lunes, 17 de septiembre de 2012

El gran McGinty (1940)


"Era la gran oportunidad de mi vida..." recordó Preston Sturges en su autobiografía al referirse a El gran McGinty (The Great McGinty, 1940), su debut como director. Salvo él y raras excepciones, nadie apostaba por el éxito de esta pequeña producción, sin embargo, fue uno de los más sonados de la temporada. Este inesperado éxito afianzó su carrera de realizador al tiempo que abría las puertas a otros guionistas que deseaban dirigir (Wilder, Huston, Mankiewicz, Rossen,...) porque, hasta aquel momento, para un escritor contratado por un estudio de Hollywood, el acceso a la dirección era una cuestión que rozaba lo imposible. Tras convertirse en el guionista más importante de la Paramount, y gracias a su constante presencia en los rodajes, Sturges sabía que estaba preparado para dar el salto a la dirección. Por otra parte, era consciente de que nadie mejor que él para dar forma a sus guiones, sin que estos sufrieran retoques que no encajaban dentro de sus intenciones autorales. Dicha certeza le llevó a buscar su oportunidad en este film que vendió a la Paramount por un dolar y por la promesa de que él sería su máximo responsable, pero no todo salió como había previsto: Spencer Tracy, el actor para quien había escrito el personaje principal, no participó en la película y el papel del vagabundo protagonista recayó en un actor poco mediático, que en sus actuaciones anteriores había interpretado roles menores o de villano. A priori, la ausencia de una estrella de la talla de Tracy sería un problema, pero Brian Donlevy sorprendió gratamente al ofrecer una composición perfecta de su personaje, al que dotó de la rudeza y de la vulnerabilidad precisas para dar credibilidad a una víctima de la Gran Depresión obligada a prescindir de cuestiones morales para dejar de pasar hambre en un entorno dominado por la corrupción.


El gran McGinty se inicia en el interior de un bar donde se descubre a este personaje trabajando de camarero, aunque él no es un barman que escuche las alegrías o las penas de sus clientes, al menos no cuando impide el suicidio de Tommy Thompson (Louis Jean Heydt), un joven angustiado por el único acto censurable de una vida marcada por la rectitud y la honradez. En ese instante, el camarero se decide a narrar su historia, convencido de que su experiencia puede ayudar a que Tommy deje de pensar que es el único que ha caído en desgracia, y así desista de sus intenciones suicidas. Mediante tres flashbacks que muestran su inicio, su ascensión y su caída, McGinty recuerda cómo llegó a ser gobernador de un estado, aunque antes sabe que debe empezar por el principio, cuando solo era un indigente entre tantos, que, ante su necesidad, aceptó participar en un fraude electoral que consistía en suplantar la identidad de personas enfermas o fallecidas en las urnas electorales. Pero no lo hizo ni tres ni cuatro veces, sino la friolera de treinta y siete en una misma jornada electoral. Esta hazaña sorprendió al jefe de la organización (Akim Tamiroff), a quien también sorprendió el valor de un don nadie que no dudó en enfrentarse a él. A partir de aquel momento, McGinty se convirtió en su empleado y no tardó en ascender dentro de la ilegalidad que controlaba a los políticos y a la economía local. Pero ¿eso qué tiene que ver con la historia de haber sido elegido gobernador?, le preguntan Tommy y la bailarina (Steffi Duna) que también escucha su relato.


El narrador les pide calma y continúa con sus recuerdos, así les habla de cuando el jefe le propuso presentarse a la alcaldía, cuestión que inicialmente no le desagradó, aunque rechazó al comprender que el puesto implicaba el sacrificio de casarse para obtener el voto femenino. Y de nuevo a pelear con el jefe antes de salir de su despacho y entrar en el suyo, donde su secretaria (
Muriel Angelus) le propuso matrimonio. Tras lanzar una visual al cuerpo de Catherine, McGinty se casa por interés político, sin saber nada acerca de su compañera, madre de dos niños, a quienes ignora igual que lo hace con ella. Pero, gracias a este matrimonio de conveniencia y a las muchas irregularidades electorales, vence en las elecciones, ya que el jefe siempre gana y la corrupción continúa instalada en el ayuntamiento. Construcciones de edificios innecesarios, venta de favores, gasto del dinero público sin pensar en las necesidades del contribuyente y muchas cuestiones más no quitan el sueño a McGinty, porque la ética no es la que le permite conservar el nivel de vida al que ya se ha acostumbrado. Aunque, en el momento de mayor fuerza e influencia política, así lo reconoce a sus oyentes, empezó a creer en las palabras de su mujer, con quien había intimado después de descubrir donde estaba la puerta de su dormitorio, de modo que, a partir de ese instante de acercamiento marital, su comportamiento cambió y dejó de pensar en su beneficio y vivió su único momento de honradez. A pesar de tratarse de su primera película como director, El gran McGinty es una comedia personal y madura en la que ya se observan las constantes cinematográficas que se repetirían en las producciones que Sturges rodó para la Paramount: el humor satírico con el que se pone en evidencia el sueño americano, la importancia de los personajes secundarios o la fluidez narrativa de imágenes que, al tiempo que divierten, realizan un cínico análisis de la sociedad estadounidense, en este caso de la política. De tal manera, la perspectiva escogida por el cineasta potencia la sátira que da forma a una historia que aborda un tema siempre vigente desde el veloz ritmo inicial, igual de veloz que el ascenso del protagonista, hasta su paulatina transformación, cuando jura su cargo de gobernador convencido de cumplir con una promesa que, siendo su único acto de honradez, le conduce a la cárcel, porque en su entorno el mayor delito sería el de ser honrado.

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