viernes, 31 de mayo de 2013

El pistolero (1950)



Como otros destacados cineastas formados en el cine mudo, 
Henry King se adaptó y evolucionó en el sonoro hasta convertirse en un realizador indispensable en películas en las que, más allá de la acción, mostró la interioridad de sus personajes, algo que también prevaleció en sus westerns, valga de ejemplo este soberbio e intenso ejercicio narrativo cuyo antihéroe precede a la figura de aquellos solitarios y desencantados cowboys que posteriormente habitarán en el género, en títulos como Solo ante el peligro (High Noon, 1952). Anterior en el tiempo al famoso film de Fred ZinnemannEl pistolero (The Gunfighter, 1950) es una primera muestra del denominado western psicológico, en ella domina el opresivo y amenazante transcurrir del tiempo, que juega en contra de su personaje principal, distinto al interpretado por Gary Cooper en la película de Zinnemann. La primera imagen de Jimmy Ringo (Gregory Peck) le muestra cabalgando en solitario, en busca del lugar donde poder dejar atrás su vida errante, aquella que le ha dado fama a lo largo y ancho del oeste. Esa fama le precede y le obliga a enfrentarse a jóvenes aspirantes a pistoleros, quienes, en un intento por alcanzar la gloria, le desafían y mueren. Allí a donde va siempre lo reconocen y la gente acude cual buitre expectante, a la espera de que se produzca un acontecimiento que rompa su monotonía. La soledad y la muerte se convirtieron en sus inseparables compañeras de viaje años atrás, cuando lo único que le importaba era labrarse una reputación con el revólver, anhelo que en el presente se ha convertido en su realidad y su condena. La imposibilidad de Ringo vuelve a él una vez más en un salón como otro cualquiera, donde un tal Eddie (Richard Jaeckel) anhela demostrar su valía, obligando al pistolero a defenderse y a apartarse de su búsqueda. Su deambular continúa después de desarmar a los tres hermanos de aquel que no pudo desenfundar más rápido y así, con otra muerte más en su conciencia, Ringo llega a la población donde se desarrolla el resto de su historia. Allí también lo reconocen, los niños festejan su llegada, para ellos es un héroe, mientras los mayores esperan ser testigos de algún duelo del que hablar mientras vivan. La población se congrega en las cercanías del bar donde Ringo aguarda y donde, para su sorpresa, se encuentra con su viejo compañero de fechorías Mark Strett (Millard Mitchell), reconvertido en marshall del pueblo. Mark sería la imagen que Ringo desea para sí, ya que aquél ha encontrado el espacio vital que a él se le niega allí a donde vaya. Los minutos transcurren mientras el pistolero confiesa a su amigo la decepción de su pasado en un presente que no le ofrece futuro, y es esta amarga realidad la que ha generado el desencanto de ser quien es. El tiempo pasa consciente de que lo persiguen, pero a Ringo ya solo le importa conversar unos minutos con su esposa (Helen Wescott), a quien lleva ocho años sin ver y en quien deposita sus últimas esperanzas para cambiar su rumbo existencial. Sin embargo, ella se niega y la amenaza que se cierne sobre el pistolero se aproxima desde tres frentes: el joven que desea la gloria (y alcanzará su condena), el padre que anhela vengar la muerte de su hijo (aunque no está seguro de que el asesino haya sido Ringo) y los tres hombres que caminan en pos de quien mató a su hermano (olvidando que aquel había desenfundado primero). De esta manera, combinado la estancia de Ringo en el pueblo, donde se descubre su interioridad, con breves imágenes de aquellos que desean matarlo, King aumentó la tensión dramática al tiempo que profundizó en las emociones de ese pistolero que busca la redención que lo libere de la que él mismo asumió.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Orfeo (1950)


Cuenta la mitología que Orfeo, un músico tracio, descendió al Hades para recuperar a su esposa muerta, y allí, como recompensa a su esfuerzo, le permitieron regresar con ella al mundo de los vivos, pero con la condición de que no la mirase hasta alcanzar la superficie, en caso contrario ella se desvanecería. Jean Cocteau, notable artista francés del siglo XX, se dedicó entre otras labores a la poesía y a la dirección cinematográfica, artes que combinó para dar forma a su personal adaptación de un mito que trasladó a un tiempo cualquiera, quizá su presente, quizá el nuestro, y al espacio no identificado donde se descubre a su héroe trágico. Orfeo (Jean Marais), prestigioso poeta, se ve acosado por su éxito, pero también por su falta de creatividad, nacida del condicionamiento del entorno que le rodea, el mismo que parece crearle la sensación de insatisfacción que le domina antes de su inesperado encuentro, aquél que marca su posterior recorrido vital. La muerte (María Casares) se presenta ante él adoptando la forma de una enigmática mujer, capaz de atrapar su atención y su pensamiento. El poeta la observa, le resulta extraña, pero fascinante, como alguien salido de un sueño cuya explicación se escapa al raciocinio de sus propias limitaciones. Tras el breve y extraño encuentro, cada noche, la princesa del más allá acude a la habitación del artista, y allí lo observa mientras éste duerme, hecho que confirma que corresponde al amor que él siente por ella. La muerte como personaje cinematográfico ha dado píe a grandes obras cinematográficas en las que lo irreal se confunde con lo real, y viceversa. Victor Sjöström y su Carreta fantasma (Körkarlen) o Fritz Lang y Las tres luces (Der müde tod) fueron insignes predecesores de Cocteau y su Orfeo (Orphée), posterior a ésta sería El séptimo sello (Det sjunde insegiet) de Bergman, otra excelente muestra de una presencia poética y simbólica, aunque no deseada. Contrario al planteamiento de aquellas se descubre el de Cocteau, pues el personaje principal acepta la presencia de la muerte, más aún, la desea hasta el extremo de anteponerla a su vida o a Eurídice (Maria Déa), su esposa, a quien la princesa se lleva a través de un espejo, pues éstos son los portales que conectan ambas dimensiones. El romance entre el poeta y la desconocida se expone desde un enfoque onírico e irreal, que resalta el lirismo de unas imágenes en las cuales se descubre la obsesión, la atracción o las ansias de liberación de Orfeo, capaz de abrazar a su muerte, porque ella simboliza una nueva vida, aquella que le permite sentir de nuevo. En Orfeo (Orphée) el inframundo se presenta como otra dimensión de la vida, como descubre el poeta después de que la muerte desaparezca llevándose con ella a su esposa, detonante para que se adentre en esa nueva realidad a la que accede gracias a la ayuda de Heurtebise (François Périer), el ayudante de la princesa y enamorado de la mujer de Orfeo. El poeta camina por lo desconocido, reconociendo que lo hace porque en ese espacio sombrío y onírico se reunirá con la mujer que ama, la musa que le colma y posibilita su creatividad, la misma que permitirá su vuelta a la vida.

