jueves, 4 de octubre de 2012

Círculo rojo (1970)


En los policíacos de Jean-Pierre Melville se dan cita soplones, criminales sin escrúpulos, policías que cruzan la línea de la legalidad para alcanzar sus fines y delincuentes que se rigen por un código de honor que no tiene cabida dentro de las sombras por donde se mueven. La ubicación (desubicación) de estos seres dentro de un mismo espacio genera la sensación de imposibilidad que rodea a los antihéroes de Melville, ninguno de los cuales puede evitar la fatalidad que rige su destino y que se aprecia en cada plano de Círculo rojo (Le cercle rouge, 1970), cumbre del Polar francés y la película que mejor define la personal mirada de este gran cineasta. Poco importan los hechos de su pasado o sus pretensiones en el presente, porque ninguno de los protagonistas puede escapar del código de conducta que marca comportamientos y pensamientos, aquellos que no expresan con palabras y que los convierte en individuos solitarios, incapaces de expresar sus sentimientos y emociones más allá de la amarga determinación que denotan sus rostros. En Círculo rojo se observa la ambigüedad de gángsters, que nunca quebrantan su norma de conducta, y de policías, capaces de proponer un delito o, como en el caso del comisario Mattei (André Bourvil), de coaccionar a delincuentes para que estos se conviertan en confidentes y delatores. Corey (Alain Delon), puesto en libertad y tentado por uno de los guardias del presidio para que perpetre un atraco, Vogel (Gian Maria Voloté), apresado aunque no tarda en escapar del tren en el que viaja escoltado por Mattei, y Jensen (Yves Montand), un ex-policía alcohólico que no actúa por dinero, sino por reencontrarse consigo mismo, estos tres personajes se alían para dar un golpe que se sabe imposible, pero que sirve a los intereses de Melville para que pueda desarrollar la camaradería, simpatía o, si se prefiere, la afinidad que surge entre ellos al reconocerse como iguales, ya que se trata de seres atrapados dentro de un aura de romanticismo trágico de la que no pueden deshacerse, ni siquiera cuando realizan su cometido con éxito. Aparentemente distintos entre sí, los delincuentes de este policíaco preciso y austero, de puesta en escena depurada y fascinante, que rehuye de alardes innecesarios, se encuentran atrapados en la soledad que les permite reconocerse como iguales en su condena de compartir la desorientación y el vacío existencial que, a primera vista, los define. De tal manera, tanto el robo a la joyería como la trama que se desarrolla enfatizan las personalidades, en apariencia frías, de tres desubicados a quienes se les niega (y se niegan) el acceso a un estado de mayor plenitud, porque, más que fueras de la ley, comprenden que son víctimas de la fatalidad que les persigue y a la que, tarde o temprano, tendrán que enfrentarse.

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