sábado, 30 de noviembre de 2013

Bienvenido Mr. Chance (1979)


Aparte de una ingeniosa y sutil sátira de la sociedad de la televisión, Bienvenido Mr. Chance (Being There, 1979) fue un punto de inflexión en la carrera de Hal Ashby tras las cámaras. A partir de esta película, en la que adaptaba el no menos ingenioso libro de Jerzy Kosinski —también responsable del guion—, y debido a sus excentricidades y a sus excesos, no volvería a repetir los éxitos vividos durante la década de 1970 con títulos como Harold y Maud (Harold and Maud, 1971), El último deber (The Last Detail, 1974), Shampoo (1975), El regreso (Coming Home, 1978) o esta tragicomedia en la que su peculiar protagonista triunfa dentro de una sociedad que, siendo infantil y devoradora de sí misma, presume de avanzada e inteligente. El mundo de Chance Gardiner (Peter Sellers), llamado así por la casualidad y el jardín que cuida desde lo que para él sería siempre, se ve limitado por una discapacidad intelectual heredada y por los muros de la mansión en la que ha vivido desde niño. Allí se le observa silencioso, ajeno a cuanto no sea pulsar los botones de su querido mando a distancia, de su también querido televisor —su ventana al mundo y el espejo de sí mismo—, cuidar el jardín o sacar brillo al lujoso automóvil que no le pertenece, y al que nunca ha subido. Pero con la muerte de su protector y las cuestiones legales derivadas de la defunción, su tranquila monotonía recibe la visita de una pareja de abogados que, al no poder justificar la presencia del jardinero, le invitan a abandonar la protección conocida. Por primera vez, Chance sale al exterior, a un entorno por donde deambula desprotegido. Lo hace a ritmo de una versión “disco” de Así habló Zarathustra, en un guiño a los primates de 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) en su primer paso hacia la humanización. Paraguas en mano, también Chance da su primer y su segundo paso en un espacio que desconoce y que todavía no domina, un espacio caótico, de crisis económica y social, donde la mediocridad se imponen en la pequeña pantalla y la violencia hace lo propio en las calles, aunque él lo interpreta desde su desconocimiento y su limitada comprensión del medio, la misma limitación que le permite triunfar entre y sobre las mentes privilegiadas de la sociedad.


En Bienvenido Mr. Chance, Peter Sellers interpretó a un personaje alejado de la realidad a la que se le empuja y en la que triunfa. Su interpretación se aparta de la imagen cómica que le había dado fama, ya que su jardinero no tiene nada de cómico, lo cómico son las situaciones y las reacciones que depara su contacto con el exterior del que ha estado desconectado hasta que le desahucian, sin que a nadie le preocupe las consecuencias que esto pueda acarrearle. Similar a los arbustos y los setos plantados en el jardín, Chance no comprende su situación, pero, a diferencia de los vegetales que ha cuidado hasta entonces, puede caminar, y lo hará sin rumbo por el exterior desconocido o solo conocido a través de la televisión. En el libro, Kosinski le compara con las plantas que cuida desde que tiene memoria o desde que fue recogido por el anciano. El pensamiento de Chance es simple, básicamente posee una comprensión televisiva de la realidad, lo que conlleva que sea ajeno a peligros que, literalmente, le amenazan a la vuelta de la esquina: su encuentro con unos pandilleros o el automóvil que le atropella mientras se observa dentro de un televisor. En el interior, viaja Eve Rand (Shirley MacLaine), quien le lleva a su mansión y le deja al cuidado del médico de la familia. Durante el tiempo de observación y de recuperación, Chance interpreta su estancia entre los Rand como la posibilidad de un nuevo hogar, quizá lo vea como el lugar que sustituye al paraíso perdido. Y allí, desde sus limitaciones cognitivas y su mirada inocente, descubre las altas finanzas, la política, los medios de comunicación o esa clase dominante que le acepta como uno de sus miembros más destacados, gracias a su peculiar manera de entender la vida, pues, c
omo hijo de la televisión, que toma como modelo y guía, Chance triunfa porque solo es fachada. Es la imagen lacónica que vestida en un traje de diseño, que ya no usaba el anciano que lo había acogido, apenas habla y, cuando lo hace, emplea pocas palabras, que pronuncia con la seriedad tras la que esconde su confusión, y sus conocimientos de jardinería, que las personalidades más importantes del país interpretan como metáforas de la economía, de los negocios y de la vida. Ese es Chance, el hijo de la tele, el niño-hombre catódico que triunfa porque se limita a no pensar, a mirar el mundo como una pantalla de tamaño grande y a reproducir imágenes en su cerebro con las que, sin pretenderlo, le confiere la planta que el resto juzga la de un líder capaz de manejar cualquier situación.


La perspectiva del jardinero realza la incompetencia y los defectos de quienes le rodean, supuestos líderes con mayores capacidades que él, pero quienes, desde la ironía de
Ashby, se desvelan incapaces de comprender algo tan obvio como la verdadera naturaleza de aquel a quien encumbran y a quien consideran una fuente de sabiduría, que expresa sus conocimientos y opiniones mediante metáforas que hasta el mismo presidente (Jack Warden) emplea en sus discursos políticos. Pero ¿quién es este Mr. Chance, capaz de despertar el interés de toda la nación? Nadie sabe responder a la pregunta, aunque algunos sospechan que podría tratarse de un ex-agente que ha borrado su pasado, mientras que otros prefieren pensar en él como una alternativa política al presidente electo. Sin embargo, sus anfitriones, Eve y Benjamin Rand (Melvyn Douglas), prefieren descubrir amor y comprensión en la figura de Chance, que no muestra rechazo emocional ante la proximidad de la muerte que amenaza al anciano. Debido al comportamiento y a las palabras de su invitado, Ben siente verdadero afecto hacia quien considera un igual, mientras que en Eve, el enigmático desconocido, despierta deseo y pasión, pero, a pesar del cariño que siente hacia ella, Chance no se cansa de repetir que le gusta mirar la televisión y cuidar de las flores. Aunque como suele suceder en ese entorno dominado por la incomunicación, la falsa imagen o los intereses de unos pocos, sus palabras son interpretadas al gusto del oyente, lo que conlleva que el jardinero acabe en boca de todos, algo que resulta tan extraño como significativo, pues cuantos le rodean le admiran porque han querido ver en él algo que ni es ni ha dicho ser, lo que parece apuntar manipulación, ausencia de pensamiento crítico e incomunicación, una de las incongruencias de la era de la comunicación.

