jueves, 28 de febrero de 2013

Skyfall (2012)


En el vigésimo tercer título oficial del personaje creado por Ian Fleming se destruye al mito para resucitar a un nuevo Bond, menos heroico y más humano, que rechaza convertirse en una reliquia del pasado condenada a desaparecer. James (Daniel Craig) a duras penas sobrevive al nuevo orden mundial a base de lingotazos y pastillas, lo cual crea un aspecto atípico en este héroe que deja de serlo desde el inicio de Skyfall, cuando M (Judi Dench), la imagen de la autoridad materna, ordena disparar al rival con quien 007 mantiene una espectacular disputa sobre el techo de un tren en marcha, a pesar de la posibilidad de que la bala impacte en el doble cero y provoque su caída al vacío. El Bond de Skyfall resucita como un tipo desencantado, pero a pesar de ello, no puede dejar de ser quien es: un miembro del servicio de inteligencia británico, el único hogar que ha conocido o que quiere recordar. El pasado del agente nunca fue un tema tratado en profundidad en anteriores entregas; no obstante, en el film de Sam Mendes cobra gran importancia, ya que dicho pasado debe cerrarse para que se produzca el nuevo comienzo, que se gesta en un presente que retrae al personaje a la infancia de la que nunca ha querido hablar. Tras la incorporación de Daniel Craig el rumbo de la saga apuntó hacia un cambio total, un enfoque que ya se advertía en los momentos iniciales del último film de Pierce Brosnan en la serie, Muere otro día (Lee Tamahori, 2002), y materializado en Casino Royale (Martin Campbell, 2006) para confirmarse definitivamente en Skyfall, película donde acción y personajes alcanzan un equilibrio pocas veces visto en la saga. Uno de los aciertos del film reside en la importancia que se le concede a M, objetivo de la venganza obsesiva de un terrorista desconocido; la actitud de la madre de los huérfanos 00 ofrece una perspectiva nada positiva de su relación emotiva con sus agentes, prescindibles todos ellos en un mundo en constante cambio, donde los intereses priman sobre lo afectivo y la modernidad sobre el clasicismo. En ese nuevo orden mundial los enemigos dejan de ser países y banderas, característica del periodo de la Guerra Fría durante el cual florecieron los doble cero, ahora el peligro se esconde en individuos anónimos capaces de crear el caos y la confusión como la que explota ante la incrédula mirada de la jefa del servicio secreto. Silva (Javier Bardem) es un claro ejemplo de ese enemigo en la sombra al que se refiere la máxima responsable del MI-6 durante su careo ante el comité que evalúa su buen hacer al frente del espionaje británico. Aunque este villano también podría considerarse el reverso de James Bond, pues sus vidas guardan paralelismos que van desde la soledad a la decepción causada por las decisiones nada sentimentales de M. Por fortuna, 007 no se ha dejado dominar por el odio que habita en su rival; James solo ha tocado fondo, cuestión que no le impide continuar mostrando su actitud descreída, rebelde a su manera y evidentemente individualista, la misma que le permite sobrevivir a un entorno que abandona momentáneamente para realizar un último viaje al volante de su viejo Aston Martin o para bromear con un imberbe y renovado Q (Ben Whishaw); pero sobre todo para mirar al futuro con el optimismo de saber que todavía le queda un amplio recorrido por explorar.

martes, 26 de febrero de 2013

Mayor Dundee (1965)

La duración original de Mayor Dundee (Major Dundee) era de unos ciento sesenta y cinco minutos, aunque la versión estrenada fue el montaje realizado por los productores, con media hora menos que la versión ideada por Sam Peckinpah, hecho que no impide descubrir las excelencias de un director que se convirtió en uno de los renovadores del western y de su forma de entenderlo. A través de las páginas del diario del corneta Ryan (Michael Anderson, Jr.), único superviviente, se descubre la expedición en la que tomaron parte el mayor Dundee (Charlton Heston) y el grupo de hombres que le acompañó en la caza del apache rebelde Sierra Charriba (Michael Paté), iniciada tras la masacre provocada por este. Dundee no piensa en otra cosa que en atraparlo; pero lo hace porque se siente hastiado ante la falta de acción bélica, ya que en el campo de prisioneros donde ha sido destinado no puede dar rienda suelta a su naturaleza militar, que necesita saborear la batalla para confirmarse. Por su cuenta y riesgo decide reclutar voluntarios entre ladrones, borrachos, presos confederados, soldados afroamericanos bajo su mando e incluso a un reverendo (R.G.Armstrong) capaz de emplear la violencia como medio de expresar sus creencias, hombres que nada tienen en común salvo el rechazo que se profesan y que nunca llega a abandonar el itinerario que les conduce hasta un México dominado por las tropas francesas de Maximiliano. A lo largo del recorrido se descubre un entorno sucio, violento, dominado por el odio que sienten los hombres del grupo, divididos en dos frentes que se individualizan en el mayor y en el capitán confederado Ben Tyreen (Richard Harris). El primer careo entre ambos oficiales y rivales ofrece una breve explicación de la relación que les une y separa; amigos en el pasado y enemigos en ese presente en el cual el confederado ha caído prisionero de Dundee, quien le obliga a aceptar el compromiso de acompañarle en su obsesiva intención de dar caza a Charriba. Aunque mantengan disputas y diferencias existen nexos comunes entre ellos, pues ambos son hombres de armas y también hombres de palabra, lo cual acarrea la certeza de que el enfrentamiento al que Tyreen alude en varios momentos se hará real en cuanto el apache sea eliminado, sin embargo, antes de que eso suceda el pelotón debe sobrevivir a las circunstancias que les rodean, ya sea el racismo, el enfrentamiento con los franceses,  la miseria y el hambre, la obsesiva necesidad del oficial en jefe por sentir de nuevo la sensación de la batalla o la deserción de algunos de los hombres. En Mayor Dundee (Major Dundee) se cita buena parte del mejor Peckinpah, y al igual que en otras de sus grandes películas: Grupo SalvajePat Garret y Billy the kid o Quiero la cabeza de Afredo Garcia, gran parte de la acción se desarrolla en tierras mexicanas, además, existen otras características comunes entre ellas como la presencia de la violencia, que nunca se utiliza como fin en sí misma, sino que surge de la imposibilidad que rodea (y habita) al personaje principal y a sus hombres, muchos de los cuales fueron interpretados por actores asiduos al universo cinematográfico del director californiano: Ben JohnsonR.G.ArmstrongWarren OatesL.Q.JonesSlim Pickens o James Coburn en la piel del guía Sam Potts, ajeno a las disputas entre las facciones en las que se dividen los miembros que componen la partida, aunque siempre consciente de la constante y obsesiva búsqueda vital que mueve a Dundee por un entorno de desesperación e imposibilidad.

