sábado, 30 de junio de 2012

Lo que el viento se llevó (1939)


En la década de 1930, la MGM contaba entre sus ejecutivos con dos productores de gran talento y visión cinematográfica, Irving Thalberg y David O. Selznick, que intervenían en las películas que producían para poner su impronta. Pero, mientras el primero nunca aparecía acreditado en los títulos que producía, el segundo buscaba el reconocimiento y la independencia, lo que le llevó a crear su propia productora. Con la Selznick International Pictures en marcha, el ejecutivo empezó a barajar proyectos, entre los que se contaba este colosal ejemplo de película hecha por y al gusto de su productor. Ni de su director acreditado (Victor Fleming) ni de los no acreditados (George Cukor, William A. Wellman o Sam Wood, entre otros), menos aún de sus guionistas, Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939) es, en lo mejor y en lo peor, obra de Selznick, que encontró en este melodrama, ambientado durante la guerra de la secesión, su vellocino dorado, el que en ese instante lo entronizó como rey de Hollywood. El film, a pesar de que su mítica y su popularidad suelen ocultarlo, lastra una narrativa que en muchos momentos de su extenso metraje fuerza su dramatismo y abraza sin rubor el exceso melodramático. En no pocos momentos cae en la teatralidad y sus personajes estereotipados bordean el ridículo, del cual se libran porque ninguno podría ser de otro modo. Su naturaleza es el tópico exagerado y superficial. Con todo, Selznick triunfó a lo grande. Y lo logró porque consiguió la atención necesaria para que su proyecto ya triunfase antes de ser rodado y estrenado. Pocas producciones habían dado tanto de que hablar, incluso antes de completar el reparto —por ejemplo, la elección de la actriz principal acaparó páginas y más páginas en la prensa—. La película no escatimó en medios técnicos; al contrario, fue generosa y contó con excelentes profesionales: William Cameron Menzies (quien también dirigió algunas escenas), que se encargó del diseño de los decorados, Ernest Haller, cuyo uso del travelling y del color sentaron cátedra, o el magistral Max Steiner, que compuso una partitura que alcanza su clímax en los leitmotiv que se repiten a lo largo de las cuatro horas de duración —sobresaliendo el tema de Scarlett en Tara, la hacienda de los O'Hara—. Para poner en marcha el proyecto, Selznick compró los derechos de la única novela escrita por Margaret Mitchell, a él poco le interesaba si era buena o mala, no llegó a leerla (o eso se dijo). Su gusto literario era otro, pero el éxito de ventas del libro le había convencido para desembolsar cincuenta mil dólares en 1936 y poner en marcha su ambiciosa adaptación cinematográfica. No obstante, aun con los derechos en su poder, el rodaje se retardó dos años debido a su complicada pre-producción.


En un primer momento, la única opción de Selznick para la dirección era George Cukor, sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, el productor empezó a tener dudas respecto a la elección de su amigo para asumir las riendas de la producción, lo que provocó diferencias entre ellos y el posterior despido del realizador, tras el rechazo de Clark Gable a ser dirigido por el responsable de Vivir para gozar (Holiday, 1938). El actor prefería a alguien como Fleming, con quien ya había trabajado con anterioridad y con quien compartía aficiones y diversiones. Con el cambio, la estrella se aseguraba mayor presencia en la pantalla —temía ver reducida su importancia y la de su personaje—, amén de otras cuestiones ajenas al desarrollo del rodaje. Otro gran contratiempo, del que se ha hablado hasta la saciedad y que en su momento fue publicidad extra, se presentó en la elección de la actriz que encarnaría a Scarlett O'Hara y, como es bien sabido, finalmente, tras múltiples pruebas de pantalla, el papel fue a parar a manos de Vivien Leigh, quien sería aplaudida y premiada por su composición de la joven caprichosa y manipuladora que, acostumbrada a conseguir cuanto desea, no puede conquistar a Ashley Wilkes (Leslie Howard), cuyas preferencias le llevan a Melania Hamilton (Olivia de Havilland).


Habrá múltiples formas de valorar lo que se ve en la pantalla, pero lo que parece indudable es que Lo que el viento se llevó vive en la desmesura que, para bien y para mal, unida a la búsqueda de grandeza pretendida por su autor, la hacen única. No hubo ni habrá otra (no me refiero a su calidad, sino a lo que significó para el cine hollywoodiense), aunque el propio Selznick lo intentaría de nuevo en la también mítica Duelo al sol (Duel in the Sun, King Vidor, 1946), un western cuyo uso del melodrama y del color nada tiene que envidiar a este film que se desarrolla en dos localizaciones: Tara —en periodo de preguerra y posguerra— y Atlanta —en tiempo de guerra—; pero que en ambos lugares su melodrama lastra diálogos y personajes condicionados por su origen sensiblero, todo en ellos suena prefabricado, hecho que les resta veracidad emocional.


<<Escarlata O’Hara no era bella, pero los hombres no solían darse cuenta de ello hasta que se sentían ya cautivos de su embrujo…>> (1) De madre de origen francés y padre de raíces irlandesas, la protagonista de la novela y de la película se presenta ante nosotros como una joven consentida y deseosa de ser siempre el centro de atención. Pero Scarlett evoluciona, madura tal vez, y dicha evolución se desarrolla en paralelo a la destrucción de su mundo, hasta entonces inamovible, aquel en el que se descubre al inicio, cuando su altivez vive a la par de su inocencia y de la seguridad que le confiere su pertenencia de clase privilegiada. El capricho y la ambición, la manipulación y la fuerza de la muchacha son rasgos contrarios a los que sobresalen en Melania, generosa y sensible, aunque, en ambos casos, son definidas por la sensiblería del film. Ambas muestran una linealidad excesiva, forzada, como también sucede con el personaje de Ashley, que parece un esbozo de quien pudiese ser. Rhett Butler (Clark Gable) merece un aparte, pues resulta de mayor complejidad. Posee dos caras: una sensible y otra cínica, con la que intenta esconder sus emociones. Rhett reconoce en Scarlett a alguien similar a él, una persona ambiciosa que no muestra debilidades, pero que sí las tiene; quizá por ese motivo la ama y asume que ella es la única mujer con la quien podría compartir su existencia.


Las relaciones que Scarlett mantiene con Rhett y con Malania son las dos más importantes del film, las que permiten descubrir la verdadera personalidad de una mujer que despierta a una realidad que no le gusta y que pretende cambiar. Durante el periodo de guerra, la amistad entre Scarlett y Melania delata dos comportamientos distintos frente a la vida; la primera no se somete, ni piensa hacerlo, tampoco la segunda, aunque acepta con resignación cuanto observa, pero colabora desinteresadamente dentro del ambiente de destrucción y caos en el que se convierte Atlanta durante el sitio, obligando a que su amiga la imite, porque, Melania, aparentemente débil, posee una fuerza distinta a la de Scarlett, una fuerza que nace de su amor por Ashley y no del  despecho y la ambición que domina al personaje de Vivien Leigh. La vida del sur toca a su fin, las viejas tradiciones de caballeros y damas sureñas dejan paso a una posguerra de cambio, en la que Scarlett sufre la carestía que pretende superar a cualquier precio, luchando por ella y por la tierra roja de Tara (ambas serían lo mismo en su mente), porque reconstruyendo su esplendor, piensa reconstruirse a sí misma y recuperar un pasado muerto, mientras destruye su presente.