jueves, 28 de noviembre de 2013

¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988)


En ocasiones el cine de animación y el de imagen real se dan la mano para hacer posible situaciones como la de ver 
en Levando anclas (Anchors AweighGeorge Sidney, 1945) Gene Kelly sacando a bailar a Jerry el ratón, o en Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964) descubrir a los personajes de carne y hueso en un mundo animado que certifica que se trata de una producción de Walt Disney. Pero en estas películas la interacción entre dos concepciones cinematográficas aparentemente opuestas se presentó como un aparte en el desarrollo de su conjunto, ya que sus responsables no pretendían una interrelación como la expuesta en ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit?), en la que Robert Zemeckis experimentó con nuevas técnicas para realizar una original y entretenida simbiosis entre seres animados como Roger o Jessica Rabbit y humanos como Valiant (Bob Hoskins), el investigador privado consumido por el recuerdo de la muerte de su hermano a manos de un dibujo. Estos tres personajes deambulan por espacios reales y animados donde se descubren influencias de los Looney Tunes de la Warner, de las producciones Disney o del cine negro de los años cuarenta, al que Zemeckis caricaturizó al conferirle características de cartoon. Las imágenes iniciales descubren al conejo protagonista provocando destrozos y recibiendo golpes que se acumulan sin freno sobre su cuerpo; este inicio forma parte de un escenario que permite acceder al espacio real donde se filma la última película protagonizada por el alocado y patoso lagomorfo, un conejo que no puede disimular su torpeza fuera de su medio natural de las dos dimensiones. Pero en su vida alejada del ámbito de los toon no tarda en convertirse en un falso culpable, al ser considerado como el único sospechoso del asesinato de Acme, el dueño de la ciudad de los dibus, a quien Valiant fotografió haciendo palmitas con la señora Rabbit. La exuberante Jessica Rabbit no tiene la culpa de las formas de su contorno, ideado por un dibujante que seguramente estaría pensado en mujeres como Gilda (Charles Vidor, 1946) o las femmes fatales encarnadas por Veronica Lake o Lizabeth Scott. Conscientes de esto, resulta precipitado juzgar a Jessica por sus curvas o por su corte de pelo, algo que sí hace el investigador privado, que a pesar de despreciar a las criaturas nacidas de los lápices de colores siente atracción hacia esa mujer que no posee la malicia que anuncia su estampa. A lo lago de su redención, a Valiant se le descubre dominado por su carácter arisco y autodestructivo; sin embargo, durante la investigación, y su inevitable contacto con Roger, su personalidad se va transformando hasta que logra superar sus fantasmas del pasado, instante que se confirma cuando da rienda suelta a su instinto animado, aquel que asume a regañadientes en un número cómico que le permite salvar su vida y la de los Rabbit, y desenmascarar al villano de la función.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

El número 17 (1932)


Alfred Hitchcock se refirió a El número 17 (Number Seventeen) como un desastre, sin embargo esta afirmación, recogida en las entrevistas que mantuvo con François Truffaut, puede resultar algo exagerada. Si bien queda patente que El número 17 no se encuentra entre sus mejores trabajos británicos (El hombre que sabía demasiado, 39 escalones o Alarma en el expreso), sí contiene momentos destacados como sería su parte final, cuando la acción abandona el sombrío caserón donde transcurre la mayor parte de la trama y se lanza a una vertiginosa persecución, en la que se observan las maquetas de un tren, donde viajan los supuestos ladrones, y la del autobús que el héroe se agencia para perseguirlos. Además, y a pesar de que a Hitchcock no le faltase razón al criticar su puesta en escena, esta destaca por su desarrollo cronológico, delimitado en un tiempo que encaja con la duración del metraje. En poco más de una hora real para el espectador y para los personajes, estos se reúnen alrededor de las once de la noche entre las sombras de la vivienda para dar rienda suelta a la intriga, embrollada e irregular, y a la comedia, que prevalece sobre el suspense que se inicia cuando se produce el encuentro entre Ben (Leon M.Lion) y el hombre (John Stuart) que le descubre al lado de un cadáver. En Ben, un infeliz que busca cobijo en el interior del edificio, recae la comicidad, ya que en todo momento se le muestra como un pícaro que intenta convencer a su acompañante de que él nada tiene que ver con la muerte del policía, cuyo cuerpo no tarda en desaparecer. Mientras, su acompañante, que se mantiene en el anonimato, se comporta como si fuese un investigador que no ha llegado por casualidad a ese espacio dominado por la oscuridad, al que posteriormente acceden otros individuos. Con la aparición de una joven (Ann Casson) se desvelan algunos aspectos de la trama, ya que afirma ser la hija de un inspector de policía que se citó en ese mismo lugar con el famoso detective Burton, pues entre ambos pretendían resolver un caso relacionado con un collar de diamantes robado. A partir de ese instante la intriga, en su intento por crear un suspense que nunca llega a funcionar por completo, se vuelve confusa; sin embargo, si se deja a un lado que El número 17 fue realizada por un maestro del género, se puede disfrutar sin complejos y sin caer en comparaciones que resaltarían los defectos de esta entretenida propuesta anterior al mejor Hitchcock.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Los jueves, milagro (1957)


Aunque en la España de la dictadura franquista no existió un movimiento cinematográfico de carácter realista ni social, sí hubo directores y guionistas que agudizaron el ingenio para mostrar parte de los defectos, efectos y afectos de una sociedad dominada por la carestía, la religiosidad y por una ideología nada proclive a permitir que sus miserias saliesen a relucir en la pantalla. Sin embargo, la censura no supo o no pudo impedir que cineastas como Luis García Berlanga afinasen su puntería crítica y su sana ironía en comedias en las que satirizaron con alegría y lucidez, y dosis de entrañable “mala leche”, la realidad de un país condicionado por su presente, entre el encierro en sí mismo y la necesidad de evolución. Dentro de este marco espacio-temporal, donde confluyen tradición, doble moralidad, humor y picaresca, se descubre a los representantes de las fuerzas vivas de Fontecilla, antaño localidad orgullosa de sus aguas medicinales, pero en el presente de Los jueves, milagro (1957) desolada ante la falta de visitantes. Esta precaria situación afecta a la economía de los vecinos más influyentes del lugar, que, conscientes de la inutilidad de rezar, a la espera de que se produzca un milagro, deciden inventarse uno que atraiga en masa a los turistas, y el dinero que guardan en sus bolsillos, porque dinero es el objetivo perseguido por los honrados pilares de un pequeño pueblo que por momentos recuerda al Villar del Río de ¡Bienvenido, Mister Marshall! (1952).


