacolumnistas que instigan desde dentro, aunque seguramente de manera menos efectiva que el innecesario personaje que responde al nombre de Wild Bill Kelson (John Belushi), y se presenta como un piloto altamente cualificado para destruir cuanto encuentra a su paso, incapaz de controlar su evidente grosería y su violento desequilibrio, dos armas que jugaron en contra de la comicidad del film. En otros puntos geográficos de la zona se descubre al ciudadano que asume responsabilidades, representados entre otros por un joven bailarín (Bobby Di Ciccio) que inicialmente se mantiene al margen o por el padre de su novia (Ned Beatty), en cuyo jardín instalan una batería antiaérea que acaba tentándole, y mucho, pues asume su derecho constitucional a defender su hogar, y poco después su derecho individual a ser él quien acabe destruyéndolo. A pesar de poseer momentos de gran comicidad, 1941 no funciona como un todo debido al gran número de personajes y de situaciones a las que, con menor o mayor fortuna, Spielberg prestó atención, lo que provocó (y provoca en su visionado) los constantes altibajos que se descubren entre las escenas, algunas tan acertadas como las protagonizadas por un impagable Slim Pickens, por el capitán Birkhead (Tim Matheson), que se agencia un avión para poder seducir a una chica (Nancy Allen) que solo arranca en pleno vuelo, o por el general Stilwell (Robert Stack) y su entrega incondicional a la hora de disfrutar de Dumbo (Ben Sharpsteen,1941), como años después también harían los Gremlins (Joe Dante, 1984) con Blancanieves y los siete enanitos.(David Hand, 1937).

domingo, 16 de marzo de 2014

Fuego en la nieve (1949)


Antes de dedicarse a la realización de largometrajes, William A. Wellman deambuló de aquí para allá desempeñando diferentes labores y oficios, entre ellos el de camillero en la Legión Extranjera durante la Primera Guerra Mundial. Poco después, en la misma contienda, sustituyó la camilla por el avión de combate que pilotaría como miembro de la escuadrilla Lafayette. Esta ocupación le reportó fama, una herida de gravedad, una condecoración, el apodo "Wild Bill" y la visión en primera persona de un conflicto que años después retrataría en Alas (Wings, 1927) y La escuadrilla Lafayette (Lafayette Escuadrille, 1958). Pero la perspectiva humanista asumida por Wellman para dar forma a su primer gran éxito y a su última producción alcanzó mayor perfección y crudeza en dos títulos indispensables del género bélico que se desarrollan en la Segunda Guerra Mundial. También somos seres humanos (Story of G.I.Joe, 1945) y Fuego en la nieve (Battleground, 1949) se ubican en espacios y tiempos diferentes, el primero durante la campaña de Italia y el segundo en la batalla de las Ardenas, en los alrededores de la localidad belga de Bastogne, donde la 101 división aerotransportada se encuentra atrapada por la ofensiva alemana, aunque ambas tienen en común el protagonismo de un grupo de soldados anónimos a quienes se humaniza desde la individualidad con la que interpretan los hechos que les lleva a plantearse qué hacen en un país extraño, luchando, sufriendo y muriendo, en lugar de disfrutar de la calidez de sus hogares al otro lado del Atlántico. Sin embargo, ningún lamento puede evitar que "los apaleados bastardos de Bastogne" se encuentren sitiados, sin noticias del exterior, y sometidos a unas condiciones climáticas que, unidas a los ataques de un enemigo que los supera en número y recursos, merman su moral y su físico. Con este planteamiento, la propuesta de Wellman en Fuego en la nieve se acerca a una postura antibelicista, no obstante su perspectiva no pretende ni exaltar ni criticar, solo ofrecer un retrato realista de la intimidad de combatientes que se igualan en su sacrificio, en su miedo, en la desesperanza y en la imposibilidad que les genera un espacio que no pueden abandonar, ni siquiera "Pop" (George Murphy), obligado por las circunstancias a permanecer en el frente a pesar de haber sido licenciado por asuntos que conciernen al cuidado de sus hijos. A parte de las cuestiones psicológicas, la película también en las físicas que se generan como consecuencia del cansancio y de la escasez de recursos: Holley (Van Johnson) roba huevos para hacer una tortilla, que nunca llega a elaborar, o las inclemencias atmosféricas que provocan la fiebre de Standiferd (Don Taylor) y la congelación de los pies del sargento Kinnie (James Whitmore), quien continúa luchando porque comprende que su dolencia es insignificante para el alto mando, cuyos miembros, limpios, bien alimentados y con los pies calientes, no conocen de primera mano el significado de padecer y perecer entre la niebla y la nieve que domina la estupenda fotografía en blanco y negro a cargo de Paul C.Vogel. La guerra vista por Wellman se desarrolla desde la crudeza y la intimidad, similar a la mostrada cuatro años antes en También somos seres humanos, humanizando al soldado en su acercamiento al espectador, para que este observe en la pantalla el sufrimiento, el frío, las trincheras (que a veces se convierten en tumbas), el hambre, la desorientación o la muerte, que se produce en el anonimato de un entorno helado donde supervivientes como Layton (Marshall Thompson) se convierten en hombres distintos a quienes eran tras experimentar la funesta realidad que los iguala dentro del cerco donde se encuentran atrapados. Pero, además, Fuego en la nieve ofrece pequeños detalles que desvelan el padecimiento de la población: huérfanos de guerra, viviendas reducidas a escombros, un hospital donde las enfermeras nada pueden hacer por los heridos o una mujer que hurga en los contenedores de basura en busca de algún resto que llevarse a la boca, pues la hambruna, la miseria y la muerte, que nacen de las guerras, no distinguen entre civiles y soldados, condenando a todos a sufrir sus estragos.