(1) Margaret Mitchell: Lo que el viento se llevó (traducción de Juan G. de Luaces y J. Gómez de la Serna). Círculo de Lectores, Barcelona, 1972.

viernes, 29 de junio de 2012

Tiempos de gloria (1989)


La Guerra de la Secesión ha sido trasladada al cine en numerosas ocasiones, presentando los hechos históricos desde perspectivas diferentes más o menos realistas, pero, a menudo, ese realismo solo es apariencia y, por lo tanto, es superficial. No profundiza en las causas del conflicto, ni en los intereses en la sombra, ni en la realidad de la comunidad afroestadounidense que supuestamente liberaba de la esclavitud. 
Tiempos de Gloria (Glory, 1989) recrea un hecho insólito por aquel entonces: la creación de uno de los primeros regimientos de soldados afroamericanos libres, ya fuesen esclavos fugitivos, como Trip (Denzel Washington), u hombres nacidos libres, como Thomas (Andre Braugher). Las cartas del coronel del 54 de Masachussets Robert Gould Shaw fueron la principal fuente histórica para un film que se centra en su propia experiencia. Robert Gould Shaw (Matthew Broderick) es un joven oficial de la Unión a quien encargan la complicada misión de crear una tropa a partir de unos individuos que han sido sometidos a la crueldad y a la injusticia que significa la esclavitud. Inicialmente, la impotencia domina a Robert, pero esa sensación no merma su deseo de ofrecer la oportunidad que se merecen los reclutas, hombres que únicamente anhelan entrar en combate para poder luchar por la libertad aprobada por el congreso, pero a la que tendrían derecho por su condición de seres humanos Shaw es consciente de la dificultad de su cometido y de su necesidad de contar con el apoyo de gente de confianza, por ese motivo pide a su amigo Forbes (Cary Elwes) que sea su segundo, a pesar del riesgo que significa caer en manos del enemigo siendo oficial de un regimiento de antiguos esclavos. Más de seiscientos hombres libres aguardan en un campo de instrucción donde se desvela la existencia de diferencias raciales y de abusos a los que son sometidos por el color de su piel; allí nadie les toma en serio, salvo Shaw y Forbes. Se les niegan armas o un par de botas, que no llegan debido a la negligencia intencionada de oficiales sin escrúpulos, que les minusvaloran y utilizan para beneficio propio, hecho que no pasa por alto el joven oficial, que en todo momento se muestra acorde con su pensamiento de crear el mejor regimiento posible. Los hombres del 54 son conscientes de que no les toman en serio, de que se les utiliza y se les juzga por el color de su piel, realidad que descubren y confirman cuando les rebajan la paga de 13$ a 10$, un abuso que les une en su negativa, y les convierte en la unidad que les permite expresar su libertad. Edward Zwick enfocó Tiempos de Gloría desde una perspectiva épica, que gira en torno a la pareja formada por los oficiales Shaw y Forbes y a cuatro reclutas: Trip, Rawlins (Morgan Freeman), Thomas y Sharts (Jhimi Kennedy), entre quienes aparentemente no existe ningún rasgo común, salvo las ansias de luchar por la libertad de los suyos. Estos cuatro soldados superan sus diferencias iniciales, creándose entre ellos un lazo inquebrantable y un destino común, que pasa por alcanzar el sueño que se les niega: entrar en batalla. Dicha negativa desespera tanto a los oficiales (Shaw y Forbes) como a los hombres del regimiento, y les lleva a la comprensión de que están siendo utilizados como parte de una campaña  propagandística que preconiza una igualdad inexistente, pues es evidente que tanto a Shaw como a sus hombres no se les tiene en cuenta, ya que sólo se les utiliza para misiones de saqueo, cometido que aleja al regimiento de su momento de gloria, de entrega y de lucha por su libertad.

jueves, 28 de junio de 2012

Fat City, ciudad dorada (1972)


El ámbito boxístico ha sido presentado desde el drama (El campeón, Campeón sin coronaRocco y sus hermanos o Million Dollar Baby), el cine negro (Cuerpo y alma, El ídolo de barro, Más dura será la caída o Nadie puede vencerme), el biopic (Gentleman Jim, Marcado por el odioToro salvaje o Ali), el documental (Cuando éramos reyes o Facing Ali) o la comedia (El boxeador, La vía láctea o su revisión en El asombro de Brooklyn), pero algo común a todos estos géneros sería la presencia de excelentes producciones que permiten indagar en un ambiente con frecuencia sórdido y casi siempre habitado por perdedores (la mayoría de los púgiles). Pero en Fat City, el universo pugilístico se muestra más pesimista si cabe, utilizado como telón de fondo para narrar la historia de un individuo que ha tocado fondo, carente de autoestima o de ambiciones, consciente de que su sueño dorado ha pasado de largo. Billy Tully (Stacey Keach), uno de los grandes perdedores dentro de la filmografía de John Huston, se encuentra inmerso en un ambiente acorde con su condición de derrotado. Cuanto le rodea confirma un periodo de recesión o decadencia que le obliga a buscar trabajos temporales como jornalero, de ese modo consigue unos cuantos dólares que gasta en los bares adonde acude para tomarse un par de copas y encontrar compañía. Aunque quizá no la mejor, como se observa en su encuentro con Oma (Susan Tyrrell) y Earl (Curtis Cokes), una pareja que se refugia en el alcohol. Desde el abandono de su esposa, la soledad ha dominado a Tully, creándole una desilusión que le arrastra al fondo del pozo en el que se encuentra; sin embargo, su encuentro casual con Ernie Munger (Jeff Bridges) le decide a ponerse en forma, y regresar a un deporte en el que nunca fue nadie y nunca llegará a serlo. Sin embargo, Ernie es distinto, él sí podría llegar a lo más alto, pues a Billy no se le escapa que el muchacho tiene aptitudes para ser un buen boxeador. Seguramente, Tully ve en el chico de dieciocho años una imagen suya del pasado, por eso le recomienda que se presente a Ruben (Nicholas Colasanto), su antiguo manager y entrenador, para que le ayude a convertirse en profesional. La relación entre Tully y Ernie muestra a dos extremos opuestos, el final y el inicio, la derrota y la posibilidad de salir adelante en un entorno sucio, que no ofrece oportunidades. No obstante, Ernie se aparta del boxeo tras su primera derrota, asumiendo que su futuro pasa por aceptar su relación con Faye (Candy Clark), de quien espera un hijo, y quien se muestra muy distinta de Ona, la alcohólica con quien Tully empieza a mantiene una tensa relación de pareja, que remarca la derrota vital del veterano púgil. Fat City no es espectacular, sus combates no pueden serlo, porque ni son el centro de atención, ni sus combatientes tienen ninguna opción de ser buenos pugilistas; todos son perdedores, todos se encuentran condenados a ese fracaso que domina allí donde Tully mira, consciente de que él es uno más de esos seres que no han conseguido más que perder su sueño y sus esperanzas, sin respuestas ante un futuro incierto, que no parece que vaya a ser mejor que su presente.