Aunque en Fontecilla no hay espacio para la ilusión común que en Villar del Río genera la inminente llegada de los norteamericanos, debido a que los impulsores del "milagro" han caído en la cuenta de que su mal no lo remedian fuerzas externas ni celestiales, sino el uso de la inventiva y el aprovechamiento de la credulidad que observan en sus vecinos, sí existen ingenuos como aquellos inocentes que quisieron ver en el señor Marshall y en su plan económico a los Reyes Magos. En este aspecto, el cine de
Berlanga muestra una evolución en sus protagonistas, ya que en Los jueves, milagro estos se deciden a engañar porque prefieren llenar sus carteras con algo más eficaz y tangible que los sueños, lo que desvela su ambigüedad moral y la de los estamentos que representan. Convencidos de que su treta reavivará sus maltrechas economías, necesitan un santo que se aparezca ante algún mentecato que anuncie la iluminación al resto de vecinos. Por ello, a falta de uno real y debido a su parecido con la estatua de San Dimas, deciden que sea don José (José Isbert) quien se caracterice de aquel buen ladrón crucificado al lado de Jesús. Al menos don José puede protestar por su papel en la farsa, algo que a Mauro (Manuel Alexandre) se le niega porque él es el inocente testigo de la aparición del santo, ejecutada con todo tipo de detalles pirotécnicos y musicales. Tras el encuentro, el pobre desgraciado corre por las calles, pregonando a gritos su suerte, aunque la mayoría se muestra reticente a creer en sus palabras. Y ante tanto incrédulo, al sexteto no le queda otra que realizar una segunda aparición, que provoca el aumento considerable en el número de creyentes y el enfado del cura del pueblo (José Luis López Vázquez), que resulta ser el único que niega la posibilidad de un milagro. Pero todos los esfuerzos llevados a cabo por los hombres más respetados e importantes del pueblo se vienen abajo cuando en el lugar de los hechos se materializa un desconocido (Richard Basehart) que huye de la guardia civil. Martino, así dice llamarse este buen ladrón, tantea a cada uno de los implicados en el engaño, a quienes asusta por su perfecto conocimiento de los hechos, aunque pronto los calma al proponer un trato que no tarda en desconcertar a esos seis tunantes que pretendían aprovecharse de la ignorancia, necesidades y creencias que mueven a las masas hasta las aguas milagrosas de Fontecilla.

domingo, 24 de noviembre de 2013

La venganza de Don Mendo (1961)

Desde su nacimiento, mientras su madre se encontraba en Sudamérica realizando una turné, el teatro formó parte de la vida y obra de Fernando Fernán Gómez, como delata que en su faceta de guionista y director cinematográfico adaptase seis piezas teatrales, entre las que destaca la cómica desventura de Don Mendo a lo largo de una disparatada sucesión de encuentros y desencuentros de personajes que dan rienda suelta a su rima mordaz por unos decorados que resaltan, sin complejos y con gran desparpajo, su intención de hacer reír a costa de un medievo castellano durante el cual hasta el apuntador se ve involucrado, cuando recibe en su pecho una saeta que no encuentra otro destinatario. Pero cuatro son los principales protagonistas de tan hilarante adaptación que Fernán Gómez realizó de la obra de Pedro Muñoz SecaMagdalena (Paloma Valdés), de las clásicas gallinas la más coqueta, Don Mendo Salazar, marqués de Cabra, convertido en primo por la palabra dada, Don Pero Collado, duque de Toro (Juanjo Menéndez), cornudo como el blasón de su escudo, y Don Nuño Manso de Jarama (Joaquín Roa), deshonrado por la afición de su hija a la cama. La venganza de Don Mendo rebosa de ingenio y humor disparatado para narrar el infortunio del Marqués de Cabra, caballero enamorado de la bella y ardiente dama que no duda ni un instante en traicionarlo para mantener su dudosa honra resplandeciente. Magdalena en la mentira se protege, pues salvaguardar su buen nombre debe, aunque en su empeño al leal galán a ser emparedado en la mazmorra condene. Allí, en la fría penumbra, el menda llora su pena, después de que el de Toro le pillase infraganti en la alcoba de la prenda, quien sin el menor rubor a Mendo Salazar acusó de ladrón y merodeador. A raíz de su infortunio, de su gran caballerosidad y de la malicia de su amante, el hidalgo es condenado por ladrón y mangante. Mas el buen don Mendo, consciente de la palabra dada, oculta la verdad para salvaguardar la honra de la dama a quien entregó el amor que portaba en su pecho, si bien la moza resultó ser una interesada que solo buscaba ascenso social y compañía en el lecho. Ante este panorama el noble de Cabra de suicidio habla, pero, merced a la intervención del marqués de Moncada (José Vivó), el desdichado calla y escapa, pero sellando su funesto destino al jurar la venganza que tanto reclama. Para borrar el oprobio reniega de su nombre, de su hidalguía y se pierde en el transcurrir del tiempo, que inexorable avanza entre las satíricas batallas que enfrentan al bando castellano y al sarraceno, hasta que se detiene para devolver al vengador, que reaparece en el campamento del astado ejerciendo de trovador. Mas allí se encuentra el rey Alfonso VII (Antonio Garisa), el nuevo amante de la ardiente esposa de Collado, aquella Magdalena traicionera y briosa a quien se le antojo un emparedado. La joven, también presente en el descampado, de nuevo desata su ardor desbocado, pues del apuesto cantante se ha encaprichado, pero sin saber que aquel amante condenado es el juglar, cuya gallardía y entonación al trovar su romance conquista los corazones de la fogosa reina (Lina Canelejas) y otras bellas cortesanas presentes en el regio lugar. Mas el menda de Don Mendo no busca placer ni amorío, pues solo le interesa llevar a cabo su albedrío, que si no libre sí salpica de sangre el suelo frío, donde concluyen los agravios y líos de Don Pero, el marido toreado, Magdalena, la esposa golosa, y Mendo, el iluso ultrajado.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Eloísa está debajo de un almendro (1943)


El humorismo, el ingenio, la imaginación y la vanguardia de Enrique Jardiel Poncela se unían a influencias cinematográficas y a su minuciosa búsqueda del chiste y de los diálogos perfectos para no dejar nada al azar. No cabe duda que perseguía el éxito y lo obtuvo, pero lo hizo con un estilo propio que conectó con el público, agradecido ante un humor cercano al absurdo. Y ahí residió parte de su éxito en saber conectar con el gusto popular sin renegar a sus intereses creativos. Es innegable que fue una de las figuras más destacadas del teatro español, modernizándolo con un humor que iba un paso más allá, y que evoluciona otro en Miguel Mihura. Esta conexión entre lo popular y lo personal también puede aplicarse a sus novelas e incluso a las adaptaciones cinematográficas de sus obras. Jardiel Poncela apuesta por las situaciones inverosímiles en las que se descubren a personajes extravagantes e ilógicos como los que pueblan Eloísa está debajo de un almendro (1943), destacada adaptación realizada por Rafael Gil, en la cual, como sucede en el texto original, se mezcla misterio y humor, aunque lo primero sería una excusa para alcanzar lo segundo.


