viernes, 30 de noviembre de 2012

Election (2005)


Antes de que Election (Hak Seh Wui) se meta de lleno en la trama se escucha un juramento que posteriormente será quebrantado, cuando intereses más elevados como el poder o el dinero se entrometan en ese mundo clandestino y criminal, repleto de tradiciones y traiciones, donde se desata una violenta lucha por alcanzar la presidencia de la sociedad Wo Shing. Lok (Simon Yan) y Big D (Tony Leung Ka Fai) son los dos candidatos para hacerse con el puesto que implica el control de la organización delictiva, ambos se muestran opuestos en su manera de comportarse y de entender la tradición centenaria de la organización, dividida entre los diferentes jefes que deben apoyar a uno u otro. Donde Lok se muestra reflexivo y respetuoso con las costumbres Big D permite que su carácter impulsivo y ambicioso rompa con dicha tradición, convencido de que bajo su mandato se multiplicarían los ingresos de una sociedad que pretende expandir. Johnnie To ya era un director destacado dentro del panorama del cine policíaco de Hong Kong antes de alcanzar merecida fama internacional con este thriller desmitificador, que plantea la lucha interna que se desata en una antigua organización criminal, donde la violencia amenaza con convertirse en una guerra entre sus diferentes facciones, rompiendo de ese modo el equilibrio en el que han vivido durante años. Big D no acepta la decisión del consejo, cuando éste se decide a favor de Lok; su reacción es inmediata, expeditiva y se dispone a apoderarse del cetro que simboliza el poder y el liderazgo. La búsqueda del objeto se convierte en el detonante para mostrar la violencia y el enfrentamiento entre las dos maneras de entender el mundo de los bajos fondos (menos distantes de lo que aparentan ser), donde los dos rivales quebrantan los juramentos que han asumido porque llegado el momento anteponen su ambición al cumplimiento de aquello que les apartaría de los dos años de mandato al frente de la Wo ShingElection (Hak Seh Wui) interioriza en las sociedades delictivas de un Hong Kong distante (y a la vez cercano) de la China continental, centrándose en una organización que exige la lealtad de sus miembros, pero donde se descubre un afán desmedido por poseer el poder que ambos delincuentes anhelan, capaces de sacrificar cuanto sea necesario con tal de alcanzarlo o de pactar para compartirlo, pero siempre con la certeza de que en ese ambiente el equilibrio cuesta un precio muy alto.

El bazar de las sorpresas (1940)


A saber la de veces que se abren y se cierran las puertas de la tienda del señor Matuschek (
Frank Morgan), pero teniendo en cuenta que se trata de una puesta en escena de Ernst Lubitsch no podía ser de otra manera, aunque en esta ocasión habría que decir que el genio de la comedia las utilizó para que entrasen y saliesen personas corrientes y cercanas, en lugar de guardar secretos de alcoba de personajes que moran en un universo de glamour y lujo. Matuschek y Cia se reconoce como un microcosmos familiar y laboral que abre sus puertas cada mañana a las inquietudes de sus empleados (miedo al despido, vida familiar o soledad) y a las visitas de posibles clientes como Klara Novak (Margaret Sullvan), que resulta ser una agradable muchacha que no pretende adquirir ningún artículo, porque lo que ella busca es un empleo que inicialmente se le niega, pero que logra gracias a su iniciativa desesperada y a una tabaquera musical que nadie en su sano juicio compraría. El bazar de las sorpresas (The Shop Around the Corner, 1940) se aleja de los espacios lujosos que pueblan las anteriores comedias de Lubitsch, sustituidos por ese pequeño establecimiento donde se produce el enredo entre dos almas solitarias que comparten diariamente el mismo espacio, ignorando que cada uno de ellos es el remitente de unas cartas que han idealizado. La relación tangible entre Alfred Kralik (James Stewart) y Klara Novak nada tiene que ver con la idílica, ya que en el mundo real se les observa discutir sin que ninguno sospeche que el ser de carne y hueso que rechazan pueda ser el desconocido epistolar que adoran. Pero el mismo día que iban a descubrir sus identidades Kralik es despedido como consecuencia de un malentendido, y su nueva situación de parado le aconseja no presentarse en el café donde se han citado; sin embargo el joven acude acompañado por su amigo Pitovitch (Felix Brasser), siempre escondiéndose cuando el jefe quiere una opinión, y éste descubre a través del ventanal de la cafetería que querida amiga es una réplica exacta de Klara. Indeciso, cabizbajo, pero enamorado, Alfred Kralik se presenta ante esa mujer incapaz de imaginar que es a él a quien aguarda, error que el enamorado no se atreve a aclarar. La sutileza, el ritmo y el humor de Lubitsch se apodera en todo momento de la pequeña tienda, que, salvo en tres instantes puntuales, se observa como el único escenario donde se produce el enfrentamiento entre los enamorados, así como los pequeños y cotidianos problemas que también se observan en los magníficos secundarios que habitan en ese bazar donde Kralik vuelve a ser readmitido después del intento de suicidio de Matuschek, cuando éste descubre que el amante de su esposa no es su empleado más veterano, sino su empleado más pelota, el rastrero y adulador Vadas (Joseph Schildkraut). Solventado el problema del empleo, el nuevo director de Matuschek y Cia se plantea cómo conseguir que Klara, soñadora y esperanzada con su amor secreto, se enamore de alguien como él, opuesto al sensible y culto anónimo que se ha convertido en su rival, a pesar de ser él mismo.

jueves, 29 de noviembre de 2012

Un hombre sin pasado (2002)