miércoles, 27 de junio de 2012

Fanny y Alexander (1982)



La casa de los Ekdahl desprende colorido, alegría y, en la salón donde se celebra la fiesta navideña, se escuchan las risas de los miembros de esta acomodada familia dedicada al teatro, entre otros negocios. La abuela (Gunn Wallgren), actriz retirada, es la perfecta anfitriona, además de ser consciente de las debilidades y aciertos de cada uno de sus tres hijos: Gustav Adolf (Jarl Kulle), Carl (Börje Ahlstedt) y Oscar (Allan Edwall), quizá al que más aprecia, como también aprecia su esposa, Emile (Ewa Fröling), su nuera favorita. Durante la celebración se descubre el carácter tolerante de ese grupo de hombres y mujeres que disfrutan de la reunión, en la que también hay cabida para los niños, felices en sus juegos, y todavía ajenos a los sinsabores de la vida. Fanny (Pernilla Allwin) y Alexander (Bertil Guve) son los hijos de Emile y Oscar, su inocencia corresponde a sus edades, protegidos por el cariño y la comprensión que les ofrecen sus padres. No obstante, la felicidad es efímera, y la muerte es una amenaza que se convierte en realidad sin previo aviso, rompiendo la paz, la alegría y la armonía que antes había reinado en el seno de los Ekdahl. La muerte de su padre provoca que Alexander se revele ante todo cuanto le rodea, mostrándose, de este modo, disconforme con la trágica pérdida que le priva de su querido padre, convencido de la injusta parca que no se detiene a pensar en las necesidades de sus víctimas. El colorido (tolerancia) a la que los dos hermanos estaban acostumbrados se sustituye por las tonalidades frías y grises dominantes en la casa del obispo con quien Emile contrae matrimonio; dicha sensación de austeridad señala que el nuevo hogar de Fanny y Alexander carece del afecto y del calor de los que habían disfrutado hasta entonces. Desde el primer momento, el obispo Edvar Vergerus (Jan Malmsjö), a pesar de considerarse un hombre justo, muestra su rigidez, su intolerancia y su crueldad. Como condición para que se celebre el enlace, exige a Emile que renuncie a su pasado, trasladándose a su nuevo hogar sin nada, dejando atrás cualquier objeto o recuerdo, como también deben hacer los hijos de ésta. La madre acepta la exigencia, sin comprender la verdadera personalidad de su nuevo marido, quizá porque le ama o quizá porque añora esa sensación que le había hecho feliz al lado de Oscar, sin embargo, el paso del tiempo le descubre que ha puesto en peligro la infancia de sus hijos, amenazados por un ambiente dominado por unos principios rígidos que no toleran la existencia de otras opciones. Alexander es víctima de la personalidad de Edvar, y lo es, porque rechaza a su padrastro, circunstancia que crea en aquel la necesidad de forzarle a que le ame, para conseguirlo utiliza, como medio de persuasión, la severidad, en lugar de la comprensión y el cariño. La vida Fanny y Alexander se convierte en una prisión dentro de los tristes muros del hogar de los Vergerus, añoran el calor, la libertad, el cariño y a sus seres queridos, sustituidos por la severidad irracional de esa familia que se juzga a sí misma como justa e infalible, pero que utiliza la represión como parte de la educación de dos niños que pierden la alegría y la inocencia. Inicialmente, Fanny y Alexander (Fanny och Alexander) fue concebida como una miniserie para la televisión sueca, y lo fue, aunque antes se estrenaría en las salas comerciales con una duración de tres horas, e lugar de los más de 300 minutos que dura en formato televisivo, resultando un gran éxito a nivel internacional. Pero lo verdaderamente importante del film de Ingmar Bergman es la profundidad reflexiva de éste para mostrar aspectos de la vida como la muerte, la soledad, el paso del tiempo, la religión o la familia, desde dos posicionamientos opuestos, que enfrentan la rigidez de un pensamiento intolerante con la importancia de aprovechar los momentos que la vida presenta para ser felices; o al menos intentarlo, como dice en su discurso final Gustav Adolf, un hombre que pretende saborear el momento, consciente de que éste pasa sin detenerse

martes, 26 de junio de 2012

Gattaca (1997)


Con la aparición de la primera sociedad surgieron las primeras diferencias sociales, las cuales se convertiría en el rasgo común a cuantas siguieron a aquella primigenia. Estas diferencias estarían condicionadas y causadas por factores humanos que evolucionaron a lo largo de las épocas: fuerza bruta, los estamentos sociales, el aspecto físico, los diversos credos o la riqueza material perseguida por sus miembros. Sin embargo, en un futuro no lejano, pertenecer a la élite es cuestión de la genética que, alterando el curso natural del embarazo, tiene la supuesta finalidad de evitar discapacidades y enfermedades, dotando al feto de mejoras que implican la aceptación dentro del sistema y el triunfo social. Pero ¿a qué precio? En el mundo de Gattaca la manipulación genética delimita entre otras libertades el libre albedrío al tiempo que acentúa la inexistente igualdad de oportunidades que se contempla en cualquier otra sociedad real o ficticia, ya que posibilita a los individuos modificados oportunidades que se convierten en imposibles para quienes han nacido siguiendo el proceso natural. La reducción de riesgos de salud no debería plantear un problema ético, porque eso beneficiaría a todos, pero sí habría que plantear su validez cuando esa misma ciencia (y quienes la controlan) selecciona quién es apto y quién no, apartándose de su idea original de mejorar la calidad de vida para crear un mundo dominado por la idea de superioridad de una minoría en detrimento de los derechos de los considerados no aptos. Vincent Anton Freeman (Ethan Hawke) no fue modificado, como él mismo descubre durante su breve repaso a los momentos claves de su vida, aquellos que le han llevado hasta Gattaca.