La puesta en escena desarrollada por Rafael Gil se inicia en Bélgica en lugar de la sala de cine donde se desarrolla el prólogo de la obra teatral, esta opción presenta directamente a Fernando Ojeda (Rafael Durán) durante la entrega del diploma que certifica que ha terminado sus estudios en un país donde ha pasado los últimos años. La larga ausencia de su tierra natal provoca su total desconocimiento de cuanto ha sucedido en el hogar adonde regresa para encontrarse con un espacio que remite al cine de terror de los estudios Universal de la década de 1930. Pero ese decorado resulta uno de los aciertos del film, ya que potencia la atmósfera surrealista en la que se descubre al joven cuando regresa al castillo familiar, donde ni falta un laboratorio ni un científico que parece no estar en sus cabales, y que, para más señas, resulta ser su tío Ezequiel (Alberto Romea). Por lo visto, la locura es algo congénito en la familia Ojeda, cuestión que preocupa a Fernando a partir de la lectura de la carta en la que su difunto padre le explica el por qué de su suicidó. Pero además, en esas mismas líneas, también le pide que descubra al asesino de la mujer que amaba. Este hecho decide al muchacho para presionar a su tío, y éste le habla de los Briones, otra familia que parece haber perdido el norte al mismo tiempo que la suya. De ese modo las imágenes se trasladan a la recargada mansión de los Briones, donde se desarrolla el primer acto en el original y donde el muchacho descubre a Edgardo (Juan Espantaleón), el patriarca, encamado por voluntad propia desde hace años; aunque en ocasiones se permite el lujo de viajar por España en compañía de su criado Fermín (Joaquín Roa), necesario para convertir el lecho en el coche cama que recorre el país por una vía imaginaría en la que no falta de nada. Por si fuera poco, entre las sombras, agazapada tras la ventana, se descubre a la tía Micaela (Ana de Siria), que solo abandona su habitación por la noche, y en compañía de dos mastines que le confieren un aspecto ciertamente inquietante. Asimismo se puede escuchar a su dama de compañía (Angelita Navalón) preguntando y respondiéndose sin permitir que nadie más intervenga en su rápido e inconexo diálogo. Mas por este hogar también transitan la tía Clotilde (Guadalupe Muñoz Sanpedro), por quien Ezequiel bebe los vientos, o Mariana (Amparo Rivelles), la hermosa joven que resulta ser la viva imagen del retrato de la mujer que amaba el padre de Fernando. Eloísa está debajo de un almendro se mantiene fiel a la imaginativa obra de Jardiel Poncela, plasmando sus diálogos y el enredo absurdo en el que se descubre a las dos familias, a cada cual más desquiciada, mientras los más jóvenes se enamoran; o puede que no, ya que por momentos la bella Briones se muestra hostil al creer que su enamorado puede resultar un tipo corriente sin nada que ocultar. Como consecuencia del continúo ahora te quiero ahora te detesto de la muchacha, Fernando la secuestra y la lleva su fantasmagórico castillo, donde finalmente se resuelven los misterios que dan rienda suelta a la fantasía cómica sobre la que se sustenta el film.

El mayor y la menor (1942)

