domingo, 22 de septiembre de 2013

Una historia verdadera (1999)


A primera vista puede resultar extraño que un director como David Lynch, habituado a mostrar universos y personajes complejos, sórdidos, turbios y oníricos, se decantase por el clasicismo y la poesía visual que abunda en Una historia verdadera (The Straight Story, 1999). Sin embargo, esta sencilla película cuadra perfectamente dentro de las inquietudes personales del responsable de El hombre elefante (The Elephant Man, 1980), pues el recorrido de Straight (Richard Fairnsworth) a lo largo de kilómetros y más kilómetros de asfalto resulta un viaje hacia su propia interioridad, en busca de la redención que espera encontrar al final de un camino que le conduce hasta su hermano enfermo (Harry Dean Stanton).
 Existen muchas road movies, pero ninguna que siga los pasos de un individuo que viaja sobre una segadora a lo largo de más de quinientos kilómetros, que simbolizan la expiación, la aceptación y las emociones contenidas de un anciano que apenas puede ver, y cuyas caderas a duras penas le permiten sostenerse en pie. A lo largo del recorrido este héroe anónimo y cansado desvela aspectos de su vida sin necesidad de forzarlos, pues estos se hacen reales mediante su sacrificio, sus silencios o durante las parcas conversaciones que mantiene con quienes se cruzan en su camino. De ese modo se comprende que detrás de su rostro ajado por el paso de los años existe una intención más allá de lo que se observa a simple vista, pues en él se reconoce la aceptación de la vejez, a pesar de que en ella no encuentra nada destacable, y de los muchos errores cometidos a lo largo de una existencia que lentamente avanza hacia su final. Todas esas emociones contenidas, para no alterar la cotidianidad de su hija (Sissy Spacek) o generar compasión en los demás, le impulsan a embarcarse en una emotiva odisea que le conduce hasta ese hermano con quien no se habla por algún motivo ya olvidado, o como él dice, por algo que ya no importa, y que seguramente fue debido a un cúmulo de circunstancias como la ira o el exceso de alcohol. Pero lo que sí sabe, y reconoce, es que ante él se presenta la última oportunidad para alcanzar el perdón que se negó tiempo atrás y que marcó buena parte de sus días. Pero Straight no se compadece de sí mismo, de igual modo que no desea que el resto lo haga por él; no es lo que necesita, tampoco lo que busca, ya que lo que le mueve es la ilusión por disfrutar una última vez de la inocencia y de la paz que sentía cuando de niño, al lado de su hermano, contemplaba el firmamento hacia el que siempre vuelve su mirada, a veces melancolía, a veces triste, pero siempre con un ligero brillo de esperanza.

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