En el presente, Vincent, ya no es Vincent Freeman, sino Jerome Morrow, la falsa imagen que se ha visto obligado a crear para alcanzar su sueño (imposible para su condición de no manipulado), que él mismo explica durante el flashback en el que también se observa su ruptura con las normas y su engaño para convertirse en quien no puede ser desde el punto de vista científico, pero sí desde su perspectiva, la cual aboga por el tesón y el esfuerzo. No obstante, para lograr el éxito ha necesitado la colaboración del verdadero Jerome Eugene Morrow (Jude Law), un individuo casi perfecto, salvo por la imposibilidad de utilizar sus piernas, impedimento que la genética habría pasado por alto cuando realizó su análisis, quizá porque su inmovilidad sería el fruto de una acción voluntaria que nada tendría que ver con la genética o con las probabilidades estadísticas. El verdadero Jerome muestra su desencanto, su desesperación y su apatía, pero a medida que convive con Vincent hace suyo el sueño de éste, aportando su cuerpo: sangre, orina, cabello o restos de células muertas, para engañar al sistema de seguridad de Gattaca, marcado por la rigidez, el control y un elitismo enfermizo. Gracias a su compañero y a su fe (sacrificio) en lo que hace, Vincent se encuentra a punto de lograr su objetivo de viajar a Titán, hecho que confirma que su espíritu no necesita las alteraciones genéticas que se descubren en el resto de los individuos de la empresa, quienes, salvo Irene Cassini (Uma Thruman), parecen autómatas sin alma (todo lo contrario a él). Pero la farsa del falsificador de identidad se ve amenazada por el asesinato de un ejecutivo de la empresa, convirtiendo sus últimos días en La Tierra en una desesperada carrera contra el tiempo y contra los dos policías que siguen su pista, uno de los cuales resulta ser Anton Freeman (Loren Dean), de quien Vincent habla durante el flashback y de quien dice que siempre se había mostrado superior a él, excepto el día que se produjo el milagro que le impulsó a emprender su propio camino, no el delimitado por sus deficiencias genéticas.


Los personajes protagonistas de los films de Andrew Niccol engañan para escalar o mostrar su disconformidad con una sociedad que condiciona sus conductas y les obliga a actuar del modo en el que lo hacen, revelándose como seres antisociales que no aceptan lo establecido, cuestión que se descubre en S1m0ne (2002), en El señor de la guerra (Lord of War, 2005) o en In Time (2011), incluso Truman, que al inicio es el engañado, engaña para conseguir su objetivo de abandonar la isla-plató de El show de Truman (The Truman Show, Peter Weir, 1998), película que Niccol no dirigió, pero si escribió. En Gattaca, su primera película como realizador, Niccol tomó como referencia modelos sociales similares a los desarrollados por Aldoux Huxley o George Orwell, sociedades sometidas y controladas, donde la libertad de elección estaría delimitada por aspectos que condicionan y someten al individuo, que acepta con indiferencia una situación que Vincent se niega a acatar, desmarcándose de lo establecido y convirtiéndose en un supuesto degenerado dentro del sistema. Gattaca también destaca por su intriga, no por la resolución del crimen, sino por cuanto rodea a ésta, comprobando como la investigación policial afecta a la relación que inician Vincent e Irene o al comportamiento de uno de los policías, Anton Freeman, quien en todo momento se muestra esquivo con el detective Hugo (Alan Arkin), hecho que apunta a la existencia de un vínculo con ese no válido infiltrado en el mundo perfecto de Gattaca, que como todos los mundos perfectos evidencia una gran imperfección.

lunes, 25 de junio de 2012

Los fantasmas del sombrerero (1982)


Con su política autoral, la crítica francesa, la de los jóvenes de la revista Cahiers du cinema fueron responsables del reconocimiento de Alfred Hitchcock como uno de los grandes autores del cine. Esto no deja de ser anecdótico, ya que el inglés ya era grande antes y lo seguiría siendo después de ser descubierto por los futuros miembros de la nouvelle vague. Entre ellos, se encontraban dos que sentían una admiración especial por el maestro del suspense: François Truffaut Claude Chabrol. Quizá este último fuese de todos ellos quien, en varios de sus films, más evidenció su gusto por el cine del realizador británico, lo cual no quiere decir que Chabrol no mostrase una personalidad fílmica propia, siempre presente en su mejores trabajos (que no son pocos). Claude Chabrol tomó como punto de partida la novela homónima de Georges Simenon para realizar un film que deambula entre el suspense y el drama, en el que se puede apreciar un pequeño homenaje al cineasta inglés. Los fantasmas del sombrerero (Les fantômes du chapeler, 1982) se inicia con uno de sus personajes principales, el sastre que responde al nombre de Kachoudas (Charles Aznarvour), observando desde la ventana de su casa (como el personaje interpretado por James Stewart en La ventana indiscreta) las siluetas que percibe tras las cortinas de la casa de enfrente, y que deben pertenecer a sus vecinos: Léon Labbé (Michel Serrault) y su esposa, aunque en realidad ésta no es una mujer sino un maniquí con el cual el sombrerero pretende engañar a todos, haciéndoles creer que su esposa se encuentra en esa habitación a la que tan sólo él tiene acceso. Labbé no es un psicópata al estilo de Norman Bates, personaje principal de Psicosis (Pyscho), porque no actúa por un desequilibrio psíquico, aunque mantenga conversaciones con un muñeco al que confiere la personalidad de su mujer. En un principio, este hombre actúa siguiendo un razonamiento que considera lógico, un plan perfecto que le permite desviar la atención de los demás, como evidencia en los escritos anónimos que envía a la prensa o en la constante preocupación por una mujer que ya no existe. Desde el primer momento el espectador sabe que se trata del estrangulador que tiene aterrorizada a la pequeña ciudad bretona en la que se han producido seis asesinatos similares, pero se desconoce el motivo que le ha impulsado a cometerlos. Labbé continúa con su rutina, atiende su negocio y a una mujer que poco puede necesitar, lo que le permite tomarse su tiempo para reunirse con los amigos, a quienes escucha hablar del asesino sin que ninguno muestre la menor sospecha hacia su persona. Únicamente el sastre parece saber algo más de lo que dice, al menos su comportamiento nervioso lo delata; Kachoudas le sigue a todas partes, consciente de que el sombrerero podría ser el estrangulador, sin embargo, solo observa, sin llegar a exteriorizar sus sospechas, porque solo desea vivir tranquilo en una ciudad en la que apenas se le descubren relaciones y a la que ha llegado para olvidar un pasado difícil. Entre el sombrerero y el sastre se crea una especie de vínculo que convierte al segundo en confidente y en una necesidad obsesiva para el asesino. Los recuerdos de Labbé permiten descubrir la convalecencia de su esposa (Monique Chaumette), que se prolongó durante quince años, aislada del mundo exterior, salvo el día de su cumpleaños, cuando sus antiguas compañeras del colegio la visitaban para felicitarla. El sombrerero también evoca la soledad y la imposibilidad que agriaron el carácter de una mujer que descargaba su frustración mediante gritos, insultos y acusaciones. El estrangulamiento de su esposa obliga a Labbé a cometer los siguientes asesinatos, con ellos pretende ocultar aquel primer crimen, cuestión que explica al maniquí (y al espectador) cuando le muestra una fotografía escolar en la que se ve a su esposa en compañía de las víctimas. ¿Quién podría sospechar de un ciudadano ejemplar, aceptado y respetado por quienes le rodean? La necesidad de protegerse le ha llevado hasta el punto en la que se encuentra, una situación que cree controlar, pero que se le escapó de las manos en el mismo instante en el que estranguló y ocultó el cadáver, dando rienda suelta a ese psicópata cerebral inconsciente de que ha dejado de controlar sus actos.