La estancia de Billy Wilder en Francia fue fugaz, aunque suficiente para que debutase en la realización con Mauvaise graine (1934). Aquel primer contacto con la dirección asoma anecdótico en el conjunto de su obra, aparece como un precedente que no permite vislumbrar al cineasta que llegaría a ser años después, cuando, ya asentado en Hollywood, filmó El mayor y la menor (The Major and the Minor, 1942), su primera farsa estadounidense. Wilder llegó a la localidad californiana con la intención de abrirse camino como guionista, oficio que había desempeñado en Berlín, escribiendo entre otras Gente en domingo (1929) y Emil y los detectives (1931). Sus primeros pasos en Hollywood lo llevaron a trabajar en la Fox, aunque fue en Paramount Pictures donde el jefe de departamento de guiones le presentó a Charles Brackett, quien desde entonces, y hasta El crepúsculo de los dioses (1950), sería su colaborador habitual. A Brackett y a Wilder les encargaron escribir La octava mujer de Barba Azul (Ernst Lubitsch, 1938), título que inició una serie de exitosos guiones que fueron trasladados a la pantalla por Lubitsch en Ninotchka (1939), Howard Hawks en Bola de fuego (1941) y Mitchell Leisen en Medianoche (1939), Adelante, mi amor (1940) y Si no amaneciera (1941). Los resultados fueron excelentes, aunque este último cineasta fue señalado por Preston Sturges y por Wilder como el responsable directo de sus decisiones de dirigir sus propios guiones. En el caso del centroeuropeo, las diferencias se produjeron sobre todo a raíz de la adaptación que Leisen realizó de Si no amaneciera, debido a cambios en algunas escenas que indignaron al guionista hasta el punto de presionar a la Paramount para que le permitiesen rodar sus escritos. Conscientes de la buena acogida del debut de Sturges en la dirección con El gran McGuinty (1940) y de la importancia de mantener en nómina a un guionista del talento de Wilder, los responsables del estudio accedieron, convencidos de que el fracaso en su aventura provocaría que el escritor retomase su lugar en la planta cuarta. Sin embargo El mayor y la menor resultó un éxito comercial gracias al reclamo popular de Ginger Rogers y Ray Milland (dos de las estrellas de la Paramount) y a que su inexperto realizador supo disfrazar su irónica mirada bajo un manto de comercialidad; de modo que la buena acogida del film propició que Wilder pudiese continuar rodando sus historias de engaños y engañados, sus farsas sobre sueños y fracasos, sobre gente corriente como Susan Applegate (Ginger Rogers). Al igual que en la hilarante Con faldas y a lo loco (1959), El mayor y la menor parte de la confusión de identidad de personajes que se disfrazan para subir a un tren, aunque en este caso sea una y no dos. Susan o Su-Su es la primera farsante wilderiana, la primera de tantas que emplea la mentira para conseguir el fin que persigue, aunque el suyo sea tan insignificante como el billete de tren que le permita alejarse de la decepción que ha supuesto su estancia en Manhattan. No obstante, cuando llega a la estación descubre que no tiene dinero suficiente para pagar el billete de adulto. Pero es una mujer de recursos y, en lugar de desanimarse, descubre que los niños pagan la mitad y ahí encuentra la solución: será una niña de doce años. Se cambia de ropa, se hace dos trenzas, roba un globo, contrata a un padre de pega por veinte centavos y, con los dólares que le entrega, este le compra el tique a precio reducido y, como buen bribón, se queda con el cambio. La ayuda en las películas de Wilder no es gratuita, es interesada, muestra como unos se aprovechan de las necesidades de otros, pero permite a la protagonista tomar el tren, fumarse un cigarrillo en la plataforma y esconderse en el compartimento del mayor Phillip Kirby (Ray Milland) para escapar de los revisores que la persiguen. El oficial se muestra amable, quizás demasiado, con quien supone una niña, supuesto que Pamela (Rita Johnson) no comparte cuando, a la mañana siguiente, sube al vagón para dar una sorpresa a su prometido y es ella quien se sorprende al encontrarse a una mujer entre las sábanas del oficial. El malentendido la enfurece, del mismo modo que al coronel Hill (Edward Fielding), su padre y oficial superior del inocente que, en el pasillo del tren, no logra explicarse el por qué del enfado de su novia. Poco después comprende la razón del furioso comportamiento de Pamela, y pide a la pequeña Su-Su que le acompañe a la academia para que allí aclare que tiene doce años y que él solo le ofreció un lugar donde descansar. Pero en la escuela la presencia de la supuesta niña estimula a los jóvenes cadetes, que contentos con la novedad se la reparten por horas, inconscientes de que se trata de una adulta que se ha enamorado de ese mayor que empieza a sentir cierta predilección por la joven. En este punto, la mirada de Wilder resulta corrosiva, desvela su burla a un adulto atraído por una menor -atracción que se confirma en el despacho donde él le advierte, quizá por celos, quizá por paternalismo, de los peligros de la adolescencia-, aunque, en realidad, se trate de una adulta que se ha visto obligada a engañar y a mantener su engaño, y a quien tampoco le cuesta emplear sus encantos femeninos y seducir a los cadetes de la centralita de la academia para lograr su objetivo, aunque este no sea para ella, sino para el mayor, maduro, ingenuo y tal vez enamorado de una niña de su edad.

jueves, 21 de noviembre de 2013

El silencio del mar (1949)


En 1942, bajo el seudónimo Vercors, Jean Bruller publicó clandestinamente Le silence de la mer. Años después, en 1947 —aunque no sería estrenada hasta 1949—, la novela fue adaptada por Jean-Pierre Melville en su primer largometraje como director, que también produjo, escribió y montó. Aunque se trate de su primer largo, en Le silence de la mer (1947) se aprecia en toda su dimensión la atípica y personal mirada de Melville, un cineasta que, a lo largo de su carrera, empleó sombras, silencios, miradas o soledades para profundizar en el alma de sus personajes. Estas constantes generan la atmósfera triste e intimista, de gran belleza simbólica, que domina en una película marcada por la lentitud del tiempo que tres personajes comparten en el interior de la sombría estancia donde se desarrolla una relación distante que, poco a poco, se convierte en parte de ellos. Le silence de la mer se abre con la imagen de una maleta en cuyo interior se descubre un ejemplar de ese texto prohibido durante la ocupación, y cuya historia se desarrolla en 1941, cuando los alemanes ocupan Francia y se alojan en las viviendas de ciudadanos franceses, sin que estos puedan evitar su presencia.


La aparición del teniente Werner von Ebrennac (Howard Vernon), cuyo uniforme representa la opresión y la falta de libertad, provoca el rechazo del tío (Jean-Marie Robain) y la sobrina (Nicole Stéphane) que habitan en la casa, pero su situación les obliga
a aceptar la presencia impuesta de ese oficial, a quien reciben desde el silencio que domina en todo momento. Este comportamiento no irrita ni contraría al alemán, más bien agudiza su melancolía y provoca que exprese sus sentimientos, su pasado o su predilección por Francia, de igual modo que habla de una aceptación amistosa entre el pueblo alemán y el francés. La mayor parte de la película transcurre en esa sala sombría donde se escuchan los soliloquios del oficial y la voz en off del tío, que recuerda las sensaciones que aquél hombre provocaba tanto en él como en su sobrina, en cuyas miradas se desvela la atracción que empieza a sentir por el joven intruso. Las palabras de von Ebrennac descubren su admiración por la cultura francesa, pero sobre todo su necesidad de ser aceptado por sus anfitriones sin emplear la fuerza, del mismo modo que desea que los franceses acepten a sus compatriotas, porque en ese instante del film el soldado alemán, quizá consciente de ello, permanece ajeno a las intenciones del régimen al que sirve, y que no aboga por la comprensión o la aceptación, sino por la imposición y la destrucción. Hacia el final de El silencio del mar, cuando el militar se ausenta para visitar París, se crea un vacío en la casa y en los habitantes que en ella aguardan, una sensación similar a la experimentada por el soldado al llegar a la capital francesa, porque allí comprende que todo cuanto ha dicho y deseado no es más que un imposible que choca con las decisiones e intenciones de esa ideología que defiende la opresión y atenta contra la libertad y el respeto entre los pueblos, cuestión que rompe sus esperanzas de ser aceptado y le despierta a la triste realidad que le separa irremediablemente de sus silenciosos anfitriones.

martes, 19 de noviembre de 2013

Caso clínico en la clínica (1964)

