jueves, 26 de septiembre de 2013

Voces de muerte (1948)


Según se advierte inmediatamente después de los títulos de crédito de Voces de muerte (Sorry, Wrong Number) el teléfono forma parte de la cotidianidad de los ciudadanos de las grandes urbes, hasta el punto de haberse convertido en un confidente indispensable que les permite transmitir emociones, intimidades, soledad, felicidad, miedos o frustraciones, aunque para Leona Stevenson (Barbara Stanwyck) es algo más, ya que se trata de su único medio de contacto con el mundo exterior. A través de él intenta localizar a Henry (Burt Lancaster), su esposo, mientras le comenta a la telefonista que el número al que llama sigue comunicando, momento que aprovecha para desahogarse y decirle que se encuentra convaleciente en una cama de la que no puede moverse. Así se descubre a Leona, sola en una habitación que poco a poco se transforma en el escenario amenazante, opresivo e irreal de la desesperación que empieza a dominarle a raíz del cruce de líneas que le permite escuchar una conversación tan sorprendente como aterradora, durante la cual dos voces desconocidas comentan que las han contratado para asesinar esa misma noche a una mujer. El diálogo se pierde en las redes telefónicas después de generar la inquietud que provoca su insistencia para que la operadora vuelva a contactar con el número equivocado, pero la persona al otro lado de la línea le recomienda que llame a la policía. La enferma cuelga y vuelve a descolgar el auricular, aunque de nada le sirve, ya que desde la jefatura le aseguran que poco pueden hacer con una prueba tan vaga, salvo si ella cree que es la víctima. Durante parte de este breve lapso temporal la cámara de Anatole Litvak recorre la habitación fijándose en los objetos entre los que destacan dos fotografías enfrentadas, en las que se observan los rostros del padre de Leona (Ed Begley) y de Henry. Además, en su movimiento, se detiene por un instante en la ventana que se abre a la nocturnidad de una ciudad ajena a los temores de la enferma. Lentamente, la cámara se aleja del dormitorio y desciende sin prisa para mostrar el oscuro, solitario y amplio hogar de los Stevenson, un escenario vacío y sombrío que confirma la soledad y amenaza que envuelven a la nerviosa convaleciente. ¿Qué le ha sucedido a Henry? ¿Por qué se retrasa? ¿Dónde está? Son preguntas que intenta responder a través del receptor, medio por el que intercambia palabras con personajes que se suceden en intervenciones que aumentan el suspense de este indispensable clásico, en el que cada llamada desvela un poco más del peligro que se cierne sobre una mujer en cuyas facciones se puede leer su angustia. Mediante ese aparato siempre presente, Leona descubre aspectos de su marido que la confunden, pero también se comprende parte de su propia personalidad, ya sea al recibir la llamada paterna o cuando, como consecuencia de su contacto con Sally Hunt Lord (Ann Richards), evoca el instante en el que conoció a Henry y decidió que seria suyo. Las conversaciones telefónicas resultan vitales para crear la intranquilidad que se va transformando en pánico a medida que los emisores le revelan aspectos pasados que ella desconoce, pero también posibilitan que el espectador se familiarice con la situación por la que atraviesa el matrimonio. Pero es el flashback nacido en el recuerdo de la impedida el que permite entender que se trata de una mujer que siempre ha conseguido cuanto ha querido, mientras que su marido es un hombre que, deseando salir adelante por sí mismo, se sometió a los deseos (mandatos) de su esposa y a los del padre de ésta. En su desorientado presente las palabras de la antigua novia de Henry la confunden más si cabe, al escuchar que Henry está siendo investigado por algún asunto turbio que Sally no le puede precisar; aunque los momentos de mayor angustia se materializan poco después, cuando recibe el telegrama telefónico a través de cual su marido le explica que se ausenta por negocios. Voces de muerte continúa intercambiando presente y pasado para completar la realidad que afecta a Leona, cuya dolencia no es física, aunque sí sus síntomas. En realidad se trata de un trastorno psíquico nacido en su infancia (consecuencia del proteccionismo paterno), cuestión que descubre mientras conversa con el doctor Anderson (Wendell Corey), incapaz de explicarse por qué Henry no entregó a Leona la carta en la que le hablaba de su enfermedad y de la terapia que podría curarla. Además de los testimonios de Sally Hunt y del galeno, destaca el de Waldo Evans (Harold Vermilyea), que le proporciona una imagen de su marido que ella aún no es capaz de asimilar en la parte final de esta brillante e inquietante propuesta de suspense, en la que cámara y teléfono resultan indispensables para crear la atmósfera opresiva presente desde el inicio del film.

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