La condición humana III: la plegaria del soldado (1961)



La quinta parte de
La condición humana (Ningen no Joken) se inicia con Kaji (Tatsuya Nakadai) tras las líneas enemigas, consciente de que si cae en manos de los soviéticos su rencuentro con Michiko (Michiyo Aratama) estará más lejano. Esa realidad le impulsa a no rendirse, pero también le impulsa a cometer actos en contra de su pensamiento, pero necesarios para sobrevivir al sinsentido de la guerra. Kaji está harto de una lucha a la que no encuentra ni explicación ni justificación, porque siempre ha sido consciente de que las guerras generan males que de otro modo nunca se producirían (lo experimenta en su propia piel cuando se ve obligado a asesinar a un soldado soviético). Kaji no es el único que piensa en regresar a casa, si es que ésta todavía puede llamarse así, ya que nada volverá a ser igual después de todo el horror que ha visto. ¿Quién estará capacitado para reconstruir un mundo desmoronado? ¿Está viva Michiko? ¿Podrán retomar el amor después del sinsentido que les separó? Kaji únicamente tiene respuesta para la segunda pregunta, pues se aferra a la idea de que si él lucha por llegar hasta ella, eso sólo puede significar que debe de estar viva; sin embargo, el camino que les separa es largo, peligroso, lleno de desesperación y desesperanza. La condición humana III: la plegaria de un soldado (Ningen no joken III) muestra a un individuo que se aferra a su última esperanza, sacrificando parte de su pensamiento, pero sin abandonarlo, pues él continúa mostrando su humanidad, ayudando a quienes se unen a él en su caminar por la devastación y el hambre. Al inicio del quinto capítulo, Kaji avanza por un entorno hostil en compañía de otros dos soldados, a quienes se les unen civiles y militares que desean encontrar seguridad, paz y alimento; sin embargo, sólo encuentran miseria, dolor y muerte. El grupo se reduce como consecuencia del la falta de alimento, de las enfermedades o de las balas, pero Kaji sobrevive, se muestra fuerte en su decisión de continuar pase lo que pase, dominado por un impulso que le impide rendirse. En compañía de varios soldados alcanza un asentamiento donde se encuentra con más almas perdidas, iniciándose la última parte de esta obra magna del cine antibelicista. Masaki Kobayashi completó su visión del sinsentido de las guerras de un modo soberbio, trágico y sincero, enfocando la acción desde la interioridad de un individuo que descubre los sinsabores, la crueldad, la intolerancia y la desesperación que domina allí donde sus pies y sus últimas esperanzas le llevan. La sexta parte se centra en un campo de prisioneros donde comprueba que nada cambia, pues los abusos serían similares a los que presenció en la mina en la que había trabajado de supervisor en La condición humana I: no hay amor más grande o en el campamento militar de La condición humana II: el camino a la eternidad. Kaji, comunista, demócrata y humanista, descubre que los soviéticos también cometen injusticias: violan a una mujer que posteriormente arrojan a la carretera o permiten el comportamiento cruel de los soldados japoneses que vigilan a sus compatriotas, a quienes exprimen hasta el límite de sus fuerzas, cuestión que obliga a Kaji a intervenir para proteger a sus compañeros (hambrientos, extenuados o enfermos), siendo condenado por una conducta que desvela que todavía cree en la justicia, pero cada vez menos en la valía de la ideología que supuestamente defiende el ejército rojo La muerte de Terada (Yûsuke Kawazu), el joven soldado a quien había salvado la vida, es el golpe definitivo para un prisionero que se convence para escapar hacia su sueño, consciente de la imposibilidad de alcanzarlo, pero aún así debe intentarlo, porque cada paso que da por un mundo cruel y devastado le acerca más a Machiko, como también le acerca a la desolación, al hambre y a la muerte que producen las guerras.

domingo, 24 de junio de 2012

La puerta del infierno (1953)


En la década de 1950 el cine japonés era un total desconocido para el público occidental, sin embargo, el éxito internacional de Rashomon (Akira Kurosawa, 1950),premiada con el León de Oro en el festival de Venecia y ganadora del Oscar a la mejor película de habla no inglesa, y La puerta del infierno (Jigokumon), Palma de Oro en Cannes y receptora de los Oscar a la mejor película de habla no inglesa y al mejor diseño de vestuario, abrieron de par en par las puertas (nunca mejor dicho en alusión a sus títulos) de una cinematografía con talentos de la talla de Akira Kurosawa, Yasujiro Ozu, Mikio Naruse, Masaki Kobayashi o Kenji Mizoguchi. En la actualidad la primera se ha convertido en un clásico incontestable del cine mundial mientras que la segunda no ha alcanzado dicho estatus. Aún así, La puerta del infierno es un film que no desmerece el reconocimiento que obtuvo en su momento. La película de Teinosuke Kinugasa se desarrolla durante el siglo XII, una época marcada por el enfrentamiento de los clanes Taira (Heike) y Minamoto (Genji), aunque Kinugasa no enfocó la historia desde la lucha o la épica de un periodo en el que también se ambienta mi novela Sakura (la flor del cerezo), sino que se decantó por el intimismo de tres personajes que no pueden evitar el trágico destino al que les empuja uno de ellos. Moritoh (Kazuo Hasegawa) permanece fiel a Kiyomori no Taira (Koreya Senda) durante la revuelta, fidelidad que tras la victoria Heike le permite conseguir el favor del líder del clan, a quien pide como única recompensa la mano de Kesa (Machiko Kyô), la mujer que se hizo pasar por la hermana del regente imperial para protegerla durante el levantamiento. No obstante, existe un impedimento con el que Moritoh no cuenta. Kesa está casada y ama su esposo, el samurái Wataru (Isao Yagamata), un hombre de comportamiento impecable, cauto ante los constantes desafíos de Moritoh. Desde la perspectiva de las emociones que dominan a sus personajes, La puerta del infierno se muestra como un drama shakespeariano en el que Moritoh se deja dominar por sus sentimientos y deseos hasta el punto de convertirse en un ser destructivo, mezquino y egoísta, que compite por un amor que no le corresponde, como en todo momento deja claro la postura de Kesa. Sin embargo el amante despechado y rechazado no desiste en su empeño, enfrentándose en competición a Wataru, quien acepta con dignidad la derrota, actitud contraria a la del ganador que se muestra violento y dispuesto a todo. Pero los medios empleados por Moritoh no funcionan, consciente de que Kiyomori no le concederá la mano de la mujer casada, a menos que esta lo acepte como su nuevo esposo, de modo que asume una medida drástica y cruel que consiste en asesinar a Wataru, obligando a Kesa a ser su cómplice. El sacrificio de Kesa se presiente desde el momento que su pretendiente, cegado por la creencia de que la mujer será suya, le desvela su intención de asesinar por ella, pero sin ser consciente de que lo que siente no es amor, sino la obsesión que le ha llevado a traspasar el límite del honor y de la cordura.

