martes, 17 de abril de 2012

El cuarto mandamiento (1942)


El segundo largometraje realizado por Orson Welles no resultó como él hubiera querido, o al menos así lo confirmó su descontento. Durante su estancia en Brasil, adonde había ido a rodar un documental que no llegó a concluir —“inconcluso”sonaría una y otra vez a lo largo de su carrera cinematográfica—, los responsables de la RKO decidieron acortar la duración prevista por el cineasta, que rondaba los ciento treinta minutos. De modo que en el estudio se aprovechó la ausencia del director y guionista para el montaje del film. Este hecho produjo el enfado del realizador, hasta el punto de asegurar que habían estropeado su película, ya que se había cortado la parte fundamental de la historia. Pero, a pesar de la intervención en la sala de montaje de Robert Wise —que también dirigiría el final impuesto por los directivos, y quien dos años después debutaría como director con la excelente La venganza de la mujer pantera (The Curse of the Cat People, 1944)— no desentona dentro de la filmografía de Welles. Incluso con su mutilación de más de cuarenta minutos, se trata de una gran película —quién sabe si mejor o peor que la que habría deparado el montaje del director—, que funciona con fluidez a lo largo del drama que se centra en la figura de un personaje, engreído, infantil y consentido, obsesionado con su posición social.


George Amberson (
Tim Holt) pertenece a la familia más importante, poderosa y elitista de la ciudad, posición que se apunta en los minutos iniciales de El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942) mediante la voz del narrador, el propio Orson Welles, y de los vecinos, que cuchichean entre ellos sobre los miembros de la alta sociedad representada en los Ambersons. Gracias a ese acercamiento al pasado se puede comprender parte del presente; las imágenes que abren el film muestran la importancia de los Amberson en el desarrollo de la ciudad, las apariencias, las modas y el amor entre Eugene Morgan (Joseph Cotten) e Isabel Amberson (Dolores Costello), un amor que dejan escapar cuando Isabel decide casarse con Wilbur Minafer (Don Dillaway), un hombre a quien no ama —hecho que las malas lenguas afirman que llevará a la joven Amberson a volcar todo su afecto en su descendencia—. La profecía de los vecinos no sería del todo precisa, pues Isabel sólo tendría un niño al que malcriar, un muchacho a quien bautizó con el nombre de George. La acción central de la película se inicia años después, con la aparición de Eugene Morgan tras una larga ausencia, consecuencia de la pérdida de aquella oportunidad del pasado que le habría dado la felicidad; su presencia en el hogar de los Amberson choca desde el primer momento con George, incapaz de asumir la realidad que le rodea, siempre altivo, desafiante y mezquino. Desde el primer instante en el que observa a Eugenne siente rechazo, sin saber que se trata del padre de la joven que intenta cortejar durante el baile. Lucy Morgan (Anne Baxter) no tarda en comprender la naturaleza caprichosa del joven Amberson, dominado por una personalidad destructiva que marca sus actos, creada por el consentimiento de su madre y el resto de su familia. George actúa como si fuese superior al resto, convencido de tener derecho a hacer y deshacer a su antojo cuanto desea, porque él es un Amberson, por ello no duda en que Lucy debe ser suya, pero la joven le rechaza una y otra vez, no porque no se haya enamorado de él, sino porque sabe que sería imposible una relación con un joven que cuanto toca parece destruir. George Amberson debe encontrarse y lo hace cuando lo pierde todo, en ese instante de soledad y de descubrimiento comprende que su posición social, su dinero (que ya no tiene) o el tiempo (que se fuga irremediablemente) son aspectos menos importantes de lo que él había creído; así pues, George asume sus errores, pero nadie queda para observar el cambio que se produce tras la muerte de su madre; sólo le queda la presencia de su tía Fanny (Agnes Moorehead), una mujer consumida por la soledad y por un amor no correspondido (Eugene). Uno de los aspectos más curiosos de El cuarto mandamiento se encuentra en los títulos de crédito, que son leídos por Orson Welles, en lugar de aparecer escritos como suele ser habitual, un hecho que resaltaría el pasado radiofónico del autor de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941).

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