martes, 28 de mayo de 2013

Lubitsch, un toque de genialidad


Sería por 1911 cuando el joven Lubitsch fue contratado por la compañía teatral que dirigía el prestigioso Max Reinhardtde quien iría tomando buena nota en cuanto a su dirección de actores y a su puesta en escena, cuestiones éstas que Lubitsch dominaría a la perfección a lo largo de su carrera, tanto la alemana como la estadounidense. En 1913 se produjo su debut como actor cinematográfico; y un año después obtenía su primer éxito popular al protagonizar el cortometraje El orgullo de la empresa (Der stolz der firma), de Carl Wilhelm. Pero, a pesar de alcanzar cierta notoriedad como actor, Ernst Lubitsch se decantó por la dirección cinematográfica, oficio en el que destacó por encima de la mayoría de sus coetáneos, hecho que le permitió tener el control absoluto de sus producciones, desde el guión al casting, pasando por cualquier otro aspecto artístico o técnico. Inteligente, sensible y vital, Lubitsch asentó su carrera de realizador gracias al éxito de Los ojos de la momia (Die augen der mumie Mâ, 1918), su primer largometraje. Carmen (1918), La princesa de las ostras (Die austernprinessin, 1919), Madame Du Barry, 1919), su primer éxito internacional, La muñeca (Die puppe, 1919), Las hijas del cervecero (Kohlhiesels töcher, 1920), personal adaptación de La fierecilla domada, Sumurun (1920), su último papel como actor, Ana Bolena (Anna Boleyn, 1920), El gato montés (Die bergkatze, 1921), posiblemente su mejor película de esta etapa, o La mujer del faraón (Das weib des pharao,1921) fueron algunos de los títulos que le convirtieron en un referente cinematográfico en su Alemania natal.


Su primer paso en Hollywood fue un fiasco comercial,
 Rosita, la cantante callejera (Rosita, 1923), sin embargo, el fracaso en la taquilla de su debut americano no impidió que firmarse un contrato con una pequeña productora llamada Warner Bros, en cuyo seno rodó entre otras: Los peligros de Flirt (The Marriage Circle, 1924) (revisionada años después en Una hora contigo (One Hour with You)) o Mujer, guarda tu corazón (Three Women,1924). Tras finalizar su contrato en 1926, Irving Thalberg le produce para la Metro El príncipe estudiante (The Student Prince in Old Heidelberg). Pero fue en la Paramount de Zukor donde se convirtió en uno de los directores más importantes del Hollywood de aquellos años, con comedias como El desfile del amor (The Love Parade, 1928), su primera película sonora, Una hora contigo (One Hour with You, 1932), Un ladrón en la alcoba (Trouble in Paradise,1932), Una mujer para dos (Design for Loving, 1933), La viuda alegre (The Merry Widow,1934) o Ángel (1937). En 1935 asumió el control absoluto de todas las producciones rodadas dentro del estudio de la montaña, sin embargo, el escaso éxito de los films estrenados, entre ellos Deseo (DesireFrank Borzage, 1935), provocaron que Lubitsch decidiese dedicarse en exclusiva a sus películas. Ernst Lubitsch fue fundamental en el desarrollo de la comedia, así como en el paso del cine silente al sonoro, en su cine se descubre la evolución de la opereta a la comedia musical y posteriormente a la de situación, la misma que se impondría a mediados de los años treinta, Si bien es cierto, la obra del Lubistch americano se compone de comedias, en ella se descubre una magistral excepción: 
Remordimiento (The Broken Lullaby, 1932), drama antibélico que resultó otro fracaso de taquilla.