Los inicios cinematográficos de Frank Tashlin se produjeron en cortos animados rodados en los años treinta, entre ellos destacan los de la serie Looney Tunes con Porky de protagonista. Durante la década siguiente continuó realizando cortometrajes de animación hasta que, a comienzos de los cincuenta, debutó en el largometraje de imagen real. A partir de ese momento se decantó por la comedia, género en el que dirigió a actores como Robert CummingsBob Hope o Tony Randall. Sin embargo fue en su colaboración con Jerry Lewis cuando perfeccionó su universo cómico, aquél en el que se descubre su humor visual, absurdo, imaginativo y sarcástico. Su periplo común se inició en 1955 con Artistas y Modelos (Artists and Models) y concluyó nueve años después en Caso clínico en la clínica (The Disorderly Orderly), quizá, junto con Lío en los grandes almacenes (Who's Minding the Store), la mejor muestra del humor desarrollado en sus colaboraciones. En ella, una vez más, el personaje interpretado por Lewis se presenta como un soñador cuya inseguridad y torpeza crean las abundantes situaciones surrealistas, delirantes y divertidas que componen la película, y de las que Tashlin se valió para ironizar sobre el ámbito en el que se desarrolla. Caso clínico en la clínica se ubica en un centro sanitario donde no se mira por la salud o por el enfermo, sino por el dinero que éste pueda proporcionar a la entidad; de ese modo, además de la comicidad, existe una visión nada favorecedora del sistema sanitario, aunque en este punto Tashlin optó por que fuese el propio enredo el que se hiciese cargo de resaltar las carencias de un sistema donde prevalecen los intereses económicos por encima del paciente. El absurdo se crea a raíz de la empatía física que sufre Jerome (Jerry Lewis) cuando contempla el dolor ajeno, cuestión que le genera los mismos síntomas que padecen los enfermos y le aparta de la posibilidad de convertirse en médico. A pesar de dicha dolencia psíquica, el aprensivo trabaja como auxiliar en esa lujosa clínica donde, entre torpeza y torpeza, mantiene relación casi sentimental con Julie (Karen Sharpe) (una enfermera que ve más allá de la aparente torpeza del auxiliar) y otra materno-filial con la directora del centro (Glenda Farrell), quien no esconde su admiración por la entrega y la generosidad de su protegido, aunque sean esas mismas cualidades las que crispan los nervios de la enfermera Higgins (Kathleen Freeman). Mientras emplea su talento para provocar situaciones caóticas, el bueno de Jerome intenta arreglar el desorden emocional que le domina desde que sufrió un desengaño amoroso, aunque menos dramático que el padecido por la mujer que ingresan en el centro. El intento de suicidio de Susan (Susan Oliver) vino provocado por los engaños en su matrimonio, que le han robado la ilusión de amar o de ser amada y la han convertido en una persona desencantada. Esta decepción vital, que el auxiliar escucha a escondidas, le convence para ayudarla, aunque no porque se trate de aquella misma chica de quien se enamoró en el pasado sin que ella supiese de su existencia. Entre los gags en los que Lewis da rienda suelta a su histrionismo y a su particular humor, su personaje se muestra como un ser generoso, sin malicia alguna, que se desvive por complacer a cuantos le rodean en un entorno en el que cada uno se preocupa de sí mismo, como confirma su relación laboral con la enfermera Higgins o con los pacientes a quienes atiende, y en particular con Susan, que se comporta con él de modo cruel, sin saber que el muchacho trabaja a destajo para poder pagar su estancia en un sanatorio donde el jefe del consejo (Everett Sloane) se muestra tajante en cuanto a la política de la empresa, aquélla que defiende el quien no paga no tiene cama, y que da pie a un gag final digno del mejor slapstick del periodo silente.

El monstruo (1994)


Años antes de alcanzar el reconocimiento internacional con La vida es bella (La vita é bella, 1997), Roberto Benigni había participado en varias películas de Jim Jarmusch, protagonizado el último film de Federico Fellini, encarnado al hijo del inspector Clouseau en El hijo de la pantera rosa (Blake Edwards, 1993) y desarrollado una exitosa carrera en su país natal como director, guionista y actor de comedias en las que las confusiones, creadas por y alrededor de su personaje, generan momentos de elevada comicidad. Una de sus producciones más conocidas de esta etapa es El Monstruo (Il mostro, 1994), en la que una vez más contó con Nicoletta Braschi como pareja protagonista y con Vincezo Cerami como coguionista, rol que el escritor desempeñó desde Soy el pequeño diablo (Il piccolo diavolo, 1988) hasta El tigre y la nieve (La tigre e la neve, 2005). El monstruo parte del equívoco que se produce al inicio del film, tras el cual una mujer acude a la policía para denunciar lo que ella considera un intento de violación y asesinato, convencida de que se trata del psicópata que ha descuartizado a dieciocho mujeres. Desde ese instante Loris (Roberto Benigni) se convierte en el objetivo de la policía, que, segura de su culpabilidad y deseosa de acabar con las muertes y el pánico, lo mantienen bajo estricta vigilancia. Este hecho genera la confusión en las fuerzas del orden, al interpretar las excentricidades del sospechoso como parte de los actos de una mente perturbada y sádica. Como consecuencia se le encarga a la agente Jessica Rossetti (Nicoletta Braschi), única voluntaria, que contacte con el supuesto psicópata para que estimule a la bestia que habita en él, y de ese modo atraparlo. El monstruo está repleta de momentos de gran hilaridad, que surgen de los equívocos, de la inusual personalidad del sospechoso o de su manera de entender un entorno en el que sobrevive gracias a su picaresca, aunque ésta no le sirve con la mujer a quien, para conseguir algo de liquidez, alquila una de las habitaciones de un piso que no puede pagar. Mientras Jessica se pasea ligera de ropa por la casa, en un intento desesperado por despertar al monstruo, se produce el inevitable acercamiento entre ellos, aunque éste se ve entorpecido por las órdenes recibidas y por la insistencia del psiquiatra del cuerpo (Michel Blanc), que en todo momento muestra mayor desequilibrio que ese falso culpable que evita caer en la tentación pensando en la inflación y en el producto interior bruto, al tiempo que aguarda pasar el examen de chino que podría sacarle de la crisis en la se encuentra inmerso desde mucho antes de tener que sufrir el extraño comportamiento de la agente, del "loquero" y de la esposa de este (Dominique Lavanant).

domingo, 17 de noviembre de 2013

Casanova (1976)