Arma letal (1987)


 El cine de acción policial de la década de los ochenta podría pasar por un derivado ruidoso del policíaco del decenio anterior, ya que en estas producciones de acción no se descubre la crudeza o el pesimismo, no exento de crítica social, que predomina en films como The French Connection (1971), La noche se mueve (1975) o Tarde de perros (1975). En Arma letal (Lethal Weapon) prevalecen las explosiones, las persecuciones, los tiroteos o los chistes más o menos fáciles, tan de moda entre los héroes de los ochenta, entre quienes destacan con luz propia el solitario John MacLane de Jungla de cristal (Die Hard) (1988) o la pareja de agentes de este demoledor éxito de taquilla dirigido por Richard Donner, un film que encuentra su referente más cercano en Límite: 48 horas (48 Hrs.) (1982), película en la que se observa otro peculiar dúo inmerso en un caso que sirve para dar rienda suelta al enfrentamiento humorístico entre dos compañeros a la fuerza (poli y caco). En su quincuagésimo cumpleaños el bueno del sargento Murtaugh (Danny Glover) recibe una sorpresa inesperada cuando en el trabajo le informan de que le aguarda su nuevo compañero, que por lo visto pasa por ser un tipo bastante inestable, algunos incluso dirían que se trata de un suicida en potencia, aunque la trama apenas profundiza en los aspectos emotivos que dominan a Martin Riggs (Mel Gibson). Sin embargo, a pesar de que lo intenta, Riggs no es capaz de matarse, aunque sí a los chicos malos que le buscan las cosquillas sin saber que es un temerario a quien no le asusta el peligro. Los primeros minutos de Arma letal (Lethal Weapon) expone el comportamiento de ambos agentes y las evidentes diferencias de carácter, las cuales enfatizan el humor, o al menos lo intenta. Pronto se descubre a Murtaugh como un padre de familia, hogareño, sosegado y de edad avanzada para un trabajo de campo que conlleva peligros como los de investigar a una organización de narcotráfico, en contraposición de este comportamiento sereno, racional, se encuentra la inestabilidad emocional de un agente como Riggs, letal y visceral, que se deja guiar por sus impulsos, por sus fantasmas del pasado y por su plena confianza en su valía, ya que asume ser el mejor en lo que hace. El colosal éxito en la taquilla de Arma letal (Lethal Weapon) abriría el camino a sucesivas secuelas que contaron con el mismo director y la misma pareja protagonista, a quien se le unirían nuevos rostros a lo largo de la saga (Joe PesciRene RussoJet Li o Chris Rock), sin embargo, ninguna de las sucesivas entregas alcanzó el nivel de este, digamos, clásico de acción ochentero cargado de tiroteos y de un humor sustentado por las situaciones que, en este caso concreto, giran alrededor de las diferencias generadas por la edad o los comportamientos nacidos de dos maneras de entender tanto la vida como su profesión, aunque al fin y al cabo ambos colegas están condenados a entenderse y convertirse en amigos inseparables antes de que den al traste con los planes de los malos de la función.

lunes, 25 de febrero de 2013

Ruta suicida (1977)

Prescindible, desilusionado, adicto al alcohol, así se descubre a Ben Schockley (Clint Eastwood), un policía de la ciudad de Phoenix a quien se le encarga una misión que el comisario Blakelock (William Prince) asegura trivial, pues se trata de trasladar a un testigo irrelevante desde Las Vegas (Nevada) hasta Phoenix (Arizona), para que en la capital del estado del Gran Cañón testifique en un juicio sin apenas importancia. Sin embargo, cuando Schockley llega a la ciudad del juego, descubre algo que sí es importante, su prisionero no es un hombre, sino una prostituta llamada Agustina "Gus" Mally (Sondra Locke), quien se empeña en gritar desde su celda que ambos están muertos, pues en la calle se apuesta cincuenta a uno a que no llegarán con vida a su destino. El policía muestra su carácter tosco y golpea a la chica para que se tranquilice, sin pensar que las palabra de "Gus" pueden contener un mínimo de verdad. No obstante, mientras aguarda en una cafetería a que sus colegas de Nevada finalicen el papeleo que le permita sacarla de la jaula, descubre en un tablón de apuestas el nombre de un caballo que concuerda con el de su testigo, coincidencia que genera la duda de que, quizá, la chica no sea una paranoica que pretende engañarle. Este sería el inicio de Ruta Suicida (The Gauntlet), un atractivo y contundente policíaco de carretera, repleto de persecuciones, violencia y dosis de amargura, pero también con sus momentos de humor y con un romance entre dos perdedores empeñados en sobrevivir tanto a los ataques de la mafia como a los de la policía. Desde el primer momento queda claro que el pensar no es algo natural en Schockley, acostumbrado a acatar las órdenes y cumplirlas sin plantearse nada más, una mala costumbre que también parece afectar a todos sus colegas de profesión, pero que él logra cambiar a raíz de su relación con la prostituta licenciada, que sí piensa y provoca que el prescindible caiga en la cuenta de que Blakelock le ha estado traicionando desde el mismo instante que le encargó el traslado. En Ruta suicida, Clint Easwood se decantó, como en la mayoría de los policíacos de la época, por enfatizar el desencanto que domina a un agente que no ha conseguido nada en la vida, salvo perder sus ilusiones y convertirse en el blanco perfecto para una trampa que nadie se plantea, ya que nadie haría preguntas sobre su muerte o la de su testigo, que nunca debería llegar viva a Phoenix, sin embargo ambos se aferran a la mínima esperanza de que existe una posibilidad para un nuevo comienzo, más allá de aquello que se da por sentando.

domingo, 24 de febrero de 2013

El prisionero de Zenda (1952)


Igual que 
El prisionero de Zenda (The Prisioner of Zenda, 1937) filmado por John Cromwell en 1937, el film de Richard Thorpe expone, sin apenas variaciones, el romance imposible entre el caballero británico Rudolf Rassendyll (Stewart Granger) y la princesa Flavia de Ruritania (Deborah Kerr), ambos atrapados dentro de un sentido del deber que les impide cualquier posibilidad de elección. El destino es cruel con este héroe ideado por Anthony Hope que antepone su honor a cualquier otra circunstancia, pero también lo es con la mayoría de los personajes, como sucede con el futuro monarca Rudolf V (Stewart Granger), que nunca ha deseado ni la corona ni las responsabilidades que esta conlleva. Este clásico de capa y espada incide en las frustraciones nacidas del enfrentamiento entre deber y querer, pues una cosa sería la intención y otra bien distinta la realidad, cuestión que Rassendyll empieza a descubrir a partir de su encuentro fortuito con el coronel Zapt (Louis Calhern) y su posterior presentación ante el futuro rey, a quien descubre como un gran bebedor poco interesado en todo cuanto concierne a su coronación del día siguiente. Ante el envenenamiento del príncipe, Rudolf el inglés se ve en la obligación de participar en el peligroso juego de hacerse pasar por el monarca, a quien le une un parecido tan asombroso que nadie podría diferenciarlos. Su condición de caballero le obliga a ser Rudolf V de Ruritania durante la ceremonia de coronación, a pesar de que desea recuperar su identidad y ser liberado de sus nuevas e inesperadas funciones, excepto de aquellas que tienen que ver con Flavia. Pero su intención de alejarse de la corte y regresar a su vida cotidiana se ve entorpecida por el secuestro del verdadero monarca, todavía bajo los efectos de los narcóticos. La nueva situación produce una sensación contradictoria en el británico, ya que le obliga a continuar donde no desea estar, pero al mismo tiempo le permite compartir momentos imborrables con la prometida real. Y como mandan los cánones del género la pareja se enamora, hecho que genera gran parte de sus frustraciones, nacidas de un inquebrantable sentido del honor que prevalece sobre cualquier otro aspecto o sentimiento; de ese modo, Rassendyll asume que nunca podrá consumar su relación con Flavia, porque para que esta triunfase tendría que traicionar la confianza que Zapt ha depositado en él. Con un planteamiento casi idéntico al film de Cromwell y distanciado del expuesto por Rex Imgram en la versión muda de 1922, la colorista El prisionero de Zenda (The Prisioner of Zendaofrece gran importancia a la historia de amor-frustración que une y separa a dos amantes que viven un instante verdadero nacido de la mentira con la que se pretende contrarrestar la traición del hermanastro del rey (Robert Douglas), sin duda otro de los grandes frustrados del relato, siempre a la sombra de un hermano a quien ve como un inútil que solo presta atención al vino y a la diversión. Pero la historia de amor entre el impostor y la princesa es un imposible que desde su inicio vive de un tiempo prestado que finalizará cuando el prisionero de Zenda sea rescatado por el propio Rassendyll, hecho que confirma que nunca podría ser un impostor para su propio beneficio, cuestión que le opone al antagonista del film: Rupert de Hentzau (James Mason), quien también ama con pasión, pero a sí mismo, liberado de todo tipo de ataduras morales y siempre dispuesto a prescindir de su escasa honorabilidad si con ello consigue su objetivo.