Después de diez años en la Paramount, en 1938 finalizó su unión contractual
, hecho que le llevó a crear su propia productora, aunque ésta tuvo un periodo de vida breve, durante el cual no se produjo su siguiente película, pues esta se rodaría bajo el sello MGM. En 1938, la productora del león, anunciaba a bombo y platillo que "Garbo sonríe, y el responsable de este hecho insólito era, ni más ni menos, Ernst Lubitsch. La mítica Greta Garbo, también conocida como "la divina" sería la estrella de Ninotchka, un monumental éxito de taquilla que, a pesar de no aparecer acreditado, él mismo escribió en colaboración de Walter ReischCharles BrackettBilly Wilder —estos últimos también fueron los guionistas de su anterior comedia, La octava mujer de Barba Azul (Bluebeard's Eighth Wife, 1938). Tanto Wilder como Joseph L.Mankiewicz, entre otros muchos, aseguraban que Lubitsch poseía un toque único que hacia que cada una de sus películas fuesen especiales, llenas de referencias, alusiones u omisiones, que apuntan pequeños detalles capaces de desvelar aspectos de los personajes, sin que para ello se tengan que dar explicaciones orales de los mismos. A Lubistch le gustaba más el silencio, el ritmo, centrarse en aparentes pequeñeces como: puertas, lámparas que se encienden o apagan, relojes que señalan más que las horas, una botella de champagne, un pijama, escalera o la música que acompaña situaciones que comunicaban mucho sin necesidad de forzar, solo sugiriendo, realzando de esa manera la elegancia de sus comedias, que no tardarían en ser imitadas, aunque en estas se descubre la ausencia de esa claridad narrativa que algunos denominaron el toque Lubitsch. En sus últimos años realizó, sin olvidarnos de Ninotchka, sus títulos más famosos en la actualidad: la exitosa El bazar de las sorpresas (The Shop Around the Corner, 1940), la satírica Ser o no ser (To Be or Not to Be, 1942), la colorista El diablo dijo no (The Haeven Can Wait, 1943) o la ácida El pecado de Cluny Brown (Cluny Brown, 1946), a la postre, su último film completo, ya que fallecería durante el rodaje de La dama de armiño (The Lady in Ermine, 1947), película finalizada por Otto Preminger, a quien había producido La zarina (A Royal Scandal, 1945).



domingo, 26 de mayo de 2013

Grand Prix (1966)

Rugen los motores en las calles de Montecarlo, el Gran Premio de Mónaco de Fórmula Uno está a punto de comenzar. En la parrilla de salida se descubre a los cuatro favoritos: los dos pilotos de Ferrari: Jean-Pierre Sarti (Yves Montand) y Nino Barlini (Antonio Sabato), y los dos de la escudería Jordan: Scott Stoddard (Brian Bedford) y Pete Aron (James Garner). Además de excelentes pilotos, este cuarteto será el centro de atención de los siguientes ciento setenta minutos, que se reparten entre diversas carreras automovilísticas y el melodrama con tintes trágicos que también se inicia durante el circuito urbano de la capital monaguesca. Las imágenes de la carrera se exponen desde el realismo, similar al que décadas después John Frankenheimer volvería a emplear en Ronin (1998); así se descubre a los pilotos, sobre un circuito real, donde deben cambiar constantemente de marchas, pues el recorrido presenta demasiadas irregularidades que complican los adelantamientos, como el que Stoddard intenta sin éxito, pues Pete Aron se mantiene en cabeza en pos de una victoria que necesita para volver a afianzarse. Ignorando la orden del jefe de la escudería, Pete continua en cabeza, sin intención de dejar pasar a su rival y compañero de equipo; pero, entre tanto toma y daca, se produce el aparatoso accidente que marca parte de la historia narrada en Grand Prix. Scott Stoddard resulta herido de gravedad, posiblemente no pueda volver a competir, mientras que a Aron le expulsan del equipo, hecho que le cierra las puertas de otras marcas y le obligan a aceptar un trabajo como comentarista deportivo. Fuera del asfalto y alejado del ruido de los motores, Frankenheimer se centró en la lucha obsesiva del piloto escocés por recuperarse y volver a competir; al tiempo, expuso la compleja situación personal en la que se encuentra, pues su esposa (Jessica Walter) odia el pilotaje y la obsesión que habita en su marido, aquella que le impulsa a ir más allá de la lógica. Pero el metraje de Grand Prix, puede que excesivo, da para mucho, y otros dos centros de interés, de igual importancia que el de Stoddard, se relevan con éste. Sartin, el más veterano, empieza a sentir como el cansancio vital se apodera de él, provocando su toma de conciencia ante un entorno en el que empieza a percibir cuestiones que hasta entonces habría pasado por alto, quizá porque se ha enamorado de Louise Frederickson (Eva Marie Saint), la periodista que conoce en Mónaco y que le sirve como bálsamo en su caída. El tercero en discordia sería Pete, el piloto estadounidense que por encima de todo desea correr, pero a quien apartan de lo único que sabe hacer; sin embargo, la aparición de Izo Yamura (Toshiro Mifune, en su primera producción hollywoodiense), constructor japonés le pone de nuevo sobre el asfalto. Grand Prix funciona mejor en sus escenas a pie de pisa o sobre ella, cuando la cámara se aleja de la intimidad de los pilotos, pues ésta no llega a funcionar en ningún momento, salvo quizá cuando Sarti intenta negarse el accidente en el que se ve involucrado en el Gran Premio de Bélgica, durante el cual dos niños pierden la vida. No obstante, este no será el última desgracia dentro de un ámbito donde, como en su momento cantó Freddie Mercury: el show debe continuar.