En manos de Federico Fellini l
as memorias de Giacomo Casanova se convirtieron en el viaje desmitificador, exagerado y fantasioso de un personaje narcisista y solitario por una Europa decadente, teatral y recargada, nacida de la peculiar visión de un cineasta imaginativo y subjetivo como pocos, lo que provoca que muchas de sus producciones resulten excesivas para el espectador que no simpatice con la reconocible narrativa onírica del realizador de Ocho y medio o Amarcord. Al igual que sucede con los decorados o con el resto de pintorescos personajes que deambulan por el film son la exageración y la teatralidad los primeros rasgos que se aprecian en Casanova (Donald Sutherland), supuesto conocedor del arte de amar, a quien utilizan y aceptan por su fama de amante, sin valorar el concepto que él tiene de sí mismo, aquél que intenta desarrollar dentro de un entorno que impide su realización personal. Casanova (Il Casanova di Federico Fellini) se descubre repleta de individuos grotescos como el embajador francés que se oculta detrás de un tapiz mientras observa a su amante manteniendo relaciones sexuales con Giacomo, a quien tras el acto evalúa satisfactoriamente como si se tratase de mercancía a probar. Este encuentro acontece durante el periodo de juventud del amante intelectual, en su Venecia natal, poco antes de que la Inquisición lo arreste y le encierre en una prisión de la que logra evadirse para exiliarse en diferentes espacios que semejan extraídos de su propia fantasía. Casanova no solo presume de sus dotes de conquistador y buen amante, también lo hace, entre otras cuestiones, de sus conocimientos científicos y filosóficos, que le convierten en alguien diferente dentro de un entorno donde asume representar el pensamiento por encima de la fuerza bruta. Pero a nadie parece importar ni sus sentimientos ni sus inquietudes, enfrentadas a la ignorancia y a los gustos que encuentra durante su recorrido vital, y que le convierten en un solitario incomprendido, a pesar de verse rodeado de amantes e individuos a cada cual más extraño. Desde sus palabras y recuerdos, su voz narra encuentros y enamoramientos fugaces por un espacio decadente donde sus decepciones se acumulan a medida que avanza el inevitable transcurrir del tiempo, que confirma su derrota existencial dentro de un espacio donde ni le comprenden ni comparten su manera de entender la vida.

Doctor Mabuse (1922)



En referencia a Fritz Lang, Samuel Fuller dijo: <<era un experto en el arte de captar mágicamente las obsesiones de un hombre>> (Il était une fois... Samuel Fuller, Cahiers du cinema, 1986). Esta afirmación encaja a la perfección con lo expuesto por el realizador vienés en Doctor Mabuse (Dr.Mabuse der spieler), una de sus mejores películas mudas y un rotundo éxito comercial que le confirmó como el director más importante de la Decla-Bioscop-UFA, la gigante cinematográfica alemana. Debido a su larga duración, superior a las cuatro horas, c
omo había hecho con anterioridad en Die Spinnen y volvería a hacer en Los nibelungos y en el díptico La tumba india-El tigre de Esnapur, Lang dividió la película en dos partesDoctor Mabuse el jugador (retrato de una época), más rápida en su desarrollo, e Infierno de crímenes (Hombres de una época), más intimista y opresiva, que a su vez se componen de seis actos en los que mostró parte de un país sumido en la crisis económica y social generada como consecuencia de las duras sanciones impuestas en el Tratado de Versalles a la conclusión de la Primera Guerra Mundial. Doctor Mabuse fue definida por Lang como su mirada al alemán de la posguerraquizá por este motivo introdujo un punto de vista realista que se impone al contenido fantasioso del film, y que refleja la desorientación de una época en la que se vislumbra la posibilidad, años después confirmada, del surgimiento de un totalitarismo como el representado por la figura de un criminal convencido de su superioridad respecto a cuantos le rodean. Mabuse (Rudolf Klein-Rogge) semeja un individuo sin más emoción que la de conseguir aquéllo que desea, para ello se vale de su intelecto y de sus poderes hipnóticos, que le permiten jugar con las vidas de quienes le rodean como si estos fuesen piezas que mueve a su antojo para alcanzar el poder, principio y fin de su pensamiento. Gracias a sus capacidades psíquicas domina la voluntad de sus víctimas sin que éstas sepan que están siendo manipuladas por un maestro del crimen y del disfraz que desestabiliza la bolsa o se cuela en las reuniones sociales donde perpetra parte de sus golpes. Dentro de ese entorno de lujo y evasión de la realidad nadie conoce la verdadera identidad de un individuo que posee mil rostros, cuestión que dificulta el trabajo del fiscal Wenck (Bernhardt Goetzke), quien, ante la imposibilidad de atraparlo, no duda en emplear métodos similares a los del villano. Wenck también se disfraza y utiliza para sus fines a individuos como Hull (Paul Richter), una de las víctimas del doctor, o a la condesa Told (Gertrude Welcker); incluso lo intenta con Cara Carozzo (Aud Egede-Nissen), aunque ésta se niega a hablar al ser cómplice y trágica enamorada de un criminal que en la segunda parte pierde el control sobre sus emociones. En ese instante del film, Mabuse retiene a la condesa al tiempo que somete al marido de ésta (Alfred Abel) a su voluntad, condenándole a la soledad, al delirio y al suicidio. Con la muerte del conde, Wenck se aferra a una última pista que apunta al doctor Mabuse, quien finalmente pierde el juicio al convertirse en una víctima más de su ambición desmedida y del deseo que Dusy Told despierta en él. Debido a las cuantiosas ganancias generadas por Doctor Mabuse, diez años después de su estreno un productor planteó a Lang la posibilidad de retomar el personaje en una continuación que el cineasta no había pensado hasta entonces. Pero Lang aceptó el encargo, que hizo suyo, puntualizando en él ciertos aspectos referentes al régimen nacionalsocialista que no gustaron entre los líderes nazis, cuestión que le acarreó la confiscación de El testamento del doctor Mabuse y su precipitada salida de Alemania, al temer por su vida. Pero éste no sería su adiós definitivo al universo criminal de Mabuse, sin duda uno de los personajes languianos por excelencia, ya que al final de su carrera rodaría sin la presencia del villano (que muere en la segunda entrega) Los crímenes del doctor Mabuse, película que puso punto final a una de las filmografías más brillantes de la historia cinematográfica.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Torpedo (1958)