sábado, 23 de febrero de 2013

Europa (1991)

En su quinto largometraje Lars von Trier presentó una propuesta lejana a la supuesta, y nunca lograda, sinceridad (sencillez) formal y narrativa exigida por aquel movimiento vanguardista llamado Dogma 95 del que él mismo sería propulsor cuatro años después. Que decir tiene que Europa es un film más completo, complejo y honesto que la mayoría de los títulos que formaron parte de dicho movimiento dogmático, ya que no pretende ocultar su intento por experimentar con las imágenes, y lo hace para crear esa sensación de alucinación que surge desde el primer instante, cuando se escucha la voz del narrador al tiempo que la cámara recorre la vía de tren que se adentra en la Alemania de 1945, dominada por el blanco y negro de la fotografía y por una atmósfera surrealista que semeja bajo el influjo de un sueño hipnótico. Kessler (Jean-Marc Barr) debe apearse en este país destruido y dividido por la guerra, ocupado por las fuerzas aliadas y por el odio que aún perdura en el ambiente. Este joven estadounidense de origen alemán no quiso participar en la contienda, pero una vez finalizada se presenta voluntariamente para ayudar a reconstruir una nación donde todo le resulta confuso, con un significado que va más allá de lo que alguien como él, ajeno a los hechos que allí se produjeron, es capaz de entender. Hasta ese instante de su vida, Kessler se ha dejado llevar por un idealismo que no ha tenido que enfrentarse con circunstancias tan complejas como las que asoman durante su recorrido por la onírica geografía de la destrucción, donde a cada kilómetro pierde parte de la inocencia que le ha llevado hasta esa tierra donde las heridas no han tenido tiempo de cicatrizar. El proceso de construcción avanza lentamente, las secuelas del conflicto son tan recientes que a menudo se esconden detrás de la cotidianidad a la que el joven revisor se enfrenta recorriendo los vagones, en uno de los cuales conoce a la enigmática Katharina Hartmann (Barbara Sukova). Como consecuencia de dicho encuentro el revisor accede a un mundo más real, pero también más confuso, que le permite contactar con la familia de la chica de la que se ha enamorado, que resulta ser la hija del jefe de la compañía ferroviaria para la que él trabaja: una empresa que meses, quizá semanas, atrás se encargaba del transporte de los judíos a los campos de exterminio, y ahora, se ha convertido en pieza indispensable para la reconstrucción de ese nuevo país que algunos no desean. Antes y después de su matrimonio con Katherina, Kessler va descubriendo aspectos sociales como las secuelas de la guerra, la constante presencia aliada, la existencia de grupos terroristas o la imperturbabilidad de su tío (Ernst-Hugo Jaregard), pues para este nada tiene importancia más allá de los vagones del tren, comportamiento que delata cierta necesidad de mantenerse alejado de la realidad social y el conflicto en el que su sobrino, el idealista, se descubre atrapado, convertido en marioneta de intereses enfrentados.

viernes, 22 de febrero de 2013

El infierno del odio (1963)


El título original de El infierno del odio (Tengoku to jogoku, 1963) podría traducirse como arriba y abajo, los que depara da posiciones contrarias que señalan las dos perspectivas opuestas de un entorno social separado por las diferencias económicas, las mismas que han generado el odio en un criminal que pretende resarcirse de sus frustraciones haciendo sentir a un hombre de posición acomodada, a quien observa desde la parte baja de la ciudad, el significado de no poder acceder a aquello que se desea. Akira Kurosawa dividió este magnífico drama policial en dos partes diferenciadas por los espacios donde se desarrolla la acción, de manera que cada una de ellas funciona con autonomía propia, al presentar aspectos y planteamientos distintos, aunque en su conjunto son tan necesarias como complementarias a la hora de dar forma a la tensión narrativa que da forma a una película que plantea dilemas morales más allá de aquel al que expone al personaje interpretado por 
Toshiro Mifune. En la zona alta de la ciudad se ubica el complejo residencial de Gondo (Toshiro Mifune), el ejecutivo que se niega a participar en los planes de los miembros del consejo con quienes se encuentra reunido poco antes de que se produzca la llamada que cambia su vida. Esta presentación sirve para mostrar a un industrial que antepone el trabajo bien hecho al beneficio, y piensa seguir haciéndolo cuando obtenga el control del paquete de acciones que ha negociado por cincuenta millones. Sin embargo sus intenciones sufren un revés cuando recibe la exigencia telefónica que le informa de que debe pagar treinta millones de yenes si desea recuperar a su hijo con vida. Como cualquier otro padre en su situación, qué duda cabe respecto a que el millonario pagaría hasta su último yen por su vástago, pero resulta que el secuestrador se ha equivocado y ha raptado al hijo de Aoki (Yataka Sada), el chófer de la familia. A pesar del evidente alivio, el equívoco genera la disyuntiva moral en e dueño de la casa, pues es plenamente consciente de que si accede a pagar el rescate, él y su familia lo perderán todo, pero de no hacerlo, la muerte del pequeño le perseguirá mientras viva. Esta primera parte de El infierno del odio muestra como la diferencia socio-económica que separa al patrón del empleado implica la posibilidad de poder pagar (vivir) y no poder hacerlo (morir), ya que Aoki no posee la cantidad exigida para salvar a su hijo, de modo que solo le resta la opción de suplicar a su jefe. Gondo se muestra firme en su intención de no pagar, desoyendo a su esposa (Kyoko Kagawa) o haciendo caso omiso de los policías que se encuentran en la casa. Mientras, el tiempo pasa, la vida del niño continúa en peligro y las dudas se acumulan, como también lo hacen los remordimientos, las ambiciones, los miedos y el conflicto emocional que domina el pensamiento del empresario, quien a cada minuto que transcurre se enfrenta a nuevas reflexiones y mayores remordimientos. Además del trágico suceso y de sus implicaciones morales, Kurosawa desarrolló una intriga sólida, centrada en la investigación del secuestro, la cual es llevada a cabo por el detective jefe Tokura (Tatsuya Nakadai) y su equipo, cuya presencia no deja de ser puramente testimonial hasta la segunda parte del film, cuando inician las pesquisas y el seguimiento de un secuestrador que ha estudiado hasta el más mínimo detalle de su plan. La primera concluye cuando Gonzo zanja su disputa moral y la acción de El infierno del odio se traslada al interior de un tren desde el cual se enlaza con la segunda, en la que el protagonismo de la zona alta y el ejecutivo de la fábrica de calzado se diluye hasta que desaparece del film, salvo en momentos puntuales como los artículos periodísticos que ensalzan el noble gesto del industrial. Durante la estancia en la parte baja de la ciudad, la cámara aumenta el tono realista del film al observar a la policía recorriendo los bajos fondos, donde drogas, prostitución, sombras y miseria forman parte inherente del ambiente que ha marcado el comportamiento del secuestrador, consciente de su odio hacia aquellos que están arriba, porque en ellos ve a los culpables que le han condenado a permanecer abajo.