El extraño (1946)



El gusto de Orson Welles por los engaños, por los trucos, por mostrar imágenes y ocultar su fondo o dejar ver su fondo ocultando la imagen entre las sombras, o bajo apariencias como la asumida por Charles/Franz en El extraño (The Stranger, 1946), son rasgos que personalizan su obra, desde su primer hasta su último film. 
Como cineasta, parece sentir interés por investigar quiénes son sus personajes; inicialmente no está del todo seguro, son desconocidos, incluso para él, y eso le fascina y le lleva a transgredir en la búsqueda de la identidad perdida. Sus personajes traicionan, son traicionados, viven al límite y se encuentran limitados frente a espejos deformantes, la mayoría sobrevive sin amor o con carencias afectivas, algunos se descubren perdidos dentro del sistema en el que se han ocultado hasta que alguien, quizá el propio autor (como autor de la mascarada), los descubre.


Según Welles, El extraño fue su peor película, no en cuanto a su calidad, sino a que en ella se sintió menos autor que nunca. Sin embargo, el film posee el sello inconfundible de su responsable, como se aprecia en la inclinación de los planos, en las sombras, en influencias expresionistas o en el “juego” entre el villano y el agente que lo persigue, dos personajes obsesivos, por momentos desorientados, atrapados en la idea que ocultan tras la ambigüedad y las falsas apariencias que ambos asumen en una típica población norteamericana donde se desarrolla la práctica totalidad de la acción. Aunque Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) es oscura y negra, enrevesada y espectral, El extraño fue su primer contacto con el cine negro propiamente dicho, género al que regresaría en las magistrales La dama de Shanghái (Lady from Shanghai, 1947) y Sed de mal (Touch of Evil, 1958). En ella, jugó con las sombras, con la ambigüedad y con la identidad, tanto la del detective como la del nazi, responsable de un campo de muerte durante la guerra, que huyó tras la caída del régimen.


Franz Kindler (Orson Welles) se esconde tras el nombre de Charles Rankin. A primera vista, se trata de un individuo como cualquier otro, un habitante más del apacible pueblo de Connecticut donde espera su matrimonio con Mary Longstreet (Loretta Young). Ella es pieza clave para que las intenciones de Rankin/Kindler se cumplan. Ya desde el primer momento que aparece en pantalla, el espectador conoce la identidad del profesor Rankin, aunque esta cuestión no merma el suspense que se inicia antes de que la historia llegue a la tranquila población estadounidense. La intriga comienza con la primera escena, cuando varios hombres debaten sobre la necesidad de soltar a Meinike (Konstantin Shayne), antiguo colaborador de Kindler. Y en ese primer instante, conocemos al comisario Wilson (Edward G. Robinson), el otro extraño en la villa. Wilson asume la responsabilidad de la puesta en libertad del reo, pero lo hace con la intención de seguir sus pasos, convencido de que aquel le llevará hasta el hombre que realmente le interesa atrapar. Una sucesión de breves secuencias, en las que se observa al perseguidor y al perseguido -entre ellas, la espléndida confirmación del juego del gato y el ratón mediante la pipa de tabaco del primero-, sirven para conducir a ambos hasta la localidad donde se descubre a Mary y a Charles, el mismo día de su boda. Pero antes de dar el sí, quiero, Mary recibe la extraña visita de un enigmático visitante, Meinike, quien le pregunta por el novio y, ante la ausencia de este, abandona la vivienda. A Meinike le domina el nerviosismo, no en vano se ha visto obligado a deshacerse del hombre que seguía sus pasos, contratiempo que confiesa a Kindler cuando poco después se encuentran en el bosque, donde el objetivo de la cámara se va centrando cada vez más en la figura del profesor; recurso que Welles utilizó para enfatizar que su personaje ha tomado la decisión de asesinar a su viejo camarada, pues teme que aquel ponga en peligro su nueva identidad.


A pesar del escaso presupuesto y de la supuesta falta de autoría del director de Ciudadano Kane, El extraño goza de momentos memorables, como esa estancia en el bosque, los primeros planos de la pipa de Wilson, que le confirman inalterable en su empeño por capturar a su presa, o la siempre presente torre del reloj, en cuyo interior Rankin parece sentirse más cerca de su meta. Pero este individuo es consciente de que cualquier paso en falso podría delatar su verdadera identidad, la misma que el policía descubre en la oscuridad de su habitación, cuando recuerda una de las frases que el profesor dijo durante la cena en el hogar de los Longstreet. Rankin es Kindler, Wilson lo sabe, pues solo un nazi diría: <<Marx no era alemán, era judío>>, pero, a pesar de la certeza que acarrea la doble sentencia, el agente nada puede hacer sin pruebas, y para obtenerlas no duda en utilizar a la recién casada, aún a riesgo de la vida de ésta; no en vano, las palabras del oficial crean en ella el conflicto emocional que aquél persigue, el que enfrenta al amor con la verdad que Mary inicialmente se niega a creer, pero que acaba aceptando al tiempo que se convierte en víctima y en pieza clave en el juego del gato y del ratón que mantienen los dos extraños que han roto su, hasta ese instante, eterna inocencia.



