viernes, 23 de marzo de 2012

El hombre elefante (1980)


Lograr financiación no era (ni es) algo sencillo para alguien creativo, arriesgado, con algo que expresar y con las ideas claras para hacerlo en un negocio en el que, como el cinematográfico (el editorial o el musical), la creatividad y la calidad artística quedan relegadas a un plano secundario, incluso a uno sin importancia cuando se trata de argumentos de venta. Pero finalmente, tras cinco años peleando para sacar adelante su primer largometraje, David Lynch pudo concluir y estrenar Cabeza borradora (Eraserhead, 1976), lo que supuso un segundo paso en la obra fílmica de un cineasta cuyo universo creativo resulta tan personal, fascinante, humano y perturbador, que se reconoce a leguas, incluso en un film a priori ajeno a dicho espacio como puede parecer Una historia verdadera (The Straight Story, 1999). El primer paso cinematográfico de Lynch había sido su incursión en los cortometrajes. Y ya desde entonces se descubre arriesgado, experimental, lúcido, oscuro, muy suyo. Solo hay que ver cualquiera de sus películas para reconocer sus temas y su estilo, su mirada, sus mundos extraños y no tanto, porque a veces lo raro e incluso lo sórdido se esconden tras fachadas idílicas, incluso tras la de uno mismo. Cabeza borradora llamó la atención de muchos, entre ellos el director y productor Mel Brooks, quien, a través de su productora Brooksfilms, produjo El hombre elefante (The Elephant Man, 1980), una magnifica historia de monstruos que ignoran serlo y un sensible y contundente alegato a favor de la dignidad humana, la cual brilla esplendorosa en John Merrick (John Hurt). Su sensibilidad conquista los corazones de sus amigos —entre quienes se cuenta la enfermera jefa, humanizada de modo excepcional por Wendy Hiller— y choca de lleno con la abominable interioridad de Bytes (Freddie Jones), que le martiriza, apalea y exhibe para su sustento, o la no menos aberrante del portero de noche del hospital (Michael Elphick), quien también se gana unas monedas a costa de John al tiempo que disfruta junto a aquellos que ven en el joven a un fenómeno al que humillar y de quien mofarse. Son hombres y mujeres que cierran los ojos a sus propias imperfecciones, incapaces de comprender que son sus mentes las que están deformadas y formadas por prejuicios, intolerancia, mezquindad, ignorancia.


Vivir con miedo, incomprendido, obligado a esconderse, sufriendo los gritos de espanto o las risas burlonas de los individuos que presumen su normalidad enferma de ignorancia e incomprensión, quizá también infectada de odio a su propia normalidad; sino, ¿a qué responde su animadversión y, al tiempo, su curiosidad malsana y su acoso a lo diferente? ¿Les hace sentirse mejores? ¿Señalar, mofarse o aprovecharse de la “deformidad” externa que encuentran en John Merrick o en la criatura de Frankenstein en Doctor Frankenstein (James Whale, 1931), les ayuda a ocultar su fealdad interior? Tanto la criatura como Merrick (entre otros personajes de ficción y tantas personas en la realidad) sufren la mirada de esa normalidad hiriente y más deformadora que cualquier rasgo físico que escape a la comprensión general, primero en las ferias, después en la facultad de Medicina donde el doctor Frederick Treves (Anthony Hopkins) lo expone a sus colegas, y más adelante, en lo que parecía ser su remanso de paz. Esa paz que se le niega desde el inicio que Lynch muestra onírico, entre la pesadilla y el sueño, para abrir su film a un espacio ferial similar a La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning, 1932) y donde John Merrick sufre rechazado, malos tratos y humillaciones constantes porque su imagen resulta grotesca a los ojos que lo miran y que únicamente ven en él, el monstruo que no es.


Los aceptados del orden, que comúnmente se dice “normales”, no comprenden el dolor, el miedo, la necesidad de amor y amar, le niegan el ser humano que sí es. <<¡No soy un monstruo! ¡No soy un animal! ¡Soy un ser humano! ¡Soy un hombre!>> exclama y solloza desesperado, cuando se ve acorralado en el aseo de la estación londinense, rodeado de perseguidores tan agresivos que parecen querer lincharlo por su apariencia externa. La monstruosidad que habita en el ser humano no se encuentra en una malformación física, sino en el rechazo, en el comportamiento, en las burlas o en la repulsión que sienten quienes se ven perfectos. En este aspecto, El hombre elefante se hermana con lo expuesto por Browning en La parada de los monstruos, pero Lynch encuentra su referente en la realidad, en el caso del Merrick real descrito por el verdadero Frederick Través en su libro —el guion, escrito por Christopher De Vore, Eric Bergren y David Lynch, también encuentra inspiración en el libro de Ashley Montagu The Elephant Man: A study in Human Dignity—. Aunque tarda en mostrarse tal cual es, primero porque Lynch lo mantiene oculto para generar la atmósfera perseguida y después porque el propio John Merrick oculta su rostro y guarda silencio por temor, teme que lo dañen más, acaba por desvelar su sensibilidad y su creatividad. Sus palabras y su comportamiento resultan generosos, y su mirada más sana que la de la mayoría, quizá más que la de cualquiera.


Este joven de veintiún años sufre deformaciones en todo su cuerpo, su aspecto resulta extraordinario, nunca visto con anterioridad, por eso cuando el doctor Frederick Treves le descubre siente la necesidad de estudiarlo, de mostrarle ante sus colegas científicos, sin apenas darle importancia a su interioridad; para Treves su objeto de estudio no sería más que ese conjunto de accidentes de la naturaleza que dominan la práctica totalidad de la anatomía de John Merrick. Tras llevarle de nuevo con Bytes, Treves tiene la oportunidad de retomar el contacto, más allá del simple análisis externo que había realizado con anterioridad, pues la brutal paliza que Merrick recibe de Bytes (le deja en un estado lamentable), convence a su torturador para llamar al doctor. El hecho conlleva el ingreso de Merrick en el hospital donde, paulatinamente, el doctor descubre que su paciente es un hombre inteligente, bondadoso, digno de su amistad y cariño. La evolución interna experimentada por Treves se hace visible y audible en la pantalla cuando llora y pregunta a su mujer (Hannah Gordon) si es un buen o un mal hombre, ya que siente que no es mejor que individuos como Bytes. Su duda la genera el comprender que ha caído en el error de permitir que personas respetables acudan al centro para observar a su amigo, un hecho que inicialmente consideraba positivo para el desarrollo personal de muchacho, pero que no deja de ser similar a la exhibición ferial, donde los espectadores acuden a contemplar a personas cuyos rasgos físicos les proporcionan placer y rechazo. No obstante, hay diferencia clave: en su hogar, el hospital, Merrick es feliz, gana confianza, se siente querido, lo que le permite abrirse y mostrar su rostro interior, más bello, amable y generoso que el de los monstruos que amenazan transformar el sueño que vive en su retorno a la pesadilla de la que Treves lo rescata. Durante ese instante, para él de pura felicidad, John vive un paréntesis de aceptación y de paz, disfruta un hogar y de la amistad que le brinda algunos de los empleados del hospital o la famosa actriz interpretada por Anne Bancroft. Allí pasa los mejores instantes de su vida, pero la sombra se extiende en la amenazante ausencia de Bytes, pues sabemos que regresará, y en la ambición del portero, que no piensa en Merrick como persona, sino como el hombre elefante que le proporciona risas e ingresos extra.



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