En Un hombre sin pasado (Mies vailla menneisyyttä) Aki Kaurismäki realizó una lúcida y amena reflexión sobre la crisis económica y la globalización, enfocada desde una perspectiva humanista en la que el drama y el humor habitan en personajes a quienes se descubre desde un realismo utópico que da la espalda al pasado, como también lo hace su protagonista para asumir un nuevo comienzo, aunque este se inicie después de recibir una paliza de muerte en un presente que se descubre desolador. Tras su accidental encuentro con tres energúmenos que lo atacan sin motivo, M (Markku Peltola) muere en su vida anterior para renacer sin identidad, sin posesiones y sin recuerdos de su existencia pretérita. En ese instante despierta en un espacio marginal habitado por desheredados que han sido olvidados por un sistema que prioriza los aspectos materiales y económicos sobre el bienestar individual prometido y no cumplido. El sin nombre parte de cero y cuanto observa implica novedad y descubrimiento, como un niño que contempla por primera vez el mundo que habita y al que se adapta, convirtiéndose en un miembro más de esa gran familia marginal que, a través de su mirada inocente, se descubre tranquila, sin dejarse alterar por los muchos problemas que esconden bajo la impasibilidad, que no oculta ni las emociones ni su afán de mejorar el entorno que han convertido en su hogar, fuera del sistema que les despojó de su identidad. Estos sin techo malviven en el interior de contenedores de mercancías o de basura, se alimentan de la sopa caliente que les ofrece el ejército de salvación y visten ropas donadas por una caridad que resulta insuficiente para calmar sus necesidades físicas y emotivas. Pero, a pesar del triste panorama, M comprueba que dentro de esa marginalidad existe esperanza, nobleza, sinceridad, amor, amistad. Las relaciones humanas que Kaurismäki desarrolló entre perdedores, los muestra despojados de comodidades, pero dotados de la entereza necesaria para no sucumbir a la desesperación de un espacio deprimido que ellos han vuelto más humano que aquel de donde fueron expulsados. Los comportamientos de los protagonistas de esta fábula crítica delatan emociones que no necesitan exteriorizarse más allá de miradas, silencios o de la espontaneidad que define su quehacer y cuanto son y padecen, como se observa a lo largo de los minutos de una película que habla de los sin nombre y de las miserias existentes y, a menudo, olvidadas y generadas por la supuesta sociedad del bienestar.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

La mujer del año (1942)


La relación profesional entre
Katharine Hepburn y Spencer Tracy, nueve películas en común, se inició con La mujer del año (Woman of the Year, 1942), una comedia romántica en la que se enfrentan la sencillez y tradición que se observan en le comportamiento del periodista deportivo Sam Craig (Spencer Tracy) y el glamour e hiperactividad que desprende Tess Harding (Katharine Hepburn), periodista, activista femenina, cruzada pro causas justas y mujer del año, entregada en cuerpo y alma a esa intensa vida profesional y social que le aparta de ser una mujer convencional para su época. Como suele decirse, los opuestos se atraen y, en este caso en particular, se unen en una relación amorosa condicionada por las personalidades de los amantes y por su manera de entender una relación que se reafirma mediante el vínculo matrimonial. Pero la vida marital no resulta como Sam Había imaginado, sobre todo cuando descubre que su flamante esposa no le presta la atención deseada, lo cual provoca que se vea a sí mismo como un intruso dentro de un hogar que guarda mayor parecido con una oficina que con una vivienda habitada por dos enamorados. Desde el primer momento la intimidad desaparece de su día a día, solo hay que contar el número de personas que se reúne en su habitación durante la noche de bodas o fijarse en la cotidiana presencia de Gerald (Dan Tobin), el secretario de Tess y símbolo de su constante dedicación al trabajo. Como consecuencia, la mujer del año es un personaje moderno dentro de una sociedad en la que la mayoría de las esposas serían amas de casa supeditadas a los deseos y cuidados del marido, imagen de la que Tess se desentiende para aferrarse a su necesidad de destacar en un mundo donde la mujer empieza a tener un papel de mayor relevancia. Sin embargo es incapaz de encontrar el equilibrio entre su yo personal y el profesional, y sus ocupaciones terminan por absorber su tiempo y parte de las emociones y atenciones que Sam espera de ella. lo cual lo desilusiona y le fuerza a abandonarla a pesar de sus sentimientos. Con todo, el paso del tiempo no ha jugado a favor del film de George Stevens, aunque la película siempre destacará por la presencia de una excepcional pareja de actores, capaces de transmitir interés por su constante tira y afloja mientras buscan la solución que les permita combinar la ambición profesional de Tess con su vida personal al lado de Sam, un personaje quizá conservador en ciertos aspectos, pero en quien se encuentra justificada la decepción y enfado generadas por la continúa presencia de Gerald.

martes, 27 de noviembre de 2012

X-Men 2 (2003)



La continuación de X-Men no defrauda respecto a lo expuesto en la primera entrega de la saga mutante, ya que Bryan Singer, además de continuar por el camino iniciado en aquella, profundizó en la persecución sin sentido a la que se ven sometidos aquellos individuos que presentan una diferencia malinterpretada que les aleja de lo que se ha estipulado como normal. Con Magneto (Ian McKellen) encerrado en su jaula de plástico los problemas del profesor Xavier (Patrick Stewart) parecen haber desaparecido, salvo por el pequeño inconveniente de que Mística (Rebecca Romijn) continúa libre y no piensa detenerse hasta liberar a su líder, que sufre las torturas de William Stryker (Brian Cox), el nuevo villano de la función, obsesionado con la idea de exterminar a los mutantes. X-Men 2 resulta más inquietante que su precedente al meterse de lleno en la intolerancia que se fomenta en el miedo y en la incomprensión de Stryker, que no acepta la diversidad, postura que provoca el estallido de violenta que se produce cuando el comando de asalto liderado por él mismo se introduce en el colegio de Charles Xavier. El exterminador ha perdido cualquier capacidad de raciocinio, obsesionado por la locura que pretende llevar a cabo, convencido de que así liberará al mundo de una enfermedad que sólo existe en su mente. En X-Men 2 se combina a la perfección la acción con las emociones que habitan en sus personajes, cobrando mayor protagonismo la figura de la doctora Grey (Famken Jenssen), que continúa debatiéndose entre Cíclope (James Marsden), el chico bien, y Lobezno (Hugh Jackman), el chico malo, pero no tanto, que semeja tan perdido como en la primera película de la saga, salvo por la pequeña diferencia de que William Stryker forma parte de ese pasado que empieza a recordar mediante las breves imágenes que le desvelan parte de su naturaleza, pasada y presente, y le permiten tomar partido a favor de un colectivo que sufre la incomprensión de quienes equivocadamente se consideran normales. En esta entrega de los hombres de Xavier no prima la lucha entre las dos facciones mutantes, sino que éstas se ven obligadas a unir fuerzas ante una necesidad mayor: la de impedir el genocidio que Stryker ha planeado, y que piensa llevar a cabo utilizando los poderes del profesor, sometido en contra de su voluntad a los deseos de un hombre incapaz de asumir que no hay nada más natural que la existencia de similitudes y diferencias entre los individuos de una misma especie.

lunes, 26 de noviembre de 2012

¿Qué tal, pussycat? (1965)


