sábado, 7 de abril de 2012

La delgada línea roja (1998)


En 1998, el género bélico sumó a su lista de títulos Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan) y La delgada línea roja (Thin Red Line). Pero, sobre todo, sumó dos perspectivas tan distantes entre sí como puedan serlo sus ubicaciones geográficas; la primera en Normandía, y la segunda en Guadalcanal. Las ideas cinematográficas de Steven Spielberg y las de Terrence Malick ya difieren desde sus orígenes. Adaptado plenamente a la industria de Hollywood, Spielberg despliega en su película artillería pesada, patriotismo y mucho ruido. Por su parte, Malick introduce su propuesta en la armonía de un paraíso natural donde la guerra no tiene cabida. Ambas muestran dos rostros en su inicio, uno que recuerda y otro que desea soñar. Cada uno también presenta su desembarco, pero son tan opuestos como la visión que tienen de la guerra. Allí donde Spielberg ve héroes, órdenes que cumplir o posibilidad de espectáculo; Malick, que regresaba a la dirección tras veinte años de ausencia, encuentra intimidades, voces y silencios. La primera justifica y magnifica, mientras que la segunda hace lo contrario. La delgada línea roja no necesita insistir en escenas de acción, ni presenta heroicidades de ningún tipo; es una brutal visión de la locura y de la crueldad bélicas. Sus imágenes -excelente fotografía de John Toll- hablan más allá de los pensamientos que escuchamos, menos forzados y mejor empleados que en El árbol de la vida (The Tree of Life), de unos soldados expuestos a la destrucción y la muerte de la que ellos mismos son portadores. Las observan y las sufren, sin poder ocultar la lucha interna que les golpea constantemente. ¿Dónde nace la violencia? ¿Qué empuja al hombre a cometer atrocidades? <<La guerra no ennoblece a los hombres. Los convierte en bestias. Corrompe los espíritus>>, concluye la voz de uno de los soldados que luchan en la crueldad que no nace ni de los árboles ni de los pájaros, testigos de la destrucción que tampoco les perdona. <<¿Cuántas vidas estaría dispuesto a entregar a cambio de tomar la isla?>>, le pregunta el teniente coronel Tall (Nick Nolte) al capitán Staros (Elias Koteas), mostrando así sus prioridades de oficial que exprime al máximo a sus hombres, casi niños, sin pensar en ellos como tal, sometiéndoles a la inhumana exigencia de entregar sus vidas o quitar las de otros para conquistar un trozo de tierra. ¿Qué sentido tiene? ¿A quién beneficia tanta muerte? ¿Se encuentra en la naturaleza o es nuestra naturaleza? Entre preguntas, pensamientos, explosiones y muertes, se descubren al menos dos frentes: el real, donde mueren y luchan soldados que no se conocían antes de la guerra, pero que se han unido formando un todo, sin comprender por qué se les ordena entregar sus vidas para tomar una colina en un ataque frontal que se convierte en una carnicería; o la retaguardia, donde aguarda un coronel que no atiende a razones, porque posiblemente nunca ha experimentado la verdadera batalla; para él sólo existe la idea de lograr su compensación a tantos años de amargura, pero, ¿a qué precio? Las escenas bélicas de La delgada línea roja demuestran que no existe nobleza, belleza o cualquier otro aspecto positivo en la guerra, solo mentiras, como dice el descreído sargento Welsh (Sean Penn), dolor, pérdida, crueldad y muerte, en contraposición de ese otro mundo idílico al que alude el soldado Witt (Jim Caviezel), ese paraíso que experimenta al principio del film, antes de perderlo y ser devuelto a un barco donde los soldados aguardan para desembarcar en la isla donde muchos perderán la vida, sus ilusiones o sus sueños, como le ocurre al soldado Bell (Ben Chaplin), siempre recordando un amor que le ayuda a sobrevivir, pero que muere enfermo de distancia.

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