viernes, 12 de abril de 2013

La leyenda de la ciudad sin nombre (1969)



Aparte de una mala experiencia profesional, La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint your wagon, 1969) fue para Clint Eastwood la advertencia y el empujón para convertirse en el máximo responsable de las películas en las que participaría desde aquel momento, salvo casos puntuales como Los violentos de Kelly (1970) o En la línea de fuego (1993). Pero a pesar de que ni a Eastwood, ni al público ni a la crítica les contentase este musical no se puede negar que posee cierto encanto en su perspectiva inicial, valiente al apuntar cuestiones bastante atrevidas para su época, y en la presencia de
 Lee Marvin y Clint Eastwood como protagonistas de un film de género, que dista de aquellos sobre los que ambos cimentaron sus carreras, interpretando a tipos duros tanto en westerns como en policíacos. La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint your wagon) se basa en el musical Paint you wagon, estrenado con relativo éxito en Broadway en 1951, años antes de que Alan Jay Lerner decidiera realizar una superproducción financiada por Paramount, en la que se contó con la colaboración de Paddy Chayefsky, prestigioso guionista y novelista, para que adaptase el libreto original, dicha adaptación serviría para que el propio Lerner escribiese el guión que a la postre se convirtió en el último que dirigiría Joshua Logan, debido al monumental fracaso en taquilla del film. La leyenda de la ciudad sin nombre se ambienta en la California de la fiebre del oro, donde por casualidad coinciden Ben Rumson (Lee Marvin) y su futuro socio (Clint Eastwood), opuestos en cuanto a costumbres, pensamiento y edad. Ben reconoce que ha quebrantado todos los mandamientos habidos y por haber, como también reconoce que le gusta emborracharse hasta ponerse melancólico, sin embargo, en sus palabras y en su actitud también se descubre una visión tolerante y liberal que le aleja de los convencionalismos sociales que finalmente se impondrán a su alrededor. Los dos hombres alcanzan su amistad compartiendo cuanto poseen, hasta el extremo de compartir también a Elizabeth (Jean Seberg), la mujer que Ben compra en la subasta pública exigida por los habitantes de la villa minera. Aunque inicialmente muestre ciertas reticencias, Elizabeth no tarda en enamorarse de los dos socios, ya que no encuentra nada reprochable en no tener que elegir a uno si puede tenerlos a ambos; no en vano ella compartió a su anterior marido (un mormón) con otra mujer. A los mineros de la ciudad les trae sin cuidado que sean un triángulo marital o que busquen a otro para formar un cuarteto de cuerda, lo que a ellos les interesa realmente es un aumento inmediato en la población femenina, que al fin y al cabo se reduce a la bígama: así pues, al socio se le ocurre una idea brillante, pero es Ben quien la lleva a cabo cuando decide secuestrar a varias prostitutas para que amenicen las oscuras y solitarias jornadas de sus vecinos. Pero el equilibro alcanzado dentro de esa no civilización se rompe con la aparición de nuevos colonos, sobre todo porque crean en Elizabeth la necesidad de sentir la respetabilidad que le proporcionaría el estar casada con un solo hombre. De ese modo se inicia el principio del fin para el asentamiento nacido de la presencia de un mineral que, además de nublar la razón de los hombres, se cuela por el entarimado del salón para caer en unas galerías, hechas por los socios, que recorren el subsuelo de la localidad que tanto gusta a Rumson, porque en ella no hay lugar para las normas o los convencionalismos de los que siempre ha renegado

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