Después de verle actuar en un show en directo, el productor Charles K.Feldman y el actor Warren Beatty le propusieron la escritura del guión de ¿Qué tal pussycat? (What's New Pussycat?), que iba a ser interpretada por el segundo, propuesta que Woody Allen aceptó a cambio de asegurarse uno de los papeles principales del film, que finalmente contaría con la presencia de dos Peter muy conocidos por aquel entonces: Sellers y O'Toole, además de un destacado grupo de actrices (Romy SchneiderCapucineUrsulla Andress o Paula Prentiss) que se unirían a ellos para dar rienda suelta a un film fallido, que sirvió como puerta de entrada en el cine para un Woody Allen que no quedó nada satisfecho con el resultado final de la película, muy inferior a sus filmes como director, entre los que se cuentan joyas cinematográficas como Zelig o Delitos y faltas. La trama argumental se centra en la figura de Michael James (Peter O'Toole), redactor de una revista de moda incapaz de asumir una relación de pareja estable o de rechazar a las numerosas admiradoras que se le acercan, por lo que no encuentra otra solución que la de buscar ayuda profesional en las terapias del doctor Fassbender (Peter Sellers), un psicoanalista con cierto aire a John Lennon que necesita más ayuda que cualquiera de sus pacientes, debido a su constante afán por conquistar a cualquier mujer que no sea la suya, y claro está él no es Michael. Y el tercer Romeo en discordia se presenta en el tímido Victor (Woody Allen), amigo del redactor y enamorado de Carol (Romy Schneider), la novia de éste, desespera ante la negativa de Michael a asumir una relación que no avanza por las inseguridades que le dominan, ya que teme dar un paso del que no está nada seguro. ¿Qué tal pussycat? presenta alguna pincelada de lo que sería parte del cine de Allen (psicoanálisis, relaciones de pareja e inseguridades de sus protagonistas), sin embargo se encuentra a años luz de sus películas, ya que en el film de Clive Donner se cambió parte del guión para convertirlo en un film sin sentido, dominado por la presencia de sus estrellas en detrimento de las delirantes conductas de unos individuos con problemas de pareja y de identidad, cuestión que convencería a Allen para no volver a escribir un guión que no fuese dirigido y controlado por él (algo que ha cumplido si se exceptúa Sueños de seductor).

El hombre que sabía demasiado (1956)



El saber ocupa lugar y hasta puede resultar peligroso para aquel que sepa demasiado, sobre todo si se trata de un conocimiento casual e inesperado que desvela un complot internacional. La familia McKenna viaja por Marruecos dentro de un autobús donde conocen a Louis Bernard (Daniel Gélin), el francés que les ayuda a solventar un pequeño problema con el entorno y las costumbres que desconocen, pero a Jo McKenna (Doris Day) no le cae simpático, ya que muestra demasiada curiosidad respecto al pasado y a las intenciones de su esposo. Desde el encuentro en el vehículo la presencia del francés se hace constante, del mismo modo que también sucede con los Drayton, el matrimonio inglés con el que recorren a la mañana siguiente un mercado atestado de gente, donde el doctor Ben McKenna (James Stewart) descubre a un Bernard moribundo, que muere después de desvelar una información que cambia la vida del americano y pone la de su hijo (Christopher Olsen) en peligro. El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knew Too Much) es un remake de uno de los éxitos de Alfred Hitchcock en su etapa inglesa, con la que guarda aspectos comunes, la famosa escena del Albert Hall, pero también diferencias, su ubicación inicial (Suiza se sustituye por Marruecos), pero a pesar de las similitudes o las diferencias queda claro que si no pretendiese mejorar la original un director como Hitchcock no se embarcaría en rehacer una película propia, cuestión que consigue, ya que en la versión de 1956 se observa mayor planificación y un incremento del suspense; como él mismo dijo durante sus entrevistas con Truffaut: <<la primera versión la hizo un aficionado con talento mientras que la segunda la hizo un profesional>>. Retomando el hilo de la historia, el matrimonio comete el error de dejar a su hijo al cuidado de la señora Dreyton (Brenda de Menzie) cuando les conducen a la comisaria donde deben declarar; allí McKenna descubre que han secuestrado a Hank y le amenazan con matarlo si desvela las palabras del finado, hecho que le convence para guardar silencio. La segunda parte de la trama se desarrolla en Londres, ciudad donde se va a producir el asesinato de un importante diplomático, secreto descubierto por Bernard y ahora en posesión de los McKenna, que atados de pies y manos no tienen más alternativa que indagar por su cuenta para encontrar al matrimonio que ha secuestrado a su hijo, Para ser justo habría que decir que El hombre que sabía demasiado (The Man Who Kwen too much) no es una película redonda, aunque no desentona dentro de la magnífica filmografía de su director, y a pesar de sus altibajos, presentes en la ingenuidad y en el comportamiento del matrimonio o en la repentina aparición de Ben McKennan en el Albert Hall (cuando en ningún momento ha tenido contacto con nadie que le haya podido informar de que su mujer está allí), presenta excelentes escenas como la del zoco, la del taller del taxidermista o la cantata durante la cual se pretende cometer el crimen del que Jo y Ben no pueden hablar.

sábado, 24 de noviembre de 2012

La conversación (1974)


Tras el éxito de El padrino (The Godfather, 1972), Francis Ford Coppola se encontraba en una posición inmejorable para realizar cualquier proyecto, aunque este fuese una producción relativamente modesta, intimista y arriesgada, influenciada en cierto aspecto por el Michelangelo Antonioni de Blow-Up (1966). Pero, aparte de una cercanía temática, similar también a las que se pueden observar en las posteriores Impacto (Blow Out, Brian de Palma, 1981) o La vida de los otros (Das leben der anderen, Florian Henckel von Donnersmarck, 2006), La conversación (The Conversation, 1974) nada tiene que ver con Antonioni, posee personalidad propia. Tampoco es un film menor dentro de la obra cinematográfica de Coppola. Todo lo contrario. Se trata de una de sus mejores películas, de las más complejas y personales, un film cuya trama permite profundizar en la interioridad de un hombre solitario, atormentado por un pasado incapaz de expresar y exteriorizar, y, por tanto, incapaz de liberarse de sus fantasmas. De ese modo, La conversación (The Conversation) puede hacer hincapié en aspectos tan humanos como la soledad, la incomunicación o el sentimiento de culpa, la culpabilidad, que se descubre en este experto en escuchar secretos y sentimientos ajenos, un individuo condenado a vivir una existencia vacía y obsesiva en la que el silencio y la ausencia, mismamente los sonidos que escucha y analiza, se convierten en parte de su cotidianidad y en parte de sí mismo.