jueves, 21 de febrero de 2013

¡Qué ruina de función! (1992)


La mayor parte del público que acude al estreno lo hace en busca de diversión, ajeno a los aspectos que no se muestran sobre las tablas del escenario, y que sí se descubren entre bastidores o en los ensayos; se trata de circunstancias e imprevistos que Lloyd Fellowes (Michael Caine) conoce de primera mano, no en vano es el director de la comedia que va a representarse en esa sala teatral que abandona antes de que se levante el telón. Intranquilo, tenso, asustado, Lloyd se pasea por Broadway al tiempo que realiza un recorrido por los malentendidos y equívocos que se descubren desde sus recuerdos y sus palabras. El tiempo retrocede hasta detenerse el día del estreno en Des Moines, durante el último ensayo, donde se ultima el primer acto de la comedia que va a ser representada por un elenco un tanto peculiar. Allí se observa la constante presencia de Fellowes, consciente de que si continúan por esos derroteros la obra será un estrepitoso fracaso, ya que todo parece salir mal; aunque probablemente en anteriores montajes habría sentido lo mismo al tener que lidiar con algún actor que, al igual que Frederick Dallas (Christopher Reeve), mostrase sus dudase ante el guión, del mismo modo habría dirigido a otros tan desorientados como Selsdon (Denholm Elliott) o a parejas de enamorados como Garry (John Ritter) y Dotty (Carol Burnett). No obstante, después de observar lo que sucede en el escenario, se entiende que las preocupaciones de Lloyd vayan más allá de mantener el equilibrio en sus relaciones afectivas con Poppy (Julie Hagerty) y Brooke (Nicollette Sheridan). Con la conclusión del ensayo se cierra la primera parte del film, que inmediatamente levanta el telón en la matinee que tiene lugar en Miami Beach ante un grupo de ancianos que aguarda el comienzo de un espectáculo que en nada se parece al que se está desarrollando detrás del decorado. Las escenas que supuestamente observan los espectadores serían similares a las mostradas durante el desastroso ensayo, sin embargo la cámara de Peter Bogdanovich se centra en el enredo que se desarrolla fuera de escena, aumentando de ese modo la sensación caótica y desastrosa que nunca abandona a un montaje que posteriormente se traslada a Cleveland. Por tercera vez se observa a los actores representando ese primer (y único) acto, pero en esta ocasión la atención vuelve a centrarse en la representación del libreto, aunque desde una perspectiva alocada como consecuencia de nuevos malentendidos entre los miembros de la compañía. ¡Qué ruina de función! (Noises off) utiliza ese primer acto como excusa para dar rienda suelta a un divertido enredo, perfectamente sincronizado en los tres recuerdos, cada uno de los cuales resulta necesario para completar una perspectiva muy divertida de los entresijos que rodean la puesta en marcha de un montaje teatral un tanto especial, causante del miedo escénico que domina a Fellowes en el presente, mientras aguarda la confirmación de la catastrófica noche de estreno en Broadway.

domingo, 17 de febrero de 2013

La rueda (1923)

Abel Gance fue uno de los pioneros del cine francés, vanguardista y desmesurado en proyectos como La rueda (La roue), donde buscó la combinación entre poesía y modernidad en imágenes cargadas de simbolismos. No obstante, a pesar de que posee excelentes momentos, La rueda (La roue) ha perdido parte de esa modernidad de la que gozaría en su momento, aunque el inevitable paso del tiempo no impide apreciar los logros y el mérito de una de las grandes obras del cine mudo francés. La vida, el destino, el amor y la muerte son radiales de una rueda caprichosa de la que Sisif (Severin-Mars) forma parte, al igual que la pequeña que sobrevive al choque de los dos trenes. El maquinista es testigo del accidente, y entre las víctimas y los escombros comprende que, sin nadie en el mundo, la niña será enviada a un orfanato; pero ¿qué sería de ella?, parece preguntarse antes de decidir ofrecerle un hogar y el mismo cariño que a su hijo Elie. Quince años después se descubre a un Sisif depresivo, perdido, atormentado; cuantos le rodean achacan su estado a su precario estado económico, pero mediante su confesión a Hersan (Pierre Magnier) se conoce que su tormento se debe a que se ha enamorado de Norma (Ivy Close), su hija adoptiva. El anciano no puede soportar el sentimiento de culpa que le embarga, pero tampoco se siente con fuerzas para continuar luchando contra el amor que domina su pensamiento. Atrás quedaron los años de júbilo y de armonía, porque la rueda gira y desata la tragedia que condena a todos los implicados al sufrimiento y a la desdicha. Norma, ignorando el auténtico motivo del nuevo y amargo presente, decide sacrificarse para salvar a su familia y acepta la propuesta de matrimonio de Hersan, el millonario que ha utilizado el secreto de Sisif para su propio beneficio, sin embargo, sus celos serán fuente de mayores desgracias. Abel Gance realizó un montaje superior a las seis horas de metraje, aunque en la actualidad La rueda (La roue) se ve como un film, de algo más de cuatro horas de duración, dividido en dos partes delimitadas por el espacio donde se desarrolla el drama: la estación de ferrocarril, donde Sisif ha pasado la mayor parte de su vida conduciendo una máquina a la que pone por nombre Norma, y la montaña adonde el maquinista y su hijo (Gabriel de Gravone) se trasladan a la espera de olvidar sus males de amores, ya que también Elie se ha enamorado de quien creía su hermana.