jueves, 13 de marzo de 2014

Los cuarenta y siete samuráis (1941-1942)



Fiel al estilo mostrado dos años antes en 
Historia de los crisantemos tardíos (Zangiku monogatari, 1939), Kenji Mizoguchi acercó al público la intimidad de los personajes de Los cuarenta y siete samuráis (Los leales 47 ronin) (Genroku Chushingura, 1941-1942) enfocando las escenas en encuadres fijos que le sirvieron para aumentar la sensación de impasibilidad e imposibilidad que dominan a los guerreros sin dueño de este hecho legendario que dio origen a numerosas novelas, obras de teatro kabuki y a diversas producciones cinematográficas, tanto mudas como sonoras. Las más conocidas y destacadas son esta rodada por Mizoguchi en época de preguerra y de exaltación nacionalista, por lo tanto bajo el control y al servicio de la propaganda político-militar japonesa, y la realizada en 1962 por Hiroshi Inagaki, que expuso el mismo asunto desde un enfoque más épico y dinámico. Pero en ambas el tiempo pasa sin que los siervos del abolido clan Asano puedan borrar la mancha que mancilla su honor desde que su daymiô fue sentenciado a realizar el seppuku por su agresión a Lord Kira, después de que este lo hubiera insultado en repetidas ocasiones hasta provocar la violenta reacción que se observa en los primeros compases del film. Tras este instante de movimiento, el ritmo de Los cuarenta y siete samuráis se sosiega hasta prácticamente pausar la acción, lo que podría llevar a pensar que la perjudica, sin embargo es en esa lentitud de cámara (casi estática) y de personajes donde reside la esencia del film, pues desde ella se presentan las dudas, los comportamientos y las emociones de los samuráis sin señor, parias condicionados por el código del bushido y por los numerosos intangibles que lo componen, a los que se aferran sin dudar en ningún momento si existe honor y sentido en la idea de venganza que desde la muerte de su señor rige sus existencias.