Harry Caul (Gene Hackman) trabaja escuchando a los demás, graba conversaciones para quienes pagan por conocer los secretos de otros. Su oficio choca con su aislamiento personal —para hacerlo físico, Coppola emplea con maestría los espacios y los planos generales—, ya que en su vida laboral dominan los sonidos y las voces, sin embargo en su vida intima se atrinchera en una fortaleza inexpugnable donde guarda culpas y frustraciones, al tiempo que le aisla de quienes le rodean: un ayudante que se siente menospreciado o una mujer cansada de aguardar en el apartamento a donde Harry acude muy de vez en cuando, para únicamente compartir la cama. A Caul le atormenta la posibilidad de que su último encargo guarde una intención oculta, cuestión que ya le había sucedido en ese pasado que agudizó su aislamiento y su culpabilidad, que vendría marcada por su educación católica; quizá por eso no puede permitir que la grabación caiga en otras manos que no sean las del hombre que contrató sus servicios. Harry muestra paciencia, profesionalidad y vació cuando filtra una y otra vez los sonidos para alcanzar la nitidez que le permita descifrar el enigma que le atormenta. ¿Qué otra cosa podría hacer alguien tan apartado del mundo? Pero por mucho que insiste no halla respuestas al misterio que esconde la conversación que grabó en un parque repleto de gente; algo se le escapa, aunque no sabe qué; pero la obsesión crece hasta que sólo puede pensar en esa hipotética intriga que podría ser fruto de su paranoia, gestada a lo largo de los años, mientras desempañaba un oficio que le ha convertido en un hombre enfermo, obsesionado y condenado a no poder disfrutar de relaciones afectivas, pues los sonidos y los recuerdos que nunca exterioriza, salvo en un sueño o una pesadilla, se lo impiden.




viernes, 23 de noviembre de 2012

Al despertar el día (Amanece) (1939)


Minusvalorado y ninguneado por algunos críticos que después se lanzaron a la dirección, Marcel Carné fue un cineasta incansable, quizá de menor talento que Jean Renoir, en todo caso diferente, o que Julien Duvivier, pero sí con el magisterio suficiente para llevar a cabo películas que, como Al despertar el día (Le jour se lève, 1938), son obras clave del realismo poético de la década de 1930. Bien es cierto que sin la presencia de Jacques Prevert, el cine de Carné sería distinto, aún así, la capacidad de captar espacios y de generar atmósferas son rasgos que testifican una concepción cinematográfica excepcional. Encontramos pruebas en Los muelles de las brumas (Le quai des brumes, 1938) y en este film en el que su protagonista, interpretado por un gran Jean Gabin, vive la imposibilidad de ver su amanecer. Las sombras envuelven a François (Jean Gabin) cuando, consciente de su imposibilidad tras haber matado a Valentin (Jules Berry), se ve asediado por la policía que rodea el edificio con la intención de entrar en su cuarto, pero él se resiste mientras se deja llevar por sus recuerdos hasta aquellos momentos puntuales que le han convertido en un asesino desesperado. En Al despertar el día (Le jour se léve) tampoco asoman rayos de esperanza para Françoise (Jacqueline Laurent), la joven florista de la que se enamora el homicida antes de serlo y antes de entablar su relación carnal con Clara (Arletty), la última amante de su víctima. En los recuerdos de François se descubre el amor y cómo la presencia de Valentin altera su equilibrio, sacando lo peor de él, amenazas y rechazo, como si supiera que ese individuo, que dice ser el padre de la joven vendedora, quisiera apoderarse de ella y corromperla como hizo con Clara, más experimentada, desengañada y segura de que para ella tampoco existe un futuro mejor. Junto a los René ClairJacques Feyder, Julien DuvivierJean Vigo o Jean RenoirMarcel Carné fue fundamental para engrandecer el cine francés de la década de 1930. En él encontramos a unos de los realizadores que mejor definieron las pautas y las características del realismo poético que se desarrolló en Francia durante los años treinta, un movimiento cinematográfico (si así puede ser llamado) que expresaba emociones humanas a través de imágenes en las que prevalecía la lírica pesimista que se descubre envuelta en sombras, como si tratase de recrear la desmoralización que dominaba un tiempo de dudas y temores, lo cual se refleja en la incapacidad de sus protagonistas a la hora de asumir su realidad y superar las barreras que tanto ellos mismos como el entorno levantan a su alrededor, lo que les impide alcanzar esa felicidad que se les niega porque para ellos es un imposible. Siguiendo esa imposibilidad en la que viven los hombres y las mujeres a quienes prácticamente se les escucha el latido del corazón o la emociones que les dominan, Al despertar el día no puede ser considerada más que una de las grandes producciones del realismo poético; no en vano, Carné contó con el icónico Gabin y con la inestimable e imprescindible colaboración de Prévert, del compositor Maurice Jaubert y del gran decorador Alexandre Trauner, quizá uno de los mejores que ha dado el séptimo arte. Pero, tras el éxito obtenido en su estreno, la película fue censurada por las autoridades militares, que encontraron en su discurso un mensaje demasiado desmoralizador para el tiempo de guerra. Años después, finalizada la Segunda Guerra Mundial, fue reestrenada y en 1947 el director de origen ucraniano Anatole Litvak realizó una versión titulada La noche eterna (The Long Night), aunque esta carece de la poética y del fatalismo que impregna cada plano de Al despertar el día.


Mecánica nacional (1971)