El otoño de la familia Kohayagawa (1961)

Los inicios de Yasujiro Ozu se remontan al cine mudo, pero durante su vida solo dos de sus películas fueron estrenadas más allá de las fronteras japonesas, sin embargo, en Japón se le consideraba un maestro, algo que también ocurriría en occidente después de su muerte, cuando tardíamente (más vale tarde que nunca) se descubrieron las poéticas imágenes que conforman su filmografía. Su estilo lírico, silencioso, pausado, sensible, se descubre en El otoño de la familia Kohayagawa (Kohayagawa-ke no aki, 1961), exquisita reflexión sobre la decadencia de un entorno familiar, mediante el cual se descubre el choque generacional que se produce tanto dentro como fuera de su seno. Aunque no era habitual en su cine, Ozu combinó comicidad con momentos de gran profundidad emocional para ahondar en el enfrentamiento entre tradición y modernidad, el cual se observa desde los comportamientos, sentimientos y sensaciones de los Kohayagawa. Manbei (Ganjiro Nakamura), el patriarca, se descubre como un viejo pícaro, en él se representan las costumbres del pasado, aquellas que empiezan a desaparecer entre los neones luminosos, los trajes occidentales o los bares que podrían encontrarse en cualquier ciudad de occidente  Sin embargo, antes de desaparecer definitivamente, Manbei disfruta con sus escapadas, que aprovecha para visitar a una antigua amante (Chieko Naniwa), pero su hija mayor, Fumiko (Michiyo Aratama), las descubre y se las reprocha, en un momento en el cual lo nuevo se impone a lo viejo. En El otoño de la familia Kohayagawa el ocaso y las emociones de sus personajes surgen de diálogos, rostros y posturas filmadas en planos medios, sin que éstas se fuercen más que por sus propias necesidades, como ocurre cuando el anciano visita a su antigua novia y se le descubre hablando con Yuniko (Reiko Dan), la hija de aquélla e imagen extrema de la modernidad occidentalizada, pues en ella, al contrario que en las hijas o en la nuera del señor Kohayagawa, no se percibe el menor rastro de la tradición en la que el simpático anciano se habría educado. Resulta notable comprobar la aparente facilidad de Ozu para crear un ambiente conmovedor que transita por la comedia para desembocar sin previo aviso en el drama, sin que con ello se perciba una ruptura brusca en el fluir de las imágenes, pero que agudizan el otoño de esa familia que se desmorona en un desgarrador final, cuando la figura paterna sufre el infarto que no tarda en confirmar que con su muerte también se produce la de un modo de vida que irremediablemente se extingue; y es entonces cuando la lírica de Ozu alcanza uno de sus puntos álgidos, del cual se desprende la fugacidad y la certeza compartida por todos, lo moderno y lo tradicional, el joven y el anciano, pues aquéllo que resulta novedoso se convierte con el transcurrir del tiempo en la imagen que representa el patriarca, y finalmente sigue los pasos de aquél.

jueves, 23 de mayo de 2013

El hombre del brazo de oro (1955)


Una década antes de que Otto Preminger rodase El hombre del brazo de oro (The Man with the Golden Arm, 1955) Billy Wilder había realizado un soberbio estudio sobre el comportamiento de un escritor dominado por su sed de alcohol en la excepcional Días sin huella (The Lost Weekend, 1945). En aquélla, el personaje interpretado por Ray Milland muestra como su adicción al whisky consume su existencia entre estados de ansiedad, impotencia y embriaguez. Algo similar sucede con Frankie Machino (Frank Sinatra), el drogadicto del drama de Preminger, que presenta una adicción similar a la mostrada en Días sin huellas, aunque en este caso no se trata de alcohol, sino de heroína. Tras su reclusión en un centro de desintoxicación, Frankie se cree un hombre nuevo, y posiblemente lo sea en el instante de poner de nuevo los pies en la calle, pero su retorno al barrio que le vio caer se descubre repleto de desencanto, culpabilidad, tentaciones o personas que amenazan a su nuevo yo. Así pues, todo se presenta en su contra: Louis (Darren McGavin), su antiguo camello, le atosiga para que recaiga, mientras, Schwiefka (Robert Strauss) le acosa para que vuelva a trabajar como crupier en su garito; pero, quizá, el mayor obstáculo para que el nuevo comienzo sea posible se encuentra en su esposa (Eleanor Parker), cuya inmovilidad crea el complejo de culpa que asfixia a Frankie. Las tres situaciones, unidas a su desilusión ante la falta de noticias del empleo de músico en el que ha depositado sus esperanzas, le dirigen inexorablemente hacia la recaída dentro de un espacio donde la imposibilidad de seguir luchando se convierte en una realidad. De ese modo, su ilusión y sus buenas intenciones se rinden ante las viejas y malas costumbres, quizá porque en ellas encuentra la vía de escape que le aleja de un entorno donde nadie, salvo Molly (Kim Novak), le ofrece una oportunidad. Tras una primera dosis, que supuestamente iba a ser la única, se produce su salto al vacío, cayendo una vez más en el infierno de dependencia que conlleva la pérdida de su voluntad. El hombre del brazo de oro es una reflexión cruda y realista sobre la drogadicción, adelantada a su tiempo, en la cual Preminger no necesitó mostrar las drogas que dominan a Frankie, pues la enfermedad de aquél se descubre desde la magistral interpretación realiza por Frank Sinatra, sobre todo cuando su personaje sufre el síndrome de abstinencia que provoca la pérdida del control sobre sus actos, e irrumpe primero en casa de Louis y después en la de Molly, donde intentará un último esfuerzo para alcanzar el comienzo con el que había soñado antes de que su esposa, egoísta y desequilibrada, sus antiguos conocidos, buitres a la espera de su presa, o él mismo, desesperado ante su imposibilidad, le arrebatasen las pocas opciones que tenía para salir airoso de un espacio opresivo que le empujó a ese único pinchazo, que le condujo a otro y luego a otro más...

miércoles, 22 de mayo de 2013

El cuarto poder (1952)