Los cuarenta y siete samuráis
se rodó en dos partes y bajo el sello de dos productoras diferentes debido a su alto coste de producción, que provocó la quiebra de la primera que se hizo cargo del proyecto, pero ese elevado presupuesto fue el que posibilitó la minuciosa reconstrucción de los primeros años del siglo XVIII durante los que se desarrollan las más de tres horas y media de un metraje dominado por la inmovilidad que se aleja de la épica que se presupone a la popular historia de los leales cuarenta y siete ronin. Dicha épica queda fuera de campo, aunque encuentra su explicación de manera indirecta en los diálogos o en la carta que hacia el final de la película recibe la viuda de Asano, prevaleciendo el enfoque intimista de Kenji Mizoguchi, más interesado en indagar en la interioridad de personajes como Oishi (que asume una actitud contraria a la que se espera de él para alcanzar la venganza) que en la gesta de los suicidas del clan, víctimas de su sentido del honor y de las tradicionales e injustas leyes feudales por las que se rige el shogunato. A pesar de que en ningún momento de la película Mizoguchi renegó de su estilo narrativo, llama la atención con respecto a la mayoría de sus producciones la ausencia de personajes femeninos de entidad hasta el tramo final, cuando cobra importancia la figura de una joven enamorada que desea descubrir si los sentimientos de su prometido eran verdaderos o fue utilizada por aquel para conseguir los planos de la fortaleza de Kira, y en este punto el cineasta insertó una nueva perspectiva, que marca una diferencia evidente con la que guía a los hombres, pues ella elige sacrificarse por amor y no por una palabra tan ambigua como puede ser el honor que mueve a los ronin.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Johnny cogió su fusil (1971)


Allá por la década de 1960,
Luis Buñuel le comentó al autor de Johnny cogió su fusil su buena disposición para adaptar dicho título, pero, tras trabajar en la adaptación, esta quedó en nada y Dalton Trumbo tuvo que esperar varios años para trasladar a la pantalla la novela que había escrito en 1938, una de las narraciones pacifistas más impactantes del siglo XX. Así pues, Trumbo decidió ser él quien llevase la historia de Joe a la pantalla, y de ese modo, en 1971, Johnny cogió su fusil (Johnny Got His Gun, 1971) se convirtió en el único largometraje dirigido por este reputado guionista, que durante años fue perseguido por el Comité de Actividades Antiestadounidenses. Johnny cogió su fusil se estrenó en pleno desarrollo de una contienda armada que robaba las vidas de miles de jóvenes (y no tanto) de ambos bandos que se vieron obligados a luchar en ella. Dicha circunstancia se convirtió en parte fundamental del discurso cinematográfico expuesto por Trumbo, el cual se posicionó contrario a cualquier conflicto bélico y a su consecuencia más inmediata, la de mermar de un plumazo a las generaciones de combatientes forzosos. En su exposición, tanto literaria como cinematográfica, queda claro el pensamiento comprometido, crítico, liberal y pacifista del autor, a quien durante la época de la caza de brujas se le tildó de comunista, aunque él se negó a testificar ante la comisión que se encargaba de tan extraña investigación, negativa que le acarreó graves consecuencias tanto personales como profesionales. Encarcelado durante meses, y posteriormente exiliado en México, Trumbo continuó ligado al mundo del cine firmando sus escritos bajo seudónimos o a través de terceros, ya que su nombre se encontraba en la lista negra de Hollywood. Entre aquellos guiones escritos por él, pero no reconocidos por muchos, se encontraban el de Vacaciones en Roma (William Wyler, 1953) y el de El bravo (Irving Rapper, 1956), por los que no fue premiado con el Oscar al mejor argumento con los que se alzaron sendas producciones; muchos años después, en 1975 y en 1983 (tras siete años de su fallecimiento), la academia reconoció su autoría, pero el mal ya estaba hecho. Fue en 1960, en los títulos de crédito de Espartaco, cuando de nuevo su nombre reapareció en las pantallas, dando por finalizado el ostracismo, la intolerancia y la persecución de la que fue víctima.


