sábado, 29 de junio de 2013

Ladrón de cadáveres (1945)

Uno de los periodos más florecientes y creativos de la serie B se produjo cuando Val Lewton asumió la producción de un ciclo de películas de terror para la RKO que se inició con la mítica La mujer Pantera (Cat People), cuyo coste rondó los 130.000 dólares y recaudó dos millones. Esa sería la tónica de la mayoría de estas películas que se inscriben dentro del género de terror, en las que el productor-autor contaría con los directores: Jacques Tourneur (en tres ocasiones), Mark Robson (cuatro) y Robert Wise (en dos películas del género). Existen otros aspectos comunes a estas películas aparte de tratarse de producciones baratas, ya que en ellas el miedo suele sugerirse desde las sombras, desde los espacios en los que se desarrollan los hechos o desde los propios miedos que habitan en los personajes. Pero si se profundiza se descubre que la idea del terror no es la única que asoma en pantalla, pues en ellas se hablan de cuestiones como la imposibilidad, los sentimientos o las frustraciones y obsesiones, como sería el caso de Ladrón de cadáveres (The Body Snatcher), inspirada en el relato de Robert Louis Stevenson y en un hecho real acontecido en la época en la que se ambienta la película. En el film de Lewton (firmó el guión como Carlos Keith) y de un casi primerizo Robert Wise, con anterioridad había dirigido Mademoiselle Fifi y la excelente La maldición de la mujer pantera (The Curse of the Cat People) (ambas producidas por Lewton), se expone la doble moralidad del doctor McFarlane (Henry O'Neill), capaz de traspasar los límites de la legalidad convencido de que la ciencia no debe supeditarse a las leyes que impiden su desarrollo. La historia se ubica en Edimburgo en 1831, cuando la ley prohíbe el estudio de cadáveres, salvo aquellos que en vida fueron pobres; esta norma provoca que el acceso a la anatomía humana sea complicado para el médico, obsesionado por su necesidad de estudiar el cuerpo humano como medio para comprender sus males, y de ese modo poder enseñar a sus alumnos y ayudar en el avance de la medicina. El eminente galeno remedia la escasez de cadáveres contratando los servicios de John Gray (Boris Karloff), un cochero que se gana la vida profanando tumbas para satisfacer las demandas de ese caballero a quien desea atormentar por un pasado que les une, y que ninguno de ellos puede olvidar. A pesar de la inquietud que siempre crea la presencia de Gray, éste se muestra más sincero que el doctor, que presenta aspectos contradictorios; por un lado desea comprender para poder ayudar en el avance de la ciencia médica, y de ese modo salvar vidas, mientras que por otro no muestra el menor escrúpulo a la hora de comprar los cuerpos que podrían proceder de personas asesinadas con el fin de acabar sobre su mesa de estudio. Quizá el profesor de medicina está loco, como dice su esposa (Edith Atwater), a quien denigra haciéndola pasar por su criada, o quizá sea un hombre que ha nacido en una época equivocada; poco tiempo después se aprobaría la ley que permitía el estudio de cadáveres que propiciaría el avance que le obsesiona. A pesar de las cuestiones éticas que se exponen en este inteligente e inquietante film, Wise-Lewton no se olvidaron de dramatizar la historia en la figura de Georgina (Sharyn Moffet), la niña que sufre una enfermedad degenerativa en su columna vertebral, la misma que la indispone y que, tarde o temprano, acabará con ella. En este punto adquiere importancia Donald Fettes (Russell Wade), el alumno que se convierte en el ayudante de McFarlane cuando le dice a éste que no puede asumir los costes de su aprendizaje. El joven estudiante muestra un pensamiento que difiere del de su maestro; desea ayudar a la niña convenciendo al cirujano para que la opere, mientras que para McFarlane la idea de salvar una sola vida carece de sentido, pues aduce que él se debe a la evolución general y no a un caso en particular. En su afán por salvar la vida de la pequeña, Fettes provoca involuntariamente la muerte de una inocente a manos de Gray, convirtiéndose de ese modo en cómplice a la fuerza, hecho que le lleva a descubrir los secretos de unos individuos que se mueven por los deseos de alcanzar sus metas, ya sea la del cochero al atormentar al doctor a quien ha protegido en el pasado o la de aquél en su constante y obsesiva idea de estudiar la anatomía de sus semejantes.

viernes, 28 de junio de 2013

El desertor del Álamo (1953)


Años antes de realizar su reputado ciclo de westerns con Randolph Scott como protagonista, Budd Boetticher había dado muestras suficientes de su excelente pulso para el género en películas como las rodadas para los estudios Universal, entre las que destacan The Cimarron Kid, Horizontes del Oeste (Horizons West), Traición en Fort King (Seminole) o El desertor del Álamo (The Man from the Alamo). Posiblemente esta última fue la más conocida de aquella época que no satisfizo a su realizador, ajeno por aquel entonces a la libertad creativa que sí obtuvo en el injustamente denominado ciclo Ranown (nombre de la productora de Randolph Scott y Harry Joe Brown), A pesar de esa falta de libertad, El desertor del Álamo (The Man from The Alamo) evidencia una narrativa identificable con el estilo que haría famoso a Boetticher años después, capaz de desarrollar en una hora y cuarto una trama sin fisuras que gira en torno a un individuo a quien, en primera instancia, se le descubre luchando con las tropas texanas que defienden el Álamo, para poco después seguir su itinerario por varios espacios (su rancho quemado, el pueblo donde le encarcelan, su estancia con los bandidos o su periplo en la caravana que tendrá que proteger). Durante su recorrido también se muestra aquello que le condiciona: la violenta pérdida de sus seres queridos o la supuesta cobardía por la que es rechazado por todos; de ese modo se crea la figura del individuo cuyo motor existencial sería el de acabar con los hombres que dieron muerte a su esposa e hijo. Sin embargo, en El deserto del Alamo (The Man from The Alamo) se observa algo más que la idea que domina a John Stroud (Glenn Ford), pues también se exponen la violencia y los prejuicios de los habitantes del pueblo donde llega después de descubrir que su familia ha sido asesinada por texanos que se hacen pasar por mexicanos. En esa villa el teniente Lamarr (Hugh O'Brien) le reconoce y le acusa de ser el único hombre que abandonó el famoso fuerte cuando el coronel Travis les dejó elegir entre quedarse o irse; de modo que la masa, enfurecida ante tamaña cobardía, le juzga, le recrimina, le insulta y finalmente le agrede, incluso con la intención de lincharle. Nadie se detiene a preguntar cuáles fueron sus motivos para abandonar la plaza militar en una hora de sacrificio, simplemente dejan que sea su odio el que salga a relucir, provocando la injusticia a la que Stroud es sometido cuando únicamente se trata de una víctima de las circunstancias nacidas de un momento de violencia y lucha. La realidad que rodea al personaje se descubre en los primeros minutos, cuando demuestra su valentía al levantar a costa de su vida la bandera caída; en ese mismo emplazamiento, asediado por fuerzas muy superiores en número, también se comprende su mala fortuna al ser elegido para proteger a las familias de sus amigos, aunque nada puede hacer para evitar los trágicos sucesos que descubre después de abandonar el Álamo. Este individuo, como años después harían los personajes interpretados por Randolph Scott, es un solitario desencantado que busca venganza, dicha imagen ya esboza al futuro antihéroe de Boetticher, pues en él se descubren las constantes del cowboy solitario condicionado por un pasado que le persigue, y cuyo anhelo de vengar la muerte de sus seres queridos marca su presente, aquel que le aparta de todos, excepto del niño mexicano que le ayuda (Mark Cavell) y de la joven que inicialmente le censura (Julie Adams), al igual que hacen demás componentes de la caravana a la que Stroud se une en el itinerario final de la película, cuando ésta transita por el espacio abierto donde el vengador cierra su recorrido.

