jueves, 12 de diciembre de 2013

Dillinger, el enemigo público nº 1 (1945)


Al contrario que sucedería décadas después con las realizaciones llevadas a cabo por John Miliius (Dillinger) y Michael Mann (Enemigos públicos), en el Dillinger dirigido por Max Nosseck el fuera de la ley no se enfrenta al agente Purvis, a quien ni se nombra, ya que el eje de la narración se encuentra en la propia figura de ese delincuente que inicia su etapa de criminalidad atracando una tienda para poder pagar las bebidas de un local donde no le fían. Este robo, que asciende a siete dólares con veinte centavos, provoca su encarcelamiento en una penitenciaria donde se pone en contacto con convictos como Spacs (Edmund Lowe) y su banda, a quienes se iguala en el interior de la prisión y a quienes, tras su puesta en libertad, ayuda a escapar, enviándoles un tonel repleto de armas de fuego. Pero la historia de John Dillinger (Lawrence Tierney) se inicia en un teatro donde la gente escucha como su padre lo presenta desde las imágenes que se trasladan al pasado, cuando se descubre a un joven que todavía no ha delinquido, pero que no tarda en hacerlo, y de ese modo se produce su primer paso hacia la criminalidad en la que se afianza y se impone como uno de los delincuentes más buscados. Poco después de los primeros atracos con la banda de Spacs, Dillinger asume el control, lo que conlleva la traición del antiguo líder; sin embargo será su amante (Anne Jeffreys) la responsable de su inevitable caída. A lo largo del recorrido vital del fuera de la ley se comprende que su único objetivo es el dinero, porque este le permite acceder a un nivel de vida que de otro modo nunca conseguiría. Por ello no duda en emplear la fuerza bruta o arriesgarse a robar a los federales, a pesar de que esta circunstancia implique enfrentarse a los agentes del gobierno que finalmente lo abaten a la salida de un cine, donde se proyecta El enemigo público número uno (Manhattan Melodrama, 1934). Realizado en la pequeña productora Monogram, Dillinger contó con un presupuesto que no alcanzó los doscientos mil dólares, pero, como tantos otros de su condición, aprovechó sus carencias para exponer una narración contundente, pesimista y precisa a la hora de abordar la historia de un delincuente que pretende alcanzar el sueño americano desde la ilegalidad y brutalidad, con el fin de huir de la miseria dominante en una época de depresión económica que le sirve como escusa para justificar su posicionamiento al margen de la ley, que finalmente le abate con todas sus posesiones en los bolsillos, siete dólares con veinte centavos, una ironía que cierra el círculo abierto en aquella tienda donde se agenció la misma cantidad.

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