martes, 30 de abril de 2013

Novio a la vista (1953)


En la filmografía de Luis García Berlanga existe un antes y un después de su encuentro profesional con Rafael Azcona; anteriormente a sus colaboraciones se descubre en las comedias del realizador valenciano cierta influencia neorrealista a la hora de abordar una cotidianidad en la que se satirizan costumbres y problemas de la sociedad española de los años cincuenta, cuestión esta que se observa tanto en Bienvenido Mister Marshall (1952) como en Calabuch (1956) o en Los jueves, milagro (1957). Sin embargo, Novio a la vista (1953) se distanció de la realidad que vivía el país en el momento de su rodaje, desarrollando la acción en 1918, cuando Europa se encontraba inmersa en la Gran Guerra y en España un grupo de burgueses de clase media disfrutaba de sus vacaciones de verano, en las cálidas y plácidas costas de Lindamar. Allí se descubre que las costumbres de los veraneantes de antaño difieren en algunos aspectos de los actuales, pues aquellos no necesitaban cremas protectoras, ya que protegían sus cuerpos de pies a cabeza, con bañadores, vestidos o trajes de paseo que imposibilitaban que los rayos solares les dorase la piel. A parte de airearse o calentar sus prendas, por aquel entonces no había día durante el cual algún bañista no mostrase su refinada educación, saludando con ambas manos a quienes, desde la orilla, le observaban ahogarse, o un solo suicida que se la jugaba corriendo sobre la arena, bajo la calidez abrasiva del astro rey. A decir verdad, también se descubren similitudes entre el veraneante del principios del siglo XX y el actual; una de ellas podría ser el empleo de la superficie arenosa como centro social, donde los mayores hablan de sus cosas y los pequeños se divierten más allá de la rutina escolar de la que se alejan durante unos días. Novio a la vista caricaturiza las costumbres de un pequeño núcleo humano, dentro del cual los hombres debaten acerca de la contienda que se desarrolla más allá de los Pirineos y las mujeres cotillean sobre esto o aquello, a la espera de que los pudientes Villanueva se presenten en su residencia de verano. Pero la alegría que domina ese entorno de paz y chismes está a punto de sufrir un revés, pues la madre de Loli (Julia Caba Alba) se ha empeñado en convertir a su pequeña en una mujer adulta, fastidiando de ese modo los planes del grupo de muchachos y muchachas que solo pretenden disfrutar de su falta de responsabilidades. El mundo de los mayores y el de los jóvenes entra en un irreversible conflicto de intereses, y ante la falta de acuerdo se crean dos facciones que no tardan en enfrentarse. Por un lado se posiciona la madre y sus seguidores (todos ellos inmaduros dentro de su supuesta madurez) y por otro los niños que pretenden salvar a Loli (Josette Arnó) de convertirse en la novia del acaudalado Federico Villanueva (José María Rodero), quien bombardea con sus cánticos las veladas de la residencia donde todos se reúnen. La madre de Loli se mantiene en sus trece, convencida de que ser mujer y tener novio, más si éste es miembro de una familia adinerada, es beneficioso para Loli. El fallo en el pensamiento de esta buena señora reside en que no tiene en cuenta aquello que realmente necesita y entusiasma a su niña, ahora mujer a la fuerza, que no sería más que aprovechar el verano al lado de sus amigos, sobre todo en compañía de ese tal Enrique (Jorge Vico), el joven que suspende su prueba de geografía al inicio y al final del film. Visto ésto queda demostrado que, a pesar del paso de los años, existen cuestiones que perduran de aquellas épocas pasadas, como el despertar al primer amor, el distanciamiento entre el mundo adulto y el adolescente o la pesada carga de ponerse a estudiar mientras otros disfrutan de la playa, pues siempre hay algún rezagado que debe presentarse a los exámenes de recuperación. Novio a la vista significó otro encuentro para Berlanga, en este caso con Edgar Neville, excelente cineasta y autor de la comedia en la que se basó la película, que participó en la escritura del guión de un film que transita entre la veteranía e ironía costumbrista de Neville y la juventud y osadía de Berlanga, quien pocos años después realizaría joyas tan ácidas como Plácido (1961) o El verdugo (1963), quizá sus obras de mayor prestigio.

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