miércoles, 26 de junio de 2013

La brigada suicida (1947)


Entre 1945 y 1950 se desarrolló dentro del policíaco hollywoodiense un estilo semi-documental que trataba de explicar con minuciosidad las labores de los diversos cuerpos de seguridad encargados de velar por el cumplimiento de la ley. La intención sería la de mostrar la eficacia y la importancia de estos departamentos, formados por aguerridos agentes que no dudarían en sacrificar sus vidas para lograr que el orden prevaleciese. Una de las características comunes a este tipo de producciones propagandísticas, que intentaron ofrecer su realidad de hechos supuestamente verídicos, se encuentra en su presentación, a menudo introducida por un cargo del departamento correspondiente, responsable de explicar a grandes rasgos la labor de los agentes en quienes se centra la historia. Una vez fuera de esa oficina, la acción nos descubre el día a día, los esfuerzos incansables, los métodos que utilizan o la avanzada tecnología que les ayuda a cumplir con su cometido. Dentro de este estilo cercano al realismo, condicionado por su intención de ensalzar a los órganos correspondientes, destacan títulos como La casa de la calle 92 (The House on 92nd StreetHenry Hathaway, 1945), La calle sin nombre (The Street with No NameWilliam Keighley, 1948) o La brigada suicida (T-Men), realizada por Anthony Mann en 1947, posiblemente una de sus mejores aportaciones al policíaco de serie B. En ella Mann consiguió alejarse de esa idea propagandística para centrarse en la violencia que nace del ambiente y del interior de los personajes, en este caso ubicados en calles e interiores turbios y amenazantes donde la brutalidad es una constante, pues nace de la criminalidad en la que los agentes se introducen para cumplir con su cometido. La cámara de Mann, excelente la fotografía en blanco y negro, realiza el seguimiento de los agentes de la ley infiltrados en la organización criminal que, entre otras labores, se dedica a la falsificación de billetes, pero su acierto reside en mostrar a los delincuentes en su habitat, donde la violencia no es más que una herramienta para proteger sus negocios. La introducción no da lugar a dudas, el espectador es consciente de lo que va a presenciar, de modo que los primeros minutos de La brigada suicida sirven para que conozcamos a los dos agentes del tesoro a quienes se les encarga la investigación. Tony Genaro (Alfred Ryder) y Dennis O'Brien (Dennis O'Keefe) viajan a Detroit después de preparar una tapadera convincente; en la ciudad del motor pretenden hacerse pasar por delincuentes, y de ese modo, sin levantar sospechas, acceder al mundo de los bajos fondos con la intención de conseguir alguna pista que les permita desarticular a la banda de falsificadores. Poco a poco acumulan información, mientras, sus superiores permanecen alejados del peligro, pero atentos al avance de los suyos, sin embargo, son los dos policías quienes arriesgan sus vidas, sobre todo cuando descubren una posible conexión entre la banda y un individuo conocido como el planificador (Wallace Ford). Esta nueva pista provoca el traslado de O'Brien a Los Ángeles; allí contacta con dicho elemento, que resulta ser un escalafón más dentro de una sociedad delictiva que parece tener bien protegidos a sus jefes. A pesar de que los dos agentes son los supuestos protagonistas, la historia carece de ellos, pues es el mundo del hampa y la constante voz en off del narrador las que se convierten en los guías de film, y esa misma voz es la que provoca la sensación de condicionamiento al remarcar la indispensable labor que se lleva a cabo dentro del departamento al que alude y la entrega incondicional de esos T-Men capaces de sacrificar sus existencias para realizar con éxito su trabajo, salpicado de constantes situaciones extremas, mientras sufren la violencia que se descubre en los ambientes delictivos dominados por vapores, claroscuros o niebla.

martes, 25 de junio de 2013

¡Qué sinvergüenzas son los hombres! (1932)


Además de ser una comedia romántica de gran éxito en su momento, 
¡Qué sinvergüenzas son los hombres! (Gli uomini, che mascalzoni!, 1932) posee el interés añadido de ser la película que lanzó a la fama a Vittorio de Sica, convirtiéndolo en uno de los galanes más destacados de la cinematografía italiana de la época anterior a la Segunda Guerra Mundial. En este clásico de la comedia transalpina de inicios de los años treinta se distinguen tres partes, aquéllas en las que posteriormente se dividirían un sin fin de largometrajes similares en los que chico y chica se conocen, se enamoran, sufren algún imprevisto que les separa y finalmente descubren que el amor sale victorioso. Estas tres etapas en el triunfo del amor se descubren en la relación de Mariusccia (Lia Franca) y Bruno (Vittorio de Sica), dos jóvenes que se conocen por casualidad, y que no tardan en pasar una velada romántica en un idílico entorno donde profundizan en aspectos que no asoman en la pantalla, pero que quedan sobreentendidos. Después del instante íntimo, la pareja se muestra feliz por una carretera en la que se detienen para recuperar fuerzas, sin saber que en ese restaurante la mala fortuna les aguarda. Bruno, que ha tomado prestado el coche de sus patrones, se encuentra inesperadamente con su jefa, quien le ordena que la lleve a casa al observar que el vehículo que supuestamente se encontraba averiado ya ha sido reparado, cuestión ésta que crea la ruptura en la pareja recién formada, pues los imprevistos provocan que Bruno no se presente a recoger a Mariusccia, quien sin saber qué sucede aguarda desencantada en la terraza del local. La segunda parte de ¡Qué sinvergüenzas son los hombres! expone la situación de rechazo que nace de la rabia que domina a la joven cuando se convence de que ha sido utilizada, por eso no permite que el chófer, ahora desempleado, se explique, hecho que provoca el enfado de aquél, que alcanza su punto máximo cuando por casualidad se vuelven a encontrar tiempo después y ella le da celos con su nuevo patrón. Las secuencias de Bruno abriendo la taquilla de correos en busca de una carta de empleo resulta una excelente muestra del paso del tiempo y de como exponer una situación, su despido y su infructuosa búsqueda de empleo, sin necesidad de mostrar nada más. Visto hoy, el film de Mario Camerini podría pasar como una comedia más, sin embargo hay que tener en cuenta su época de rodaje, cuando el sonoro acababa de imponerse al cine mudo y se estaban gestando las características de la comedia moderna, y éste largometraje aportó su grano de arena, además de ser el espaldarazo definitivo a la carrera de un joven actor que se convertiría en uno de los grandes directores de la cinematografía italiana, pues años después De Sica sería uno de los responsables del esplendor del neorrealismo.