Argo (2012)



Hacia finales de 1979, durante la administración Carter, Irán vive una revuelta islamista; sus líderes y sus seguidores alientan a la población para que rechacen y exijan al gobierno de los Estados Unidos la devolución del derrocado shá, a quien se espera someter a un juicio por sus crímenes durante sus años en el poder. Al inicio de Argo se escucha una voz que explica los antecedentes que han provocado el presente de revuelta violenta que se descubre ante la embajada estadounidense en Teherán, donde los funcionarios observan las protestas y los intentos de asalto por parte del gentío, que no deja de gritar y mostrar su violencia, hecho que asusta a los trabajadores y provoca que seis de ellos huyan por una puerta trasera. La noticia del asalto y de la toma de rehenes crea un conflicto que pone en jaque a la administración norteamericana, consciente de que no puede devolver a un líder que les ha servido en el pasado y a quien ellos habían apoyado; de ese modo los días pasan sin que se produzcan novedades al respecto de los retenidos en la embajada, lo mismo ocurre con los seis que se han escondido en la casa del embajador de Canadá (Victor Garber), que se mantienen ocultos ante las sospechas de que las fuerzas iraníes les están buscando. El tiempo juega en contra de los refugiados en la mansión del diplomático canadiense, solo es cuestión de días que los encuentren y ejecuten por su nacionalidad. Mientras tanto, en los despachos de Washington se evalúa la situación sin que se tenga claro qué hacer al respecto, ya que ninguna de las ideas propuestas parecen viables, incluso la menos mala, la expuesta por Tony Méndez (Ben Affleck), semeja un imposible. El agente de la CIA ha ideado una manera de llegar hasta los refugiados y sacarlos de Irán; no obstante nadie, salvo quizá él mismo y su superior (Brian Cranston), tiene un mínimo de fe en un proyecto que se sostiene sobre una tapadera cinematográfica que permitiría la entrada y salida del país de Oriente Medio. Sin tiempo que perder, inmediatamente después de que su plan reciba luz verde, Méndez viaja a Hollywood, donde visita al maquillador John Chambers (John Goodman), quien a su vez le pone en contacto con el productor Lester Siegel (Alan Arkin), fundamental para que la mascarada sobre una película ficticia sea creíble y pase por un proyecto tan real como La guerra de las galaxias. Durante este instante de sátira la tensión se toma un respiro para ofrecer en su lugar un toque irónico que desaparece cuando Méndez aterriza en Irán. A partir de ese instante la realidad se recrudece, se hace más inquietante gracias a una puesta en escena precisa y equilibrada en la que las piezas encajan sin necesidad de forzar situaciones dramáticas. La estancia de Mendez en suelo iraní transita entre las dudas y miedos que dominan a los refugiados, la amenaza de ser vigilados o la alta probabilidad de que el plan se venga abajo en su momento crucial, a la llegada al aeropuerto, pero sobre todo porque una vez que ha convencido a los seis se cancela la misión, hecho que provoca el conflicto moral de Méndez, que se debate entre su deber como agente y su deber como individuo que ha contraído una responsabilidad con los seis. En Argo Ben Affleck hizo frente a un film más ambicioso que sus anteriores trabajos como realizador, pero eso no quiere decir que su tercer largometraje sea mejor que Adiós, pequeña, adiós The Town, aunque, al igual que en aquellas, queda patente que su pulso narrativo funciona a la perfección, combinando la intriga, la burla hollywoodiense y la realidad que afecta emocionalmente a unos rehenes que muestran sus temores antes y después de que el agente se presente y les exponga su plan de fuga, en el que nada juega a su favor, salvo que ellos mismos hagan creíble su papel de formar parte de un equipo canadiense en busca de localizaciones para una película de ciencia ficción que se sustenta sobre la ilusión creada en Hollywood, donde por lo visto la mentira se disfraza de verdad.

viernes, 15 de febrero de 2013

El coloso en llamas (1974)

La década de 1970 fue la época dorada del cine de catástrofes, películas que solían contar con un reparto de lujo y un planteamiento similar, en el cual había cabida para héroes a la fuerza y listillos de turno que se empeñaban en dificultar la ya de por sí complicada situación en la que se veían envueltos. Algunos de estos films tomaron de fenómenos naturales su excusa para existir, otros optaron por negligencias humanas, pero en todos ellos se muestra el afán de superación ante una situación que se escapa al control, de donde brota la heroicidad y el instinto de supervivencia. Algunos de los éxitos más sonados tuvieron en común el ser producidas por Irwin Allen (La aventura de PoseidónEl emjambre o El día del fin del mundo), que además de producir El coloso en llamas (The Towering Inferno), una de las películas más ambiciosas y representativas del subgénero, se encargó de dirigir las secuencias adicionales. En lugar de un héroe que destaca por encima del resto de los mortales, víctimas de la catástrofe, en el film de John Guillermin se descubre a dos; uno de ellos obligado a serlo porque se siente responsable como consecuencia de su implicación involuntaria en el incendio, y otro por el mero hecho de ser bombero. El primero de ellos es Doug Roberts (Paul Newman), el arquitecto que ha diseñado la torre de cristal y quien descubre, el día de la fiesta de presentación del edificio, que alguien no ha seguido sus especificaciones al respecto del sistema eléctrico, hecho que pasa factura cuando se produce el cortocircuito en el pequeño cuarto del piso 81. No obstante parece que todo está bajo control, aún así Doug advierte a Duncan (William Holden), constructor y propietario de la torre, del peligro real de sobrecargar el sistema, sin que ello parezca afectar la decisión de un hombre que antepone otros intereses a la seguridad de sus invitados. De ese modo se crea el marco dramático, que permite comprender que alguien ha primado lo económico a las normas de seguridad exigidas por el arquitecto, sin embargo, dicha información carece de entidad, al igual que ocurre con algún que otro detalle que esboza las personalidades de los personajes o las relaciones personales que se muestran antes de que se produzca la tragedia; un ejemplo claro de esto sería Susan (Faye Dunaway), personaje que parece no encontrar un lugar en la historia, salvo para servir de comparsa emocional de Doug. Y es ahí, en la parte íntima, donde más flojea la narración de este tipo de películas de catástrofes, pues siempre se tiene la impresión de que se fuerzan relaciones y emociones con el fin de servir de complemento a una acción que en el caso de El coloso en llamas sí funciona, sobre todo a partir de la aparición del jefe de bomberos (Steve McQueen), el otro héroe de la función, que se hace cargo de un incendio que empieza a propagarse por un edificio que nadie hubiese creído que podría arder y convertirse en una trampa mortal.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Yo anduve con un zombie (1943)


No considero exagerado señalar que Jacques Tourneur se sentía a gusto dentro de la serie B, pues, la producción barata le permitía un libertad creativa superior a la concedida en las producciones de alto presupuesto, mucho más controladas por los estudios y por el humor de las estrellas que en ellas participaban. Lo mismo podría decirse de Val Lewton, productor con inquietudes artísticas y encargado de dirigir el departamento de películas de bajo coste de la RKOTourneur y Lewton habían iniciado su productiva relación profesional mediada la década de 1930, pero fue en el siguiente decenio cuando ambos alcanzaron notoriedad compartida, con tres referentes del terror sugerido: La mujer pantera (Cat People, 1942), Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1943) y El hombre leopardo (The Leopard Man, 1943). De las tres, Tourneur nunca ocultó su predilección por Yo anduve con un zombie, quizá porque en ella combinó con maestría la poesía que mana de sus imágenes con la historia de amor que narra, la misma que se ve imposibilitada por los fantasmas del pasado que habitan en el presente de los personajes cuyo deambular no desentonaría en el romanticismo inglés decimonónico.



