lunes, 1 de julio de 2013

Arenas sangrientas (1949)

La figura del sargento duro y autoritario (y en ocasiones también patriota) es una constante dentro del cine bélico, y que mejor ejemplo que John Wayne interpretando a dicho individuo en la que sería su primera nominación al Oscar. También resulta constante descubrir que ese mismo veterano asume su rol para proteger y enseñar al grupo de inexpertos soldados que forman su pelotón, mientras oculta para sí las circunstancias personales que le preocupan. El sargento Stryker (John Wayne) es consciente de que en tiempo de guerra no puede permitirse el lujo de mostrar ni debilidades ni emociones, por ello parece un tipo inaccesible a quien poco importa exigir a sus hombres extremos que aquéllos no aceptan inicialmente, aunque no tardan en comprender que los métodos empleados por el suboficial son los únicos que permitirán que alguno de ellos sobreviva a la dura campaña del Pacífico. Arenas sangrientas (Sands of Iwo Jima) evidencia cierta irregularidad en su ritmo narrativo, quizá debido al abuso de imágenes de archivo y a la escasez de medios de la Republic, una productora independiente que alcanzó su mayor esplendor durante los años que tuvo en nómina a Wayne, quien en la década de los cuarenta había empezado su escalada hacia el estatus de megaestrella que alcanzaría en la siguiente. En ese mismo estudio también se encontraba Allan Dwan, un director todoterreno capaz de desarrollar dignamente una película que ensalza la figura del militar que sacrifica su existencia por su país, pero sin olvidarse de mostrar algunas de las circunstancias diarias que afectan a los miembros del pelotón, sobre todo el rechazo que se produce entre Stryker y Peter Conway (John Agar), incapaz este último de aceptar el recuerdo paterno que le provoca la figura del sargento. Lejos del frente se descubren dos momentos íntimos, el primero, más irregular, se centra en Conway y la chica con quien se casa, el segundo, más logrado, se produce en el instante en el que Stryker comprende que la mujer que le ha invitado a pasar la noche lo ha hecho porque la guerra le obliga a venderse para poder alimentar a su bebé. Y así, poco a poco, la figura de este hombre de hierro se humaniza, convirtiéndole en el héroe a quien todos sus hombres admiran y respetan, contagiándose de su bravura y del patriotismo que tiene su colofón cuando suben por el monte Suribachi, donde al final del film un grupo de soldados iza la bandera que muchos años después Clint Eastwood presentaría de manera muy distinta en la excelente Banderas de nuestros padres.

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