lunes, 24 de junio de 2013

El cebo (1958)



Cuando hablo de una película de asesinos en serie pienso en M como el gran referente, pero esto no es más que fruto de mi subjetividad, ya que existen otros excelentes films que muestran la figura de un individuo desequilibrado, cuya mente enferma le obliga a matar. El cebo es otro buen ejemplo de este tipo de producciones, en ella se presenta a un asesino similar al que se descubre en la mítica película de Fritz Lang, aunque enfocado desde una perspectiva que lo aleja de aquel personaje interpretado por Peter Lorre, ya que, aparte de la coincidencia de que ambos eligen a niñas como víctimas de sus obsesiones, las diferencias entre ambas películas son evidentes desde el inicio, cuando Jacquier (Michel Simon), una especie de buhonero, camina tranquilamente por el bosque donde descubre el cadáver de una pequeña. Asustado y nervioso acude a un bar desde donde telefonea a la policía, pero solo quiere hablar con el comisario Matthai (Heinz Ruhmann), a quien conoce del pasado y, en un futuro inmediato, el único que creerá en su inocencia. Jacquier no tarda en ser arrestado como sospechoso y es obligado por las autoridades a confesar la autoría de un infanticidio del que no es responsable. Matthai no reacciona ante el censurable comportamiento de sus superiores, quienes, deseosos de dar carpetazo al asunto, presionan a un vagabundo que, desesperado, se ahorca en su celda. La necesidad de cerrar el caso se ha cobrado una víctima inocente, y no ha sido un psicópata del que nada se sabe, sino un sistema que, apremiado y consciente, ha buscado la solución más sencilla sin detenerse en cuestiones éticas, tangibles o reales. Matthai tampoco ha actuado como cabría esperar de un profesional de su valía, quizá porque no se ha implicado a fondo, condicionado por su inminente retiro y su nueva etapa en Jordania, donde pretende trabajar los siguientes cinco años de su vida. Sin embargo esa nueva existencia no puede materializarse porque las dudas asaltan su mente sin poder alejar de su pensamiento la inocencia de aquel desdichado vendedor y la certeza de que el asesino todavía anda suelto. Su conciencia y la pequeña pista que descubre, le obligan a abandonar el avión para asumir su total implicación en un caso oficialmente cerrado, lo que implica que el ex-policía se encuentre solo en su intención. Sus antiguos colegas se dan por satisfechos con el resultado de la investigación, que no ha sido más que una farsa para acallar las voces que a gritos pedían un culpable. Así pues, el agente retirado se obsesiona con la idea de resolver un delito que para los demás se resolvió con éxito. A partir de ese instante, la figura de Matthai cobra el protagonismo absoluto de la historia, en la que se observa su soledad, aquella que le concede todo el tiempo del mundo para aguardar a que el asesino actúe de nuevo. Consciente de ello, se persona en el lugar donde se produjo el último crimen. Allí alquila una gasolinera, que utiliza como tapadera para ocultar su verdadera intención, mientras, sin nada a que aferrarse (tanto a nivel personal como profesional), estudia las pocas pistas que posee. Lo único que sabe respecto al homicida sería que este ha matado en diversos puntos de la carretera que sale de Zurich y que pasa por su negocio, de ese modo su deambular le conduce hasta la localidad vecina, donde, para su sorpresa, se encuentra con una niña de rasgos similares a la asesinada, un parecido que lo convence para emplearla como cebo. Su postura denota una falta de ética total, más si cabe al no mostrar preocupación por exponer la vida de la pequeña, quizá porque se ha obsesionado con la idea de atrapar al asesino como medio para salvar vidas, pero sin plantearse que pone una en peligro. Por lo tanto, Matthai decide que el fin justifica los medios, aunque también es consciente de que debe tenerla vigilada, de modo que contrata a la madre de la niña (María Rosa Salgado) como asistenta, sin ser consciente del vínculo que nace entre él y las dos mujeres, un nexo de unión que no tarda en convertirse en cariño y en la certeza de que no puede arriesgar la vida de aquella a quien empieza a ver como a una hija. La soledad en la que había vivido hasta entonces concluye en esa gasolinera apartada, donde comparte su cotidianidad a la espera de la aparición de un individuo a quien no conoce, pero con quien contacta cuando empieza a telefonear a posibles sospechosos, momento en el que Ladislao Vajda mostró en la pantalla la intimidad de Schrott (Gert Froebe), sometido al constante desprecio de su esposa, el mismo desprecio que provoca su necesidad de vengarse en niñas que no pueden defenderse y que se dejan engañar por su aparente amabilidad. El cebo se desarrolla sin apenas fisuras, atroz y a la vez sensible, muestra tanto la soledad en los adultos como en la infancia (Ana maría siempre juega sola hasta la aparición del asesino, que se hace pasar por mago), de tal manera mantiene dos focos de interés: la relación personal del detective con madre e hija y la obsesiva necesidad que aquel siente por atrapar a un desequilibrado que se presenta en pantalla hacia la mitad del metraje de este destacado thriller hispano-suizo con el que Vajda volvía a incidir en el mundo infantil que ya había mostrado en Marcelino, pan y vino (1954) y Mi tío Jacinto (1956).

