sábado, 22 de junio de 2013

La patrulla perdida (1934)


Más que una aventura de corte bélico ambientada en la Primera Guerra Mundial, 
La patrulla pedida (The Lost Patrol, 1934) se desarrolla como una especie de pesadilla psicológica que aumenta a medida que avanzan los minutos. Dicha sensación se advierte en el plano inicial, cuando la figura de un jinete solitario cae sobre la arena de un desierto silencioso. Ese instante marca el devenir de los hechos futuros, ya que el desconocido resulta ser el oficial a cargo de un grupo de soldados que se queda huérfano de mando y sin saber en qué consiste la misión que les ha llevado a deambular por la arena mesopotámica, La muerte del oficial obliga al sargento interpretado por Victor McLaglen a asumir un rol que no es el suyo. Él mismo así lo reconoce cuando informa que no sabe qué hacer, y decide dirigirse hacia el norte con la esperanza de reunirse con el regimiento. Avanzando sin rumbo, alcanzan el oasis donde se desarrolla la práctica totalidad de este espléndido film que apunta algunas constantes del cine sonoro de John Ford, las cuales había ido perfeccionando a lo largo de sus años en el silente hasta alcanzar la precisión y sencillez que rehuye de lo superfluo para, sin pedantería y sin insistir en ello, indagar en la humanidad de sus personajes, en su complejidad, y en las situaciones que les afectan; en este caso, la que enfrenta a un reducido número de individuos con un entorno ajeno a ellos.


El desierto se erige en el escenario de la impotencia, la desesperación y la locura que irán mermando a los miembros de una patrulla que inicialmente sería compacta, pero que empieza a desmoronarse en ese oasis donde hallan agua y dátiles, pero también donde pierden sus monturas. La sensación de amenaza nunca desaparece, ni siquiera cuando los soldados descansan sin ser conscientes de que se encuentran a merced de fuerzas ajenas a ellos, enemigos invisibles que se ocultan detrás de las dunas, pero cuya presencia se hace palpable a partir de la primera bala que acaba con uno de ellos. 
La no visualización del enemigo y los silencios enfatizan la experiencia opresiva que merma el equilibrio emocional de esos soldados profesionales que ven como todo se derrumba a su alrededor, mientras, sus emociones fluyen descontroladas y fuerzan sus comportamientos, aquellos que desvelan la certeza de lo imposible, pues ese entorno les condena. La muerte les acecha, y a medida que el tiempo transcurre la desesperación se hace más fuerte, provocando que en los soldados ya no se encuentre el menor atisbo de la marcialidad que tendrían antes de la muerte de su líder, quizá porque todos se saben perdidos y atrapados en un lugar que se ha convertido en el cementerio donde, irremediablemente, uno a uno irá cayendo.

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