Esta “segunda” colaboración de Tourneur y Lewton arranca con Betsy Connell (Frances Dee), cuando esta acepta un puesto de enfermera sin saber quién será su paciente o que enfermedad padece. No obstante, el trabajo le permite alejarse del frío y de la nieve que se observa a través de la ventana de la oficina del abogado que la contrata. Gracias a esta breve escena se accede a algunos aspectos de la protagonista, que quedarán definidos en la siguiente, cuando se la observar sobre la cubierta del barco que la traslada a las Antillas. Para ella todo resulta novedoso y hermoso, sin embargo no tarda en descubrir la negación y el pesimismo que habita en Paul Holland (Tom Conway), con quien llega a la plantación donde presencia el rechazo existente entre él y Wesley Rand (James Ellison), su medio hermano. Sin desearlo, Betsy se convierte en testigo del distanciamiento que domina en su entorno, donde escucha los constantes reproches de Rand hacia Paul o la decepción acumulada en este personaje trágico, que la recién llegada achaca a la enfermedad de su esposa. Jessica Holland (Christine Gordon) ni habla ni siente, aunque deambula por la casa como si fuese una muerta en vida, aunque esta zombie de Tourneur y Lewton no es un ser terrible, solo una víctima del infortunio, de un rito vudú, como quieren creer algunos, o de un deterioro del sistema nerviosos, como defienden aquellos menos supersticiosos. Yo anduve con un zombie desprende un tono trágico e inquietante, aunque no por la atmósfera sombría en la que se desarrolla, ni por los ritos que se observan en determinados momentos del film, sino por ese fantasma del pasado que pervive en la figura de la muerta viviente. A medida que el relato avanza hacia su final, se confirman las sospechas de que Jessica y Wesley fueron amantes, hecho que ha creado el distanciamiento entre los hermanos, así como el sentimiento de culpabilidad que domina a Paul, de quien Betsy se enamora a pesar de ser consciente de que se trata de un amor imposibilitado por la presencia de la zombie a quien intenta curar para devolver la alegría al hombre que ama, sin saber que esa misma mujer creó el pasado en el que todos se encuentran atrapados.


martes, 12 de febrero de 2013

Punto límite (1964)


En el centro de control aéreo de Omaha se descubre una pantalla electrónica que muestra el planisferio dese donde se vigila la posición de los aparatos soviéticos y lo movimientos que se producen en los silos de misiles rusos. Allí todos son conscientes de que existe un enfrentamiento silencioso entre dos ideologías que se oponen, a pesar de guardar aspectos comunes como el temor y la amenaza que se generan la una a la otra, y que han creado ese estado de permanente ansiedad y conflicto que se vive en la sala, repleta de aparatos electrónicos de alta precisión que indican que la ciencia ha evolucionado desde la Segunda Guerra Mundial, lo mismo sucede con las estrategias militares y con las armas que llenan los arsenales de ambos países, las cuales bastarían para destruir el planeta en un solo día. Hasta el instante en el que se inicia la ficción de Punto límite (Fail-Safe, 1964) la situación se ha mantenido equilibrada y controlada, salvo por alguna que otra anomalía o señal de alarma en la pantalla de seguimiento, la mayoría provocadas por aparatos no identificados que resultan ser vuelos comerciales fuera de ruta. Sin embargo, durante una de esas alertas se produce un error mecánico que provoca el avance de un escuadrón de seis bombarderos estadounidenses hacia Moscú. Incomunicados y entrenados para seguir las instrucciones hasta sus últimas consecuencias, los pilotos y sus tripulaciones continúan con una misión que solo concluirá cuando lancen varias bombas sobre la capital rusa. Un ataque similar, aunque premeditado por un oficial desequilibrado, también se produce en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, rodada ese mismo año por Stanley Kubrick, coincidencia nada extraña si se tiene en cuenta la realidad de aquella época, en la que aún era reciente la crisis internacional generada a raíz del descubrimiento de misiles soviéticos en suelo cubano allá por octubre de 1962. Ambas producciones desvelan preocupación y crítica hacia aquel enfrentamiento ideológico-militar, pero desde planteamientos opuestos, ya que Sidney Lumet se decantó por una perspectiva seria, más desgarradora y tensa, sin espacio para la acidez satírica que habita en la excelente propuesta de Kubrick. Lo que aquí se muestra es una reflexión sobria sobre una hipotética realidad que profundiza en los distintos comportamientos humanos que se producen durante los momentos previos a una posible guerra total. Siendo uno de los aciertos de Punto límite el no simplificar los hechos, presentando buenos y malos, puesto que en ambos bandos existirían posturas correctas e incorrectas como las que se descubren en cada uno de los frentes donde se desarrolla la trama. En el Pentágono se produce un choque dialéctico entre el general Black (Dan O'Herlihy), convencido de que cualquier conflicto nuclear sería un error irreparable, y el profesor Groeteschele (Walter Matthau), que aboga por aprovechar el fallo para que su la cultura occidental prevalezca. En la Casa Blanca se escucha la voz del primer ministro soviético a través del traductor (Larry Hagman), testigo de la situación límite que obliga al presidente de los Estados Unidos (Henry Fonda) a tomar decisiones que jamás desearía asumir, consciente de que el problema no reside en un fallo electrónico sino en el conflicto en sí mismo, algo que también se descubre en el centro de control aéreo donde dos generales, uno ruso y otro americano, mantienen una emotiva conversación mientras aguardan a que se confirme un desenlace que ninguno desea.

lunes, 11 de febrero de 2013

Appaloosa (2008)