Un profeta (2009)


En Un profeta (Un phrophéte, 2009) 
Jacques Audiard delimitó a la perfección un entorno violento y corrupto que fuerza la necesidad de adaptación que implica la pérdida de inocencia del joven protagonista, capaz de planear sus pasos desde el descubrimiento, la comprensión y la aceptación de la criminalidad que le rodea y de la que se aprovecha desde su relación con Cesar Luciani (Niels Arestrup), una relación que le proporciona los contactos que le permitirán alcanzar la posición de fuerza que ostenta hacia final del film, cuando ya no queda el menor atisbo de aquel imberbe a quien se observa por primera vez en el patio de la prisión donde se convierte en un auténtico criminal, y la película de Audiard en una de las propuestas más interesantes de la cinematografía francesa de la primera década del siglo XXI gracias a su contundencia narrativa y al realismo con el que se expone el ascenso de un ladrón de poca monta dentro de un espacio carcelario donde sobrevive debido a su capacidad de aprendizaje y de adaptación. En ese ámbito se descubre a Malik El Djebena (Tahar Rahim), aunque, en realidad, resulta un enigma, ya que poco se sabe del crimen que lo ha llevado hasta el centro penitenciario donde, desde su inocencia inicial, asume que su aprendizaje para poder convivir (y sobrevivir) con criminales que, en su mayoría, pertenecen a grupos organizados. Para su desgracia, no tarda en descubrir que un grupo de corsos maneja los hilos dentro del correccional. Ellos son los auténticos dueños de la prisión gracias al soborno y a la coacción, por lo que los celadores hacen la vista gorda ante sus negocios y crímenes, e incluso permiten que Malik se convierta en la marioneta de Cesar, el capo corso que le ofrece escoger entre asesinar o ser asesinado por no hacerlo.


A pesar de su inocencia, de su escaso bagaje cultural y de su rechazo, el joven reo es consciente de su elección, aunque para él no resulta sencillo hacerlo, pues no es un asesino, sino la víctima de las circunstancias en las que se encuentra. Desde ese instante de violencia y muerte su vida cambia radicalmente, iniciándose su aprendizaje, aquél que marca su estancia entre rejas, desde la observación y el afán por crecer dentro del ámbito opresivo donde se encuentra atrapado. A raíz de su contacto con César y del asesinato al que se ha visto obligado para preservar su vida, el joven delincuente va construyendo su propia personalidad delictiva, consciente de que puede sacar partido de su relación con el líder corso, a quien ve actuar como el señor de todo y de todos sin tener en cuenta que el paso de los años traerá consigo su caída. César se convierte en una especie de figura paterna a ojos de Malik, no en cuanto al trato, siempre duro y distante, sino por las lecciones o conclusiones que el joven saca de su relación; de ese modo el corso se convierte en alguien a quien imitar, pero también de quien evitar errores. El personaje central de
Un profeta gana experiencia desde su silencio y desde el estudio del comportamiento de quienes le rodean, a la espera de que llegue su momento, que se confirma cuando Cesar se queda solo en el correccional y le convierte en parte vital de sus negocios, tanto dentro como fuera del correccional. Malik utiliza su ascenso para su propio beneficio, asociándose con Jordi (Reda Kateb), con quien empieza a distribuir drogas en el presidio, y posteriormente en el exterior gracias a la colaboración de su (único) amigo Ryad (Adel Bencheriff), el compañero que durante su estancia en presidio le había enseñado a leer.

sábado, 22 de junio de 2013

La patrulla perdida (1934)


Más que una aventura de corte bélico ambientada en la Primera Guerra Mundial, 
La patrulla pedida (The Lost Patrol, 1934) se desarrolla como una especie de pesadilla psicológica que aumenta a medida que avanzan los minutos. Dicha sensación se advierte en el plano inicial, cuando la figura de un jinete solitario cae sobre la arena de un desierto silencioso. Ese instante marca el devenir de los hechos futuros, ya que el desconocido resulta ser el oficial a cargo de un grupo de soldados que se queda huérfano de mando y sin saber en qué consiste la misión que les ha llevado a deambular por la arena mesopotámica, La muerte del oficial obliga al sargento interpretado por Victor McLaglen a asumir un rol que no es el suyo. Él mismo así lo reconoce cuando informa que no sabe qué hacer, y decide dirigirse hacia el norte con la esperanza de reunirse con el regimiento. Avanzando sin rumbo, alcanzan el oasis donde se desarrolla la práctica totalidad de este espléndido film que apunta algunas constantes del cine sonoro de John Ford, las cuales había ido perfeccionando a lo largo de sus años en el silente hasta alcanzar la precisión y sencillez que rehuye de lo superfluo para, sin pedantería y sin insistir en ello, indagar en la humanidad de sus personajes, en su complejidad, y en las situaciones que les afectan; en este caso, la que enfrenta a un reducido número de individuos con un entorno ajeno a ellos.


El desierto se erige en el escenario de la impotencia, la desesperación y la locura que irán mermando a los miembros de una patrulla que inicialmente sería compacta, pero que empieza a desmoronarse en ese oasis donde hallan agua y dátiles, pero también donde pierden sus monturas. La sensación de amenaza nunca desaparece, ni siquiera cuando los soldados descansan sin ser conscientes de que se encuentran a merced de fuerzas ajenas a ellos, enemigos invisibles que se ocultan detrás de las dunas, pero cuya presencia se hace palpable a partir de la primera bala que acaba con uno de ellos. 
La no visualización del enemigo y los silencios enfatizan la experiencia opresiva que merma el equilibrio emocional de esos soldados profesionales que ven como todo se derrumba a su alrededor, mientras, sus emociones fluyen descontroladas y fuerzan sus comportamientos, aquellos que desvelan la certeza de lo imposible, pues ese entorno les condena. La muerte les acecha, y a medida que el tiempo transcurre la desesperación se hace más fuerte, provocando que en los soldados ya no se encuentre el menor atisbo de la marcialidad que tendrían antes de la muerte de su líder, quizá porque todos se saben perdidos y atrapados en un lugar que se ha convertido en el cementerio donde, irremediablemente, uno a uno irá cayendo.

miércoles, 19 de junio de 2013

Agente especial (1955)



Por títulos como
Relato criminal, El demonio de las armas o Agente especial, Joseph H. Lewis merece un puesto destacado entre los grandes del cine negro, y también de la serie B; sin embargo, este excelente cineasta realizó muchas otras magníficas películas, por ejemplo sus westerns de bajo presupuesto El séptimo de caballería o Terror en una ciudad de Texas, o Mi nombre es Julia Ross, en la que también demostró maestría para el thriller psicológico. Lewis concluyó sus días profesionales en la televisión, pero antes de que esto ocurriese, su terreno sería la serie B, en la que desarrollaría la práctica totalidad de su carrera, manejando escasos presupuestos y condicionado por el tiempo de rodaje, aunque siempre pensando en la calidad de sus films. Agente especial (The Big Combo, 1955) no es una excepción, más bien es la confirmación de un estilo preciso y contundente, sin tiempo para las florituras ni las sensiblerías. Es un film negro, directo y violento, que confiere imagen y sonido al guion de Philip Yordan, y se presenta desde una atmósfera enrarecida donde una joven, Susan (Jean Wallace), pretende escapar de dos matones que la acorralan y la devuelven al lugar donde no quiere estar. No tarda en comprenderse que se trata de una historia de amor imposible, aunque distinta a la expuesta en El demonio de las armas, pues esta se desarrolla en los bajos fondos entre un teniente de policía, Diamond (Cornel Wilde), y esa chica del gángster a quien Diamond desea atrapar, no porque Brown (Richard Conte) sea el jefe del hampa, sino por su obsesión por recuperar a la mujer de la que está enamorado.