Pero de vuelta a Johnny cogió su fusil, se escucha en un momento puntual de la película como alguien afirma que el ejército hace hombres, y sin embargo se comprende todo lo contrario, pues vista la situación y las imágenes se confirma que las guerras los destruye, los mutila o los sacrifica como sucede con Joe (Timothy Bottoms), el joven protagonista a quien se le impuso los intereses de terceros en detrimento de algo tan tangible y hermoso como su propia vida. Joe fue reclutado para combatir en la Gran Guerra europea, de tal manera, fue alejado de su hogar, de sus seres queridos y de un presente que podría haberle proporcionado un futuro que ya nunca podrá ver, oír o saborear. Desde el primer momento se sabe que Joe solo es tronco y cerebro, aunque en el pasado, que en su mente se mezcla con sueños y pesadillas, fue un hombre pleno. La guerra lo ha mutilado, no solo físicamente, como delata la ausencia de piernas, brazos, nariz, ojos, oídos o boca, sino que le ha amputado su condición humana, por la que lucha en la sombría sala donde oficiales y doctores piensan en él como en un ente que nada siente y que puede ser estudiado (y ocultado) para beneficio de futuros conflictos armados. No obstante, el espectador tiene acceso a la conciencia del convaleciente y con ella a su paulatina comprensión de ser un muerto entre los vivos y un vivo entre los muertos, a quien se le niega tanto la existencia como el no ser, porque quienes le han condenado se muestran incapaces de asumir que la vida fluye en su interioridad y grita por salir. Desde el pensamiento del sacrificado, además de acceder a su pasado y a su presente, se descubre la decepción que significa que todo cuanto ha perdido se debe a la ambigüedad de palabras que fueron empleadas según los intereses de aquellos que impidieron que ejerciese su elección de decir no a la guerra, prefiero la vida y no la condena de un terrible aislamiento del mundo, atrapado en este cuerpo y en esta oscura habitación donde no puedo comunicarme, ni sentir la brisa del aire en primavera, ni formar parte de una vida que continúa fuera de este cerebro que se ha convertido en mi tumba y en mi única esperanza para poder salir.

lunes, 10 de marzo de 2014

Pasaje a la India (1984)


Odio, racismo, esnobismo, mezquindad, asoman detrás del comportamiento civilizado de los británicos del club del que Richard Fielding (James Fox) dimite cuando le señalan y critican porque está convencido de la inocencia del doctor Aziz 
(Victor Banerjee), a quien se ha acusado de violación, acusación tras la que se esconden motivos políticos, raciales y económicos, puesto que los ingleses la emplearán para justificar el porqué de la necesidad de su dominio sobre la India y de la segregación que han impuesto. Fielding es, junto a la señora Moore (Peggy Ashcroft), el único de los occidentales que cree en la inocencia del médico indio, quizá porque son los únicos que no están ahí como colonizadores o conquistadores, sino como personas que no sienten la superioridad colonial, ni pretenden imponer su orden. Ambos encuentran en Aziz a una persona con quien simpatizan y estrechan lazos. Pero antes de seguir hablando sobre la última y magistral historia cinematográfica filmada por David Lean, Pasaje a la India (A Passage to India, 1984), me tienta un recorrido por la prehistoria y la historia, uno que empieza poco después del nacimiento del ser humano sedentario.


Sospecho que fue entonces cuando el apetito ganó en voracidad y las ambiciones aumentaron proporcionales a la tasa de crecimiento poblacional. Pero esa explosión demográfica era una cosa, y otra distinta la necesidad de materias primas y recursos que no encontraba en sus posesiones, a veces, incluso mano de obra esclava. Para cubrir las necesidades se decidió visitar al vecino y tomar para sí aquello que se precisaba, empleando la fuerza bruta o el más pacifico sistema de trueque. Pasado el Neolítico y otras edades, se produjeron los primeros intentos de colonialismo territorial por parte de pueblos como el fenicio, que se vio en la necesidad de echarse al Mediterráneo, por cuya cuenca fundó factorías y asentamientos estratégicos para sus fines comerciales. Desde dichas localizaciones adquirían a bajo coste los bienes que escaseaban en sus tierras, a menudo abusando de la ignorancia de pueblos más primitivos a los que pagaban con objetos de escaso valor. Esta y otras primeras potencias, a cambio de vidas, rehenes, riquezas y tierras, llevaron consigo su progreso, sus creencias —entre ellas, las religiosas y las de su superioridad— y sus costumbres, que muchos de los desorganizados núcleos autóctonos asimilaron como suyas. Y así continuó el avance de los años y de los siglos, entre persas, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, musulmanes, francos o turcos y su conquista de Constantinopla, que para algunos historiadores supuso el fin del Medievo, tras el cual algunas naciones occidentales se lanzaron al mar en busca de rutas alternativas para acceder a Asía y a sus preciadas especias. De ese modo, primero portugueses y después españoles continuaron la tradición colonialista sembrada en el pasado, para posteriormente dejar que fuesen franceses, ingleses u holandeses los que tomasen el relevo. Pero todas estas potencias mantuvieron aspectos comunes como sería el afán de lucro, aunque también se descubren ciertas diferencias entre aquellos imperios de la Antigüedad y los surgidos desde la Edad Moderna en adelante, pues en estos últimos se potenció en extremo la falsa idea de superioridad moral, racial y religiosa. Aunque una vez más el tiempo fue pasando, los imperios desapareciendo, y de aquellos territorios ocupados surgieron estados independientes, pero como consecuencia de la sociedad industrial y de ideologías nacionalistas que se imponían en Europa se produjo un nuevo brote de expansionismo territorial. Por aquel entonces, Gran Bretaña, una isla, era en realidad una extensión de tierra mucho más amplia que ocupaba territorios en América, África, Oceanía y Asia, donde la India era la joya de la corona. Sin embargo, el aprecio que los británicos mostraban por las tierras y los recursos de sus posesiones en la península del Indostán no era equitativo al que sentían por sus nativos, a quienes observaban desde leyes y costumbres que a menudo ignoraban el carácter, la cultura o las necesidades de los lugareños, que nada tendrían que ver con los colonizadores británicos, cuyo esnobismo y aire de superioridad con respecto al mundo oriental quedan perfectamente retratados en la última película realizada por 
David Lean.