<<Solo damos servicio a clientes muy machos>> reza el letrero que luce en la fachada del taller "Mecánica Nacional", una frase que da una idea de qué tipo de individuo regenta el negocio, que también hace las veces de vivienda. En su interior se observa a una familia que podría pasar por una de tantas, compuesta por un padre (
Manuel Fábregas), una madre (Lucha Villa), dos hijas y una abuela (Sara García). Sin embargo no se tarda en descubrir que todos ellos son caricaturas, como también lo son aquellos a quienes se descubre en la meta de la carrera automovilística de costa a costa, que une las ciudades de Veracruz y Acapulco, y que ha provocado el desplazamiento familiar hasta un descampado donde se concentran miles de hombres y de mujeres. Durante la espera a que los autos crucen la meta, los instintos primarios de los presentes se desatan de tal manera que los allí reunidos se dejan arrastrar por la violencia y por el deseo carnal. Mientras, la abuela continúa a lo suyo y come sin descanso. Total ¿qué puede hacer si a ella no la desnudan con la mirada, como sí hacen con esos cuerpos curvilíneos que su hijo y su compadre radiografían antes de pasar a la acción? Decididos, dejan que sus mujeres se ocupen de las bebidas y cotilleen sobre esas chicas que a ellos les levanta el ánimo y la necesidad de acercarse a probar fortuna. A estos hombres no les importa ser infieles, de hecho, se encuentran convencidos de que es su derecho de machos, aunque les duele que sus mujeres actúen de igual manera, pues la cornamenta resulta una mancha imborrable en su honor masculino. La sátira que se observa a lo largo de la película de Luis Alcoriza resulta al tiempo patética y simpática, ya que se exagera a los personajes y a su deambular nocturno por una fiesta campestre repleta de borrachos, bravucones, pendencieros o don juanes machistas que intentan camelar a la primera maciza que se ponga a tiro. Pero, en realidad, lo que se observa es la total falta de integridad de unos individuos superfluos, egoístas y grotescos que se muestran como tal cuando la fiesta se convierte en tragedia a raíz del fallecimiento repentino de la abuela, debido a una congestión fruto de su goloso apetito. En ese instante se comprueba la naturaleza insensible de quienes cara al exterior ofrecen sus condolencias, pero lo hacen para que las cámaras de televisión graben un espectáculo dantesco que les sirve como pasatiempo mientras aguardan al desenlace de la carrera en la que los vehículos ya se aproximan a la meta, momento en el que la recién fallecida deja de ser la atracción. Pero ¿dónde se han metido aquellos que velaban el cuerpo presente? ¿Y a dónde ha ido ese hijo que mostraba su dolor, tanto por su difunta madre como por la idea de que su mujer casi se los pone? En fin, quién sabe, posiblemente solo se preocupen por sí mismos, por sus interés y por el resultado de una carrera que sirve de excusa para dar rienda suelta a sus pasiones y para que Mecánica Nacional se desarrolle como una divertida y, por momentos, feroz crítica social que desvela aspectos nada complacientes de los hombres y mujeres que por ella se dejan ver.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Tambores lejanos (1951)



El ritmo que 
Raoul Walsh imprimió a Tambores lejanos (Distant Drums, 1951) se muestra muy distinto al que utilizó en Objetivo Brimania (Objetive Burma!, 1945), una película que podría considerarse como un referente de este western de aventuras en el que la selva birmana se sustituye por la de Florida, cien años antes de la acción desarrollada en el clásico bélico. El color y la naturaleza dominan un film que se plantea como una huida desesperada a través de los peligrosos pantanos de la península del sureste de Estados Unidos, antes de que ésta se convirtiese en uno de sus estados. A este entorno salvaje arriba el teniente Tutts (Richard Webb), cuya voz en off introduce la narración y al capitán Wyatt (Gary Cooper), atípico oficial que vive aislado en una isla paradisíaca rodeada por la selva y la amenaza de los indios semínolas. Wyatt ha ideado un arriesgado plan para acabar con la revuelta del pueblo indígena, una misión suicida que le aleja de su hijo y que le pone de nuevo en contacto con el ejército del que se ha apartado desde la muerte de su esposa india, asesinada a manos de unos soldados. La aventura se inicia navegando por las aguas del extenso lago que les conduce hasta la fortaleza española que deben destruir, ocupada por los traficantes de armas que suministran rifles y municiones a los indios. Para el teniente Tutts el plan pasa por ser una acción descabellada, condenada al fracaso, sin embargo, no puede más que cambiar de opinión cuando observa la pericia del veterano oficial y de sus cuarenta hombres, que cumplen con aparente sencillez el objetivo de destruir el emplazamiento. Pero lo difícil comienza con el viaje de regreso, cuando se ven obligados a adentrarse en los pantanos para poder sobrevivir a la implacable persecución de los semínolas, que se produce por una extensión de ciento cincuenta millas repletas de peligros naturales y humanos, donde el capitán y Judy (Mari Aldon), la cautiva de los traficantes, descubren una pasión que debe superar un presente de muerte y un pasado que Wyatt ha aprendido a olvidar y que Judy no puede dejar atrás. Como plagiador de sí mismo, Raoul Walsh es inimitable, como también pudieron serlo Howard Hawks o Alfred Hitchcock, y realizó un film totalmente distinto a su original, así pues, a pesar de los aspectos comunes que guarda con Objetivo BirmaniaTambores lejanos resulta menos opresiva que aquella, primando la velocidad y la sencillez, sin necesidad de forzar una historia que en manos de otro director podría haber sido una mala película y un pésimo remake, sin embargo, el film ofrece lo que promete cuando la voz en off del teniente Tutts advierte que fue la aventura de su vida.

El fuera de la ley (1976)

Cuanto se es o lo que se ama puede dejar de ser  y convertirse en una realidad muy distinta a la conocida hasta entonces, a menudo dolorosa. Josey Wales (Clint Eastwood) lo sabe de primera mano, él lo ha sufrido y le ha transformado en un renegado que vaga sin poder olvidar el brutal instante en el que lo perdió todo, cuando un grupo de sanguinarios botas rojas asesinaron a su esposa e hijo durante la Guerra de la Secesión. La conducta posterior de este hombre silencioso y atormentado desvela su rechazo a cualquier tipo de autoridad, así como la pérdida de parte de su humanidad, la cual desaparece poco antes de unirse a la lucha que le proporciona la negación del nuevo comienzo que no desea. Ante todo, El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales) es un intenso western que sigue el descenso a los infiernos de su protagonista, así como su paulatino renacer en el mundo de los vivos, el cual se gesta gracias a la presencia de aquellos seres que se le unen en su deambular tras la conclusión de la contienda. Josey no acepta la rendición, no puede hacerlo, ya que no combatía por una idea, sino por el dolor que habita en su alma, un olor que ha generado odio y deseo de venganza. Pero su lucha no es contra los demás, sino contra sí mismo, al ser incapaz de olvidar y asumir las relaciones afectivas que se le presentan, y no puede aceptarlas porque teme causar la muerte de aquello a quienes tome cariño. Este ángel exterminador se muestra lejano en su silencio, en su manera de mascar tabaco y de escupirlo, en su mirada y en su manera de emplear la violencia, apartado de todos y de todo, incluso dentro del grupo de milicianos con quienes ha luchado y de quienes se separa cuando se rinden tras la traición de Fletcher (John Vernon), sorprendido por el giro de los acontecimientos que se produce en ese campamento donde los suyos deponen las armas y por la condena que significa perseguir a un forajido que no olvida (nunca lo hace). El viaje de Wales no habla de venganza, sino de su viaje hacia ese interior atormentado que se manifiesta en su constante enfrentamiento a la autoridad o a cualquier cuestión que signifique la cercanía de alguien, pero Josey no es ajeno a los sentimientos, como demuestra su actitud hacia el indio (Chief Dan George) que se convierte en su inseparable compañero de travesía. En todo momento, el forajido se descubre más noble que sus perseguidores, ya sean estos soldados, comancheros o cazarrecompensas, a quienes se ve forzado a matar y en quienes se descubren aspectos negativos ausentes en Josey, en quien se observan destellos de su humanidad olvidada cuando se produce su contacto con aquellos que se convierten en su nueva familia, incluyendo en el núcleo familiar a ese perro que le persigue a todas partes convertido en el blanco preferido de la indiferencia del personaje principal y del humor negro siempre presente en un película menos espectral que el primer western filmado por Eastwood.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Cuando el destino nos alcance (1973)