En su primera imagen, ante un boxeador, Brown expone su filosofía, aquélla que le ha permitido escalar hasta lo más alto dentro de la criminalidad; por sus palabras se comprende que odia a sus enemigos hasta el punto de no tener ningún tipo de reparos a la hora de acabar con ellos, pues esa sería la única manera que conoce para sobrevivir y triunfar en un mundo brutal como el que habita. La aparente facilidad con la que
Joseph H. Lewis manejó la narración resulta un alarde de precisión fatalista y violenta, porque tanto la fatalidad como la violencia surgen de ese entorno criminal por donde Diamond se sumerge para acabar con su rival, un hombre que muestra una predisposición innata hacia el uso de la fuerza bruta como demuestra en varias escenas que destacan por su contundencia, su originalidad y su brutalidad. La tortura a la que Brown y sus hombres someten al policía se me antoja magnífica; no le golpean (al menos no desde que el hampón entra en escena), tan solo se valen del audífono de su mano derecha, McClure (Brian Donlevy), del oído de Diamond y de un aparato de radio en el que suena un solo de batería; de igual modo, ese mismo aparato auditivo será empleado por el gángster en una secuencia posterior, cuando vuelve a dar rienda suela a la frialdad de la que hace gala; en ese instante, extrae el aparato de la oreja de McClure para que aquél no pueda escuchar las balas que acribillarán su cuerpo, otra escena que destaca por su violencia sería aquélla en la que Rita (Helene Stanton), la corista enamorada del policía, muere en la oscuridad de un cuarto donde aguarda la llegada del hombre que no puede amarla. Sin duda, Agente especial es un fantástico ejemplo de cine negro pesimista y obsesivo, que fluye a la perfección sin necesidad de forzar aspectos de los personajes, pues éstos se presentan tal y como son, condicionados por el entorno y por las obsesiones que marcan sus personalidades y el devenir de los hechos.

martes, 18 de junio de 2013

Titanic (1997)


Al igual que Rose (Gloria Stuart) al recordar su historia acontecida ocho décadas atrás, tiempo más que suficiente para distorsionar los hechos, embellecerlos e idealizarlos en su memoria, me tomo la libertad de recrear mi recuerdo de Titanic (1997) en una sala repleta de centenares de sueños. Allí, sentado y mirando como uno más hacia la gran pantalla, sentí como el deseo de abandonar el barco crecía dentro de mí
, y aún a día de hoy no comprendo de dónde saqué las fuerzas para mantenerme a flote y contemplar las tres horas de un recuerdo tras el que no encontraba ni rastro de la grandeza que se le atribuía, y que se me antojaba artificial, quizá por la subjetividad que habitaba en el relato narrado por la anciana. Para bien o para mal, pensé que los aciertos, que los tendrá, y los fallos de Titanic, que los tiene, no eran responsabilidad de la memoria de Rose, sino de James Cameron, director, guionista, productor y montador de la película, idea que se reafirmaba en mí a medida que contemplaba una narrativa que pretendía vanamente forzar mis emociones en lugar de permitir que fuesen los personajes los que me hicieran partícipe; sin embargo, lo único que llegaban a mis sentidos eran diálogos, situaciones o escenas que me provocaron la sensación de estar presenciando un ejercicio insustancial de atractivo acabado.


Habrá quien no comparta mi recuerdo, personal y alterado por el transcurso de los años, cuestión que aplaudo, ni mi ensoñación de que las mejores películas de Cameron son aquellas con menos pretensiones artísticas, como sería el caso de Terminator o Aliens, el regreso, y prefiera sus grandes producciones, aquellas que semejan sufrir un mayor desequilibrio entre la forma y la sustancia, cuyos máximos exponentes quise descubrir en Avatar y Titanic, ambas de un acabado formal envidiable y un vacío argumental que mermó mis expectativas iniciales.
 Así pues, imaginé que Titanic no era la historia del barco de quien recibió el título, ni de las gentes que en él viajaban cuando se produjo la trágica colisión con el iceberg que provocó su hundimiento, en realidad, me dije, es la idealización de un instante, el de Rose (Kate Winslet) y Jack (Leonardo DiCaprio), que ya he visto con anterioridad en mejores o peores películas, y que, a pesar de que el barco resulta esencial, podría haberse ubicado en cualquier otro contexto espacial, incluso en la Verona imaginada por Shakespeare.


Sin pesar por mi parte, he de reconocer que no me conmoví ni por el amor surgido en ese buque onírico ni con las injusticias sociales que en él habitan (que se acentúan a raíz de la catástrofe que se produce en la segunda mitad del film), quizá porque éstas también intentaban condicionar mis emociones sin contar con ellas. Pero cuanto escribo solo forma parte de las sensaciones que provocó en mí este aclamado recuerdo histórico-romántico desarrollado por
Cameron, en el que descubrí a una nueva rica bondadosa y altruista (Kathy Bates) y a un villano millonario, grotesco, engreído y repleto de prejuicios (Billy Zane), en quien creí ver, al igual que me sucedió con el malvado de Avatar, a un terminator programado para destruir, prevalecer o asegurar sus pertenencias, entre las que incluye a una niña que emplea para salvarse (no podía ser de otra manera) y a Rose, supuestamente atrapada dentro de un entorno social del que desea huir porque éste coarta su libertad de elección, aquella que sí le ofrece Jack, autoproclamado rey del mundo en un buque donde se convierte en el soplo de aire fresco que la libera de su realidad, aquélla que ochenta años después idealiza ante las atentas miradas de los científicos que investigan los restos del famoso buque.