Producida por la Hecht-Hill-Lancaster Productions (productora creada en la década de los cincuenta por Harold HechtJames Hill y Burt Lancaster), Torpedo (Run Silent, Run Deep) contó con la siempre estimable dirección de Robert Wise, además de contar con la participación de Clark Gable (una de las leyendas del Hollywood clásico) en el papel del oficial que da réplica al interpretado por Lancaster, quien paso a paso se iba haciendo un hueco entre los grandes actores del cine estadounidense. Torpedo, la mejor de las tres producciones bélicas realizadas por Wise, expone a la perfección las limitaciones físicas y psíquicas inherentes al espacio reducido y claustrofóbico donde se produce el rechazo y la admiración entre los dos oficiales de marina interpretados por Gable y Lancaster. Dicho enfrentamiento nace de la decisión del almirantazgo de poner a Richardson (Clark Gable) al mando del submarino que el teniente Jim Bledsoe (Burt Lancaster) confiaba capitanear, después de un año como segundo de abordo, algo que la dotación también daba por hecho. Sin embargo, y a pesar de su petición de traslado, el teniente debe acatar la decisión y ponerse a las órdenes de un capitán obsesionado con la idea que le ha dominado durante los meses que le han mantenido apartado del servicio activo. En este punto, el inicio del film resulta vital para comprender la obsesión de Richardson, ya que en ese instante inicial, que precede al título de la película, el submarino que comanda es hundido por un buque japonés. Tras la imagen de los restos del navío la acción avanza un año para mostrar al comandante en su despacho, desesperado ante la noticia de que en los estrechos de Bungo (el mismo lugar del séptimo sector donde su nave fue alcanzada) los japoneses acaban de hundir a un cuarto sumergible. Este hecho le convence para presentarse (fuera de pantalla) ante el mando y lograr que le reincorporen al servicio activo, enviándole al submarino donde la tripulación muestra su malestar al considerarle responsable de que Bledsoe, hombre al que conocen y en quien confían, no haya asumido la capitanía. La relación entre el segundo y su superior se mantiene dentro del código militar, aunque en ocasiones se aprecia en el teniente el deseo de expresar opiniones o sentimientos enfrentados que se guarda para sí. Durante los primeros compases de la travesía el capitán se muestra exigente con la tripulación, a la que somete a un constantemente entrenamiento para un fin que, salvo el segundo, nadie parece sospechar. Torpedo destaca por ser uno de los films de submarinos que sentaron las bases del subgénero, pero también por su sobria puesta en escena, que gira en torno a la tensa relación que mantienen los oficiales (y la de estos con la tripulación), que alcanza su punto límite después de sufrir el inesperado ataque japonés en los estrechos a los que, desobedeciendo las órdenes recibidas, Richardson accede para llevar a cabo su malogrado propósito. Tras el ataque, el capitán cae enfermo, aún así no desiste en su empeño de hundir el buque que le obsesiona, hecho que provoca que Bledsoe asuma sus propias decisiones y le releve del mando. Esta acción no solo implica el traspaso de poderes o responsabilidades, sino también el de intenciones, pues el teniente descubre la posibilidad de alcanzar el objetivo que el moribundo se ha fijado como su razón de ser; y en ese momento final también se convierte en su meta y en la de toda la dotación.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Missing (Desaparecido) (1982)


Desde Z (1969), su tercer largometraje como director, la obra fílmica de Costa-Gavras se decanta por una postura de denuncia ante situaciones que permiten o fomentan injusticias que van desde la corrupción de estamentos políticos o sociales hasta la violación de derechos colectivos e individuales. Dicha constante le ha convertido en uno de los máximos exponentes de un cine comprometido, que guarda en común la crítica hacia comportamientos ideológicos opresivos e intolerantes como los expuestos en sus películas europeas —Z (1969), La confesión (L’aveu, 1970), Estado de sitio (État de siège, 1972) o Sección especial (Section spéciale, 1975)— o en sus producciones estadounidenses —Missing (1982), El sendero de la traición (Betrayed, 1987) o La caja de la música (Music Box, 1989). Missing (Desaparecido), su primera realización hollywoodiense, no resultó del agrado de ciertos sectores conservadores, sin embargo obtuvo la Palma de Oro en Cannes y fue nominada en varias categorías de los premios Oscar, lo que posibilitaría que Costa-Gavras volviese a rodar en Estados Unidos. La película narra un hecho real acontecido a principios de la década de los setenta, en concreto en septiembre de 1973, cuando el presidente electo Salvador Allende fue derrocado como consecuencia del levantamiento militar tras el que se impuso un régimen dictatorial que sustituyó las libertades básicas por la represión, la violencia, el control o la desaparición de personas como Charles Horman (John Shea), el joven estadounidense que se convierte en un damnificado más de entre los miles de la situación político-social que Ed Horman (Jack Lemmon) ignora cuando llega a Chile para encontrar a su hijo desaparecido. En Horman padre, hombre de negocios de mediana edad, se descubren el conservadurismo y el escepticismo con los que aterriza en Santiago, donde muestra sus dudas al respecto de las palabras de Beth (Sissy Spacek), su nuera, pues no las tiene todas consigo de que su vástago haya sido víctima de una detención ilegal o de malos tratos. En ese instante, el personaje interpretado por Jack Lemmon cree firmemente en el modo de vida que le han inculcado, el mismo que ha practicado e intentado vanamente transmitir a su hijo, de quien se ha ido alejando como consecuencia de su pensamiento, más idealista que el paterno.


A medida que 
profundiza en el entorno y escucha los testimonios de los testigos con quienes se entrevista, descubre que aquello en lo que ha creído firmemente no tiene cabida en un Estado autoritario en el que su hijo ha sido una víctima más entre tantas. Missing (Desaparecido) se desarrolla en dos tiempos: el presente de Beth y Ed —su búsqueda y su concienciación ante los hechos que descubre— y el pasado que se centra en Charlie, antes y durante la revuelta. En uno de los flashback que se suceden durante el film, el narrado por Terry (Melanie Mayron), la mujer con quien Charlie visitó Viña del Mar, se observa a ambos en un hotel donde coinciden con Andrew Babcock (Richard Bradford), el militar estadounidense retirado que les comenta, sin ningún tipo de complejo, que le han enviado para realizar un trabajo similar a los que llevó a cabo en otros lugares de Sudamérica. Esta y otras declaraciones, unidas a la falta de compromiso que Ed descubre en la embajada de su país, apuntan a una participación norteamericana en el levantamiento; de ese modo, aquello que Horman se negaba se convierte en un hecho factible, que provoca su cambio de pensamiento y su creencia en los testimonios que le confirman que su hijo ha sido asesinado. Costa-Gavras fiel a su estilo comprometido planteó parte de la situación vivida en aquellos días de 1973, durante los cuales Horman descubre intereses políticos, persecuciones, abusos físicos o la pérdida de la libertad de expresión, lo que provoca su desengaño ideológico y la triste comprensión de una realidad en la que personas como Charlie pueden ser arrestadas, torturadas e incluso ejecutadas.