miércoles, 22 de febrero de 2012

Playtime (1967)



De nada vale lamentarse por la desaparición del París de postal de las primeras décadas del siglo XX, por los salones y bares donde se reunían literatos y pintores, el mismo París que en los años veinte vibró con los pasos de Josephine Baker y poco antes había sido testigo de las magistrales pinceladas de Modigliani y Picasso. Los lamentos por su pérdida no devolverán la bohemia a las terrazas, ni traerán de vuelta las calles y bares de color genuinamente parisino, si es que alguna vez existió tal color, lugares ya distantes de la ciudad moderna de turismo industrializado que Jacques Tati muestra en
Playtime (1967). Tati no llora ni pretende hacer llorar por la inexistencia de aquel París legendario y bohemio, decide reírse de su ausencia en una parodia calculada al detalle, en movimientos, situaciones, espacios, locales y vías donde los monumentos parisinos solo son reflejos en las puertas de cristal de edificios tan modernos como impersonales. En Playtime ya no hay espacio para aquel otro barrio parisino donde Hulot tenía su ático, en ese todavía resistía el encanto del ayer que ha dejado su lugar a la uniformidad, al orden y a otro tipo de desorden, quizá no tan diferente. Por ahí anda Hulot, por esos espacios donde no encaja, a pesar de que existan imitadores que quieran uniformarlo.


Jacques Tati
 planteó Playtime como si se tratara de una danza en las que las imágenes y los sonidos se combinan para crear un movimiento perfectamente estudiado y de compleja ejecución. Dicha circunstancia se aprecia en todo momento, ya sea en el aeropuerto donde se inicia el film, en el centro de exposiciones o en el restaurante Royal Garden, donde se desarrolla la parte más divertida de una película a la que le cuesta coger ritmo, pero cuando lo consigue alcanza humor e ingenio visuales pocas veces vistos en la pantalla; un ejemplo podría ser la escena que se desarrolla cuando Hulot (Jacques Tati) es invitado a entrar en un apartamento cuyas paredes exteriores son de cristal. Se confirma en el cine el sueño surrealista de Auguste Breton: la vida transparente, el individuo a la vista de todos, sin privacidad ni intimidad. La ausencia de cortinas o de persianas permite observar todos los movimientos de los inquilinos, entre ellos un vecino que disimula para que su suegra no le descubra bebiendo de una botella que puede ser vista por cualquiera que pase por delante del edificio. Pero, además de una comedia sutil e irónica, Playtime es una excelente sátira sobre la vida moderna que amenaza con destruir los gustos personales y la capacidad de tomar decisiones de quienes se dejan influenciar por las modas. Dicha incapacidad parece afectar a los turistas que pueblan la película, y resulta curioso que ninguno acuda a ver los magníficos monumentos de la capital francesa, pues estos solo aparecen reflejados en las puertas de construcciones modernas e impersonales que parecen atrapar a todo aquel se acerca a ellas, sobre todo a Hulot, el más sensato y torpe de cuantos entran y salen de escena.


El argumento literario, la historia que se narra, y los diálogos carecen de importancia, pues la esencia de este 
derroche de colorido visual y humor inteligente, que va in crescendo, se muestra a través de las imágenes que realzan la desorientación de una sociedad ociosa dentro de la cual se ha perdido el poder de decidir por uno mismo, dejando que las modas lo hagan por ella. Hulot deambula perdido por los mismos espacios donde se muestra al grupo de turistas inglesas, que son tratadas como ganado, contadas y llevadas de aquí para allá por el guía de la agencia de viajes, pero no son las únicas. Los oficinistas que trabajan en el interior de cubículos-despacho de dos metros cuadrados de superficie parecen habitar en jaulas, al menos esa es la perspectiva que se descubre desde el punto de vista de Hulot, mientras desciende por las escaleras del centro de negocios a donde ha acudido para recoger un paquete. Esta escena sirve como escusa para presentar al personaje con su tranquilidad habitual, vistiendo su gabardina y su sombrero, así como sujetando su pipa de fumar y su inseparable paraguas, aunque el cielo se encuentra despejado. Así es él, único, aunque en algún momento asome un falso Hulot que, al menos en su vestimenta, pretende imitarle. El verdadero Hulot, aunque no lo parezca, sabe lo que quiere, pero su personalidad no le permite decir no, postura que lo conduce adonde le dicen, por lo que no puede rechazar la propuesta del conocido que le invita al interior de ese hogar tan moderno como inútil, de donde, antes de entrar, ya quiere huir, aunque con la mala fortuna de quedar atrapado al no saber cómo abrir la puerta automática que le separa de la calle. En el momento que escapa de esa jaula de cristal modernista, inútil en cuanto a la intimidad que deben ofrecer las paredes de un hogar, la acción se traslada a un restaurante que abre sus puertas al público por primera vez; eso sí, sin que las obras hayan concluido a tiempo. Este detalle hace presagiar que la inauguración del Royal Garden será accidental, y de hecho lo es para muchos de los clientes que, entre otras circunstancias, no pueden probar bocado dentro de ese local diseñado a la última. Las secuencias en el restaurante de lujo, donde se dan cita tanto los turistas como los esnobs que acuden a no cenar, muestran desde un punto de vista cómico las diversas personalidades de quienes allí se reúnen, incluido el despistado y sereno señor Hulot, quien finaliza su andanza nocturna contemplando el imaginativo carrusel multicolor con el que Jacques Tati cerró esta magnífica comedia.


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