Diga lo que diga sobre 
Titanic, no soy científico y solo puedo hablar desde la subjetividad de un espectador frustrado que se esperaba un sueño y se encontró con otro muy distinto, que catalogó de manipulador, y que se convirtió en una de las producciones más laureadas y rentables de la historia del séptimo arte; así que, como en tantas otras ocasiones, puede que mis palabras no sean más que un disparate fruto de mi insensibilidad o de mi desconocimiento en materia cinematográfica, pero me consuelo al recordar que Billy Wilder tampoco encontró por ninguna parte el argumento que imaginé en el interior de una sala donde cada espectador tendría su propia visión de las imágenes nacidas de la memoria de la pasajera que pudo vivir más allá de aquella trágica noche.

viernes, 14 de junio de 2013

Valkiria (2008)


En 1955, hacia el final de su excelente carrera cinematográfica, Georg Wilhelm Pabst realizó Sucedió el 20 de Julio, film en el que abordó el famoso atentado con el que se pretendía acabar con la vida de Hitler y con su régimen de terror. Más de medio siglo después, el director Bryan Singer realizó su propia recreación de aquellos hechos, que apenas difieren en la segunda mitad de su película a los expuestos por el realizador alemán, sin embargo, la perspectiva presentada por Singer, entretenida, por momentos tensa, muestra aspectos que su predecesora omite para centrarse exclusivamente en el hecho en sí. Valkiria (Valkyrie) se inicia con la decepción que se descubre en el coronel Stauffenberg (Tom Cruise) durante la campaña de África, donde, tras un ataque aéreo, pierde una mano y un ojo. Poco después de ese hecho puntual, que lleva al personaje central de la historia a un hospital militar, la acción se traslada al frente ruso donde se muestra al general Tresckow (Kenneth Branagh), miembro de la organización que pretende derrocar al régimen, planificando un nuevo atentado contra el líder nazi, pero, al igual que los anteriores, éste fracasa. De ese modo se conoce la existencia de un grupo de oficiales y políticos disconformes con la situación político-social que se vive en su país, deseosos de cambiar el destino de una nación que se encuentra en manos de un individuo que inevitablemente la conducen a la destrucción. Dicho cambio también es anhelado por el coronel, aunque muestra dudas a la hora de tomar la decisión más importante de su vida militar, aquélla que implica traicionar a su patria y poner en peligro la vida de los suyos, sin embargo, el primer motivo no es real, él lo sabe, como también sabe que de permanecer impasible sí estaría traicionado a su país, que necesita un giro inmediato en su presente destructivo. El Stauffenberg interpretado por Tom Cruise ofrece una perspectiva íntima que no aparece en el recreado por Bernhard Wicki en su precedente alemana; en este punto, Singer esbozó la relación sentimental que el oficial mantiene con su esposa (Carice van Houten) e hijas, en ellas encuentra la razón para unirse al complot y convertirse, poco después, en el auténtico motor del mismo. La primera parte de Valkiria expone estos hechos al tiempo que presenta a los implicados en la conjura, además de un segundo intento de atentado que en última instancia no se materializa como consecuencia de la ausencia del objetivo. La segunda parte de la película se centra en el día 20 de julio, y muestra un paralelismo innegable con lo expuesto por Pabst, incluso se descubren un par de secuencias que se pueden observar en la producción alemana de 1955 (la escena en la que el coronel telefonea para salir de la guarida del lobo o la de la detención llevada a cabo por el general Fromm (Tom Wilkimson), cuando éste reniega del nombre de Stauffenberg); no obstante Bryan Singer supo mantener el pulso narrativo a lo largo de los minutos, que siempre apuntan hacia ese instante crucial en el que la bomba falla y el encargado de poner en marcha la operación Valkira, el general Olbricht (Billy Nighy), muestra sus dudas, retrasando la acción durante un tiempo precioso y vital, que a la larga provoca el fracaso que Stauffenberg intenta evitar cuando regresa a Berlín y asume el mando de una sublevación que expone el sentir de todos y cada uno de los implicados en una trama que pudo poner punto y final a uno de los periodos más negros de la Historia.

Dos en la carretera (1967)


Los continuos saltos temporales empleados por Stanley Donen en Dos en la carretera (Two for the Road, 1967) nunca entorpecen la narración, al contrario, la refuerzan y la enriquecen desde la sencillez, la supuesta irregularidad y la elegancia que se descubre en esa misma alteración cronológica, fundamental a la hora de abordar el deterioro en las relaciones del matrimonio al que se observa a lo largo de una década, siempre por una carretera que simboliza su recorrido sentimental y existencial. Pasado y presente se entremezclan para realizar una reflexión ácida, cuando debe serlo, desencantada, cuando se tercia, y cómica, cuando lo precisa, pero nunca sensiblera, ya que las emociones fluyen sinceras según las épocas y la innegable química que se descubre en la pareja protagonista formada por Audrey Hepburn y Albert Finney. La carretera por la que deambulan haciendo auto-stop, en un viejo MG, en un moderno Mercedes o en compañía de una familia que se antoja insoportable, no es otra cosa que la metáfora de su recorrido vital, expuesto desde ese asfalto pocas veces abandonado, por donde se muestra la pérdida de la espontaneidad que les domina cuando se conocen y deciden emprender un viaje a pie por la campiña francesa.


De ese modo, tras la reticencias iniciales, nace la complicidad que deriva en el amor que creen eterno, y al que las imágenes siempre regresa para mostrar la indiferencia que parece dominarles en el tiempo presente. El pasado más lejano descubre, de manera magnífica, como se gesta el sentimiento que pierde intensidad a lo largo de los años, ya fuese por la aparición del conformismo, por la aceptación de lo establecido, por la infidelidad o por la supeditación de sus emociones personales a los éxitos profesionales. La constante de retornar una y otra vez al inicio provoca que el film equilibre la ilusión que se observa en la joven pareja con los silencios que les dominan diez años después, igualando la emotividad y la decepción que encierran las imágenes que llegan desde el asfalto en el que Joanna (Audrey Hepburn) y Mark (Albert Finney) pierden su ilusión y se convierten en aquello que nunca habrían creído ser: un matrimonio que nada tiene que decirse. ¿Qué les ha ocurrido?. <<Hemos cambiado>>, se justifica Mark, pero, quizá más que de un cambio en sus sentimientos, se trate del olvido de aquella plenitud fruto de la espontaneidad, de la sorpresa de estar juntos y de la certeza de saberse distintos de otras parejas; como todas las parejas creen ser. 
La sensación de olvido y deterioro queda enfatizada por la perspectiva empleada por Donen, repleta de constantes saltos temporales que se intercalan y encajan a la perfección para desarrollar la continuidad que se observa en las imágenes en las que se les ve enamorados, las mismas en las que empiezan a distanciarse o en las que parece que ya no tienen nada que decirse. Dos en la carretera explora las relaciones de pareja desde una perspectiva original, capaz de transmitir aquello que persigue gracias a la ingeniosa, y nunca forzada, combinación de momentos presentes y pasados en los que se descubren los cambios físicos, la evolución económica y sobre todo la erosión de los sentimientos afectivos, pero también la esperanza que siempre se recupera cuando la película regresa al pasado y muestra a aquella joven pareja antes de casarse o en sus primeros años de matrimonio, cuando la libertad y la alegría dominaba su relación, sensaciones que, con el paso de los años, se quedaron por el camino y fueron sustituidas por la desidia que les produce una convivencia con la que ninguno parece sentirse feliz.

jueves, 13 de junio de 2013

Las Furias (1950)