Antes de ejercer como guionista o director, Richard Brooks trabajó como reportero y periodista, así pues, el mundo que retrató en El cuarto poder (Deadline U.S.A.) no le era del todo desconocido. Sin florituras y con la seguridad de saber qué se traía entre manos, Brooks expuso los entresijos de un periódico a punto de ser absorbido por un medio más poderoso, dentro del cual la tradición periodística defendida por el director de aquél, Ed Hutchenson (Humphrey Bogart), no tendría cabida. La noticia de la venta pesa como una losa en los trabajadores, conscientes de que el cambio de dueño traerá consigo el despido y un futuro incierto, también para Ed, decepcionado ante el fin de una época, pero capaz de volcarse en un último ejercicio periodístico, veraz y comprometido, con el que pretende informar a sus lectores de un asesinato, tras el que se esconde un caso de corrupción que alcanza a altos cargos locales. La viuda del antiguo dueño (Ethel Barrymore) y las hijas de ésta, máximas accionistas del diario, han decidido ponerlo en venta a pesar de las reticencias de Hutchenson, consciente en todo momento de que el traspaso del periódico implica la muerte del periodismo que defiende la noticia como pilar fundamental de su existencia. A lo largo del film se combinan tres ejes narrativos: las circunstancias que rodean la venta del medio, la intriga que surge a raíz de la aparición del cadáver de una joven anónima y la frustrada relación que mantienen Ed y Nora (Kim Hunter), separados como consecuencia de la absorbente dedicación laboral del periodista. Brooks desarrolló la historia desde una perspectiva realista, con toques de cine negro, que no esconde su simpatía por la libertad de prensa y por el compromiso de ésta con el lector, pues. supuestamente, el principio y fin del periodismo sería el de informar desde la rigurosidad, la sinceridad y la neutralidad. Sin embargo, los tiempos cambian y las circunstancias que rodean al diario también; y es esa nueva realidad la que crea la decepción de Hutchenson, defensor a ultranza de un periodismo basado en la noticia en sí misma, ajena a los ingresos económicos generados por la publicidad o por las nuevas tendencias que asoman en las páginas de diarios más boyantes (horóscopos, pasatiempos, noticias sensacionalistas o ecos de sociedad). Ed vive por y para ejercer su profesión, hecho que ha provocado su fracaso personal, sin embargo, en ese momento presente, la amargura que siente le lleva a buscar consuelo en Nora, siempre supeditada a las necesidades profesionales a las que su marido (o ex-marido) se entrega en cuerpo y alma. El cuarto poder precede en el tiempo a la excelente Mientras Nueva York duerme (While the City Sleeps), con la que guarda aspectos comunes a la hora de mostrar el funcionamiento de un periódico, aunque en este caso no hay un psicópata como sí ocurre en el film de Fritz Lang, sino un crimen que oculta la corrupción que Hutchenson pretende sacar a la luz como parte de su testamento profesional, pues no se le escapa que su mundo, el del periodismo auténtico, podría morir en un par de días.

martes, 21 de mayo de 2013

Neville, un cineasta popular


Diplomático, abogado, taurófilo, articulista, humorista, novelista, autor teatral, pintor, productor cinematográfico, guionista o director, son algunas de las múltiples facetas que descubren parte de la figura de Edgar Neville, un personaje fundamental dentro de la cinematografía española de la posguerra, autor de películas originales, inolvidables y populares que forman en su conjunto un universo creativo único dentro del cine español de cualquier época. Neville, nacido en el seno de una familia de la aristocracia, cuarto conde de Berlanga del Duero, tuvo acceso a una educación privilegiada que le llevó a cursar la carrera de Derecho y posteriormente a ser enviado a Washington como secretario de la embajada española en la capital estadounidense, allá por el año 1928. Sin embargo, sus inquietudes apuntaban hacia otros ámbitos, el de la cultura y el buen vivir. Así pues, no tardó en abandonar el puesto que ocupaba en la sede diplomática y se trasladó a la meca del cine, donde se codeó con directores, actores o actrices tan influyentes como Charles Chaplin, Mary Pickford o Douglas Fairbanks. Gracias a su amistad con Chaplin la poderosa MGM le contrató como adaptador y supervisor de diálogos en las versiones de films destinados al mercado hispano; de igual modo, el famoso actor y director contó con él para un papel de reparto en su mítica Luces de ciudad (City Lights). La estancia de Neville en Hollywood propició la llegada de amigos y compañeros de generación: Eduardo Ugarte, Luis Buñuel, José López Rubio, Enrique Jardiel Poncela o Tono, destacado humorista vanguardista y, según cuentan gran amigo del realizador. Pero antes de su estancia en Estados Unidos, Neville ya había demostrado sus inquietudes artísticas al lado de un grupo de talentosos e ingeniosos artistas de vanguardias (entre quienes se encontraban varios de los ya citados y Miguel Mihura), a quienes se dio a conocer como "la otra generación del 27", aunque sería durante su etapa hollywoodiense cuando se produjo su aprendizaje cinematográfico, al iniciarse en las técnicas del cine sonoro o en su faceta de guionista y supervisor de dirección en la versión en lengua castellana de El presidio (1930). De vuelta a España escribió algunos guiones para otros realizadores, y en 1935 debutó en la dirección de largometrajes con El malvado Carabel (1935), la primera versión de la comedia de Wenceslao Fernández Florez, a la que siguió La señorita de Trévelez (1936), en la que adaptaba a Carlos Arniches. Durante la Guerra Civil filmó tres cortometrajes para el bando nacional, y a su conclusión realizó para aquellos varias películas de propaganda como Frente de Madrid (1939) o La muchacha de Moscú (1942). Por fortuna se desentendió de ese tipo de films y no tardó en rodar sus obras más destacadas: La torre de los siete jorobados (1944), La vida en un hilo (1945), Domingo de Carnaval (1945) o El crimen de la calle de Bordadores (1946), todas ellas películas indispensables que muestran un estilo propio, en ocasiones deslavazado, basado en la mezcla de humor castizo, inteligente y original. La torre de los siete jorobados, mezcolanza de comedia, suspense, fantástico y expresionismo, define a la perfección el talento de un director que, después de estrenar esta inclasificable y magnífica película, decidió crear su propia productora, convirtiéndose de ese modo en realizador independiente dentro de un sistema dependiente. En 1945 dirigió y produjo La vida en un hilo, en la que contaría con colaboradores fijos tanto en apartados técnicos como artísticos, destacando en este último la presencia de la actriz Conchita Montes, protagonista de muchas de sus películas. Ese mismo año llegaría Domingo de Carnaval, intriga sainetinesca en la que plasmó el Madrid popular asiduo en sus films. Durante esta década de esplendor también rodaría el interesante drama histórico Correo de Indias (1942), Nada (1946), adaptación de la premiada novela homónima de Carmen Laforet, o El marqués de Salamanca (1948), narración biografía del impulsor de una de las primeras líneas ferroviarias españolas. Los años cincuenta comenzaron con una brillante comedia, El último caballo (1951), que sigue los pasos de un joven ex-soldado que se empeña en salvar la vida del equino al que tomó cariño durante su estancia en la milicia. Posteriormente tendría la oportunidad de acercarse a una de sus muchas aficiones en el documental Duende y misterio del flamenco (1952), quizá el mejor film realizado sobre este arte popular. P
ero el fracaso comercial de la destacada comedia de episodios La ironía del dinero (1955) provocó el cierre de su productora, lo cual implicó trabajar como asalariado en sus dos últimos films: El baile (1959), basada en su exitosa obra teatral, y Mi calle (1960), quizá la más personal de sus creaciones fílmicas, pues en ella condensa recuerdos y gran parte de su cine. Autor de diez novelas, once comedias teatrales y veintiún largometrajes, Neville se ganó un puesto en la Historia de las Artes españolas, y un lugar privilegiado dentro de la filmografía hispánica, tanto en su faceta de director como en la de guionista, para él la de mayor importancia.