Tras el fiasco comercial y de crítica que supuso La hija de Ryan (Ryan’s Daughter, 1970) —cuyos protagonistas no resultaron simpáticos para el público, que los prefería del tipo Mary Poppins o chulescos, a la medida de los héroes interpretados por Steve McQueen—, uno de sus films más personales e intimistas, Lean se mantuvo alejado de la pantalla durante trece años, tiempo más que suficiente para tomarse un respiro, viajar por diversos lugares e iniciar la preparación de una nueva versión de The Bounty, de la que se apeó tras cinco años trabajando en el guión al lado de Robert Bolt, su guionista habitual en sus grandes superproducciones (Lawrence de ArabiaDoctor Zhivago y La hija de Ryan). Pero Bolt no participó en la adaptación de la novela homónima de E. M. Forster que dio pie a Pasaje a la India (A Passage to India, 1984), el adiós cinematográfico de un cineasta de clase inigualable que, llevando al extremo su condición de autor, solo rodó cinco películas entre 1957 y 1984. A pesar de tratarse de superproducciones, todas ellas resultan films personales e intimistas en los que priman las interioridades de los personajes, fundamentales para el desarrollo de una trama como la expuesta en Pasaje a la India, que se abre con Adela Quested (Judy Davis) y la señora Moore antes de su llegada a la India de la década de 1920, donde descubren un país enigmático bajo el dominio británico del que intentan apartarse mediante su contacto con el profesor Godbole (Alec Guinness), un intelectual hindú defensor de que el destino está escrito de antemano, y el doctor Aziz, a quien, como a la mayoría de sus paisanos, se observa avergonzado de sus carencias materiales y sumiso ante el europeo. La película se divide en dos grandes bloques claramente diferenciados; el primero supone un contacto con el medio, marcado por la decepción que se apodera de ambas mujeres al descubrir las diferencias creadas por el sistema colonial impuesto, del que Heaslop (Nigel Havers), el hijo de la señora Moore y prometido de Adela, es uno de los jueces guardianes, y como tal trata de modelar el entorno a su imagen y semejanza, y por lo tanto con sus defectos y sus prejuicios. Pero el rumbo de la historia cambia como consecuencia de la desorientación que sufre Adela mientras visita las misteriosas cuevas de Marabar donde se produce su despertar sexual, el mismo que la confunde hasta el extremo de provocar el error de acusar a Aziz de intento de violación. A partir de ese momento la acción se traslada a la sala del tribunal donde aumenta la sensación de desigualdad y la falsa creencia de superioridad occidental, que únicamente Richard Fielding rechaza, pues es consciente de los prejuicios que atentan contra Aziz, víctima de las diferencias entre oriente y occidente y del parcial punto de vista del colonizador.