 El segundo largometraje de Ed Harris como realizador evidencia influencias de algunos clásicos del western, no obstante tales referencias no impiden que Appaloosa se muestre como un film con personalidad propia, que aprovecha los planteamientos de aquellos para profundizar en las relaciones y emociones que marcan los comportamientos de sus personajes, descubiertos desde la paciente perspectiva de Everett Hitch (Viggo Montersen), erigido en testigo y narrador de los hechos que se observan a lo largo de la película. La voz de Everett descubre la amistad que le une a Virgil Cole (Ed Harris) desde que iniciaron su colaboración como pacificadores por tierras donde la ley la impone el más fuerte. Pronto se comprende que ambos son hombres de pocas palabras, que se respetan y admiran a pesar de poseer personalidades y comportamientos distintos, aunque complementarios. Por momentos se percibe en estos dos amigos ciertos aspectos que recuerdan al Wyatt Earp y al Doc Hollyday de Pasión de los fuertes (My darling Clementine) (incluso hacia el final del film se citan con los hermanos Sheldon para batirse en duelo). También podría hablarse de cierta influencia de Río Bravo, cuando los hombres de Randall Braggs (Jeremy Irons) acechan la cárcel del pueblo y amenazan al nuevo sheriff para que libere a su jefe, sin embargo no se produce el asedio y el film de Harris toma derroteros distintos a los del excelente western de Howard Hawks, Appaloosa se inicia con la presentación de Randall Braggs, ganadero que no duda en asesinar a los representantes de la ley que se presentan en su rancho para arrestar a dos de sus vaqueros, acusados de homicidio. La violenta reacción del terrateniente permite comprender que para él la ley no tiene cabida en sus dominios, donde solo cuenta su opinión y sus propias normas, las cuales se sustentan gracias a la fuerza bruta. Quizá en el empleo de la violencia no se distinga de Cole, aunque este la asume como un modo de imponer orden y sobrevivir en un ambiente que la permite y fomenta. Así pues, el nuevo sheriff también posee un concepto personal de la justicia, sin embargo este se descubre como un medio para establecer la ley, lo cual provoca su enfrentamiento con Braggs desde el mismo instante en el que toma las riendas e impone su criterio. Virgil Cole se muestra confiado en su experiencia, en su destreza con las armas y en la presencia de Hitch, siempre cubriéndole las espaldas en esa localidad donde Randall y él no pueden compartir espacio. Appaloosa es un western que podría funcionar a la perfección dentro de cualquier otro género, ya que ante todo se trata de una historia de relaciones humanas, que unen y separan a quienes las experimentan: la amistad que une a los pacificadores, el enfrentamiento de ambos con Braggs o el extraño amor que surge entre Virgil y Allison (Renée Zellwegger), quien a ojos del sheriff semeja distinta a cualquier otra mujer con quien haya mantenido relaciones (prostitutas o indias). Alrededor de ella crea una imagen refinada, culta, limpia y hermosa; y sin saber cómo, este hombre parco en palabras, que a menudo recurre a su compañero para que encuentra el vocablo adecuado, se enamora de una mujer que no es como ha idealizado. La presencia de Allison resulta fundamental en el devenir de los acontecimientos que se desarrollan a lo largo de la narración, siendo un personaje de inusual importancia dentro de un género en el cual la mujer suele tener un rol secundario, si se exceptúa referentes como: Duelo al sol (Duel in the Sun, 1946), Las Furias (The Furies, 1950), Encubridora (Rancho Notorious, 1952), Johnny Guitar (1954) o Cuarenta pistolas (Forty Guns, 1957). Como las mujeres de los films anteriormente citados Allison lucha por hacerse un lugar en ese oeste de hombres, para ello no duda en utilizar sus armas: ambigüedad moral, belleza o la variabilidad de unos sentimientos siempre enfocados a encontrar al macho dominante que le proporcione la seguridad que anhela, constante que crea el conflicto emocional que Hitch observa en Virgil.

jueves, 7 de febrero de 2013

Siete días de mayo (1963)

Uno de los aciertos de John Frankenheimer a la hora de exponer esta intriga de ficción política residió en equilibrar el suspense y el drama que se desarrollan durante los siete días a las que alude el título, una semana en la que se enfrentan dos posturas excluyentes que se posicionan a favor y en contra del desarme nuclear, siendo una de ellas un peligro potencial para los principios básicos de la democracia en la que habita. Siete días de mayo (Seven Days in May) se abre con las imágenes de una manifestación donde se observa el choque de dos ideas antagónicas, que también se descubren en los despachos y en el resto de espacios por donde transcurre la acción de una película que se ubica temporalmente durante la Guerra Fría para especular sobre un posible desarme nuclear y las reacciones que este genera en los diversos sectores político-sociales. Inicialmente los manifestantes que se citan en el exterior de la Casa Blanca se muestran pacíficos, pasean enarbolando sus pancartas a favor o en contra del presidente Jordan (Fredric March) o del genaral Scott (Burt Lancaster), aunque el ambiente no tarda en caldearse hasta el extremo de producirse un enfrentamiento físico entre varios de los presentes, hecho que apunta hacia el peligroso distanciamiento que se está produciendo en las altas esferas, donde el líder de la nación es criticado por una actitud que algunos califican de cobarde, la cual, según los militares dominados por prejuicios y miedos como Scott, pone al país a merced del comunismo y de los soviéticos que lo representan. Ambas posturas son presentadas desde la lógica que defienden sus máximos exponentes, aunque no tarda en descubrirse que existe algo más que una disparidad de criterios, ya que el coronel Casey (Kirk Douglas) observa indicios de un posible golpe de estado, tras el cual el general asumiría el mando de la nación. La sospecha de un probable levantamiento armado provoca que el coronel acuda al presidente y le exponga sus sospechas, consciente de que los supuestos en los que se basa no sirven como pruebas. La entrevista entre el oficial y el mandatario muestra la impotencia de este último cuando se convence de que las palabras del militar no son tan descabelladas como cree su consejero (Martin Balsam), sin embargo no puede hacer nada al respecto salvo encontrar un hecho tangible que demuestre la trama y evite un levantamiento que atentaría de forma directa contra la democracia que todos los implicados han jurado defender. El tiempo acotado durante el que se desarrolla Siete días de mayo resulta crucial para el devenir de esa democracia que se encuentra ante una situación límite que podría sustituirla por una dictadura militar que aboga por la ruptura definitiva de las relaciones con los soviéticos y el uso de la fuerza nuclear como arma disuasoria para que prevalezca ese modo de vida contra el que Scott y sus seguidores atentan justificando su comportamiento en la necesidad de salvar la nación, aunque sin reflexionar que son sus actos los que pueden acabar con ella e iniciar una hecatombe nuclear.

martes, 5 de febrero de 2013

Valhalla rising (2009)


La fuerza bruta es su única arma para sobrevivir en un entorno hostil que le exige ser sanguinario, pues solo la violencia, la ausencia de emociones y la fortaleza le permiten seguir viviendo como esclavo al servicio de quienes lo tienen enjaulado y le obligan a luchar en combates a muerte de los que siempre sale victorioso. "Un ojo" (Mads Mikkelsen) muestra su rostro marcado por las cicatrices que atestiguan sus luchas, pero son sus silencios los que desvelan su personalidad atormentada y observadora. Consciente de cuanto sucede a su alrededor, en un mundo donde solo existe el hombre y la naturaleza salvaje que este lleva consigo y se traducen en las luchas y las muertes que se suceden mientras aguarda a que llegue el momento de acabar con sus captores e iniciar su búsqueda existencial como hombre libre. Tras saciar su sed de venganza, exterminando a quienes lo tenían sometido, emprende su deambular por las tierras de los hombres del norte, donde se encuentra con un grupo de vikingos cristianos que se dirigen a combatir en Tierra Santa. El luchador no tiene nada en común con aquellos con quienes se aventura en una travesía que se convierte, a medida que navegan a la deriva, en una pesadilla opresiva por aguas dominadas por una espesa capa de niebla, que provoca la sensación de transitar por un espacio fantasmal que augura su entrada en el averno. Agua, niebla, mar, bosques, piedras, cobran protagonismo a lo largo del descenso al infierno del reducido contingente que alcanza lo desconocido cuando arriba en un mundo extraño, dominado por la naturaleza y por la amenaza que se esconde en el interior de cada uno, en sus miedos y en sus dudas, que se funden con aquellas que brotan del inhóspito paraje donde se encuentran perdidos. En Valhalla Rising Nicolas Winding Refn optó por un ritmo pausado, en ocasiones molesto para los gustos dominantes, a la hora de desarrollar esta compleja y atípica aventura visual ambientada en el siglo X, durante un periodo dominado por la locura y la muerte de la que el luchador forma parte, como también forma parte de la reflexión existencial que desprenden las imágenes de una propuesta diferente que conecta a "Un Ojo" con el conductor protagonista de Drive (2011), con quien el guerrero comparte soledad y silencio para expresar emociones contenidas, aunque evidentes, mientras se convierte en testigo de los conflictos internos y externos que marcan el comportamiento de quienes lo acompañan hasta esa tierra donde el peligro surge de ellos mismos y del medio desconocido que les hace mella, porque, como se lee al inicio del film, al principio solo estaban el hombre y la naturaleza, no la que contemplan sino aquella violenta que nace de su comprensión y de su condición humana.