viernes, 22 de junio de 2012

Tlayucan (1962)


El pensamiento de 
Luis Alcoriza, uno de los nombres más representativos del cine mexicano, ya fuese como colaborador habitual en los guiones de Luis Buñuel en su etapa mexicana (con quien guarda ciertos aspectos ideológicos comunes), o en sus films en solitario, quedó perfectamente plasmado en sus mejores películas, como es el caso de Tlayucan, una comedia dramática que presenta a una sociedad poco solidaria, que prefiere adorar a la imagen de Santa Lucía (virgen patrona, a la que agasajan con perlas), o vigilar a una piara de cerdos, que ayudar a un vecino (amigo) en los momentos en que éste precisa dinero para salvar la vida de su hijo. Eufemio Zárate (Julio Aldama) no roba la perla que pertenece a la imagen de la santa, sino que ésta se la entrega como un milagro ante sus rezos. Pero el descubrimiento del delito provoca que los conciudadanos de Eufemio se vuelvan en su contra, sin percatarse de que solamente ha actuado por la imperiosa necesidad de obtener los medicamentos que salven a su hijo (Juan Carlos Ortíz). Obligado por su condición de pobre, por la falta de ayuda de su supuestos amigos y animado por el convencimiento de que la virgen ha obrado un milagro, toma la perla para un un fin más loable que llenar los bolsillos del párroco, pero los habitantes del pueblo no muestran comprensión ante el grave problema que se cierne sobre la familia Zárate, y sí una intolerancia que a punto está de acabar en el linchamiento de Eufemio, pero que no se produce gracias a la intervención de un cura (Jorge Martínez de Hoyos) que explica que esa no son maneras, que lo importante es encontrar la piedra sustraída y, posteriormente, engullida por un gorrino. Antes y después del robo, los personajes muestran su naturaleza, así se puede observar como el cura, supuesto guía espiritual de la comunidad, únicamente piensa en el tributo que se le debe entregar a la virgen, y quien no lo haga aparecerá en la lista pública, para que éstos se avergüencen al ser evidenciados ante sus vecinos; cuestión que don Tomás (Andrés Soler) no acepta, y se presenta en la iglesia para mostrar su protesta. Don Tomás se deja guiar por su desengañado, siempre se muestra arisco, juzgando al pueblo de cruel y cínico, lo cual provoca que parezca un individuo ruin, pero sus actos salvan al hijo del matrimonio, aunque sea por beneficio propio, porque desea volver a ver guapa a Chabela (Norma Angéica) (la madre desesperada), puesto que ella es la alegría para sus ojos lujuriosos. Éstos no son los únicos que se comportan de un modo más reprochable que el del supuesto ladrón, porque Prisca (Anita Blanch), mujer devota y pudiente, emite juicios negativos sobre sus vecinos, escondiendo en ellos sus frustraciones de soltería, a la espera de que se produzca el milagro de encontrar a ese hombre que calme su ansiedad. Esta mujer es el objeto de deseo de Matías (Noé Murayama), un invidente que sólo piensa en sí mismo (como el resto), a la espera de que Santa Lucía obre el milagro que nunca llega, al menos no el que él espera. El universo insolidario de Tlayucan no esconde su evidente crítica social, que se descubre de manera excepcional desde el humor negro y el drama que profundiza en la interioridad de unos personajes que muestran una falsa imagen cara el exterior, pero que no pueden escapar de su verdadera naturaleza, la cual se descubre mientras Eufemio y Chabela piden ayuda, y en su lugar encuentran el rechazo, el egoísmo y la incomprensión de unos vecinos que les dan la espalda, porque los problemas del matrimonio no son los suyos.



jueves, 21 de junio de 2012

El Álamo (1960)



En manos de
John FordEl Álamo (The Alamo, 1960) habría sido una película distinta y, presumiblemente, mejor que el film resultante. El proyecto, que interesaba al director de Centauros del desierto (The Searchers, 1956), cayó en manos de John Wayne, empeñado en dirigir esta epopeya bélica en la que ciento ochenta y cinco hombres resisten el asedio de miles de soldados del ejército mexicano del general Santa Ana (aunque se deja notar la influencia de Ford en algunos aspectos del film). Y así, en su empeño y en su poder de estrella y productor, se produjo su debut detrás de las cámaras; años después dirigiría un segundo film bélico, en este ocasión ambientado en Vietnam, menos logrado y más panfletario: Los boinas verdes (The Green Berets, 1968). La estrella enfocó la historia desde el enfrentamiento entre buenos y malos, haciendo hincapié en palabras como libertad e independencia, las cuales suenan constantemente en boca de quienes defienden la antigua misión española reconvertida en fuerte. Posiblemente, en manos de Ford no se hablaría con tanta simpleza de conceptos como el bien o el mal, uno de los grandes errores de John Wayne a la hora de desarrollar la historia, que se muestra como una resistencia a muerte contra la opresión, casi sin profundizar en otras cuestiones, porque a Wayne solo parecía importarle ofrecer esa imagen que ensalzase la bravura de los hombres de "El Álamo", sin apenas entrar en otros pormenores que aumentarían el atractivo de cuando asoma en la pantalla. Ejemplo de aburrimiento narrativo lo encuentro en el forzado y cansino enfrentamiento entre el coronel Travis (Laurence Harvey) y Jim Bowie (Richard Widmark), o la también en la partida de las mujeres y los niños de la misión, dejando tras de sí a sus valientes familiares; un momento que, pretendiendo ser sensible y emocional, resulta sensiblero.