¿Cuál es el secreto del Soylent Green? preguntaba la frase promocional de la película de
Richard Fleischer para hacer referencia a la intriga en la que se ve envuelto el detective Thorn (Charlton Heston). Sin embargo, no era más que un gancho comercial para despertar la curiosidad en el espectador, ya que el verdadero interés del film reside en su dibujo del mundo que nos descubre, un lugar siempre árido, caluroso hasta la extenuación, superpoblado por personas condenadas a vivir en las escaleras de edificios derruidos o en el interior de los coches abandonados, faltos de alimentos y de agua corriente, y con la certeza de que en cualquier otro lugar seguirían disfrutando del alimento más proteínico: el soylent green. Cuando Sol Roth (Edward G.Robinson) era niño la comida era comida, pero los científicos contaminaron el agua y los alimentos empezaron a escasear. Ahora, en el año 2022, Sol es un anciano que vive en una Nueva York poblada por más de cuarenta millones de almas que se hacinan por los rincones de los edificios que les sirven de morada, ajenos al espacio y a las comodidades a las que solo tienen acceso los millonarios como Simonsen (Joseph Cotten). La ciencia-ficción especula con hechos que a menudo no son tan descabellados como parecen, por eso descubrir el mundo de Soylent Green no crea la sensación de estar ante un futuro imposible, dominado por la hambruna y la masificación de un planeta moribundo donde las personas se nutren con un alimento fabricado con el plancton de los océanos, el único medio de subsistencia para quienes no tienen acceso a los lujos alimenticios de una minoría privilegiada. En Cuando el destino nos alcance (Soylent Green) destaca el empleo de una fotografía árida como el clima que domina el entorno por donde transita Thorn, encargado de la investigación del asesinato de Simonsen, miembro del consejo de Soylent, que ocupa un apartamento de lujo que impresiona al policía cuando este se presenta en el escenario del crimen. Allí descubre un lugar lleno de detalles y de privilegios a los que él no tiene acceso: agua corriente, ducha, aire acondicionado, whisky, carne, jabón o un mobiliario entre el que descubre a un hermoso objeto de deseo llamado Shiri (Leigh Taylor-Young), quien en realidad es una joven condenada o privilegiada, según el punto de vista que se emplee para juzgarla. En su juicio inicial, el detective se muestra rudo, explícito y sin el menor disimulo confisca cuanto le interesa, algo que se descubre como una costumbre entre los policías, quizá los únicos beneficios que pueden sacar del entorno opresivo y mísero en el que viven y trabajan. Los tesoros que Thorn lleva a la casa que comparte con Sol, un vestigio del pasado, culto, desencantado y desilusionado con el presente, provocan que este recuerde aquellos años cuando la Tierra era un lugar hermoso, repleto de recursos naturales que solo volverá a recordar cuando acuda al "hogar" para aceptar una muerte que antepone a una vida en un espacio que oculta un secreto que no puede soportar. La escena del "hogar" resulta conmovedora y sobrecogedora al observar como el anciano se deja envolver por "la pastoral" de Beethoven mientras se deleita con imágenes de manantiales y animales que Thorn nunca ha visto hasta ese instante, cuando contempla desde la cristalera como su amigo alcanza la paz, poco antes de que él tenga acceso al secreto que se esconde en el soylent green.


martes, 20 de noviembre de 2012

El milagro de P. Tinto (1996)




Hacia la mitad de la década de 1990 se realizaron en España tres comedias que se convirtieron en un rotundo éxito de taquilla: 
El día de la bestia (1995), El milagro de P. Tinto (1996) y Airbag (1997). De las tres, El milagro de P. Tinto pasa por ser la más surrealista, en cuanto a la exposición de los hechos que narra y a sus personajes, que ya es decir, si se tiene en cuenta a los individuos que habitan en las otras dos producciones. 
<<Un P. Tinto posee tres cualidades que le hacen inconfundible en cualquier lugar del mundo. Un P. Tinto siempre mira hacia arriba, ¡con optimismo!. A un P. Tinto la elegancia se le reconoce donde quiera que vaya; informal sí, pero elegante. Y sobre todo, un P. Tinto siempre lleva su propia energía, sin olvidar que a un P. Tinto le gusta echarse azúcar en el café hasta que haga isla>>. Estas palabras del P. Tinto original (Juan Manuel Chiapella) se grabaron en la mente de su hijo, como también se había grabado el secreto para alcanzar el sueño de su vida: ser padre de una familia numerosa. Desde temprana edad, P. Tinto (Andrés Calamardo) fantaseaba con la idea de tener hijos, pero, para poder llevar a cabo su proyecto, tenía que encontrar a la pareja perfecta, y la halló en Olivia (Sonia Calamardo), una niña que también anhelaba tener una extensa progenie a quien ofrecer su cariño. Con el paso del tiempo el joven P. Tinto (Carlos Soto) empezó a sospechar que a su chica le fallaba la vista, aunque esto no mermó ni su ilusión por procrear ni su amor hacia ella, además, habían descubierto el secreto del éxito: ¡tralarí tralarí! Pero los años pasan, veinticinco desde aquel día en el que los chavales llegaron en su nave espacio-temporal, y la inocente pareja de padres frustrados ha de conformarse con el par de gorrones extraterrestres que aceptan de buen grado como hijos adoptivos, pero el matrimonio continúa sin poder darles un hermano, lo cual aumenta la pena y la tristeza de una pareja a la que no ha funcionado su ¡tralarí tralarí! Sin embargo, el bueno de san Nicolás escucha la petición de Olivia (Silvia Casanova) y les envía a un niño batusi o mandinga, que algunos consideran un alienígena trompetero de dos metros, aunque, para P. Tinto (Luis Ciges) no cabe la menor duda: el individuo que entra en su casa cumple todos los requisitos que le había dicho su padre, incluso el chaval viaja con su propia energía, la cual parece transportar en la bombona de butano que al inicio de la película emplea como llave para salir del centro psiquiátrico donde lo han retenido durante años por su inigualable maña para cocinar pizzas. Pero todos se confunden, Joselito o Panchito (Pablo Pinedo), como le llaman sus nuevos padres, no ha sido enviado por nadie, solo es un hombre con un pasado que le persigue para recordarle a su madre, de quien no quiso despedirse y a la que espera volver a ver gracias a la (cutrenave de sus hermanos adoptivos, dos niños un tanto peculiares, que ni envejecen ni tienen la intención de hacer nada más que tomar gaseosa y disfrutar de su estancia en la Tierra. Su argumento, sus personajes y sus imágenes provocan que El milagro de P. Tinto sea una comedia diferente que se sustenta sobre su humor surrealista y las acertadas interpretaciones de su elenco artístico, sobre todo la de Luis Ciges, inolvidable actor secundario que en la película de Javier Fesser alcanzó el protagonismo.