lunes, 4 de febrero de 2013

Banderas de nuestros padres (2006)


Una foto puede cambiar el rumbo de la guerra y convertir en héroes a quienes la sufren y tienen la fortuna de sobrevivir, pero ¿existen los héroes o estos se crean ante la necesidad de que existan? Banderas de nuestros padres (Flags of our fathers) ofrece su respuesta a través de la gira triunfal de los tres supervivientes de los seis soldados que izaron las barras y estrellas en una de las cimas de Iwo Jima. Gracias a la instantánea (y al uso que se le da) se convierten en héroes de un país que precisa creer en algo excepcional que ofrezca una imagen positiva de los acontecimientos que se producen en el frente. John "Doc" Bradley (Ryan Phillipe), padre del narrador de la historia, Rene Gagnon (Jesse Bradford) e Ira Hayes (Adam Beach) acaparan, sin pretenderlo, la atención de todo el país como consecuencia de la fotografía publicada en la primera página de varios periódicos de la nación, aunque ninguno de ellos parece capaz de reconocerse, ya que en aquel momento se encontraban de espaldas al objetivo de la cámara. Tras su simbólico acto, que ha dado la vuelta al mundo, se esconde una historia más íntima, cruda y real que la expuesta por la prensa, desconocedora de los verdaderos sucesos, alterados para convertir en héroes a tres jóvenes que son conscientes de que la guerra no es la imagen heroica que se pretende ofrecer al público, sino un infierno donde compañeros y enemigos dejan sus vidas entre balas y explosiones. Tanto "Doc" como Ira Hayes, sobre todo este último, muestran su reticencia a su nueva condición de ídolos de masas, convencidos de que en ellos no existe la heroicidad que les atribuye la propaganda bélica, pues lo único que han hecho fue sobrevivir allí donde otros no pudieron. La estancia del trío de soldados en suelo americano permite comprobar como los hechos se manipulan con el fin de alcanzar intereses más tangibles y apremiantes, como sería la venta de bonos de guerra a una población que se aferra a la idea de heroicidad, ajena a las relaciones que se gestan en campaña o la profunda herida moral que sufren quienes luchan en el frente. Banderas de nuestros padres (Flags of our fathers) se expone desde tres perspectivas temporales, artificio que  Clint Eastwood empleó para intercalar el tiempo y el espacio del relato, fundiendo el presente del trío durante su gira por los Estados Unidos con su estancia en una isla donde sus amigos caen ante un enemigo que apenas se deja ver, y que tendría su protagonismo exclusivo en Cartas desde Iwo Jima, película que completa el brillante acercamiento de Eastwood a la Segunda Guerra Mundial. Ambas producciones encajan de manera precisa en la exposición de los hechos acontecidos en la isla, donde se muestran las emociones y el sufrimiento de los hombres que luchan en la roca japonesa; allí se descubre un sin sentido en el que no tienen cabida los héroes, porque solo hay lugar para individuos que luchan mientras intentan no sucumbir ante la amenaza de una muerte siempre presente. Pero esa realidad no interesa durante la gira, puesto que el verdadero interés reside en alterar los hechos con el fin de animar a toda la nación, y así lograr el objetivo material que permita sufragar los costes generados por la guerra. Durante ese tiempo de aclamaciones y gloria efímera los recuerdos nunca abandonan a "Doc" o Hayes, afectándoles en todo momento, y hundiendo a este último en un estado de frustración y culpabilidad que nace de su participación en una farsa cuyos fines acepta, pero no los medios para conseguirlos.

sábado, 2 de febrero de 2013

Quo vadis? (1951)


El cine histórico se toma ciertas libertades a la hora de exponer los hechos que narra, sin embargo dicha circunstancia no sería ajena a la propia Historia si uno se permite pensar que buena parte de los datos y sucesos que la conforman podrían haber sido expuestos desde la subjetividad de quienes la han escrito, a pesar de existir, o no, una intención objetiva en el análisis y exposición de las fuentes directas e indirectas, que por otra parte también podrían ser incompletas o mostrar cierta predisposición a no ser parciales. Así pues, si es posible dudar por un instante de lo escrito podría asumirse que existen alteraciones, errores o puntos de vista divergentes en cuanto a los acontecimientos que forman parte del pasado. Partiendo de esta premisa, acertada o no, se justifica que el guión de Quo Vadis? se tome licencias dramáticas que alteran hechos y personajes, por lo tanto podría decirse que el problema del cine histórico y de esta película en concreto no reside en dramatizar ni situaciones ni personajes, sino en el riesgo de caer en una exposición narrativa forzada, acartonada y lineal, que impide un desarrollo convincente y equilibrado de aquello que se cuenta, lo cual provoca que hechos y personajes pierdan interés, y aquí es donde flojea el film de Mervyn LeRoy, en la falta de un guión más sólido y en su puesta en escena, llena de altibajos. Dicho esto cabe señalar que la acción transcurre en la Roma Imperial, en el año 64 de la era cristiana, cuando los miembros de una secta nacida en Palestina se encuentran esparcidos por todo el mundo conocido (que según fuentes históricas de la época sería él único que había), conviviendo con el resto de los habitantes de un imperio gobernado por Nerón (Peter Ustinov), emperador cuyo desequilibrio se descubre mientras se aferra a su lira o recita sus pésimas composiciones poéticas aplaudidas por unos súbditos que le adulan. El contexto histórico muestra los primeros momentos del cristianismo en Roma, donde existe una creciente colonia de seguidores de la doctrina predicada por Jesucristo, sin que todavía sean perseguidos oficialmente por ese grotesco gobernante que se deja guiar por su esposa (Patricia Laffan), resentida con el legado Marco Vinicio (Robert Taylor) cuando este la rechaza prefiriendo el amor de Ligia (Deborah Kerr). La relación entre el romano y la cristiana provoca que el film se convierta en un drama romántico que se desarrolla al tiempo que aumenta la inestabilidad social creada por el desequilibrio de un gobernante narcisista que no tiene mejor idea que incendiar Roma por una cuestión de inspiración poética. Quo Vadis? fue la película más taquillera del año gracias, sobre todo, al empleo del technicolor que sirvió para llamar la atención del público, que acudiría en masa a las salas para disfrutar, o no, de los aspectos argumentales que dominan el film: el amor que surge entre una creyente y un no creyente que acabará creyendo, la persecución y condena de los cristianos o el comportamiento de Nerón, que posiblemente poco o nada tendría que ver con el real, pero sin atisbo de la épica que algunos de esos mismos espectadores descubrirían años después en otras producciones históricas ambientadas en la Roma clásica, como serían Ben-Hur (1959) y su carrera de cuadrigas o la revuelta libertaria de Espartaco (1960).