Filmografía como director


El presidio (1930)

Yo quiero que me lleven a Hollywood (1931)

Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si o la vida privada de un tenor (1934) (cortometraje)

El malvado Carabel (1935)

La señorita de Trévelez (1936)

La ciudad Universitaria (1938) (cortometraje documental)

Juventudes de España (1938) (cortometraje documental)



Vivan los hombres libres (1939) (cortometraje documental)

Verbena (1941) (cortometraje)


La muchacha de Moscú (Sancta Maria; 1942)

La parrala (1942) (cortometraje)


Café de París (1943)









El traje de luces (1947)

Nada (1947)







Cuento de hadas (1951)

El cerco del diablo (1952)

Duende y misterio del flamenco (1952)



El baile (1959)


Mi calle (1960)


Filmografía como guionista


El presidio (1930)

En cada puerto un amor (Carlos F.Borcosque, Marcel Silver, 1931)

Yo quiero que me lleven a Hollywood (1931)

La traviesa molinera (Harry d'Abbadle d'Arrast, 1932) (diálogos)

Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si o la vida privada de un tenor (1934) (cortometraje)

El malvado Carabel (1935)

La señorita de Trévelez (1936)

La ciudad universitaria (1938) (cortometraje documental)

Juventudes de España (cortometraje documental)


Vivan los hombres libres (1939) (corto documental)

Verbena (1941) (cortometraje)

La muchacha de Moscú (Sancta Maria; 1942) (diálogos de la versión española)

La parrala (1942) (cortometraje)


Café de París (1943)





El traje de luces (1947)


El señor Esteve (1950)


Cuento de hadas (1951)

El cerco del diablo (1952)

Duende y arte del flamenco (1952)



La engañadora (José Díaz Morales, 1955) (basada en su obra de teatro La vida en un hilo)

El baile (1959)

Mi calle (1960)

Prohibido enamorarse (José Antonio Nieves Conde, 1961) (adaptación)

El diablo en vacaciones (José María Elorrieta, 1963) (basada en su obra teatral)

Una mujer bajo la lluvia (Gerardo Vega, 1992) (basada en el guión de La vida en un hilo)



¡Agáchate, maldito! (1971)