Las uvas de la ira (1940)


La polémica suscitada por la crónica social expuesta por John Steinbeck en las páginas de Las uvas de la ira (1939) no impidió que su magnífica novela fuese un éxito de ventas. Su manera de narrar la depresión económica y social que afectó a millones de personas condenadas a vagar sin rumbo, sin trabajo, sin apoyo, sin apenas esperanza, por un país donde sus protagonistas sufren y luchan por mantenerse unidos mientras la frágil promesa de bienestar se desmorona sin remedio, llamó la atención del lector, la del jurado del premio Pulitzer y la de Darryl F. Zanuck. Consciente de las posibilidades comerciales de una adaptación del libro a la gran pantalla, el máximo responsable de 20th Century Fox adquirió los derechos cinematográficos a cambio de setenta mil dólares y a condición de mantener el mensaje social pretendido por Steinbeck. Sin perder tiempo Zanuck encargó a Nunnally Johnson la escritura del guion y la dirección a John Ford, que, a pesar de no trabajar con un material a priori de su elección, y digo a priori porque la novela sí le permitía abordar temáticas presentes en su obra (la familia, la redención y la búsqueda de un hogar, temáticas heredadas de su origen irlandés), introdujo aspectos característicos de su cine para dar forma a
 una obra maestra que, desde un aspecto personal, le reportó su segundo Oscar al mejor director. Pero más allá del valor que cada uno concede a los premios y de la objetividad de los mismos, mi subjetividad me dice que también lo había merecido un año antes por La diligencia (The Stagecoach, 1939) y lo volvería a merecer por títulos que fueron ninguneados en posteriores ediciones de los Oscar, Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath) ponía en tela de juicio la etiqueta de cineasta conservador que en ocasiones se le atribuía. La conciencia social, el humanismo y la modernidad que mana de cada fotograma de la soberbia fotografía de Gregg Toland alejaban al realizador de un calificativo que sí serviría para definir a alguien más maniqueo, como podría ser el caso de Cecil B. DeMille, por aquel entonces uno de los cineastas más poderosos de Hollywood (Paramount era su feudo), pero cuyo cine ha envejecido perdiendo parte de la vigencia de la que gozaría en su momento. Todo lo contrario sucede con las películas de Ford, siempre actuales gracias a su capacidad de emocionar contando historias protagonizadas por seres de carne y hueso como los miembros de la familia Morgan de ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941), el Ethan Edwards de Centauros del desierto (The Searchers, 1956), el Frank Skeffington de El último hurra, (The Last Hurrah, 1958) o los Stoddard y Doniphon de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shoot Liberty Valance, 1962). Aunque se trató de un encargo, Las uvas de la ira descubre en toda su dimensión la personalidad creativa de un cineasta capaz de captar el desencanto, el sacrificio y la desesperanza en los rostros de sus personajes, en su cotidianidad, reflejo de la imposibilidad de la vida digna que se les niega como consecuencia de la insostenible e infrahumana situación que desangra a la sociedad representada en la familia Joad, un núcleo que se desmiembra a pesar de los esfuerzos de Ma'Joad (Jane Darwell) por mantenerlo unido en el sombrío presente en el que ya no se vive, se sobrevive.


Desde su estreno, Las uvas de la ira
 fue considerada una de las películas de prestigio de Ford, aunque vista su inigualable filmografía, y valorada en su justa medida, se podría decir que la práctica totalidad de sus films sonoros, y alguno de los silentes que se conservan, lo son en mayor o menor medida. La cuestión de dividir la obra fordiana en producciones de mayor peso artístico y otras destinadas a entretener delata la miopía de quienes consideraban el western inferior al drama, sin tener en cuenta que cualquier género trabajado por Ford iba más allá de la etiqueta genérica. Cualquiera de sus títulos, ya fueran encargos o personales, posee la personalidad de un creador con universo propio, una narrativa impecable e inimitable, profundidad emocional y una evidente y lúcida reflexión sobre los hechos que envuelven a sus personajes, aunque en algunos casos su mirada reflexiva (con los años se volvería más pesimista) resulte menos evidente que la reflejada durante el éxodo de los Joad. Tom Joad (Henry Fonda) aparece en la soledad de un descampado, acaba de salir de la cárcel y se dirige al hogar familiar, aunque allí descubre una realidad distinta a la esperada, ya que se encuentra con una familia desilusionada y herida por los acontecimientos que conoce a través de los recuerdos de Muley (John Qualen), otra de las numerosas víctimas de los malos tiempos. Desahuciados de sus tierras, donde han nacido, vivido, trabajado y enterrado a los suyos, para los pequeños granjeros como ellos, también para el resto de afectados por la grave crisis económica generada tras el crack de 1929, la Gran Depresión es un torbellino que arrasa con los más débiles, sin detenerse a pensar en términos de las necesidades humanas que surgen en el seno de una sociedad donde las clases privilegiadas (banca, grandes compañías o grandes propietarios) se niegan a mostrar interés o preocupación por esos desheredados a quienes se obliga a abandonar sus casas, sin dejarles más opción que la de emprender un viaje de dolor, hambre y muerte. Sin embargo, los Joad se mantienen firmes en su unión, nacida de la ilusión-necesidad de alcanzar un paraíso que les permita recuperar la dignidad arrebatada por su presente, el cual los condena a abandonar sus orígenes y a deambular por la insolidaridad y la miseria que dominan su viaje desde su Oklahoma natal hasta esa California que idealizan, y en la que depositan su esperanza de encontrar la tierra prometida y, en ella, su nuevo hogar.