Desde una perspectiva profesional 1950 fue un año clave para Anthony Mann. Durante el mismo se produjo su debut en el género que le dio fama. La puerta del diablo (The Devil's Doorway) fue su primer western, pero también el primero que expuso en su totalidad un discurso reivindicativo de la imagen del nativo norteamericano. Ese mismo año sus films pasaron de tener presupuestos de serie B a la mayor holgura económica que le permitió contar con interpretes de primer orden y con mejores medios materiales, como sería el caso de Las Furias (The Furies), un western con protagonismo femenino que se adelantaba a Encubridora (Rancho NotoriusFritz Lang, 1952), Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954) o 40 pistolas (Forty GunsSamuel Fuller, 1957). Antes de concluir el año, Mann tendría tiempo para rodar uno de sus títulos míticos, Winchester 73, que le unió por primera vez a James Stewart. Mucho menos conocido que su famoso film de itinerario circular, sería esta atípica película del oeste que podría definirse como un melodrama influenciado por la tragedia griega que se descubre en otros guiones firmados por Niven Bush. El tono trágico se constata en la obsesión que Vance Jeffords (Barbara Stanwyck) siente hacia la figura de T.C.Jeffords (Walter Huston), su padre y el terrateniente más poderoso del territorio, dueño absoluto de todo cuanto se divisa en el horizonte, ya que la relación entre padre e hija apunta cierto complejo de Electra, que Vance enfoca hacia Rip Darrow (Wendell Corey), un hombre en quien descubre cualidades similares a las de su progenitor. A él se entrega hasta el extremo de sentir por primera vez que no puede controlar la situación, pero Darrow se muestra frío en su comportamiento, no se deja manipular por los encantos de la mujer. Su desplante tiene su origen en el odio que siente hacia T.C, al quien acusa de haber robado las tierras de su padre, hecho que genera su deseo de venganza. La evolución (aprendizaje) de Vance se produce a raíz de su desengaño amoroso y continúa cuando su padre se presenta con una mujer que asume el rol que ella ha ostentado hasta ese mismo instante. Así pues, la joven se siente amenazada por la presencia de Flo (Judith Anderson), cuya intención de apoderarse de Las Furias pasa por deshacerse de la hija del hombre con quien pretende casarse. Vance Jeffords alcanza su límite emocional y, en un arrebato de furia, ataca de forma violenta a la mujer que pretende sustituirla, hecho que provoca la ira de T.C, que se venga en Juan Herrera (Gilbert Roland), el amigo y enamorado de Vance; momento en el que se produce la ruptura total entre padre e hija. Como consecuencia, Las Furias se desarrolla como un drama trágico en el que su personaje principal sufre la evolución que le lleva desde el momento inicial, cuando se muestra como una joven consentida, hasta el tramo final, cuando asume su nueva identidad, pero no sin antes pasar por las diversas etapas de maduración que la golpean con dureza: el desencanto amoroso, la aparición de Flo, la muerte de Juan o el odio que la consume tras esta, pero siempre condenada a no poder olvidar esa figura paterna que se convierte en el eje de cuanto hace o dice.

Mi calle (1960)


Responsable de títulos clave de la cinematografía española de la posguerra —
La torre de los siete jorobadosLa vida en un hilo, El crimen de la calle de Bordadores o El último caballo—, Edgar Neville consideró Mi calle (1960) como su mejor película, opinión personal basada en los sentimientos que el cineasta intentó plasmar en un film que sintetiza lo que fue su cine. En el que sería su testamento fílmico prima la comedia, las costumbres, lo sainetesco, la importancia de los personajes secundarios (en Mi Calle, todos y ninguno lo son), la afición a lo popular o ese Madrid tantas veces evocado en anteriores películas suyas. De tal manera, su despedida cinematográfica contiene el “alma” de Neville y reúne sus constantes, su sentir, sus recuerdos y la nostalgia que se descubre a través del recorrido temporal de cincuenta años, desde los albores hasta mediados del siglo XX, por una calle madrileña que se convierte en una protagonista más de las historias y de las gentes que la habitan. Al cineasta madrileño, poco le importaba dotar de realismo a sus películas, aunque existan reflejos de la realidad circundante en films como El último caballo; en Mi calle, la realidad no le interesaba lo más mínimo, ya que ni la realidad forma parte de la evocación ni los recuerdos son reales; por tanto, el realismo no evoca, ni puede dar forma a la idealización de las vivencias pasadas y de los seres que han dejado su impronta en quien los recuerda. Neville da rienda suelta a la memoria subjetiva, de la que vive y en donde vive la imagen idealizada de un barrio que se ve afectado en mayor o menor medida por los distintos acontecimientos que se producen fuera de su entorno, pero, por mucho que pasen los años, este siempre se muestra similar, como si el paso del tiempo o los hechos que se producen no perturbasen el orden establecido en ese lugar cinematográfico, fruto de la idealización de quien sueña.


La Belle Époque, la Gran Guerra, la monarquía, el anarquismo, la Segunda República, la Guerra Civil o la dictadura son circunstancias puntuales que se dejan ver en
Mi calle mediante breves imágenes extraídas de noticiarios, que afectarían de un modo u otro a esos vecinos que nos son presentados a través de un narrador omnisciente que representa la evocación de Neville. Así conocemos a los personajes que deambulan por el empedrado: el marqués, su esposa y su nieto Gonzalito, que bien podría representar la niñez del propio cineasta, el carnicero que desea casarse con una mujer que inicialmente le rechaza, el vendedor de paraguas que se adapta a las circunstancias de cada momento, la peluquera chismosa, la criada con anhelo de grandeza que se deja seducir por un Gonzalo ya crecido, la típica familia burguesa o dos niños que no tienen otro lugar adonde ir más que esa calle donde se dejan sentir los sentimientos de todos y los hechos que les afectan. Como consecuencia de la presencia de éstos y otros personajes, Mi calle se convierte en una película coral, sin protagonistas, pues todos lo son al formar parte de esa nostalgia que la voz en off no expresa con palabras, pero sí con las referencias de los recuerdos que Edgar Neville llevaba consigo, consciente de que el tiempo había pasado, y aún así, en su idealización, todo continuaba igual que antaño.

miércoles, 12 de junio de 2013

La balada de Cable Hogue (1970)


