martes, 30 de octubre de 2012

La naranja mecánica (1971)


El sufrido narrador (Malcolm McDowell) inicia su relato enumerando sus aficiones, de las que no emite juicios morales porque es consciente de que surgen de su naturaleza, no del condicionamiento de su entorno, a cuya imparable deshumanización él responde desde la ultraviolencia, el sexo, la leche enriquecida y la música, sobre todo la del divino Ludwig van. Mediante sus palabras y la visión de sus actos se comprende que Alex no hace lo que hace por dinero —el cajón de su mesita de noche se encuentra repleto de relojes y billetes que no usa— ni porque alguien se lo ordene —es su propio jefe—, simplemente lo hace porque es su manera de expresar el sadismo que lo define y que no oculta en el interior de la casa donde golpea y viola mientras canta Singin' in the rain, o cuando él y sus "drugos" vapulean al indigente que se cruza en su camino.


Con este “tierno” protagonista, y su manera de entender el medio que habita, La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) en manos de 
Stanley Kubrick no podría haber sido más que un film complejo y transgresor, uno que sembró perplejidad y recogió polémica entre quienes no supieron captar el significado de su soberbio ejercicio narrativo y formal. Pero Kubrick prioriza la reflexión antropológica, y confronta individuo y sociedad, a la que aquel pertenece, la misma sociedad que pretende condicionar su comportamiento y mermar su capacidad de ser y decidir.


El joven y sacrificado narrador sufre un giro radical en su existencia después de que sus compinches lo traicionen y abandonen a su suerte delante de la puerta de la casa de una mujer a la que acaban de asesinar. Poco después, Alex es detenido e internado en una prisión donde se muestra incapaz de reconocer su culpa y su condición de criminal, ya que él no acepta las reglas que establecen los límites sociales de lo lícito y lo ilícito. Durante su estancia en el correccional se desarrolla su gusto por la lectura de la biblia, en la que encuentra grandes dosis de violencia, que todos aceptan y nadie censura, también descubre la actitud fascista (y aceptada) del celador jefe y la falta de ética del nuevo ministro de Interior (
Anthony Sharp), claro representante del sistema político que busca erradicar un mal, para él secundario, mediante la extirpación de los rasgos violentos de los criminales, lo cual vendría a definir su máxima "el fin justifica los medios". Este ministro es el responsable de proponer, defender y poner en marcha el programa de condicionamiento con el que se pretende alterar el comportamiento de los presos, eliminando su capacidad de elegir, de pensar y de asumir decisiones, sean o no correctas, lo que implica la erradicación de la individualidad humana, ya que no se trata de establecer una relación de enseñanza-aprendizaje que permita a Alex distinguir entre aquello que los límites morales, implantados por la sociedad, consideran correcto o incorrecto, sino de alterar su naturaleza, su pensamiento y manera de entender cuanto observa. Su experiencia dentro del centro Ludovico implica sufrir la terapia que elimina parte de su esencia emotiva y natural, lo que provoca su pérdida de identidad.


Como consecuencia, ya no tolera la violencia, ni el sexo ni la novena sinfonía de Ludwig van, que forman parte de su negación interna, paralela al rechazo externo que se convierte en su tónica diaria tras su puesta en libertad. Sus padres, siempre pasivos, le han sustituido por un inquilino que sería un modelo de conducta opuesto al Alex pre-Ludovico; sus "drugos", han dejado de serlo y se han asentado dentro del sistema que rechazaban, irónicamente trabajando como policías, pero sin abandonar la violencia que en ese momento legitima el uniforme, y que emplean para hundirle la cabeza en una fuente después de que el indigente al que había agredido en el pasado le devolviese sus atenciones. Alex completa su recorrido social cuando llega medio moribundo a la casa del escritor a quien condenó a permanecer en una silla de ruedas. Allí el literato le utiliza para atacar al gobierno, al que acusa de controlar y manipular a las masas. En ese momento el sufrido narrador actúa guiado por el condicionamiento que ha erradicado su capacidad de decidir, de aceptar sus emociones naturales y aquellas que surgen de su relación con el medio, el mismo entorno donde fue verdugo y también víctima, ambigüedad que resulta menos ambigua cuando se comprueba que sus víctimas también pueden ser verdugos, y aceptados por esas mismas normas que a él le despojan del ser. 

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