lunes, 19 de noviembre de 2012

El Yangtsé en llamas (1966)




La propuesta de Robert Wise en su viaje cinematográfico a la China colonial resulta muy distinta a la realizada por Nicholas Ray en 55 días en Pekin (1963), pues en El Yangtsé en llamas (The Sand Peebles) no hay lugar para héroes dentro de un país en plena revuelta civil, dominado durante décadas por la presencia extranjera a la que se pretende expulsar (la acción se desarrolla más de veinte años después que la expuesta por Ray). Wise planteó un drama sólido en su puesta en escena, que profundiza en los aspectos humanos de sus tres protagonistas masculinos: Holman (Steve McQueen), Frenchy (Richard Attenborough) y el capitán Collins (Richard Crenna). Holman carece de ideología, aunque no de valores, su pensamiento gira en torno a la tranquilidad y a la soledad que busca y encuentra en las salas de máquinas, donde se mantiene alejado de la marcialidad y de los problemas que no van con él. Tras nueve años en la marina y siete traslados llega a su último destino: el San Pablo, un viejo cañonero capitaneado por Collins, oficial cuya máxima reside en la idea del honor, a menudo malinterpretada y ausente de esa nave que se ha convertido en parte de él. La estancia de Holman abordo del San Pablo le confiere un aspecto digno, en contraposición de sus compañeros, algo similar le ocurre a Frenchy, sensible y honesto, perdidamente enamorado de Maily (Marayat Andrianne), a quien intenta proteger (y apartar) de un ambiente viciado donde ni clientes ni propietarios parecen respetar la dignidad humana. El Yangtse en llamas (The Sand Peebles) no oculta en ningún momento su punto de vista crítico, siempre presente en la rebeldía de Holman y en su necesidad de mantenerse alejado del sistema, inquietudes que se observan en su modo de actuar dentro del microcosmos interno del buque, donde no comparte ninguna similitud con unos compañeros que viven a expensas de los peones chinos, sometidos a un sistema social en el que los norteamericanos no se inmiscuyen; sin embargo, Holman sí lo hace y las consecuencias son inmediatas. El jefe de maquinas semeja una especie de testigo presencial que pretende mantenerse al margen de los hechos que observa, ya sea en el barco o en el bar, no obstante esos mismos hechos le involucran a su pesar, y permiten descubrir un comportamiento más humano que el del resto de los marineros, que le ven como una especie de gafe, seguramente porque se muestra distinto a ellos. Holman instruye a Po-han (Mako), pero lo hace desde la cercanía y el respeto que permiten el nacimiento de un vinculo, que por desgracia el propio maquinista tiene que romper cuando dispara contra aquel para que no continúe sufriendo la tortura a la que le somete una masa enloquecida. De igual modo que no pretendía instruir a un ayudante, tampoco parecía dispuesto a apoyar a Frenchy en su imposible relación amorosa, y sin embargo lo hace, como también se sacrifica para salvar la vida de Shirley (Candice Bergen), no por la gloria o el honor que anhela el capitán, sino por amor hacia esa mujer que le ha ayudado a aceptar emociones que parecen no tener cabida en un entorno donde tampoco la tienen quienes las muestran.

Esmeralda, la zíngara (1939)



En 1939, año del rodaje de Esmeralda, la zíngara (The Hunchback of Notre Dame), los totalitarismos se habían impuesto en medio mundo, lo que podría llevar a pensar en el escaso avance del pensamiento humano a lo largo de los tiempos, ya que daría igual encontrarse a finales de la década de 1930, en la Europa de los nacionalismos totalitarios y del inicio de la Segunda Guerra Mundial, que en el París de los últimos años del siglo XV, a la conclusión de la Guerra de los Cien Años, en el que se ubica el film de William Dieterle. Este excelente largometraje reflejó su presente incierto, viajando a un pasado donde se descubre la injusticia que habita en calles repletas de miseria e intolerancia nacida del odio, de la ignorancia o del miedo, tanto a lo nuevo como a lo diferente: la imprenta (símbolo de la libertad de transmisión de pensamientos) o el joven deforme (reflejo de la fealdad que habita en quienes le rodean). El magistrado Frollo (Cedric Hardwicke), dominado por el fanatismo que rige su comportamiento, muestra rechazo y temor ante el nuevo invento (imprenta), que podría implicar un cambio social y el fin de su férreo control sobre las masas. Dicha postura choca con la de su acompañante, Luis XI (Harry Davenport), de talante más progresista que su súbdito, aunque todavía condicionado por una tradición (ignorancia) que aplasta al pueblo y al progreso, fomentando la miseria que habita en ese París de cartón piedra al que llega Esmeralda (Maureen O'Hara) con la intención de solicitar al monarca que detenga la persecución que sufre su pueblo, únicamente por sus diferencias raciales y culturales. Esmeralda, la zíngara (The Hunchback of Notre Dame) hace hincapié en los peligros que conllevan la intolerancia y los prejuicios nacidos de la falsa superioridad racial, física o moral, opuestos al respeto, la comprensión o la aceptación de una pluralidad enriquecedora que podría impedir la violencia que se desata ante las piedras de Notre Dame, morada del campanero deforme que se enamora de la zíngara, cuyos encantos también conquistan a Frollo y a Gringoire (Edmond O'Brien), poeta y supuesto librepensador. Tras llamar la atención sobre la injusta persecución (paralela a la realidad de 1939), Dieterle se centró en los prejuicios que muestran los parisinos ante el desfigurado Quasimodo (Charles Laughton), a quien se juzga y se rechaza por su aspecto deforme, el mismo que le convierte en centro de burlas y miedos. ¿Y si todos aquellos que le repudian fueran como él y tan sólo existiese un Febo (Alan Marshall)? ¿A Quien se catalogaría como monstruo? Acaso ¿el rechazo no se dirigiría hacia el individuo que presentase las diferencias con el resto? Juzgar a simple vista conlleva rechazo o aceptación, pero nunca profundización en cuanto a la verdadera dimensión de un ser que siente las mismas emociones que habitan en cualquiera de sus semejante. Incluso Esmeralda se ve condicionada por la malformación física de ese jorobado que inicialmente le asusta y le repugna, olvidándose de que tras la imagen existe un alma a la espera de que alguien comprenda que posee inquietudes y sentimientos, realidad que la joven zíngara descubre cuando observa el sufrimiento del jorobado de Notre Dame, torturado como consecuencia de un crimen del que no es culpable: su aspecto.