sábado, 19 de enero de 2013

Fedora (1978)


Mucho mejor de lo que en su momento se dijo de ella (y más de lo que asumió su autor), Fedora (1978) quizá sea el más fúnebre de los films de Billy Wilder, su sueño de engaño más mortuorio, del que ni una creación cercana a la ideada por Frankenstein podrá escapar. Habían transcurrido veintiocho años desde el rodaje de su mítica 
El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), cuando Wilder llevó a la pantalla este entierro simbólico que desarrolla en parte en el físico que ocupa parte del metraje. Como entierro simbólico, Fedora es un adiós al clasicismo que cerraba su trayectoria vital con las despedidas cinematográficas de Howard Hawks, Río Lobo (1970) fue su último film, Joseph L. Mankiewicz, que se despidió con la impagable La huella (1972), Vincente Minnelli, que cerró su baile tras las cámaras con Nina (1976), o Elia Kazan, que dijo adiós con El último magnate (The Last Tycoon, 1976). Todos ellos, al igual que el propio Wilder, que filmaría su última película en 1981, formaban parte del reducido número de supervivientes de un modo de hacer cine que exhaló su último suspiro durante la década de los setenta. Ahora ya no quedaba más que el recuerdo de una época dorada, el mito de Fedora, uno similar al exhibido en El crepúsculo de los dioses, aunque aquí respecto del silente. Las dos producciones se desarrollan mediante analepsis y en ambas se observa la ruptura entre lo real (los personajes interpretados por William Holden) y la fantasiosa realidad que domina tanto a Fedora (Marthe Keller/Hildegarde Knef) como a Norma Desmond, antiguas estrellas de la pantalla, obsesionadas con la idea de perpetuar su aura mítica. Si el desequilibrio emocional de Norma Desmond se produce como consecuencia de su ostracismo a raíz de la irrupción del cine sonoro, el de Fedora detona cuando abandona su carrera como consecuencia de un percance estético en una de sus constantes cirugías para evitar el deterioro provocado por el paso del tiempo. Fedora arranca con la supuesta actriz arrojándose delante de un tren y su posterior funeral, donde se producen los flashbacks que dividen la trama en dos partes diferenciadas por los recuerdos, primero, de Detweiler (William Holden) y posteriormente los de la condesa Sobryanski (Hildegarde Knef) y el padre de la fallecida (Hans Jaray). Inicialmente, Detweiler evoca lo ocurrido semanas atrás, cuando desembarcó en Corfú con la intención de convencer a la famosa actriz para que regresara al cine por la puerta grande, participando en una nueva versión de Ana Karenina escrita para ella y la última oportunidad de éxito para él. En la isla griega el productor descubre desde la distancia que esa mujer a quien conocía del pasado no ha envejecido, sin embargo no puede acceder a ella ya que en todo momento se encuentra vigilada y apartada del mundo exterior. La insistencia obsesiva de Detweiler permite descubrir aspectos oscuros relacionados con el encierro de ese mito cinematográfico apartado del mundo y sometida a los cuidados del doctor Vando (José Ferrer), quien por lo visto es el responsable del milagro de su conservación. Pero todo cambia cuando el film regresa al funeral de Fedora, donde el productor escucha una realidad distinta a la que se había imaginado, en la cual comprende la obsesión de la verdadera actriz por el envejecimiento y el olvido, su desmedido egoísmo al crear otro yo que la perpetúe y su negativa a aceptar que los ciclos al igual que la vida son efímeros. 

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