Con su trilogía del dolar y con Hasta que llegó su hora (C'era una volta il west, 1968), Sergio Leone se ganó la admiración de muchos, sin embargo, ¡Agáchate, maldito! (Giu la testa, 1971) no colmó las expectativas creadas; y su fracaso produjo el largo retiro de un realizador que regresaría y se despediría de la dirección en 1984, cuando estrenó una obra maestra de la dimensión de Erase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984). Podría decirse que ¡Ágachate, maldito! fue un intentó fallido por completar parte de su personal visión del oeste cinematográfico que se descubre en su obra fílmica, repleto de personajes inolvidables que poseen mayor interés que los moradores de este film, inferior a sus anteriores westerns, habitados aquéllos por villanos y antihéroes que comparten un espacio donde, a menudo, se igualan en su modo de actuar, cuestión ésta que no se observa ni en Juan (Rod Steiger), ni en Sean (James Coburn), ni en los exagerados personajes con quienes se encuentran en su deambular por un México en plena revuelta civil. Juan se muestra como la caricatura de un bandido condenado al fracaso, rodeado de su prole y convencido de que la revolución no es sino un gesto inútil que conlleva el sacrificio de los desheredados como él, pues, para él, la revuelta no implica la disminución de las diferencias sociales que le afectan, ya que éstas se perpetúan sin que los suyos puedan aspirar a la utópica promesa de mejora. Su postura le convierte en un descreído a quien únicamente le importa mantener unido a su ejército de hijos, mientras sobrevive gracias a pequeños hurtos a la espera de ver cumplido su sueño de asaltar el banco de Mesa Verde, posibilidad que acaricia cuando, por casualidad, conoce a un motorista que resulta ser un experto en el uso de explosivos. Juan y Sean inician su relación oponiendo sus peculiares maneras de ser, y aquí Leone prefirió que fuese la supuesta comicidad y complicidad de estos dos personajes las que introdujesen al espectador en el entorno revolucionario donde ambos se involucran, a pesar de que el primero no desee formar parte del mismo. pues Sean parece guiarle hacia donde aquél no quiere ir. El irlandés se encarga del aprendizaje de juan (su toma de conciencia) al tiempo que busca su propia redención, aquella que aplaque el dolor y la culpabilidad que trae consigo. Mediante breves flashbacks se descubre la participación de Sean en otra revolución, en su Irlanda natal, la misma que creó el desencanto y el arrepentimiento con el que se presenta en esa tierra árida por donde comparte espacio, amistad y destino con un delincuente víctima de las circunstancias que acabarán convirtiéndole en aquéllo que no desea: un héroe de la revolución.

lunes, 20 de mayo de 2013

Ángeles sin brillo (1957)



Antes de su llegada en 1939 a los Estados Unidos, 
Douglas Sirk ya quería adaptar Pylon, la novela escrita por William Faulkner a mediados de los años treinta. Dos décadas después, ya asentado en Hollywood, el director de origen alemán pudo llevar a cabo aquel viejo proyecto en Ángeles sin brillo (The Tarnished Angels, 1957), que resultó ser otro de sus grandes melodramas rodados durante su etapa en los estudios Universal, su periodo más reconocido y valorado, durante el cual dirigió las míticas Obsesión (Magnificent Obsession, 1953), Solo el cielo lo sabe (All that Heaven Allows, 1955), Escrito sobre el viento (Written on the Wind, 1956), Tiempo de amar, tiempo de morir (A Time to Love and a Time to Die, 1958) o Imitación a la vida (Imitation of Life, 1959). En Ángeles sin brillo, Sirk se decantó por la fotografía en blanco y negro, algo inusual en su filmografía estadounidense, pero que expresa a la perfección el gris que domina en la posguerra (de la Primera Guerra Mundial), y la pantalla ancha para ofrecer mayor espectacularidad a las escenas aéreas. Una vez más, contó con Rock Hudson, por aquel entonces su protagonista masculino recurrente, y de nuevo ofreció un papel de hombre atormentado a Robert Stack, en cierto aspecto similar a su personaje en Escrito sobre el viento, donde también aparecía Dorothy Malone. En este intenso drama emocional, la actriz encarna a la sufrida esposa del piloto (Stack) en quien se centra la historia de la que Bruce Devlin (Rock Hudson) es testigo. La trama desarrolla la tortuosa existencia de un nómada —frustrado en un presente y en espacio donde no parece existir un lugar para él— que recorre el país en compañía de su mujer e hijo, participando en espectáculos aéreos gracias a los cuales malviven.


A través de la presencia del periodista se descubre que los Shumann son incapaces de alejar de su cotidianidad la desilusión, el distanciamiento o la fatalidad. En su primer contacto con Roger (
Robert Stack), el escritor le juzga como un individuo arisco y egoísta, sin embargo, la complejidad emocional de aquél va más allá de un comportamiento tras el que pretende ocultar el tormento que le produce la idea de la muerte y del fracaso al que está condenado. Shumann, héroe de la Primera Guerra Mundial, siente la frustración generada por la incapacidad de volver a ser alguien, la cual le impide expresar el amor que siente hacia Laverne (Dorothy Malone) o una mínima consideración hacia Jiggs (Jack Carson), su mecánico, su amigo y el eterno enamorado de su mujer. La tormentosa personalidad de Roger siempre se encuentra presente en ese pueblo al que ha llegado para participar en una competición aeronáutica, durante la cual pierde su avión, y uno de sus rivales (Troy Donahue) la vida, desgracia que confirma la peligrosa realidad a la que se exponen estos temerarios del aire. La pérdida del aparato significa un duro revés para Shumann, que necesita volar más allá de sus sentimientos hacia Laverne o sus valores morales, los cuales traspasa cuando, convencido de que si gana la competición podría aspirar a la vida que desea, exige a su esposa que acuda a un millonario a quien no tolera (Robert Middleton) y consiga como sea el avión que le permita competir al día siguiente. En Ángeles sin brillo el personaje de Rock Hudson no es el protagonista, más bien sería el testigo de las relaciones que se producen entre esos desarraigados; desde él, el espectador accede a la complicada relación que mantienen el piloto y su esposa, y a la de éstos con Jiggs, siempre con la presencia de la desesperación y la desesperanza que habitan en el aviador, dominado por fantasmas del pasado y por el pesimismo que le han convencido de su fracaso y de haber condenado a su esposa a la fatalidad que le persigue.