El relato de
El Álamo se inicia con Sam Houston (Richard Boone) encomendando a Travis la tarea de frenar el avance de las tropas de Santa Ana, con la intención de conseguir el tiempo necesario para reunir un ejército que pueda combatirlas, y así alcanzar la ansiada independencia de Texas. De este modo, el destino de Texas se encuentra en manos de un puñado de hombres mal equipados y poco disciplinados, pero que creen en lo que hacen, como también lo cree David Crockett (John Wayne), consciente del significado de ese momento que cambiaría la historia de Texas. Cuando Crockett llega a San Antonio de Vejar lo hace acompañado por cuarenta fieles y valientes hombres de Tennesse que desconocen sus intenciones, pero que no tardan en descubrirlas y hacerlas suyas. Por si no quedase suficientemente claro, el famoso congresista expone sus ideales mediante un discurso moralista que ofrece a la viuda (Linda Cristal) de la que se enamora; no obstante, dicho alegato parece dirigido a un público más numeroso, a quien trata de convencer de su decisión y del por qué de su lucha por la libertad. El sueño de la República de Texas pasa por el sacrificio de esos ciento ochenta y cinco valientes, cuya misión consiste en frenar a un ejército de siete mil hombres, hecho a priori imposible, pero, como se demuestra a lo largo del film, factible gracias al sacrificio, al esfuerzo y a la convicción de todos y cada uno de aquellos que luchan por una idea que significa más que sus propias vidas. Pero el deseo de John Wayne de remarcar lo obvio y desatender los aspectos íntimos perjudicaron el resultado final de un film que no necesitaría forzar una y otra vez la misma idea, pues ésta ya queda clara desde el primer momento.

miércoles, 20 de junio de 2012

Carandiru (2003)



Las cárceles adquieren gran importancia espacial en el cine de Hector Babenco —en el reformatorio donde desarrolla la primera parte de Pixote, la ley del más débil (Pixote, a lei do mais fraco, 1981) o en la celda de El beso de la mujer araña (Kiss of Spider Woman, 1985)—, pero es en Carandiru (2003) en la que el medio carcelario alcanza el protagonismo absoluto. A finales de la década de 1980, el centro de detención de Sao Paulo, conocido como el Carandiru, es un hervidero de SIDA, drogas y convictos (que exceden en varios miles al aforo del complejo), sin embargo, entre ellos parece regir una especie de código en el que basan su convivencia. Allí dentro, Nego (Ivan de Almeida) parece ser quien corta el bacalao, no porque sea el cocinero, sino porque se le pide permiso para emprender cualquier acción violenta que podría alterar la supuesta armonía que reina entre los presos, pues sin ese control, la situación se escaparía de las manos, tanto de las autoridades como de ellos mismos. El relato se muestra desde la perspectiva del doctor (Luis Carlos Vasconcelos) enviado para realizar pruebas del VIH en los convictos, a quienes observa y escucha mientras realiza las pruebas, y en quienes descubre aspectos íntimos que permiten profundizar en las personalidades y en los delitos que ellos mismos relatan, y que Hector Babenco mostró mediante una serie de flashbacks. Si las confidencias son o no verdaderas eso sólo los propios presos lo saben, algo que Chico (Milton Gonsalves), uno de los veteranos del penal, advierte al doctor, porque es consciente de que en la prisión todo cuanto se dice es mentira (aunque durante el día visita se corroboran parte de las narraciones de los presos). Las historias pasadas se suceden combinándose con un presente en el que se observan las condiciones de vida dentro de la institución penitenciaria, donde las drogas, el sexo, las enfermedades, la violencia o las malas condiciones higiénicas, predominan en el ambiente. Nego, Masjestade (Ailton Graça), Zico (Wagner Moura) o Antonio Carlos (Floriano Peixoto) descubren su pasado, mostrando circunstancias distintas, pero no exentas de sentimientos humanos, quizá por ello no sorprende que el doctor simpatice con ellos después de escucharles. Majestade cuenta su relación con Dalva (Mª Luisa Mendonça), con quien se casó, y como posteriormente mantuvo otra relación paralela con Rosirene (Aida Leiner), creándose el caos y los celos que le condujeron al lugar donde se encuentra encerrado. El doctor descubre la amistad que Antonio Carlos siente por Claudiomiro (Ricardo Blat), quien se dejó engañar por su esposa,  a quien acabó asesinando, al igual que a su amante, el policía que intentó birlarle el dinero que él había robado con anterioridad. El médico también observa, entre esos muros a reventar de almas descarriadas, el nacimiento del amor en una pareja atípica: Lady Di (Rodrigo Santoro) y Sem Chance (Gero Camilo), ambos atemorizados ante la posibilidad de estar infectados por el virus VIH. Carandiru se basa en un hecho real y, como tal, se presenta desde el realismo y desde la crítica, cuestión esta última siempre presente, que aumenta cuando las fuerzas antichoque entran en el penal para sofocar un motín que nadie sabe cómo comenzó, pero que finalizaría con la muerte de 111 presos a manos de unos agentes que utilizan la violencia expeditiva como tarjeta de presentación, sin mostrar apenas diferencias con algunos de los sujetos más peligrosos de un penal que años después sería clausurado y demolido.

martes, 19 de junio de 2012

Nobleza obliga (1935)



Elegante, irónico y divertido, Leo McCarey se ríe de las diferencias de clases, decantándose por la igualdad a la que se alude en determinados momentos de Nobleza obliga (Ruggles of Red Gap, 1935), la misma equivalencia que a Ruggles (Charles Laughtonle cuesta aceptar porque no está acostumbrado a ser un igual, aunque no tardará en acostumbrarse a las nuevas costumbres que encuentra en un pueblo donde, para sorpresa de todos, es el único que recuerda las palabras de Abraham Lincoln, aquellas que le ayudan a comprender que, en la medida que le corresponde y que el sistema le consiente e indica, puede decidir su ahora y su después. Pero antes de verle asumir su nueva condición, vive sin saber que una mala mano en una partida de cartas puede traerle consecuencias imprevisibles, imprevistos que Ruggles sufre en su propia piel cuando Earl de Burnstead (Roland Young), el "lord" al que sirve, le comunica que le apostó y perdió la noche anterior. La reacción de Ruggles no muestra enfado, pero sí desilusión, porque sabe que debe dejar la seguridad que conoce y el mundo para el que ha sido educado, como antes que él lo había sido su padre y el padre de este. Ruggles deja de ser el ayuda de cámara de un aristócrata inglés para convertirse en el empleado de los Floud, un matrimonio estadounidense y nuevos ricos que pasan sus vacaciones en París con la intención de tomar nota y aprender de la “refinada” sociedad europea.