Cable Hogue (Jason Robards) es un individuo fuera de tiempo, incapaz de alejarse del espacio donde sus dos socios lo abandonan al inicio de su balada. Más adelante, el reverendo Joshua (David Warner) lo define como un hombre ni bueno ni malo, simplemente un hombre, pero, lo que el predicador no expresa, al menos no con palabras, es que Hogue no puede adaptarse a la modernidad que amenaza con imponerse en el oeste, y solo cuando permanece en el desierto el protagonista de esta historia puede existir, aunque condicionado por la idea de venganza que nunca lo abandona, por un amor incapaz de existir más allá de la aridez y por la alargada sombra del progreso que se desarrolla imparable. Pero esta canción al solitario desarraigado, ni atrajo al público ni convenció a la crítica, que esperarían, tras el éxito de Grupo salvaje (The Wild Bunch), un western crepuscular similar en violencia, sin embargo Sam Peckinpah se decantó por un cambio en su mirada a personajes marginales, o marginados por su negativa a pertenecer a una sociedad que les rechaza y rechazan. La perspectiva escogida por Peckinpah potencia su discurso poético al tiempo que confirma a La balada de Cable Hogue (The Ballad of Cable Hogue) como su obra más intimista, cómica e incomprendida, esto último debido a esa misma intimidad que prevalece a la hora de ahondar en los sentimientos de Hogue, a quien, desde el primer momento, Peckinpah muestra solitario, poco dado a exteriorizar emociones, como demuestra su deambular por el desierto donde sus socios lo abandonan a su suerte, quizá porque, desde el primer momento, sea consciente de que la muerte le concede un tiempo prestado que no puede ir más allá de los límites del espacio moribundo en el que se asienta tras encontrar agua donde no debía haberla. En ese lugar el antihéroe inicia su nueva etapa existencial, aunque siempre a la espera de consumar su venganza, apartado de un mundo con el que no se identifica. Al contrario que aquellos con quienes logra conectar en algún momento del film, él no puede abandonar ese desierto, salvo por un instante, cuando se acerca hasta la ciudad para registrar su propiedad. La balada de Cable Hogue se presenta desde el humor, la sencillez y la intimidad que relegan a la violencia a un plano secundario (esta apenas cobra protagonismo), de ese modo cobra fuerza la reflexión sobre el individuo y las ideas que condicionan su comportamiento. A pesar de ser un solitario, Cable logra intimar con dos personas que inicialmente resultan tan marginales como él: Joshua, cuya congregación se reduce a sí mismo, le ayuda a construir la posta antes de abandonar el desierto para buscar un nuevo horizonte, e Hildy (Stella Stevens), la prostituta que anhela un comienzo que hasta entonces se le ha negado por su condición. Pero, al contrario que les sucede a sus amigos, Cable no tiene acceso a ese nuevo espacio donde se impone el progreso, obligado a permanecer imperturbable en su apeadero, donde comparte unos breves e intensos instantes de amor con Hildy, quien, ante la imposibilidad de convencerlo para que la acompañe, desaparece de su vida durante los tres años que se omiten mediante una elipsis que nos vuelve a mostrar a Cable, ahora enriquecido y dominado por la nostalgia que le produce la ausencia de aquella a quien ama, pues en ella había encontrado a la única persona a quien mostrar emociones y su manera de entender un mundo condenado a desaparecer.

lunes, 10 de junio de 2013

La reina de Montana (1954)

El caso de Barbara Stanwyck llama la atención, al ser una actriz capaz de asumir riesgos cuando su carrera artística se encontraba consolidada en la comedia y el drama. Muchas compañeras y compañeros de profesión en su misma situación no habrían aceptado protagonizar una película como Perdición (1944), obra cumbre del cine negro en la que desempeñó un rol negativo que podría dañar la imagen conseguida en títulos como Recuerdo de una noche (1940), Las tres noches de Eva (1941), Juan Nadie (1941) o Bola de fuego (1941). Pero más sorprende su constante presencia en el western (en alrededor de una decena de títulos), un género poco o nada agradecido para que una actriz pudiese sobresalir, ya que la figura de la mujer solía relegarse a un plano decorativo, sin embargo Stanwyck interpretó personajes fuertes que asumen el protagonismo absoluto de la historia, cuestión esta que se observa en Annie Oakley (1935), 40 pistolas (1950), Las Furias (1950) o La reina de Montana (1954). En ellas interpretó roles que se diferencian en casi todos sus aspectos, menos en la constante por sobrevivir o por destacar dentro de un entorno masculino y violento, en el que sus personajes asumen las riendas de sus destinos. En La reina de Montana (Cattle Queen of Montana) dio vida a Sierra, una joven que acompaña a su padre (Morris Ankrum) hasta Montana, donde pretenden asentarse y criar el ganado que traen consigo desde Texas, pero con la mala fortuna de sufrir el ataque de un grupo de indios. A pesar de tratarse de un western menor, La reina de Montana es un buen ejemplo de esas excepciones que presentan a un personaje femenino decidido a prevalecer dentro de un entorno hostil, donde siempre se presentan obstáculos que la protagonista se ve obligada a superar para alcanzar sus objetivos. Quizá uno de los puntos más flojos de la película se encuentra en los personajes masculinos, sobre todo en el interpretado por Ronald Reagan, cuyos mejores papeles se descubren a la sombra de los héroes interpretados por Errol Flynn en Camino de Santa Fe o Jornada desesperada. No obstante, la presencia detrás de las cámaras de un superviviente como Allan Dwan, pionero del Hollywood silente, proporcionó a la historia la suficiente consistencia para que esta funcionase de una manera digna, pese a las carencias que presenta. Durante el periodo mudo, Dwan realizó superproducciones de la importancia de Robin Hood, sin embargo, con el paso de los años fue relegado a producciones de bajo presupuesto, aunque no por ello carentes de interés; Arenas sangrientas, Filón de plata o Ligeramente escarlata son ejemplos de su buen hacer. En La reina de Montana se centró en la lucha que Sierra sostiene en un entorno donde Tom McCord (Gene Evans) pretende apoderarse de todas las tierras, y para conseguirlo no duda en comprar los servicios de varios guerreros pies negros que atacan al campamento de la joven, provocando la muerte de todos menos la de Sierra y la de Nat (Chubby Johnson). Los dos supervivientes no tardan encontrarse con otro grupo de indios, a quienes a primera vista juzgan similares a aquéllos que poco antes les habían atacado; sin embargo, en el poblado indígena, la joven comprueba que también entre los pies negros existen los mismos tipos de personas que podrían encontrarse en cualquier otro lugar. La historia trascurre entre dos enfrentamientos, el que Sierra mantiene con McCord y el que opone a Colorados (Lance Fuller), un nativo que desea la paz con el hombre blanco, con Natchakoa (Anthony Caruso), en quien solo se encuentra rechazo, violencia y sed de whisky; de ese modo, el personaje masculino de mayor importancia, Farrell (Ronald Reagan) quedó relegado a plano secundario (o decorativo) durante la mayor parte de la película, cobrando mayor presencia hacia final de la misma, pero sin que parezca aportar nada a una trama que recae sobre el personaje femenino interpretado por Barbara Stanwyck.