Aprender quizá no sea el verbo correcto, quizá presumir se adecue mejor, pues esa esa la intención del viaje, que les permita presumir entre los suyos cuando regresen a Estados Unidos. Aunque quizá sería más conveniente y justo decir que esa es la intención de Effie Floud (Mary Boland), porque Egbert Floud (Charlie Ruggles) solo pretende continuar siendo tal y como es (y siempre ha sido), un hombre campechano que disfruta de una buena comida y de unas copas en compañía de sus amigos. La primera impresión del antiguo ayuda de cámara cuando se encuentra con la pareja le produce desasosiego al pensar en lo que le espera, sin embargo, no tarda en descubrir que se trata de gente auténtica, sobre todo su nuevo jefe, que más que un jefe se muestra como un amigo o un igual que le muestra aspectos de la vida hasta ese momento ocultos para el sirviente. El primer momento que Ruggles se dedica a sí mismo sucede en compañía del americano, cuando ambos se sientan en la terraza de un bar en compañía de un conocido de Egbert, y acaban con las existencias alcohólicas del local antes de continuar la fiesta por otros lares todavía por explorar. La borrachera le desinhibe, pero no calma los temores que le produce vivir en un país que imagina plagado de indios salvajes siempre dispuestos a arrancarle la cabellera, pero, cuando llega a Red Gap, sus sensaciones cambian, como también cambia su cometido inicial, al ser presentado como un coronel retirado del ejército de su majestad. Ruggles vive por primera vez, encuentra la amistad en Egbert y en "Ma" Pettingill (Maude Eburne), pero también descubre el amor en la viuda Judson (Zasu Pitts), aunque también sufre el esnobismo de Charles Belknap-Jackson (Lucien Littlefield), engreído y ridículo hasta extremos insospechados.

Monsieur Verdoux (1947)


A día de hoy puede resultar extraño que un film de la lucidez y de la incuestionable valía de 
Monsieur Verdoux (1947) no fuera comprendido por el público y la crítica de su época, pero, más extrañaría a Charles Chaplin la postura de la censura (primero prohibió el guion y luego permitió su estreno sin más), su citación para declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas (aunque finalmente no llegó a comparecer), la hostilidad de la prensa y el mal recibimiento de su película. <<Confiaba mucho en el éxito de Monsieur Verdoux>>, pero este no se produjo debido a la incomprensión generada por un personaje que al tiempo es un asesino en serie y una víctima de la sociedad que le ha empujado a serlo, lo cual conlleva la feroz critica (presente a lo largo de su obra) a una sociedad que justifica guerras, desigualdades y miserias que eliminan a más personas que el ambiguo protagonista. <<El argumento está lleno de humor diabólico. Se trata de una amarga sátira y de una violenta crítica social>>.


El humor negro al que 
Chaplin hizo alusión en Autobiografía fue fundamental para dar forma y sentido a esta sátira que se encuentra entre lo más destacado de su magnífica filmografía, como también lo está ese individuo consciente de qué, por qué y para qué hace cuanto hace. Estos conocimientos lo alejan de la posibilidad de que alguien lo catalogue de psicópata, ya que asume aquello que observa a su alrededor y opta por la única solución que le permite sobrevivir, aunque para ello se vea obligado a ser alguien ajeno a quien en realidad es. Henri Verdoux (Charles Chaplin) aboga por la no violencia, es vegetariano y ni siquiera es capaz de pisar un gusano, sin embargo, mata a las mujeres con quienes contrae matrimonio, pero, para él, no es violencia ni crimen, solo negocios, porque, después de treinta años trabajando como un honrado empleado de banca, fue despedido con una palmada en la espalda y arrojado a la depresión económica en la que alguien de su edad no pudo encontrar un empleo al uso. Pero él no se rindió y montó un próspero negocio que consistía en casarse con mujeres maduras y quedarse con sus bienes. Y ahí sigue el bueno de Verdoux, trabajando en un oficio en el que hay que dar el callo todos los días y a todas horas, sin vacaciones, sin seguro médico ni derecho al desempleo, siempre yendo de aquí para allá, sin poder detenerse más que durante un breve suspiro que aprovecha para ver a su esposa legal (Mady Correll) y a su hijo (Allison Roddan), por quienes hace lo que hace, para que puedan vivir con la dignidad que han intentado arrebatarles. En un momento determinado de la película, Verdoux justifica su pensamiento ante la joven (Marilyn Nash) que recoge en la calle con la intención de utilizarla como conejillo de indias, en ese instante alega que vive en un mundo cruel donde tiene que ser igual de cruel para sobrevivir.


Las técnicas del 
Barba Azul son efectivas, como atestigua la desaparición de doce mujeres y que la policía se encuentre incapacitada para resolver el caso, también se mueve por toda Francia en busca de inversiones y cobrando los intereses que le generan, cuestión que se observa en casa de Lydia Floray (Margarett Hoffman) o durante su insistente encuentro con Annabella Bohheur (Martha Raye), la más afortunada de sus muchas esposas, y quien más se resiste a ceder sus posesiones, por lo que este atípico autónomo ya no sabe qué hacer con ella. Con esta magistral comedia, Chaplin demostró que no existían incoherencias en su discurso fílmico, en el que siempre expuso su punto de vista humanista, adornado de humor, pesimismo y un atisbo de esperanza, con el que pretendía hacer hincapié en problemas que surgen dentro de una sociedad mejorable, con la que él no se encontraría a gusto debido a la hipocresía reinante. <<Lo que Verdoux proclama es que resulta ridículo mostrarse impresionado por la amplitud de sus atrocidades, que son una simple "comedia de crímenes", en comparación con los cometidos en masa y legalizados por la guerra, que el "sistema" adorna con galones dorados>>. El tono empleado por Chaplin ironiza sobre ese "sistema" que fomenta-permite las guerras (perdida de miles de vidas humanas que no se consideran asesinatos), las crisis económicas (miseria que ahoga a sus miembros y les apartar) o deshumaniza al individuo (perdida de sentimientos y de identidad como persona), consciente de ello su Verdoux se preguntaría ¿por qué no montar su propio negocio para mantener a los suyos? De tal manera el personaje asume como correcto inventarse varios alias (Varnay, Bonheur o Floray) que le permiten otros tantos oficios (anticuario, capitán de barco o ingeniero), los cuales le sirven de tapadera para recorrer el país en busca de la materia prima con la que continuar despuntando en un sector tan inusual como el de asesino de mujeres ricas, al menos durante dos años más, porque posiblemente para entonces ya tenga la cantidad suficiente para retirarse con Mona y con Peter. Pero los sueños de este curioso asocial se truncan como consecuencia de la caída de la bolsa, lo que provoca la pérdida de su capital y de sus esperanzas, no por el dinero en sí, sino por una consecuencia inmediata: la pérdida de su mujer e hijo, víctimas de la carestía que conlleva el derrumbe bursátil. Charles Chaplin aprovechó ese instante de profunda crisis para apuntar algunos de sus efectos inmediatos, entre ellos el desempleo y la miseria, el aumento de la violencia y de la desesperanza, como también el auge de ideologías tan peligrosas e irracionales como las que dominaron en Europa durante la década de 1930 y parte de la siguiente, a las que Verdoux-Chaplin se opone rotundamente, porque Henri Verdoux es un pacifista (aunque un tanto extraño) consciente de que se le juzga por sus negocios, cuando nadie denuncia la violencia y los conflictos bélicos que se producen dentro de esa sociedad que permite (e incluso aplaude) sus males al tiempo que crea a individuos como él.